Estaba esta
mañana en el trabajo realizando una tarea rutinaria y automática, como de
costumbre. Se trataba, concretamente, de secar el tanque central de combustible
de un avión comercial. Mi compañero estaba haciendo la tarea más laboriosa,
moviéndose de un lado a otro con el aspirador de líquidos, mientras yo sólo iba
secando con trapos lo que quedaba.
Lo que me sucedió me dejó meditabundo y con algo de pánico: estaba “a
gusto” allí, haciendo eso. En cierto modo me gustan los tanques de combustible,
porque ofrecen una protección, una oscuridad protectora, donde parece que tanto
las voces como los pensamientos se amplifican y retumban. Estar dentro de ellos
es entrar en una cueva, una caverna;
una simulación tóxica del mito primordial del retorno al vientre de la Tierra. En
esta imitación lúgubre de espeleología lo malo es, aparte del trabajo que hay
que hacer dentro, el nada despreciable factor multiplicador de posibilidades de
un futuro cáncer.
El caso es que allí, en mi caverna, a menudo me viene alguna idea
curiosa a la cabeza, o entablo alguna conversación filosófica con ciertos
compañeros, o recordamos alguna vieja canción que cantamos a dúo. Sé que tarde
o temprano echaré de menos esos momentos.
La disertación de esta mañana venía motivada por ese placer de hacer un
trabajo mecánico, manual, físico, sin dolor ni un esfuerzo supremo, al abrigo de
un techo y unas paredes que se convertían en momentáneamente “mías”, mientras
yo las habitaba. Era mi cueva. El placer de no pensar, o mejor dicho, de no tener que pensar se combinaba con la
sensación de protección, de estar seguro allí, pudiendo no pensar. Un compañero
me comentó: “¿Qué es lo que extraes de eso? Pues que imagínate cómo estarán las
cosas ahí fuera para que te sientas así aquí”. Efectivamente, el mundo laboral,
o simplemente cualquier interacción social de “ahí fuera” es un infierno de
responsabilidad y competitividad, una batalla constante de habilidades y puesta
a prueba de competencias.
Como dice una página web de ajedrez que visito de vez en cuando, “Chess
is a battle between your aversion to thinking and your aversion to loosing”. Lo
que extraigo de ahí ahora es que pensar no es un placer, sino una “aversión”,
un esfuerzo desagradable. Lo que ocurre “ahí fuera” es que estamos obligados a
hacerlo para que no nos humillen. Con eso se me ocurren dos cosas:
1) el mundo es cruel, por demasiado racional y mental, por lo que daría
la razón a las últimas tendencias en educación que yo mismo condeno, que hay
que educar a los jóvenes más en las emociones, sin someterlos a torturas
mentales; por eso condeno que tras tantos avances sociales sigamos en una darwiniana
lucha por la vida, sin unos verdaderos derechos mínimos que merezcamos
meramente por estar vivos: el derecho a un bienestar mínimo e inviolable, a la
no humillación ni exclusión, al disfrute del escaso tiempo y salud que tenemos;
2) soy un holgazán, físico y mental, pero principalmente mental. Muchas
veces me decanto por tareas mecánicas y repetitivas por el mero hecho de
posponer lo complicado. Sólo hago cosas mentales y complicadas por iniciativa propia
y por apetencias temporales, de manera indisciplinada y desordenada. Mea culpa.
Dice Byung-Chul
Han en La sociedad del cansancio (2012:
55): “En el aforismo «El principal defecto de los hombres activos» escribe
Nietzsche: “A los activos les falta habitualmente una actividad superior […] en
este respecto son holgazanes. […] Los activos ruedan, como rueda una piedra,
conforme a la estupidez de la mecánica”.” [F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, Madrid, Akal, 2007, p. 179.]
Está claro que
el filósofo alemán tiene razón al criticar que a los hiperactivos, que hacen
mucho pero sin pensar profundamente, sin una “actividad superior”. Eso ocurre
porque están en el sitio correcto y se valora lo que hacen, aunque sean tareas
mecánicas. Aunque para los pocos que piensan de verdad siempre hay un puesto de
honor reservado en la sociedad, reconocido en mayor o menor escala.
Lo curioso es
que en esta perspectiva externa, hacia el mundo, aunque se llegue más lejos
ejerciendo la labor intelectual, en un estrato bajo o medio hay una equiparación
pecuniaria, aunque no social. Por ejemplo, se gana igual o más limpiando casas
que traduciendo textos del ruso o escribiendo en un pequeño periódico. Si no te
importa tener un trabajo de poca estima, y basta con el sustento ¿para qué
pensar?
Cuando me
arregle a mí mismo pensaré en arreglar el mundo. Por ahora, lo que sé es que me
relajo en ciertos momentos haciendo tareas mecánicas, disfrutando del lujo de
no pensar, hasta que, como si me acuciara una súbita sed, necesito meterme en una pantanosa expedición mental que también
disfruto, ya sea obligada, como un examen o un trabajo universitario, o
voluntaria, como escribir cualquier cosa.
¿Podré realizar
el cambio profesional que tanto necesito, antes de molerme el cuerpo en los
tanques de combustible? ¿Será un problema mi holgazanería racional, que tanto
se ampara en las emociones y la contemplación? ¿Me aceptarán, siendo así,
cuando me dedique, por fin, a una labor que tenga que ver con mis estudios?
La verdad, sólo
quiero que me dejen vivir en paz.
:) Pensaría y plasmaría un comentario súper interesante y elaborado pero voy a hacer honor a tu texto diciéndote simplemente que he disfrutado mucho leyéndolo.
ResponderEliminar...como dos gemelos en el vientre de la bestia. Sin pensar. Soñando.
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