viernes, 5 de noviembre de 2021

Pedroche

0. Preámbulo

Parto de una anécdota del pasado que en su momento ya sembró el germen de lo que ha venido a ser el siguiente texto. Se trata de un escrito dirigido a una mujer de cuyo nombre no quiero acordarme, que decía así:

"No deberías tener el más mínimo complejo al quitarte la ropa. Incluso aunque te señale algún cardenal, como la última vez. Es algo tan tuyo que no debe haber lugar a cualquier consideración o arbitrio.

Me acuerdo de una cosa que parece que no tiene mucho que ver, pero intentaré relacionarlo. Fue algo muy tonto que me marcó mucho.

Cuando tenía diecisiete o dieciocho años, mi abuela María, la de mi madre, vivía, pero estaba mayor y los hermanos de mi madre y ella se la tenían que ir turnando un mes cada uno. De modo que a veces tocaba que estuviera un mes entero en nuestra casa.

Yo no valoraba mucho a esa abuela, porque mi favorita, de pequeño, siempre fue la abuela Lola, mi bisabuela, la anciana mujer paciente, capaz, sabia, atenta, en cuya casa en Moratalaz pasé muchos días de mi infancia. Por eso, la abuela María, que me parecía tan rústica y tan andaluza, impetuosa, cabezota y casi sorda, no me gustaba.

Iba siempre con el audífono pitando, que se presionaba con el dedo. Se tiraba sonoros eructos cuando comía. Tenía que ver todos los días los culebrones de la tele después de comer, con volumen bastante alto para poder oír. A mí me alteraba la tranquilidad que siempre he necesitado. No me parecía que tuviera mucho de valioso, no entendía que fuera una persona muy valiosa. A veces, cuando venía de estar en la calle con mi madre o lo que fuera, evitaba hablar con ella o rehuía darle un beso.

Y un día ella, que no era tonta, hizo uso de su autoridad y me echó una breve bronca pero muy eficaz: "¡Ven aquí y dame un beso, que parece que no quieres a tu abuela!"

Me di cuenta de que en ese "parece que no quieres a tu abuela" había una verdad tan honda como el océano. No se podía "no querer" a una abuela. Simplemente, era incuestionable. Era mi origen sanguíneo en estado vivo, mi historia viva, mi linaje, la persona que engendró a mi madre y, por tanto, a mí también. Era como no querer a mi madre. Era la persona que había dado la vida y cuidado a mi madre e, indirectamente, a mí también. O directamente. Me di cuenta de mi idiotez con esa pequeña bronca tan simple y tan sensata. Cuando somos adolescentes, nos tienen que decir las cosas así.

Con esto quiero decir que uno no puede sentir nunca vergüenza ni rechazo a lo que es, a lo que está unido indefectiblemente, a lo que eres sin posibilidad de cuestionamiento alguno. Creo que no querer tú a ciertas partes de tu cuerpo (por culpa mía) es como eso de "parece que no quieres a tu abuela". Te podrán decir lo que quieran, o mirar como quieran, pero ahí siempre tienes un punto de anclaje, que es: "sí, pero esto soy yo". Y eso sí que es único y real (tú, que tanto ensalzas lo real), que así ha sido y no puede cambiar, que por ser nuestro ya es lo mejor del mundo (yo tuve la mejor abuela, me dan igual las demás) y es el lugar que nos pertenece y al que siempre hay que volver."

***



Al releerlo, veo que sobrevive a mi propia crítica y sigue gustándome. Tiene algo de poema. Podía haberse hecho en verso, si el autor fuera capaz, con ese esencial tú lírico que llena de vida el poema, haciendo que la cadena hablada siga resonando en el infinito como un viejo casette que vuelve a empezar cuando termina. Esa función apelativa cuando aparece el tú, la lírica del vocativo que tan bien conocía Pedro Salinas y otros grandes como Pablo Neruda, en Los versos del capitán, o Miguel Hernández en algunos de sus mejores poemas, es lo que más vida le da a la monótona retahíla que es un texto escrito. La primera persona se hunde y tiende a oscurecer. La segunda, hace salir, va hacia afuera, como aquello de la alteridad en el Eros que explicaba Byung-Chul Han. Sale a flote, emerge, hace la luz.

Además, tiene la forma de relato marco. Parece un cuento de El conde Lucanor. Podría haberse hecho imitándolo, con una "condesa Lucanora" que acude a su consejero Patronio y éste le responde con la historia de la abuela.

Pero es que es precisamente esa historia de la abuela lo que todavía cargo como una penosa deuda que deseo, con gusto, saldar, pues aquellos intervalos de tiempo en los que coincidí con ella en la juventud yo era ese bobo adolescente al que remito en el citado texto. No dejo de ser bobo, claro está, pero para otras cosas.

El texto acaba diciendo, aunque refiriéndose a nuestro cuerpo, que hay algo nuestro que es el lugar que nos pertenece y al que siempre hay que volver. Hace una semana descubrí ese lugar, un lugar real, físico, que existe y en el que jamás había estado, pero que llevo en la sangre sin saberlo, al ser el lugar donde nacieron mi abuela María, mi abuelo, mi madre y sus hermanos. Toda una mitad de mí estaba profundamente arraigada a un pueblo andaluz antes de que se trasladaran a Madrid. No lo conocía y tenía que haber sido mi pueblo. Medio pueblo tiene mi segundo apellido y el de la abuela. Ha sido una anagnórisis.

Ese pueblo andaluz es Pedroche.

***

1. Vallecas

Llevo varios días sin saber cómo enfrentarme a la dificultad del claro signo autobiográfico no solamente mío, que no importaría al ser solamente yo el responsable, sino de varios familiares míos. Me pretendo eximir de la responsabilidad apelando a la comprensión de esos familiares y amigos que me lean, ya que en toda esta intrahistoria de Pedroche hay belleza, destacada precisamente por su autenticidad y, por otra parte, los hechos que reseñaré a través de la memoria de mi madre ocurrieron hace mucho, muchísimo tiempo, cuando los que vivieron o testimoniaron los acontecimientos ni eran los mismos que ahora ni se encontraban en un contexto comparable. Por todo ello, insisto, no se debe juzgar a nadie, empezando por mí cuando digo que de joven no apreciaba mucho a mi abuela.

Partiré de ahí, de la visión de ese joven, urdiendo la trama y no la fábula de esta confusa narración que son estas memorias.

Muchos fines de semana, no todos, había que ir a casa de los abuelos. Mis padres, mi hermano y yo nos metíamos en el Opel Kadett, el más auténtico y memorable coche que nunca tuvo mi padre, gris, 1.6 de gasolina, matrícula M-9318-JD, sin cinturones de seguridad en los asientos de atrás, como era lo normal, lo cual era muy cómodo para mi hermano y para mí. Mi hermano y yo nos llevamos cinco años, siendo él, mayor, una gran referencia en cuanto a los gustos y la valoración de las cosas. Él es muy cabal, pero si mostraba algún desprecio por algo -justificado-, yo lo asumía inmediatamente. Necesitamos referencias cuando somos jóvenes. Por ejemplo, cuando los vecinos de abajo ponían chirigotas a todo volumen, gritábamos “¡fuleros!” haciendo bocina con las manos hacia el suelo. Luego descubrí que las chirigotas tienen unas letras ingeniosísimas y divertidísimas. Quizá era una de las pequeñas cosas, entre otras, que retrasó mi aprecio del mundo andaluz de joven.

La casa de mis abuelos maternos estaba en el pueblo de Vallecas, en la antigua Carretera de Villaverde, creo, que ahora se llama de otra manera. Por esa zona siempre olía raro, un poco mal, como a alquitrán. A lo mejor también venía algún efluvio de la incineradora de Valdemingómez. No había mucho interesante allí cerca, sólo pisos medio viejos, pero una vez que hicimos obra en nuestra casa de Moratalaz y tuvimos que dormir allí varios días, exploré el centro de Vallecas pueblo y me gustó, con sus muchos pequeños comercios (ferreterías, zapateros, bares…) y una fantástica iglesia de ladrillo y piedra, que me impresionó casi treinta años de empezar a estudiar historia del arte.

Ojalá hubiéramos paseado por allí más. Siempre nos metíamos en la casa de los abuelos, que estaba muy bien, pero los niños nos aburríamos un poco. Tampoco hay mucho que hacer ante las volubles preferencias de los niños. Se les da lo que hay y ya está. El caso es que subíamos trotando por esas escaleras, la de la izquierda de las dos que había, que a pesar de que era un piso barato eran de baldosas de piedra muy pulida (derrapaban las zapatillas J’Hayber). No había ascensor o no lo usábamos nunca. Tampoco hacía falta, era un segundo piso.

La puerta siempre estaba abierta, sin vigilancia, antes de que llegásemos. Era una costumbre de mi abuela María: ir abriendo la puerta desde que llamábamos al telefonillo de abajo. Ahora pienso que era una bonita muestra de hospitalidad en la recepción, al no hacer llamar y esperar de nuevo a los invitados ante la puerta. Otra cosa de niños: me gustaba el pestillo de esa puerta, dorado mate, de forma redondeada, con estrías en relieve, cuyo muelle interno tenía una tensión agradable al moverlo.

Cada casa tiene un olor peculiar. La casa de la abuela María olía a casa de la abuela María. Se mezclaba con ese permanente y tenue olor a alquitrán del barrio. El pasillo de la entrada desembocaba casi directamente en la sala de estar. Nos recibía la abuela, porque el abuelo José solía levantarse poco de su sofá en el saloncito. La casa, por tanto, tenía una distribución en una especie de T: el corto pasillo de la entrada desembocaba en otro transversal en el que estaban las habitaciones. En el centro estaba el saloncito con la tele, la mesa redonda y los dos sofás. A la izquierda, había un dormitorio pequeño, enfrente estaba el baño, de azulejos blancos con decoraciones azules, de un estilo muy antiguo, y con un vaso en el lavabo con una terrible dentadura postiza en agua; al final del ala izquierda, había un dormitorio grande, con una cómoda donde siempre había cajitas de plástico con pilas de botón para el audífono de la abuela. Los armarios marrón oscuro y con tiradores redondos me suena que antes estaban en nuestra casa. Sobre la cama había un crucifijo. Los abuelos, como era frecuente en nuestros mayores, dormían en habitaciones separadas. A veces la abuela contaba riéndose que el abuelo fue una noche a su cama a dormir con ella. Otras, la anécdota era que uno oía al otro, aun durmiendo separados, dar voces por la noche en sueños. La más famosa era del abuelo José exclamando varias veces:

-¡¿Treinta mil pesetas?! ¡¿Olivos?!

No sé cuánto costarían los olivos, pero debía de ser un precio aberrante en la pesadilla del abuelo.

Al otro lado, a la derecha, estaba la cocina, cuyos azulejos blancos tenían cintitas de plástico que tapaban las juntas, blancas con estrellitas azules. Las sartenes eran enormes, negras, profundas. A la abuela le gustaba freír patatas con mucho aceite. Olía muy bien a comida cuando se ponía a cocinar. Al fondo se pasaba por una puerta de marco de aluminio a la terraza, que estaba cerrada con ventanas de corredera. También se corrían ventanas por debajo, a la altura de los tobillos, creo que para acceder a jardineras para plantas. Allí había un fregadero grande con la parte ondulada para lavar ropa, la lavadora, la caldera de gas y el pupitre de la máquina de coser Singer con pedal manual. Cuando nos íbamos de vacaciones, allí dejábamos nuestros periquitos y nuestra tortuga, que sobrevivían bien, menos una vez que el abuelo, en un alarde de locura traviesa le abrió la puerta a la jaula a nuestra mejor periquita (hizo varias puestas de huevos) y la soltó: “¡Hala, a volar!”. Algún vallecano la recogería y se la quedaría, supongo. También se modificó el caparazón de nuestra tortuga de Florida cuando la abuela la lavó insistentemente con jabón de sosa.

Tanto por la terraza como por el referido pasillo se llegaba al salón, poco amplio, ocupado por una gran mesa de comedor que dejaba poco sitio para pasar. Las sillas eran muy raras: el cojín del asiento era muy convexo y con muelles, de manera que al sentarse parecía uno botar en una pelota. Entre los adornos del mueble, creo que había una góndola que trajo mi hermano de su viaje de fin de curso a Italia, y el típico gallo de Portugal que cambiaba de color con el tiempo. También unas grandes figuras de porcelana de un perro pastor alemán tumbado y una gacela azul. Mi primo Roberto decía que eran novios, sin que reparásemos en que eran especies animales diferentes. Me acuerdo bien del perro de cerámica porque jugando, sin querer, Roberto me dio un golpe en la boca con él y me hizo un poco de sangre.

Pero el lugar más importante era el saloncito, donde pasábamos más tiempo los abuelos y mi familia. Creo recordar que debajo de la mesa redonda había un brasero en invierno. La tele siempre estaba puesta, aunque ninguno le hacíamos caso. Era más interesante el mueble que había debajo, donde se podía hurgar y ver qué cosas había.

La imagen que mejor tengo fijada del abuelo José Cobos es la siguiente: sentado en el sofá de la izquierda, con un pijama y una bata, quizá con las piernas tapadas con alguna manta, con una fisionomía normal en los ancianos, no gordo pero algo ensanchado. Tenía muy poco pelo y el que quedaba era gris blanquecino. Los ojos siempre estaban entrecerrados. La boca tendía a sonreír siempre, aunque era un gesto que diría que es de reírse de la vida, como si muchas cosas no le importaran ya. Siempre había al lado del sofá, en el suelo, uno o dos tetrabricks cortados a modo de papeleras, donde echaba los huesos de aceituna (le gustaban las negras más que las verdes) y las cáscaras de los altramuces.

Las sensaciones de cuando uno era niño se guardan muy bien en la memoria. Quizá por lo de la dentadura, el abuelo, cuando había que darle besos, me mojaba tenuemente la cara de saliva. Me daba asco, pero la expresión tan bondadosa del abuelo y la felicidad que transmitía cuando nos daba besos hacían que no le diese importancia. También raspaba el rasurado de la cara, que, aunque no era un rostro de echar barba, siempre tenía unos pocos pelos canos de barba de dos o tres días.

La abuela era bajita y también algo rechoncha. Tenía pelo negro rizado, el rostro enjuto, con los ojos pequeños, muchas arrugas, pero, al igual que el abuelo, tendía a estar sonriente más que severa. Se toqueteaba constantemente el audífono que pitaba al no asentarse bien. Era muy activa mientras no era demasiado vieja, de las de siempre estar haciendo algo. Cosía, hacía jabón, tenía la casa limpia, iba a Vallecas a comprar patatas fritas y embutidos y, sobre todo, atendía al abuelo, aprovisionándolo de buena comida, aceitunas, vino y cerveza. La abuela también bebía cerveza, con alcohol, pero no pasaba nada. A veces se le escapaban eructos, sin que tuviera el menor complejo.

Lo más difícil de la abuela era su carácter testarudo unido a su sordera. Se le podía repetir algo cinco veces y asentía diciendo otra cosa diferente, como si su facultad verbal auditiva no se entendiese con la oral. A mí me ponía de los nervios y le repetía lo que fuese elevando mucho la voz, pero daba igual. La abuela asentía pacientemente.

Era muy curioso el marcado acento que tenía, con el “salero” de sus modales resolutivos: “¡Déhalo!”, “¡Anda y que se joa!”. Y la apertura vocálica de su área dialectal, entre el andaluz y el extremeño: por ejemplo, “seis” era “sáih”.

En esos ratos en su casa, en el saloncito, lo que hacía mi padre es supervisar que tuvieran bien todos los papeles. Traían carpetas azules, de las de cartón con gomas elásticas, y llenaban la mesa de recibos de luz, de agua, de gas y extractos bancarios. Mi padre les explicaba con claridad qué era cada cosa. También les hacía la renta, como con toda la familia y allegados. Puede que no fuera el mejor entretenimiento familiar, pero eso de las cuentas es útil y necesario, sobre todo para quienes no somos hábiles en ese tema.

***


2. Los Cobos Moreno

María Moreno y José Cobos nacieron ambos en Pedroche, Córdoba. Se conocieron y tuvieron seis hijos, tres varones y tres mujeres, de los que la penúltima en edad es mi madre. Es curioso, María y José, como los padres de Cristo. Apenas sabía nada de ellos de su vida anterior a cuando se vinieron a Madrid. Eran los abuelos que había que visitar un fin de semana sí otro no, alternando con las abuelas paternas, la abuela y la bisabuela. Digo abuelas porque no había abuelo. El padre de mi padre, Nicasio, murió cuando mi padre y mi tío eran niños. Pero ya hablaré en otro momento de esa rama genética. Haré como el Inca Garcilaso de la Vega en sus Crónicas Reales, con su noble origen inca y español: reivindicaré mis raíces tanto madrileñas como cordobesas.

Por eso, por esa nueva era al instalarse todos en Madrid, la historia cordobesa ha quedado en segundo plano. Digo “todos” porque ningún hermano de mi madre se quedó en Pedroche, sino que todos se fueron. Tal era la España de entonces con la falta de sustento económico en el ámbito rural. Pero lo de Madrid es algo impreciso, porque una hermana, la tía Carmen, se marchó a Francia, a Burdeos, donde se instaló a raíz de ir a vendimiar, donde conoció a otro español con el que se casó, el tío Félix. Lamentablemente, un cáncer se llevó a la tía Carmen hace ya unos años. Era una mujer generosísima e inteligentísima, quizá la hermana con la que mejor se llevaba mi madre, sin que se llevase mal con ninguna, claro.

El mayor era, y es, el tío Mariano, que vive en el barrio de Santa Eugenia y el pobre también está viudo, al haber fallecido hace tiempo ya la tía Mari. Es muy curiosa la confusión con su nombre, que intentaré explicar en cuanto me entere mejor, porque se llama realmente Manuel, pero él quiere llamarse Mariano y todos le conocemos como Mariano. Creo que en el registro civil le dieron un nombre y en el bautismo otro, y se quedó con el del bautismo. Se dedicaba a la jardinería y dedicó mucho tiempo y esfuerzo a cavar y picar. De sus hijos, destacaré al primo Raúl, muy delgado y vivaz, que me caía muy bien y que tiene un formidable talento como pintor. Recuerdo que en Santa Eugenia le llamaron “El Bosco” y que ilustró algún muro por encargo público. Si no es verdad y me estoy confundiendo, tampoco viene mal que se divulgue esta leyenda.

La tía Alfonsa vive en Alcalá de Henares felizmente con su marido y también tiene hijos y nietos. A esos primos los veía algo menos, pero también eran estupendos. Mi madre sigue teniendo una estrecha relación con ella, llamándose frecuentemente. Me parece que en este caso también había algún lío con el nombre, pues cuando eran jóvenes mi madre, Francisca, y ella, Alfonsa, no percibían que fueran nombres muy bonitos o elegantes para darse a conocer, de modo que la Alfonsa decía llamarse Susana, que era el nombre que le gustaba, mientras que mi madre, sin transgredir su verdadera identidad, se quedó con el hipocorístico de Paquita, hasta el día de hoy. La tía Carmen, por cierto, no tenía ese problema, al gustarle su nombre.

El tío Miguel se dedicó a llevar el negocio de una bodega. Es de aspecto más delgado o menos robusto que los otros dos hermanos varones y, tengo que decir, al que más he sabido apreciar, sobre todo tras el viaje que relataré a continuación. Es un hombre de aspecto muy afable, sabio, sensato, atento, de buenos modales, de claro y melifluo discurso cuando habla, como el anciano aqueo Néstor en La Ilíada. Trabajó con diligencia en su bodega pero, curiosamente, fueron unas máquinas tragaperras en su local lo que le dio cuantiosos beneficios, que le llevaron a él y a su mujer la tía Dori a poder vivir bien y sacar adelante a sus hijos, el primo Miguel Ángel y la prima Carina, majísimos y cada uno bien casado con una consorte estupenda, que tendrán su protagonismo en el siguiente capítulo.

Es comprometido reseñar aquí al hermano más joven, el tío José, pues, sin llevarse mal con mi madre, sí que lo estaba con mi padre, desde el día de la boda de mis padres e incluso antes. No es ningún secreto, todos sabemos que el tío José ha tenido siempre problemas con el alcohol y el estilo de vida que se forja en torno a él. El hombre es amable y cariñoso, y me caían muy bien sus hijos, mis primos Roberto y Susana, con quienes jugaba de pequeño en casa de los abuelos, pero el cisma que existe entre el tío y mi padre es irreparable. En todas las familias hay cismas de este tipo, con mayor o menor justificación. En nuestro caso, aparte del dinero que le sacaba a la abuela para alcohol y tabaco, queda constancia de las molestias que le causó a mi padre en estado ebrio, que no referiré aquí.

De mi madre tampoco daré muchos detalles, salvo que se vino a Madrid con sus padres, los abuelos, y trabajó un tiempo como ayudante en una farmacia. Por mediación de las madres y las abuelas, que antes ayudaban en eso, conoció a mi padre, que por entonces ya trabajaba de botones en un banco y hacía la mili. Se afincaron en Moratalaz, que era entonces un barrio medio periférico donde se podía comprar un piso a precio normal, y donde se trasladó también mi bisabuela Lola, de quien he hablado en el capítulo que trata de dicho barrio de mi juventud.

Así que, como decía, a casa de los abuelos María y José venían a veces alguno de estos hermanos de mi madre, con cuyos hijos holgábamos mi hermano y yo. La prima Susana era guapísima y lo sigue siendo, aparte de amable y cariñosa. Roberto, bastante más alto que yo, también era un excelente compañero de juegos y conversaciones en aquellos ratos. Los menciono porque las últimas veces que los vi fueron en los entierros de los abuelos, primero uno y luego otro. Decía Susana:

- Es una verdadera lástima que cuando nos tengamos que ver la familia sea en esta situación.

Primero falleció el abuelo. Fue muy pronto, todavía en esa época de cuando yo tenía trece o catorce años como mucho. El abuelo tenía cáncer, creo que de pulmón; quizá fumaba de joven. Por eso tenía tan poco pelo, por la quimioterapia. Recuerdo que me pasó de joven algo que me dio cierto estremecimiento cuando me lo creí: la última vez que le cogí de la mano al abuelo, la noté extremadamente delicada, pesada, blanda, de piel finísima y muy suave. Era algo estrambótico o grotesco, porque era una sensación agradable, al dar ganas de sostener esa mano un poco más. Pero se sentía algo inquietante así. Luego llegó la noticia de que el abuelo se había ido.

Lo mismo me pasó con la abuela Lola, mi bisabuela. Las manos suaves. Aquello me pilló en mi época del instituto, no recuerdo en qué año, con toda la sensibilidad de la adolescencia, que me hizo sufrir amargamente unos días.

Y a la abuela María pude estrecharle las manos también. Estuvo ella ingresada un tiempo en el hospital, no sé si fue en esas vísperas de su marcha o a raíz de alguna recaída anterior. Mi madre iba mucho a verla, naturalmente, y mi padre allí estaba. La habitación era para dos enfermos, como suelen serlo en los hospitales de la sanidad pública, y mi padre le daba de comer un yogur cucharada a cucharada a otra vieja que allí estaba, muy amable. Creo que ver a mi padre dando de comer a una vieja desconocida así, como a un niño, me marcó también.

Esa vez era la abuela María la que me apretaba las manos y no me soltaba. Me tuvo así un buen rato. Eran también unas manos demasiado ancianas ya, con la piel como una finísima película traslúcida. Hace poco, estudiando arte, he visto que para la pintura al temple usaban yemas de huevo y tenían que quitarle a la yema una fina membrana que tiene. Esas manos eran así de delicadas. Tiempo después vi que el escritor Noah Gordon en la novela El médico atribuyó a su protagonista una facultad similar, premonitoria de la muerte, al tomar las manos de los enfermos.

En el velatorio, hice algo que nunca antes había hecho, que fue doblar la esquina de la sala para ver el cuerpo tras la mampara de cristal. Allí estaba la abuela, y era ella pero no era ella. Parecía más pequeña. La cara estaba como encogida, aunque el pelo encrespado seguía igual. Daba vértigo ver sin vida a quien había sido tan resuelta y vigorosa.

Se fue, sin yo saberlo entonces, una fuente de conocimiento infinito, sin mencionar lo indispensable del amor de abuelos, de dos generaciones de distancia. Todo lo que queda de ella está en mi madre, sobre todo; también en sus hermanos, pero es de mi madre de quien he de saber cómo era el mundo entonces, en otra época y en otro lugar.

*** 


3. Viaje a Pedroche

Era un fin de semana muy lluvioso, pero mi primo Miguel Ángel ya tenía reservada la casa rural, que además había sido bastante cara. No convenía cancelarla. Además, las decisiones se toman o no se toman: ese fin de semana Miguel Ángel había decidido regalarle a sus padres y sus familiares un fin de semana en el pueblo. La lluvia, hecho casi milagroso en España, no podía ser un impedimento.

Pero el caso es que llovía, en mayor o menor medida, por todas partes. A ello se sumó otro imprevisto que fue que los hijos de su hermana, Carina, y su cuñado, Ángel, tenían mejores planes y habían decidido no venir. Pero gracias a eso sobraban dos plazas en la casa y nos invitaron a mi madre y a mí. Seguramente los chicos lo habrían pasado bien, pero la ocurrencia de invitar a mi madre fue inmejorable, por lo mucho que lo iba a disfrutar ella, cosa que le agradecemos al primo infinitamente.

De manera que, aquel sábado por la mañana, creo que 29 de septiembre, salía yo de Madrid por la A-4, Córdoba, con el asiento del acompañante de mi coche ocupado por una mujer con la que muy pocas veces he ido de viaje: mi madre. Era una sensación ambivalente de rareza y normalidad, pues estar con mi madre al lado es como estar en casa de mis padres, bajo su tutela, que no es que sea ninguna limitación de libertad en sentido estricto, sino la forma en que se amolda mi cerebro a las circunstancias de lo siempre conocido. Es sabido por todos, o admitido, que los polluelos tienen que abandonar el nido. Pero esa ley de vida obedece al imperativo de que esos pollos vueltos ya pájaros hagan otros nidos para poner huevos. Como no ha sido mi caso, sigo teniendo a los padres muy presentes, sigo sin irme del todo del nido, como esas golondrinas que ya vuelan y van y vienen de su nido de barro.

Las golondrinas me recuerdan a un pasaje de mis recuerdos de la abuela María que debo mencionar, que estuve recordando varias veces en este viaje. Quienes me conocen saben que tengo un importante vínculo con un pueblo del Pirineo aragonés llamado Torla, que hace unos años renombraron como Torla-Ordesa, por el famoso Parque Nacional al que da entrada. Mis padres ya iban de jóvenes a ese sitio cuando todavía estaban solteros, cuando eran atrevidos alpinistas. Les encantaba ese lugar, hasta el punto de bautizarme allí. Todas las Navidades las pasábamos allí alquilando alguna casa, incluso a veces íbamos en verano. Fue un verano cuando nos llevamos a la abuela María con nosotros, siendo yo un adolescente, con la actitud deplorable que tenía yo, que expliqué al principio. Por ejemplo, al verme la abuela buscar entre la maleza del suelo en Ordesa, dijo:

- ¿Qué buscas? ¿Espárragos?

- ¡No! ¡Fresas silvestres! -exclamé yo escandalizado, como si me hubiera dicho pepinos o berenjenas, por ser algo inconcebible a los pies de hayas y abetos.

Pero lo cierto era que yo tenía tan poca idea de espárragos como la pobre abuela de hayedos pirenaicos.

El caso es que, otro día, esas vacaciones, encontré una golondrina. Estábamos en otro pueblo conocido, Fiscal. La abuela me había preguntado varias veces cómo se llamaba ese pueblo en el que estábamos. Yo se lo dije muchas veces; tan alto, las últimas, que casi le grité, pero no era capaz de entender esas dos sílabas. El polluelo de golondrina me cambió los ánimos. Fue uno de los pocos pájaros que me sobrevivieron. Aquellas semanas de verano, en compañía de la abuela, que llegó a caminar seis horas (“sáih”) por Ordesa, me lo pasé cazando moscas y saltamontes y dándoselas a la golondrina, que llevaba yo siempre bajo el brazo en un sombrero de pesca lleno de servilletas. La gente se admiraba de ver mi nido portátil con la cabecita del ave asomando, al no escaparse. Pero, el último día, antes de volver a Madrid, no sabiendo yo qué hacer con ella, tomó ella sola la decisión y se escapó del sombrero. Voló como un cohete por encima de la casa de información de la pradera de Ordesa. Hoy me alegro muchísimo no solamente del buen final de la golondrina, sino de que la abuela presenciase todo aquello.

Ya he arrancado a escribir, recordando ese túnel temporal de un pasado y otro, sin importar el presente. Como decía Luis Landero en El huerto de Emerson: “Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos”.

El limpiaparabrisas había que ponerlo al máximo a veces, cuando la lluvia se volvía torrencial. Mi madre no dejaba el móvil: ya fuera para escribir mensajes a Carina, para llamarla, para llamar a alguna prima del pueblo o para buscar pisos en Madrid en los que supuestamente yo podría estar interesado. Es cierto que no estoy muy bien en mi pequeño piso de Usera, pero me da pereza cambiarme.

A medida que avanzábamos, iba lloviendo menos. Castilla-La Mancha y el sur son así, siempre secos. Al sur siempre le toca menos. Como decía un amigo, “el sur siempre pierde”. Es llano, sin montañas, salvo por suaves colinas. Pero el paisaje llano tiene algo amable, de apacible, no como las escarpadas montañas que tienden a sugerir poder o grandeza. Los paisajes llanos tienen algo de maternal, de principio femenino, rasgo que a mi juicio comparte también el mar. Mi viejo profesor ya jubilado pinta paisajes manchegos y del mar, precisamente. En su soledad también busca un alma femenina que le acoja. En mi caso, la correspondencia sigue también ese patrón: mi padre, montañas, afán por Ordesa; mi madre, colinas suaves, raíces en Pedroche. Raíces de olivo y de encina.

No había que llegar a Córdoba, sino desviarse mucho antes. Pedroche no tiene nada que ver con Córdoba, está muy al norte, es casi Ciudad Real. Por eso no hay carreteras importantes para llegar, sino largas y estrechas carreteras comarcales. Una de las ciudades grandes que hay es Puertollano. Hicimos cábalas mi madre y yo sobre de qué podían ser esas instalaciones abandonadas de minería. Mi madre se acordaba de que, de pequeña, con sus hermanos, encontraba fácilmente mercurio en la tierra, en un lugar. Siempre le causó preocupación que accidentalmente ingiriera un poco, pero no le pasó nada. Entonces, yo propuse que el mineral que extraían podía ser cinabrio. Pero mi madre echó mano al móvil y confirmó que se trataba de carbón. De nuevo me supe un inculto, al creer que sólo había carbón en Asturias. De todos modos, lo del cinabrio no estaba lejos, en Almadén.

Ya no llovía. El cielo era una gran gasa gris con hendiduras de luz blanca del sol de las dos de la tarde. Por fin apareció la ancha colina de casas blancas y pardas, rematada en su punto más alto por una torre que a lo lejos parecía esbelta como una aguja. A pesar de llevar puesta la calefacción del coche, aproximándome a ese cerro por la estrecha carretera, sentí un tenue escalofrío: de ahí venía yo, de ahí viene mi carne y mis huesos. De esa colina sola y coronada de una monumental iglesia entre vastas llanuras de encinas y olivos.

Habíamos llegado a Pedroche.




Quizá venga al caso este fragmento de poema de Juan Ramón Jiménez, el XXXV de Diario de un poeta reciencasado (1916). Su arraigo con Moguer, con su origen andaluz (Huelva, en su caso), me hace comprender mejor el mío, como si pudiese intuir los recuerdos de mi madre:

[…]

—Me acuerdo de la tierra,

que, ajena, era de uno,

al pasarla en la noche de los trenes,

por los lugares mismos y a las horas

de otros años…

—Madre lejana,

tierra dormida,

de brazos firmes y constantes,

de igual regazo quieto,

—tumba de vida eterna

con el mismo ornamento renovado—;

¡tierra madre, que siempre

aguardas en tu sola

verdad el mirar triste

de los errantes ojos!—

…Me acuerdo de la tierra

—los olivares a la madrugada—

firme frente a la luna

blanca, rosada o amarilla,

esperando retornos y retornos

de los que, sin ser suyos ni sus dueños,

la amaron y la amaron…

 

“La tierra que, ajena, era de uno”, “esperando retornos y retornos”… Ese poema no deja de impactarme. Quizá deba intentar, una vez más, desenredar el nudo gordiano de Juan Ramón, eterno adversario que no me lo pone nada fácil.

***

Han vuelto a pasar demasiadas semanas desde la última vez que me propuse redactar unas memorias de aquel viaje. De hecho, hace ya más de un mes desde ese día de lluvia, intermitente, que apartaban los limpiaparabrisas de mi coche, del cielo plomizo pero luminoso por las horas centrales del día y de las casas bajas y robustas, blancas, pardas y grises, dispuestas en torno a la iglesia en lo alto de la suave colina que era Pedroche.

Pero la lluvia no borra los recuerdos, sino que los mantiene, como si regase un jardín en el que se mantienen vivos. 

Lo que puede pasar, y pasa, es que no acontece el momento en el que estos recuerdos han de brotar de la manera adecuada. Hoy he oído a un profesor en una clase grabada, hablando de la idea renacentista de 'genio', que dependían del dios o planeta Saturno, dueño del tiempo y de la melancolía, para que sobreviniese la inspiración cuando aquélla, la melancolía, se replegase un momento. Y a falta de una señal clara de que esto ocurra, lo que uno puede hacer es lanzarse, como en el fresco de La tumba del nadador.

Nos reunimos todos en la casa que había alquilado el primo Miguel Ángel, saludándonos, casi presentándonos, pues yo no conocía o no recordaba a algunos: Marihen (María Henar), la pareja del primo, mujer pequeña y refinada, cuya inteligencia, diligencia y raciocinio, y quizá temperamento, se percibían en sus actos; sí recordaba a la prima Carina, siempre amable, que tan buen concepto de mí tiene, que tan bien se lleva con mi madre. A su marido, Ángel, hacía mucho que no lo veía, pero es un hombre de lo más abierto y sociable, de gran entendimiento y discreto en todos los ámbitos, de este tipo de personas que, sin haberse sumergido en los ásperos estudios académicos, sabe un poco de todo y puede hablar de todo. 

Los que nos alquilaban la casa, dos hombres, aunque era uno el que hablaba, nos explicaron algunos detalles importantes, sobre todo acerca de la chimenea, que hacía funcionar la calefacción. No me convencía ese tema, que parecía muy económico, pero que implicaba estar como fogoneros manteniendo el fuego. Le pregunté si también tenía que haber fuego para ducharse con agua caliente, a lo que el hombre, que no dejaba de hablar y ya me miraba con cierta molestia ante mi necesidad de preguntar, se rio como si hubiera preguntado algo absurdo.

—No, por supuesto que no— decía.

Este hombre, el arrendatario, era relativamente alto, de poco más de cuarenta años, de buen talle, con cuidada y recortada barba negra, rostro que emanaba amabilidad comercial y ojos redondos y vivaces. Vestía al estilo rural, con camisa a cuadros y gorra de paño, pero se notaba que era ropa nueva. Su compañero, retraído, tenía el mismo estilo. Como si fueran parte del decorado de la casa.

Ángel admiraba todo cuanto había allí, las vigas de madera de hace siglos, el patio interior, la chimenea, todo ciertamente muy bonito y bastante bien pensado en muchos casos, aunque en algún punto fuera más bonito que práctico.

—Me encanta—, decía Ángel, en cuanto al fregadero, tallado en granito o reciclado de enseres agropecuarios. A mí también, pero pensé lo difícil que sería de lavar eso.

También afirmó que “qué bonito” que los arrendatarios de la casa fueran homosexuales, pues así se habían presentado al principio, como pareja sentimental. En principio, está muy bien. Uno de nosotros, no obstante, tuvo la valía de expresar desagrado de tener que saber ese dato, innecesario, pero ya al día siguiente, tras habernos comido varias humaredas de la chimenea, cuyo tiro no iba bien; al haber tenido dos o tres goteras en la casa, una de ellas con necesidad de poner un cubo de agua debajo, y algún que otro incordio, con lo que tras el exorbitante precio pagado por la casa no era bien recibido que pretendieran caer bien por ser una pareja moderna. Aprovechaban que no había apenas casas rurales en el pueblo y el reclamo de la decoración rústica. Que unos desconocidos que nos han sableado con una casa con goteras nos hagan constar que tienen una relación erótica, que es lo que sugiere inmediatamente el mundo gay, puede instigar un rechazo como contrapartida, en tales circunstancias.

Dicho esto, con lo juicioso que es el lector o lectora actual, queda ya pobremente dispuesta la descripción de la amabilísima y bellísima camarera del restaurante donde comimos, llamado “La Fachá”. Me gustaría poder loar esos grandes ojos azules, que tanto resaltan en estos tiempos de pánico sanitario al tener que ocultar la mitad inferior del rostro, pero que en ese caso engrandecen la mirada y estimulan la imaginación al pensar cómo será la boca. Esos ojos, tan limpios, tan puros, de mirada cristalina en aterciopelado halo de pestañas, no sé por qué contrastan con el acento andaluz de la voz, como si de pronto uno bajase a la tierra, sin dejar de contemplar el cielo. Quizá porque son tales rasgos más propios de la ficción o la literatura, donde no hay acento cordobés; el caso es que la joven nos atendió estupendamente, muy amable y atenta. El joven mancebo que estaba en la barra, también amable, seguramente sería su consorte. De todas formas, no me faltó ninguna compañía femenina, pues a un lado tenía a mi madre, que, siendo objetivos, es la mujer que mayor bien nos hace; al otro lado tenía a Marihen, con quien sostuve una fructífera conversación.

Amainó la lluvia, temporalmente, como comprobaríamos después, con lo que fuimos a ver el pueblo. Yo había mirado uno de los folletos turísticos de la casa rural y tenía pensado más o menos el camino, con la ayuda del móvil, pero era más emocionante dejar guiar al tío Miguel, con su memoria, con el paisaje fosilizado desde la niñez y las muy ocasionales visitas. Iba delante de la comitiva que éramos, señalando, guiando, con su pequeño y delgado cuerpo a grandes pasos.

Sí, sin duda es infinitamente mejor guiarse por nuestros mayores, que están reviviendo al visualizar sus vivencias del pasado, que están en un emotivo momento de reconocimiento de lo que es ahora comparado con lo que era antes, buscando lo que permanece, el camino, la disposición de las casas y de las calles, lo que ha perdurado tantos años después, visto a través de la vaga bruma de los recuerdos.

El destinatario de aquel regalo de Miguel Ángel fue, indudablemente, el tío Miguel, su padre, que disfrutó enormemente de aquello. Contaba cosas que nadie puede saber, ni Google, ni los panfletos turísticos, ni los guías turísticos: un edificio, en su planta baja, era el calabozo —las ventanas aún tenían las rejas, aunque muchas otras casas también tenían—, otro, que hacía esquina con una calle que bajaba, era la escuela; también nos ilustraría de lo referente a nuestra familia: el edificio en cuya planta baja estaban la peluquería, a un lado, en donde trabajaba nuestro abuelo; y el casino (prácticamente un bar) al otro, en donde el abuelo se gastaba el dinero y mataba el tiempo. Ese edificio era ya una vivienda, sin que quedara rastro de los antiguos establecimientos.

Las casas, mayoritariamente, eran blancas, de una o dos plantas, a veces con zócalo de pintura gris o de granito, con tejados a dos aguas de escasa pendiente y con tejas que, según su antigüedad, iban del marrón verdoso al ocre anaranjado. En las fachadas blancas, a veces de otros colores o de ladrillo o, más escasamente, de mampostería, destacaban los dinteles de granito en puertas y ventanas. El granito era el gran protagonista en Pedroche. Abundaba por la zona, pero dicen que no se hizo más famoso porque tenía algunas manchas negruzcas en algunos cortes. Ángel me lo hizo ver en algún poyete de algún monumento, pero la mayoría de las superficies de granito eran perfectas. Así, las casas daban aspecto de solidez y calidad con sus marcos de piedra en sus puertas y cuadradas ventanas. Algunas más pobres imitaban este estilo con pintura gris en esos marcos, o tal vez los propietarios se habían cansado del granito y decidieron pintarlo.

El corazón de Pedroche es su iglesia, también de granito y de blanco. Fue una primera aproximación, porque más tarde la veríamos atendidos por la guía turística. La rodeamos, admirando su torre, cuyos rasgos arquitectónicos se me escapaban al no haber estudiado más que Románico y Gótico, y esa torre era posterior. Nos extrañaron unos enormes contrafuertes en el lado sur de la nave, en una calle en pendiente, que parecían de una gran construcción anterior, pero que luego veríamos que esa construcción no llegó a realizarse, sino que se dejó a medias. Cuando la guía del Ayuntamiento de Pedroche, nos explicó la iglesia, supe que era de época de los Reyes Católicos, de 1478 o 79, anterior a la conquista de Granada, de estilo gótico mudéjar. Pero la torre, que tanto me llamó la atención, es renacentista, iniciada en 1524 por Hernán Ruiz el Viejo y continuada por su hijo, más famoso, Hernán Ruiz II el Joven, que construyó la Giralda, entre otras cosas. En otro lugar ya escribí lo curioso de la composición de esta torre en cuatro cuerpos, la base cuadrangular, el siguiente octogonal, el campanario también cuadrangular pero de menor base y, sobre éste, uno circular con cubierta cónica. Me recuerda a las descripciones del Faro de Alejandría, aunque esta torre dispone de un cuerpo más, el del campanario. Merece la pena verla por dentro, por las fantásticas escaleras y las cúpulas de ladrillo entre los pisos. Y, sin duda, por las vistas de todo Pedroche, sus campos y la sierra, todo muy difícil de repetir con lo especial de aquel día nublado.

En el lado norte de la nave nos confirmó el tío Miguel quién era nuestro bisabuelo. Mi madre sabía de la existencia de esa ostentosa placa, que llevaba ahí toda la vida, pero no le habría extrañado, decía, que la hubiesen quitado. Era la típica lista de “caídos por Dios y por España” en 1936, que los vencedores de aquella guerra instalaron en las fachadas de muchas iglesias españolas, y que los gobiernos actuales tienden a eliminar.

—La historia no se puede borrar— decía Marihen, con conocimiento, pues es licenciada en Historia.

Entiendo lo que quería decir, que los hechos acaecidos fueron reales, que ocurrió lo que ocurrió, que a nuestro bisabuelo Mariano Cobos Almagro lo asesinaron los republicanos y nunca se encontró el cadáver, pero, lamentablemente, la historia sí se puede borrar. Los egipcios y los mesopotámicos ya lo hacían, la damnatio memoriae, horadando con cinceles los nombres y los datos de aquellos reyes o reinas cuyos sucesores no quisieran que fuesen recordados, hasta llegar a regímenes como el comunismo o el fascismo, que hacían con la historia lo que querían (o le convenían). Los políticos, quienes detentan el poder, disponen de él para consolidar su posición mediante la ideología que les ha llevado hasta ahí, que precisa de ser convincente y persuadir a cuantos más votantes o militantes pueda, y para ello ha de borrar, ha de poner su huella encima. El Führer emprendió la Kulturkampf en Polonia, borrando el nacionalismo polaco; en España se va dando algo parecido en algunas regiones que renuncian a su pasado común (y presente) con el resto de españoles, y así innumerables ejemplos. Marihen dirá que la historia siempre saldrá a la luz, pero sospecho que no, que a veces la hacen desaparecer.

Sí, se puede borrar, aunque no desaparezca inmediatamente porque habrá una o dos generaciones de personas que recordarán la verdad de lo ocurrido. Los abuelos ya murieron hace mucho y ellos conocieron de primera mano la Guerra Civil. Mi madre y el tío Miguel recuerdan muchas historias que les contaron, pero no es lo mismo, y las generaciones que quedaremos nada más que habremos oído alguna información vaga e imprecisa. Lo poco que recuerdo yo, por ejemplo, de eso, es que el abuelo José Cobos se pasó a los republicanos, con los que estuvo bastante tiempo, hasta que se vaticinó el final de la guerra a favor de los nacionales y el abuelo José se vio de nuevo empujado a cambiar de bando. O no sé si le prendieron o se entregó. En todo caso, al regresar al pueblo, era muy sospechoso o se sabía que había estado con “los rojos”. Pero era del pueblo. Algunos testificaron a su favor, demostrándose que había sido monaguillo de la iglesia, la misma ante la cual estábamos, y que era hijo de Mariano Cobos Almagro, asesinado por los rojos en el 36. Y así se salvó, continuó su vida de peluquero, frecuentó el casino, tuvo sus ligues por aquí y por allá —parece ser que hasta tuvo algo en Madrid, pero la abuela María dictó una carta a alguien que sabía escribir y le hizo volver, pues estaba embarazada— y, tras el primer hijo, Mariano o Manuel, a cuya confusión de nombres ya aludí, fueron viniendo otros cinco, que fueron a la escuela y crecieron bastante sanos y felices, gracias al constante y perseverante trabajo de la abuela María, limpiando casas de los ricos, y del sustento también aportado por el abuelo José.

Así que esa placa con esa lista de nombres permanece a día de hoy, pues es gente del pueblo, gente que vivió y murió en un hecho histórico importante. A los muertos hay que dejarlos en paz. Soy de los que creen que habría estado bien que dejasen quieto a Franco, por muchos crímenes que cometiera, en el Valle de los Caídos, no por que fuera honrado más allí, sino por la publicidad que se le dio en la exhumación y lo provocador de aquel acto, buscando discordia. Muchos habrá que quieran dinamitar el conjunto monumental, como dinamitaron los republicanos la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo. El patrimonio histórico y artístico lo es y seguirá siendo aunque el signo político que implique no sea el que nos guste, y destruir el patrimonio es cosa de bárbaros o subnormales.

Junto a esta gran iglesia, la de El Salvador, hay otra más pequeña, en lo alto de la cuesta, subida en unas rocas. Es la Ermita de Santa María del Castillo. Se llama así porque en ese lugar hubo en la Edad Media un castillo, originario de época árabe, pero que pasa a manos cristianas, como toda la villa, en 1155 con Alfonso VII y definitivamente en 1236 con Fernando III el Santo. El castillo estuvo ahí hasta 1478, cuando en un levantamiento popular, los pedrocheños, hartos de que la villa fuera objeto de disputa entre los partidarios de Isabel la Católica y de Juana la Beltraneja, decidieron destruirlo. En su lugar levantaron esa ermita, sobre los zócalos del castillo, de los que aún se percibe algún resto de mampostería. En Pedroche todavía se percibe cierto orgullo de ese pronunciamiento, sin echar de menos el castillo, símbolo de la sumisión del pueblo a los codiciosos señores feudales. La ermita, mucho más humilde, con una sencilla espadaña, de una nave y con el presbiterio más bajo, dada la dificultad del suelo, es bien querida por las gentes. El tío Miguel contaba la anécdota de que, durante su juventud, esa iglesia era también un cine, el único cine de que contaba el pueblo, fantástico lugar de ocio para todos los que no habían visto apenas películas. Hace pensar en una versión española de Cinema Paradiso, pero en un pueblo andaluz en vez de en uno italiano.



Otro lugar precioso e interesante fue el Convento de La Concepción, donde está la oficina de turismo, que fue donde conocimos a Visi, la guía. También es de 1524 y hubo monjas hasta hace poco, hasta 1998. Eran de clausura, creo que originalmente clarisas; hubo unas treinta. Antes, se cree que el lugar había sido una mezquita, y que se alternaron los cultos cristianos e islámicos varias veces. De aquella alternancia, quizá convivencia, queda de testigo el yamur, el eje con tres esferas que representa los tres mundos del Islam, pero al que se ha incorporado una cruz. No habría tanto rechazo a lo musulmán si mantuvieron esa síntesis de símbolos religiosos en el tejado del convento. En literatura medieval, en los romances del siglo XV, se conoce el fenómeno como "maurofilia", por la visión simpática del moro, que sería imposible si fuera un despiadado enemigo.

Lo que resulta más increíblemente bonito, del convento, es el patio que se ofrece nada más entrar, repleto de macetas con flores y plantas de espléndida diversidad. Suscita vida, fertilidad, no sólo natural, sino lo que está vivo por estar cuidado; todas esas plantas son la antítesis del abandono, al estar tan bien cuidadas y regadas. Uno llega y se siente acogido al ver tanto cuidado, en un entorno así, limpio, ordenado, donde ese exceso de macetas está dispuesto con discreción y sabiduría. El suelo empedrado, la galería porticada con arcos de medio punto, el contraste entre los ladrillos de los arcos, las columnas de granito y las paredes blancas, las tejas de distintos tonos ocres y pardos, que dejan ver lo antiguo, sencillo y de buen gusto que es el conjunto, como bien debieron saber quienes lo construyeron, hacen que la vida que rebosan las macetas parezca que lleva ahí desde siempre. Igual que en los antiguos templos clásicos las vestales mantenían vivo un fuego que nunca debía apagarse, las plantas cumplen esa misma función sagrada.

Recuerdo lo profundo que hay en la etimología de la palabra “cuidado”, que viene de ‘cogitare’, ‘pensar’ en latín. Esa conexión entre lo que se mantiene vivo, limpio, puro o bien dispuesto y lo que se piensa hace asomarse a un abismo de simbolismo. Lo que está cuidado está pensado. También se decía a las preocupaciones “cuitas” en el español de hace unos siglos. Atender las preocupaciones, los pensamientos que necesitan atención, es cuidar. De manera que un patio así, con tal floresta de plantas y flores, con tanta historia encarnada en esas piedras, tejas y ladrillos, donde hasta emana paz esa síntesis de cristianismo y del islam en el yamur, parece el arquetipo de un remanso de paz y de belleza.

Hay otro patio detrás, reconstruido, que no conserva prácticamente nada de lo que fue. Tenía un coro alto y otro bajo, que debieron derrumbarse o ser derrumbados. Había cocina y comedores. Había dependencias donde las monjas elaboraban cal, jabón y todo lo que los medios las permitiesen. Tenían un huerto, hacían matanza. No debía de ser una mala vida.

Pedroche respiraba historia por sus cuatro costados. No solamente es testimonio de ella mediante sus obras arquitectónicas, sino por un nutrido grupo de personajes ilustres en la colonización de América, como, por citar algunos, fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de Bogotá, don Pedro Moya Contreras, virrey de Méjico, y Juan de Pedroche, que se casó con la princesa inca Chimpu Ocllo, madre del Inca Garcilaso de la Vega, y otros exploradores y misioneros. Hasta en época musulmana, que también es historia de nuestro país, había pedrocheños de renombre, como Abu Hafs al-Balluti que, como dice una placa, “participó en el motín del arrabal en Córdoba en el año 818”, siendo el fundador de un emirato independiente en la isla de Creta. De modo que algunos cretenses descienden de cordobeses.

Tiendo a pensar que había un sentimiento hispánico o ibérico entre moros y cristianos en la Edad Media, es decir, que eran menos vistos como extranjeros unos y otros, aunque fueran de distintas confesiones religiosas, que otros de fuera de la península Ibérica de la misma religión. En la famosa expedición de Roldán, en la que los franceses pretendían incorporar España al imperio carolingio en el siglo IX, no dudaron vascones y musulmanes en expulsar al invasor más o menos conjuntamente.

El cementerio era un antiguo convento franciscano, llamado de Nuestra Señora del Socorro, construido en 1510. No queda nada, sino la disposición de sus muros, aprovechados como tapia del cementerio, y un par de escudos de armas, el de la familia de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, y el de los franciscanos. A pesar de su importancia, fue condenado a su destrucción con la desamortización de Mendizábal, que junto con la de Madoz fue un hecho tan destructivo para el patrimonio artístico-religioso como la invasión napoleónica o la Guerra Civil. No hay ruinas de monasterios que no sean debidas a una de esas tres causas.

Allí nos cayó una buena tromba de agua. Llovió con fuerza, haciéndonos buscar aleros sobre los paneles de nichos. Había muchos apellidos Cobos y Moreno, como mis abuelos, aunque ellos no están enterrados allí, sino en Vallecas. Había también muchos otros, como Romero, Almagro (como el bisabuelo y el enemigo de Pizarro en Perú), Obejo (con b) y Manosalbas, también con b, cuando yo había visto ese apellido en una alumna colombiana, pero con v. Quizá descendiera de aquellos exploradores pedrocheños.

Los paraguas nos protegían las cabezas, pero no las piernas. Siempre es asqueroso un pantalón mojado, sobre todo los vaqueros. También los pies chapoteaban en agua en los zapatos. No sé cómo aguantaba el tío Miguel, que tan frágil parece; quizá le impelía el entusiasmo. Cuando nos reunimos de nuevo, tras habernos dispersado por el cementerio, yo no sé qué tumbas de familiares o conocidos habían visto. Me perdí ese momento.

Más tarde o antes, ya no sitúo bien el orden de los acontecimientos, me ofrecieron Carina, Ángel y Miguel Ángel, me parece, ir a tomar algo con ellos a un bar, un rato, mientras mi madre, el tío Miguel y la tía Dori seguían yendo a saludar a familiares. Se enojaron los de mi edad entre risas cuando decidí ir con mi madre, por muy atractivo que fuese ir a tomar algo.

Así, esta vez no me perdí la visita a un lugar importantísimo, aparte de ver, un poco apartado por timidez, al tío Miguel saludarse y abrazarse con primos que no veía desde hacía mucho. El lugar al que íbamos era la casa en la que vivió mi madre de pequeña: las llamadas “casas baratas”, en una calle algo apartada. Se llamaban así porque supuestamente eran baratas cuando las construyó el ayuntamiento para dar cabida a quienes más las necesitaban. Hoy en día es inconcebible que algo barato sea así, pues tanto degradan las calidades para seguir ganando quienes las construyen. Las “casas baratas” estaban bien hechas, con el mismo estilo de puertas y ventanas adinteladas con granito, zócalos y paredes blancas. Por dentro, cuando vi alguna, tenían el pasillo, que las cruzaba desde la puerta hasta el patio trasero (también tenían patio privado detrás), hasta arcos de medio punto y bóvedas casi de arista, pues no llegaban a cruzarse las aristas que arrancaban de la imposta de los arcos. ¿Cabe plantearse hoy en día una construcción barata así? Todo se hacía increíblemente mejor antes.

El tío Miguel se quedó hablando con un familiar o conocido en un portal, donde luego pasé y pude ver esas casas con detalle. Pero, mientras tanto, mi madre buscaba la suya, aquella en la que vivió su juventud. Había un coche algo antiguo con el capó abierto, con un hombre grande y con el pelo corto y canoso rellenando algún líquido del motor. Mi madre andaba por la calle en una y otra dirección, sin estar muy segura de cuál había sido su casa. Finalmente, nos acercamos a aquel hombre para preguntar si habían cambiado los números de la calle y por los dueños de las casas. Resultó que la casa de aquel hombre, frente a la que tenía el coche, era la antigua casa de mi madre.

Y mi madre, como es así, no se cortó un pelo y preguntó:

—¿Nos la puedes enseñar…?

—¡Sí, claro! —contestó el hombre, ante mi sorpresa, echándose la mano al bolsillo para coger la llave.

Mi madre no solamente se metió en casa de un desconocido, sino que hizo fotos. Menos mal que el hombre era tranquilo y confiado.

—Aquí estaba la cocina… Aquí estaba la habitación de mis padres… —iba diciendo mi madre, entusiasmada.

El hombre nos explicó, aunque no lo recuerdo, cómo llegó esa casa a ser suya, quién se la vendió, con lo que mi madre completó la historia de la casa. También las obras que había hecho: ya no había patio trasero, donde mi abuela tenía gallinas y conejos, porque el nuevo dueño había ampliado la casa asimilando ese espacio. Además, había elevado en altura la segunda planta, cuyo techo era bajo y abuhardillado, razón por la cual mi madre no reconoció muy bien la casa desde fuera.

Aquél fue uno de los momentos más emocionantes del viaje. Aún quedaban algunos, como el de descubrir la casa donde nacieron mi madre y sus hermanos, en la que vivían mis abuelos María y José antes de estar en las “casas baratas”.

Son muchas las imágenes que se me amontonan y es imposible exponerlas en orden. No puedo dejar por más tiempo la mención de una de las más simpáticas y generosas primas de mi madre, la prima Manolita, dueña, junto con sus familiares cercanos, de la famosa quesería de Pedroche, Fuente La Sierra. Hubo que ir otra vez hacia el cementerio, pues estaba cerca, pero ya sin lluvia. Manolita se había ofrecido a enseñarnos la fábrica de quesos y a vendernos alguno. Nuestra amable guía, Visi, con quien habíamos visto el convento y la torre, nos planteó llevar a otro grupo de turistas a la quesería, pensando en que sería beneficioso para Manolita vender más quesos, pero se negó totalmente, ya que era sábado, día de merecido descanso tras las largas jornadas de trabajo, y que solamente nos llevaba a nosotros por ser familia y por favor especial. Parece que hoy en día es difícil de comprender renunciar al dinero por tiempo libre y descanso, pues sin duda Manolita habría vendido muchos quesos, pero tal actitud dice mucho de la sana escala de valores de una persona.

No voy a extenderme con la descripción de la pequeña fábrica de quesos, de la que además daría datos imprecisos o incorrectos. Todo era brillante acero inoxidable, la gran tolva, las tuberías, el radiador para calentar la leche de oveja, el pistón que prensaba el cuajo, las cubas. Estaban flotando en agua limpia decenas de moldes de plástico blanco de distintos tamaños. Contaba Manolita:

—…y aquí es donde se queda el cuajo, que es todo lo bueno de la leche, que se va moviendo y cortando en trozos, y por aquí sale el suero, que se lo dan a los cerdos. ¡Se vuelven locos!

Así era, el caldo inservible de la leche una vez sacado el cuajo se lo daban de abrevar a los cerdos y se volvían frenéticos de tanto que les gustaba.

También eran impresionantes las cámaras frigoríficas, repletas de quesos en distintos estados de curación. Allí nos contó Manolita la tarea más dura que había que hacer prácticamente a diario: darles la vuelta a todos y cada uno de los quesos. Me imagino que echarían brazos al manipular todas esas cajas y esos quesos de varios kilos, en el frío de la cámara frigorífica. Los quesos no tenían cera, por cierto, sino que la corteza era natural. Había que limpiarlos también, lo cual era otro trabajo considerable.

Aparte de los quesos, hacían yogures en elegantes tarritos de cristal, junto con otros lácteos, que debían de estar todos riquísimos.

La pequeña nave daba para concluir todo el proceso, con envasado y etiquetado, aunque hubiera que hacer todo manualmente en unas mesas, no como imaginamos una fábrica de producción en cadena.

Fue una experiencia interesantísima, además de apetitoso por el buen olor a queso curado. Acabé diciéndole a Manolita si quería que fuese a ayudar en verano, para aprender un poco y hacer algo diferente, si le venía bien, a lo cual no se negó. Ya veremos si el futuro me depara o no una breve experiencia laboral en hacer quesos.

Nos regaló un queso curado de oveja a cada pareja (mi madre y yo éramos una pareja) y nos vendió todo aquello que quisimos llevarnos, incluyendo aceite y miel de la zona, que también tenía. Una vez en Madrid, probé el queso y estaba buenísimo, parecido al manchego. A veces creo que podría vivir como el abuelo de Heidi a base de pan y queso, pero, eso sí, con un buen vino también.

Ya anocheciendo, habiéndonos despedido de Manolita, que encima se tomó la molestia de llevarnos la compra en su coche a la casa, para no ir nosotros cargados, pudimos ver a otro par de mujeres sensacionales, la prima Anita y su hija María del Mar. Anita era prima de mi madre de parte de madre, es decir, de apellido Moreno. Tenía el pelo largo y gris, recogido holgadamente en una gruesa trenza plateada. No era alta, pero se la veía activa y vivaracha, muy lúcida, con gran conocimiento de las cosas. Su hija, también muy afable y dicharachera, era todo juventud y sonrisa, bonita toda ella, más cercana aún de lo naturalmente que iba vestida, creo que en chándal, pero la pobre chica tenía que llevar gafas de sol por una enfermedad de los ojos. Creo que la habían operado recientemente, pero aquello no tenía fácil curación.

Nos enseñaron la casa, en la que el protagonista era un hombre increíble que ya no estaba. El marido de Anita, el padre de Marimar, fallecido de cáncer hacía unos cuatro años. Era arquitecto y artista. Aquel hombre había dejado una impronta imborrable en aquella casa y en aquellas dos mujeres: como arquitecto, aunque no concluyó la obra, había mejorado la casa, sobre todo la planta de arriba, elevando el muro donde descargaba la cubierta, si no recuerdo mal; también la disposición de las habitaciones de allí, abuhardilladas, y el baño de pared curva tras subir las escaleras, con las ventanas abiertas en lugares calculados y precisos. Estaba todo sin acabar, pues las mujeres no vivían allí normalmente, sino en Mérida. Aquella casa la quiso comprar y arreglar el marido, que no era de allí, pero que se enamoró del lugar y quiso que Anita siguiera teniendo una casa en su pueblo.

Pero lo más impresionante de aquel hombre era toda su obra de su faceta artística: había cuadros suyos por todas partes, la mayoría al óleo, y eso que, según Anita, tienen muchos más en la casa de Mérida. Cada cuadro deja ver un cariño especial por lo que hacía y por cómo veía las cosas, desde un simple bodegón de tazas de porcelana, pasando por trampantojo de una vista a través de una ventana pintada (vista real de lo que se veía por una ventana de allí), hasta los paisajes del casco urbano de Pedroche, como la vista desde el atrio del convento al cimborrio rematado con el yamur, o una vista general de las calles del pueblo con la torre de la iglesia en lo alto, parecido a las fotos que hice, pero, claro, con el incomparable valor de la pintura al óleo.

Sin embargo, la vena simbolista también le recorría al artista. Un cuadro que nos enseñó Marimar me impresionó mucho: una mujer desnuda de ostentoso cabello rubio, casi artificial, tan forzado que parecía querer decir algo, sostenía una fruta indefinida, probablemente una manzana, en la mano izquierda. Tenía la boca entreabierta, pero más pensativa que seductora, con la mirada ladeada. Con la mano derecha sostiene un frutero con más frutas amarillas y redondas, que podrían ser melocotones o membrillos, pero el vivo color amarillo hace pensar en el limón, aunque no eran limones. Es curioso cómo logra sugerir tanto y hacer discurrir pensamientos. El frutero está sobre una mesa con un mantel a cuadros, de líneas perpendiculares azules sobre blanco, que tiene un vaso de agua con flores de almendro, de logrado blanco con hiladas rosadas, que casi recuerdan a los versos de Miguel Hernández: “A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero…”, y un ramillete más de esas mismas flores reposa en el mantel, sin vaso. Pero la mesa no está en la misma perspectiva que la mujer desnuda, sino descolocado hacia delante, como ya hizo Velázquez con la mesa de la Vieja friendo huevos, con la intención de destacar lo que hay encima de ella, echándosela a los ojos al espectador. Ese rosa de las flores, por cierto, conecta con los rosados pezones de los pechos de la chica. Todo parece estar orquestado en un conjunto armónico, conscientemente dispuesto. Parecen desentonar, pero seguramente no, unos pies de un Cristo que aparecen ingrávidos sobre el frutero, con sus sangrantes heridas de los clavos. Esa sangre oscura y el inherente dolor que arranca hace situarse en otro plano distinto del erotismo que suscita la mayor parte del cuadro. Detrás, hay dos horizontes: uno, que cruza el conjunto por la mitad, es el mar, de profundo azul. La mujer y la mesa parecen volar ante ese mar. Sin embargo, más arriba, en otra línea horizontal a la altura de la cabeza de la mujer, unas suaves colinas nevadas, unos delgados y frágiles almendros de flores rosas y blancas y una llana superficie dorada, como si fuera una extraña distorsión en la que se reflejasen las montañas y los árboles, completan ese otro horizonte, cuyo reflejo amarillo, quizá otoñal, parece reflejarse en el cielo del mar de más abajo. Por encima, en veladura, lo atraviesan las piernas y tobillos de los pies de Cristo.

Me quedé perplejo y quise saber más sobre aquel artista. Me dijeron que fuera a verlas algún día a Mérida, con mi madre, que estarían encantadas de invitarnos y de enseñarnos más cuadros y sus poemas, pues también escribía. ¿Cómo se puede ser así, tener esa fecundidad creadora, hacer tanto en tan poco tiempo, y todo con tanta originalidad y calidad?

Creo, o creí durante un momento, que tal desarrollo humano ocurre al tener una vida plena, como la tenía él. Sobre la puerta de la casa que él había arreglado ponía “Anita”. En un gran cuadro de unas barcas en una playa, en una de ellas ponía “Anita”. Tenía muchísimos poemas dedicados a Anita. Ese hombre estaba profundamente enamorado de su mujer, cosa que debe desvelar todos los misterios del mundo y abre todos los caminos.

En un paseo por allí, Anita me contó cómo se conocieron. Ya he olvidado detalles y puedo equivocarme o confundirme, y quizá no deba contar aquí historias de una familia ajena sin su permiso, pero me arriesgaré, pues es una historia preciosa.

Transcurrió en Barcelona. No tenían mucho que ver. No recuerdo cómo coincidieron la primera vez, pero ella no le gustó a él, decía que era sosa o arisca o antipática. Pero se vieron nuevamente en un baile, donde no pasó nada y de nuevo a ella le pareció que él no tenía ningún interés. Entonces, a Anita le ocurrió algo horrible que casi acabó en tragedia, y es que tuvo un accidente de coche que le hubo de costar varios meses ingresada en un hospital. Pues bien, ante todo pronóstico, apareció él, visitándola todos los días, hasta que se le declaró, confesando que estaba enamorado de ella.

—¿Sabes qué me dijo que era lo que tanto le gustaba de mí? —me preguntó Anita.

Negué con un gesto.

—Mis piernas —suspiró ella, bajando la mirada, un poquito pudorosa—, decía que le encantaban de lo lisas y brillantes que eran.

Nos reímos y me quedé pensando: ¿hay algo de malo en reconocer que uno se pueda enamorar de un rasgo físico de alguien y, por tanto, de alguien por ese rasgo? Por supuesto que tienen que coincidir muchas cosas más, pero ¿por qué relegar siempre atributos físicos a lo ínfimo, queriendo justificar la atracción, el deseo y posible enamoramiento de alguien tan sólo por su carácter? Aquel hombre y aquella mujer me parecen heroicos, por su sinceridad y su pureza.

De ahí viene, quizá, esa plenitud que a uno le puede convertir en artista, o al menos en cierto tipo de artista. No son tantos los que lo consiguen. Le pregunté al tío Miguel si sabía de más artistas en el pueblo. Tras pensar un rato, admitió:

—Pues… no.

En ese paseo, íbamos de camino todos al destino final del viaje, el punto álgido de los más emotivos recuerdos del tío Miguel, el “casucho”, al que también oí llamar el “casuto”. Era una casa muy pobre, pequeña, estrecha, donde vivieron los abuelos María y José, donde nacieron sus hijos y vivieron hasta que se mudaron a las “casas baratas”. Mi madre era muy pequeña, pero se acuerda del casucho. Y es que la prima Anita se ocupó de comprar esa casa, que había sido de la familia, para que no se perdiese ni la derribaran.

Chispeaba, pero no abrimos los paraguas. Al tío Miguel no le decían qué casa era, para ver si se acordaba.

—Esta… Esta puede ser.

—No, hombre, no, ¿cómo va a ser esta casa? Es muy grande.

Claro, como Miguel la recordaba de niño, la recordaba mucho más grande.

Al fin llegamos, Miguel la señaló entusiasmado con el largo paraguas. Era una tosca casa de fachada blanca, como casi todas, entre otras dos casas muy bajas, de una planta y ventanas muy pequeñas. Las tejas, formando dos capas, asomaban bien rellenas de yeso, como si hubieran sido reparadas. La puerta tenía jambas de mampostería de piedras calizas, no granito, y el dintel era madera muy vieja. Tenía una sola ventana, una ventana pequeña y cuadrada encima de la puerta, también adintelada con madera.

—¡Mira, mira! —señalaba Miguel con el paraguas—¡Por esa ventana me escapaba yo cuando me quería pegar mi padre!

Por esa ventana tan pequeña sólo podría salir un niño muy pequeño. Y no sé cómo haría para aterrizar en el suelo. Pero el miedo hace que hagamos cosas imposibles.

—A veces, el abuelo era muy malo —me explicaba Miguel—. Nos pegaba con el cinturón porque no le dejábamos dormir la siesta.

Mi madre dice que a ella nunca le pegó, que lo hacía con los hermanos mayores. Eran otros tiempos en los que debía ser normal, pero ningún niño de ninguna época deja de sufrir y de asustarse ante tales actos.

La casa era prácticamente un pasillo de pocos metros que desembocaba en una estancia un poco más amplia y aparentemente más alta, con vigas de madera. El pasillo tenía a la derecha una puerta que creo que daba a lo que fue la cocina. Sobre el nivel de esa puerta y recorriendo el pasillo y parte de la otra estancia, antiguamente había un piso de madera. Todavía se notaba una línea de yeso o de cemento donde había estado montado ese piso. Todo esto lo veíamos con las linternas de los móviles, pues esa casa, que Anita y su familia usaban de trastero, no tenía luz. Allí encima de esas tablas que ya no estaban, que parecían más bien para almacenar paja, debían dormir los niños, a la luz de ese ventanuco abocinado en el grueso muro. El espacio grande del fondo tenía techo de uralita sobre vigas nuevas de hierro. Seguramente habían elevado los muros e instalado esa nueva cubierta propietarios posteriores a mis abuelos.

Como trastero que era, había muchísimos sacos de pellets, pero también se había detenido el tiempo en ese lugar con otro tipo de cosas. Por todas partes había lienzos apilados, algunos en blanco, otros a medio hacer, otros de pinturas casi terminadas. Había una estantería con botes de pintura y disolventes, un caballete con varios lienzos apoyados y una cuerda o cable con papeles sujetos con pinzas de ropa. Había sido el estudio de pintor del marido de Anita. De ese modo, el humilde casucho había continuado albergando momentos y personas ejemplares, manteniendo viva su historia. Quizá pronto deje de ser un mero trastero para que se convierta algo más, que de nuevo acoja personas que pasen momentos memorables allí.

Y así voy concluyendo esta crónica, con el recuerdo de los abrazos del tío Miguel y de la calidez de todos. La mañana del domingo era el momento de irse, sin visitar nada más por el tiempo invertido en recoger la bonita casa, que aunque he sido cruel al quejarme de ella al principio, lo cierto es que es preciosa, como también lo fue el fin de semana vivido allí con la familia. Cada mañana allí Miguel madrugaba para ir al baño a afeitarse, tras lo cual iba dando los buenos días cariñosamente a cada uno. En eso también aprendí algo, que es no hay por qué privarse de cariño aunque sea tras un breve tiempo, como una noche. Cualquier ausencia es motivo suficiente para darse un abrazo al reencontrarse, ya sean horas o años, como le sucedió al tío en este viaje con todos sus primos y su hermano de leche, de quien no he encontrado momento para hablar, pero que es alguien que quería mucho a la abuela María pues ésta le salvó la vida amamantándolo.

Pensaba que este viaje me marcaría y así ha sido, al poder ver con mis propios ojos el escenario de los orígenes de mi familia materna. Sin embargo, yo no he nacido allí ni soy nada allí. No sé si realmente voy a volver, si no es con mi madre, asistiendo a reencuentros similares. Ojalá me equivoque y pueda conocer a más gente, hacer quesos con Manolita, hablar del artista de Pedroche con Anita y con su hija, poder ver otra vez a la camarera de “La Fachá”, recorrer el pueblo entero, explorar los alrededores. Pero me da la sensación de que todo lo que se podía hacer ya lo hemos hecho, como cuando se lee un libro y se abandona sin acabarlo, conscientes de haber leído suficiente.

Y quizá haya sido suficiente, como cualquier cosa que, sin que podamos saberlo, haya sido la última.

 



domingo, 17 de octubre de 2021

Carthago delenda est


Transcurría sin alicientes ni eventos notorios la vida de Heliodoro Peces Burgos. Se levantaba cada día con poco margen para ducharse y desayunar, dando prioridad a lo primero, momento de introspección en estado de semiconsciencia, en la oscuridad, bajo el agua caliente, con el tapón puesto para que tener al menos los pies sumergidos, ya que no podía bañarse por falta de tiempo y por la escasez de agua en Castilla. Era uno de los mejores momentos del día: cerrar los ojos y fundirse con el agua fluyente y constante, de agradable temperatura, que si llegaba a quemar un poco, mejor. A menudo se acordaba de Islandia, un país donde el agua era gratis, inagotable, incluso el agua caliente. A veces pensaba que si viviera allí, sólo por eso ya merecería la pena, por poder ducharse o bañarse sin medida todos los días. Un amigo que tenía allí, Leandro Parias, podría disfrutar de ese lujo, si no fuera por el sacrificio que suponía tener dos hijos y bastante responsabilidad en su trabajo.

Pero Heliodoro no tenía hijos, para bien y para mal. La única comparación a aquello, de lo más grotesco, era su gata. Momentos antes de poder vencer el sueño, a Heliodoro terminaba de despertarle su gata, pues el radio reloj despertador no lo conseguía. La gata se subía al cabecero de la cama, con cierto esfuerzo pues ya tenía sobrepeso, usando las uñas que iban maltratando la madera, para pasearse haciendo equilibrios por toda su longitud, hasta jugar a mover unos relieves de escayola, de bacantes grecorromanas, que colgaban de la pared. Era ahí cuando Heliodoro estaba obligado a levantarse, reñir a la gata, cogerla del cabecero y echarla sobre la cama. Y de ahí a la ducha.

Quedaba poco tiempo para el desayuno. Siempre pretendía desayunar tostadas con mantequilla y mermelada o miel, que había sido su costumbre en la juventud y a la que no renunciaba pese a que dijeran que es más sano desayunar otras cosas, pero en los días de diario casi nunca le daba tiempo. Por eso engullía rápidamente los dos o tres medicamentos que tenía que tomar y unas galletas María en el café con leche.

Cuando no tenía café hecho, se daba la doble circunstancia de ventaja y desventaja. La segunda era que tardaba un par de minutos más, con lo que tenía que darse más prisa. La ventaja era el delicioso aroma y el disfrute del ritual de prepararlo: desde hundir la cuchara en el bote de esa fascinante sustancia molida, pasando por rellenar la cubeta filtrante, hasta el borboteo y el transformado olor mezclado con vapor de agua que emanaba de la pequeña cafetera italiana. Para él era el mejor café el recién hecho, aunque el del día anterior tampoco perdiera sabor ni nada, realmente.

Aun así, le sucedía algo que le intrigaba y que le comentaría a Leandro Parias: el café molido nunca le olía igual de bien que hacía veinte o más años. Su primera deducción fue que ya no fabricaban café como antes. Seguramente ninguno era como el café torrefacto portugués que le traían sus tíos a sus padres de su pueblo en Extremadura, tan cerca de Portugal que se podía cruzar andando, y de donde siempre traían un montón de bolsas de ese negro y brillante café en grano. A Heliodoro no le molestaba molerlo, aunque fuera un trabajo entretenido. En la célebre novela rusa Oblómov de Iván A. Goncharov también se mencionaba el hecho de moler café como recuerdo de tiempos mejores en épocas pasadas, aunque era una criada quien lo molía.

Pero Heliodoro a veces conseguía buenos cafés –le quedaba de alguno que le había traído Teresa- o incluso sus padres le daban algo del café portugués “Camelo”, que ya no se llamaba así, ni tenía su famoso camello impreso en la bolsa, pero seguía teniendo el envase parecido y su mismo aspecto, y se quedaba atónito cuando se percataba de que no olía como antes. O no sentía ese mismo regocijo al inhalar aquello tan placenteramente. Y así se dio cuenta de lo que le pasaba y lo anotó en la pizarra de la cocina:

“No era el café. Era yo.”

No era el mismo el que olía el café con quince años que el que lo olía con cuarenta. Algo se había muerto por dentro. El cerebro habría sufrido ya demasiados estímulos como para seguir mandando señales de algo bueno o algo malo a las zonas que hacían consciente el placer o el disgusto. Quizá incluso las células sensitivas de la pituitaria se habían ido perdiendo, como dicen que ocurre con las del oído, y con las propias neuronas que mueren cada día.

Tuvo que ir corriendo al trabajo, una vez más. Podía haber cogido su bicicleta, Galgo, ya arreglada del pinchazo en la rueda delantera, pero se había puesto unos pantalones claros que se podían manchar fácilmente con la cadena. Tampoco tardaba mucho más andando o corriendo: cruzaba entre las casas, viendo otra vez, con curiosidad y cierto disgusto, las insistentes pintadas vandálicas. No soportaba las pintadas vandálicas, muchas simples nombres inventados, que para él no tenían nada de artístico ni reivindicativo, ni veía simpático el benévolo nombre de "grafitis". No le parecía bien ningún motivo supuestamente revolucionario al que se apelase de esa manera. Cuando era joven, las pintadas, igual de asquerosas, eran de anarquía e insumisión, a la vez que contra los sindicatos y partidos políticos mayoritarios (debajo de casa de sus padres hubo uno que decía “UGT roba, PSOE encubre”, y los de “OTAN no, bases fuera”). Pero nada de lo que había pintarrajeado, aunque fuese reivindicativo, era realmente útil.

¿Y por qué no reivindicar, por ejemplo, subvenciones para los coches eléctricos? ¿O protestar contra la subida de la luz? ¿O contra los salarios de los políticos? ¿O contra las casas de apuestas? ¿O a favor del reciclaje? ¿O contra los contratos basura? ¿O por una enseñanza mejor, de mayor nivel, para que nuestros alumnos no sean los peores de Europa? Más que todo eso y mucho más, a la persona que pintarrajease paredes, le importaba cualquier otra banalidad cuya finalidad era dividir a la gente.

En esto estaba Heliodoro, ya purgado al contemplar unas curiosas setas al pie de un olmo, unos bonitos pero lastimeros gatos callejeros y las graciosas urracas hurgando la hierba, cuando llegó al instituto. El narrador de esta historia ha querido retrasar todo lo posible el desvelo de la actividad laboral de Heliodoro Peces, al no ser relevante, primero, en cuando a sus historias amorosas de las cuales hemos dado parte y, segundo, para no condicionar a los lectores al imaginárnoslo como profesor de Geografía e Historia, cosa que no había sido siempre y que es lo que era en este mundo ficticio que hemos creado.

Los profesores suelen estar locos o tener profundas rarezas, prejuicios, susceptibilidades y una serie de peculiaridades que suelen hacerlos objetivo de críticas. A ello se suma que se les considera responsables del desarrollo de los jóvenes e incluso causantes de muchos traumas, cosas que no tienen ningún sentido. Los jóvenes se desarrollan solos, en primer término; en los siguientes escalones, bajo la impronta de su familia, de sus amigos, de la televisión y de los videojuegos y, por último, como lo más insignificante, están los profesores. Prueba de ello es que un exalumno ni siquiera salude a su antiguo profesor cuando se lo encuentra por la calle.

Había que avanzar temario, pero todo eran problemas. No habían hecho la tarea ni sabían hacerla. Otra vez había que explicarlo. Rellenó de nuevo la pizarra con el esquema de la España de los Reyes Católicos. Había un rumor de varias personas hablando no muy bajo que no se callaban ni un momento. A Heliodoro le costaba pensar así, pero siempre lo intentaba hasta más o menos decir o escribir lo que tenía en mente, a costa de su salud. A menudo se amparaba en la mirada de alguna bella alumna de largas pestañas, que parecía seguir la clase, aunque en los exámenes demostrara lo contrario. Aun así, esas alumnas le daban paz, y ellas y algún alumno, de carácter más o menos afable y que parecía mostrar verdadero interés, eran su principal asidero en la marejada que es siempre un aula.

Fue a la siguiente clase y allí tuvo uno de esos momentos íntimos y convulsos que le hacían estar más atento de su vida, de una vida insignificante, como la de los profesores para los alumnos, donde nunca pasaba nada digno de mención, pero que debía repasar y anotar, al no tener otra cosa. Se acordaba mucho de Jesús G. Maestro (al que llamaba para sí "el Chus"), gran referente suyo por sus vídeos de YouTube, que decía despectivamente que la poesía de la experiencia o la de Jaime Gil de Biedma era la de “los que no han tenido ninguna experiencia”. Efectivamente, no podían hablar de experiencias como las que tuvo Miguel Hernández. Pero no pueden quedarse sin expresar nada todos aquellos, la mayoría, que no tienen vidas épicas o emocionantes.

De manera que lo que le aconteció a Helidoro una vez que entró en la siguiente aula fue ver que en la pizarra el profesor de Lengua había analizado en morfemas la siguiente palabra:

Deleznable

Delezn-: lexema

-a-: vocal temática

-ble: sufijo

Y al lado había indicado, con una flecha: “Puede que venga de “lezna”. En ese caso, “de” es prefijo”.

Se quedó pensando. La palabra “deleznable” es muy sonora, es algo que se rechaza enérgicamente por desagradable o perjudicial, algo horrible. Lo de la lezna, ese instrumento de los carpinteros, no le convencía. En cambio, con ese significado, llevándolo a su materia, se le iluminó de pronto la bombilla y escribió en la pizarra:

DELENDA EST CARTHAGO

Le sonaba que el verbo iba al final en latín, y que debería ser “Carthago delenda est”, o por lo menos Catón el Viejo tenía que decirlo bien cada vez que terminaba sus discursos en el senado romano. Heliodoro vio que la segunda “d” no era una “z” y que “n” y la “d” estaban en distinto orden respecto a “lezna”, pero le pareció que podía haber tenido sentido esa etimología inventada, como proponía Fulcanelli en contra de la lingüística en El misterio de las catedrales. Hay hermetismo, en el sentido místico, en las palabras. Lo que ha de ser destruido es lo deleznable. Lo que hay que borrar.




Con esto, no pudo evitar asociar el hallazgo –que luego confirmó incorrecto en diccionario web de Etimologías de Chile- con su apartada Teresa, que tras el último encuentro y la subsiguiente discusión ridícula, Heliodoro bloqueó en todas las vías de comunicación con mayor severidad, desde el teléfono hasta los correos, pasando por todas las redes sociales. Los filtros del correo ya no iban a una subcarpeta algo escondida que tenía, sino que todo lo de Teresa iría directamente a la papelera. No había manera de que se eliminasen terminantemente o ni siquiera entrasen en sus cuentas de correo. Pero sí que se contuvo, durante bastantes semanas, de mirar los correos eliminados.

Ojalá hubiera manera, pensaba él, de no tener ninguna expareja. Decía Joaquín Sabina, en una entrevista, “yo no tengo ninguna ex, las quiero a todas”. Aquello le parecía a Heliodoro un gran principio de paz y de vida interior, que podía seguir e incluso disfrutaba imitando, pero que desgraciadamente, dado el mundo monogámico y celoso de las mujeres, era un hecho unidireccional y,  por tanto, inaplicable, idealista e inexistente. La propuesta del gran cantante Joaquín Sabina, mentor de la juventud de Heliodoro, era útil para enriquecer la vida interior pero arruinaba la exterior.

El caso es que no podía detestar ni deleznar a Teresa, cuya única culpa era la de atosigar a Heliodoro, pues quería lo mismo que todas las mujeres. Heliodoro no era capaz de dárselo. Le había costado horriblemente rechazarla por sucederle lo contrario de lo que le había pasado siempre: las relaciones se terminaban cuando no le querían a él, pero nunca al revés. Además se unía a eso, tal como le había explicado a las psicólogas que probaron ser todas poco eficaces, que no estaba en condiciones de elegir hembras, dadas su pobreza física y su extraño carácter. Rechazar a Teresa era como echar de casa a escobazos una bonita paloma que se empeñaba en entrar y lo llenaba todo de plumas y cagadas. (En el caso de ella, eran pelos.)

Se acercaba el fin de semana. Cuando se iba acercando (jueves, viernes...), la incertidumbre de qué hacer era un agobio para Heliodoro. ¿A dónde ir solo? ¿Para qué madrugar y, sobre todo, mover el coche y gastar combustible para él solo, para intentar disfrutar algo él solo, sin hablar con nadie, con su ridícula soledad, mientras todo el mundo iba con pareja o con su familia? Por eso muchos fines de semana se levantaba algo tarde, sobre las nueve, para simplemente bajar a correr al parque o montar en bicicleta no a Madrid Río, ya plagado de gente e intransitable, sino hacia el Parque Lineal Manzanares y Perales del Río. Suficiente para matar el tiempo y hacer algo de ejercicio. ¿Quién era aquél que decía lo de que los españoles siempre estaban "matando el tiempo"...? Un periodista y escritor ruso, estudiado muchos años atrás. ¿Boris Eichenbaum? Heliodoro ya no lo recordaba.

Pero ese fin de semana se armó de voluntad para intentar salir. Y lo hizo. Salió para ver el lugar que no pudo ver, por los motivos expuestos, la semana anterior. Podía hacerse sin madrugar. Se trataba de la localidad de Nuevo Baztán, en la Alcarria madrileña, donde había una pequeña ruta de senderismo llamada "Ruta de Valmores". La realizó en primer lugar con cierta decepción, pues era más propia para ir con bicicleta de montaña que para otra cosa. Subió hasta las ruinas de una antigua ermita donde tomó café de su termo y tocó un poco la armónica. A la vuelta cogió bellotas del suelo, no sabía muy bien para qué, pues no tenía espacio para plantarlas.

Le sorprendió más la arquitectura de Nuevo Baztán, con el imponente palacio de Juan de Goyeneche diseñado por Churriguera. Aprendió cosas en el centro de interpretación. Se comió un plátano y se metió en el coche, de vuelta a casa, tan sólo parando un momento en un alto con vistas a Campo Real, para hacer una foto a su iglesia.

De dio cuenta de que había algo de irreparable en todo aquello. Lo consideró "el fin de una dinastía", como los Habsburgo. Ya no tenía, ni volvería a tener, ese tipo de mujer que le acompañaba en todo lo que le gustaba, las rutas de senderismo o de montaña y el turismo rural, los museos o simplemente pasear por la Cuesta de Moyano y el Retiro. Primero fue la polaca, luego la madre divorciada, luego la brasileña-portuguesa (con nacionalidad española también) y, finalmente, Teresa, la última de la dinastía de las novias que acompañaban en todo, hasta en los pensamientos, cuyo fin era también el del reino o el del viejo imperio, resquebrajado, inestable e improductivo. Teresa se había vuelto loca de celos, paranoica hasta nivel clínico, buscando huellas equivocadas de Heliodoro en mujeres de redes sociales, sin creer que éste se cerró a ella no por otras mujeres sino por su locura.

La abandonó, no como a unos zapatos viejos, que diría Sabina, sino por loca, como si fuera una plañidera de un sarcófago medieval que ha olvidado que tenía que representar un papel, y se ha quedado así para siempre, como si fuera una vampiresa o zombie incurable y él fuese Robert Neville, protagonista de Soy leyenda de Richard Matheson, novela que siempre le había transmitido algo. Sospechaba que algún día tendría que enclaustrarse definitivamente en un piso o casa y sobrevivir solo, no ya emocionalmente, sino fabricando él solo sus alimentos y saliendo a por víveres en un mundo de locos.