domingo, 17 de octubre de 2021

Carthago delenda est


Transcurría sin alicientes ni eventos notorios la vida de Heliodoro Peces Burgos. Se levantaba cada día con poco margen para ducharse y desayunar, dando prioridad a lo primero, momento de introspección en estado de semiconsciencia, en la oscuridad, bajo el agua caliente, con el tapón puesto para que tener al menos los pies sumergidos, ya que no podía bañarse por falta de tiempo y por la escasez de agua en Castilla. Era uno de los mejores momentos del día: cerrar los ojos y fundirse con el agua fluyente y constante, de agradable temperatura, que si llegaba a quemar un poco, mejor. A menudo se acordaba de Islandia, un país donde el agua era gratis, inagotable, incluso el agua caliente. A veces pensaba que si viviera allí, sólo por eso ya merecería la pena, por poder ducharse o bañarse sin medida todos los días. Un amigo que tenía allí, Leandro Parias, podría disfrutar de ese lujo, si no fuera por el sacrificio que suponía tener dos hijos y bastante responsabilidad en su trabajo.

Pero Heliodoro no tenía hijos, para bien y para mal. La única comparación a aquello, de lo más grotesco, era su gata. Momentos antes de poder vencer el sueño, a Heliodoro terminaba de despertarle su gata, pues el radio reloj despertador no lo conseguía. La gata se subía al cabecero de la cama, con cierto esfuerzo pues ya tenía sobrepeso, usando las uñas que iban maltratando la madera, para pasearse haciendo equilibrios por toda su longitud, hasta jugar a mover unos relieves de escayola, de bacantes grecorromanas, que colgaban de la pared. Era ahí cuando Heliodoro estaba obligado a levantarse, reñir a la gata, cogerla del cabecero y echarla sobre la cama. Y de ahí a la ducha.

Quedaba poco tiempo para el desayuno. Siempre pretendía desayunar tostadas con mantequilla y mermelada o miel, que había sido su costumbre en la juventud y a la que no renunciaba pese a que dijeran que es más sano desayunar otras cosas, pero en los días de diario casi nunca le daba tiempo. Por eso engullía rápidamente los dos o tres medicamentos que tenía que tomar y unas galletas María en el café con leche.

Cuando no tenía café hecho, se daba la doble circunstancia de ventaja y desventaja. La segunda era que tardaba un par de minutos más, con lo que tenía que darse más prisa. La ventaja era el delicioso aroma y el disfrute del ritual de prepararlo: desde hundir la cuchara en el bote de esa fascinante sustancia molida, pasando por rellenar la cubeta filtrante, hasta el borboteo y el transformado olor mezclado con vapor de agua que emanaba de la pequeña cafetera italiana. Para él era el mejor café el recién hecho, aunque el del día anterior tampoco perdiera sabor ni nada, realmente.

Aun así, le sucedía algo que le intrigaba y que le comentaría a Leandro Parias: el café molido nunca le olía igual de bien que hacía veinte o más años. Su primera deducción fue que ya no fabricaban café como antes. Seguramente ninguno era como el café torrefacto portugués que le traían sus tíos a sus padres de su pueblo en Extremadura, tan cerca de Portugal que se podía cruzar andando, y de donde siempre traían un montón de bolsas de ese negro y brillante café en grano. A Heliodoro no le molestaba molerlo, aunque fuera un trabajo entretenido. En la célebre novela rusa Oblómov de Iván A. Goncharov también se mencionaba el hecho de moler café como recuerdo de tiempos mejores en épocas pasadas, aunque era una criada quien lo molía.

Pero Heliodoro a veces conseguía buenos cafés –le quedaba de alguno que le había traído Teresa- o incluso sus padres le daban algo del café portugués “Camelo”, que ya no se llamaba así, ni tenía su famoso camello impreso en la bolsa, pero seguía teniendo el envase parecido y su mismo aspecto, y se quedaba atónito cuando se percataba de que no olía como antes. O no sentía ese mismo regocijo al inhalar aquello tan placenteramente. Y así se dio cuenta de lo que le pasaba y lo anotó en la pizarra de la cocina:

“No era el café. Era yo.”

No era el mismo el que olía el café con quince años que el que lo olía con cuarenta. Algo se había muerto por dentro. El cerebro habría sufrido ya demasiados estímulos como para seguir mandando señales de algo bueno o algo malo a las zonas que hacían consciente el placer o el disgusto. Quizá incluso las células sensitivas de la pituitaria se habían ido perdiendo, como dicen que ocurre con las del oído, y con las propias neuronas que mueren cada día.

Tuvo que ir corriendo al trabajo, una vez más. Podía haber cogido su bicicleta, Galgo, ya arreglada del pinchazo en la rueda delantera, pero se había puesto unos pantalones claros que se podían manchar fácilmente con la cadena. Tampoco tardaba mucho más andando o corriendo: cruzaba entre las casas, viendo otra vez, con curiosidad y cierto disgusto, las insistentes pintadas vandálicas. No soportaba las pintadas vandálicas, muchas simples nombres inventados, que para él no tenían nada de artístico ni reivindicativo, ni veía simpático el benévolo nombre de "grafitis". No le parecía bien ningún motivo supuestamente revolucionario al que se apelase de esa manera. Cuando era joven, las pintadas, igual de asquerosas, eran de anarquía e insumisión, a la vez que contra los sindicatos y partidos políticos mayoritarios (debajo de casa de sus padres hubo uno que decía “UGT roba, PSOE encubre”, y los de “OTAN no, bases fuera”). Pero nada de lo que había pintarrajeado, aunque fuese reivindicativo, era realmente útil.

¿Y por qué no reivindicar, por ejemplo, subvenciones para los coches eléctricos? ¿O protestar contra la subida de la luz? ¿O contra los salarios de los políticos? ¿O contra las casas de apuestas? ¿O a favor del reciclaje? ¿O contra los contratos basura? ¿O por una enseñanza mejor, de mayor nivel, para que nuestros alumnos no sean los peores de Europa? Más que todo eso y mucho más, a la persona que pintarrajease paredes, le importaba cualquier otra banalidad cuya finalidad era dividir a la gente.

En esto estaba Heliodoro, ya purgado al contemplar unas curiosas setas al pie de un olmo, unos bonitos pero lastimeros gatos callejeros y las graciosas urracas hurgando la hierba, cuando llegó al instituto. El narrador de esta historia ha querido retrasar todo lo posible el desvelo de la actividad laboral de Heliodoro Peces, al no ser relevante, primero, en cuando a sus historias amorosas de las cuales hemos dado parte y, segundo, para no condicionar a los lectores al imaginárnoslo como profesor de Geografía e Historia, cosa que no había sido siempre y que es lo que era en este mundo ficticio que hemos creado.

Los profesores suelen estar locos o tener profundas rarezas, prejuicios, susceptibilidades y una serie de peculiaridades que suelen hacerlos objetivo de críticas. A ello se suma que se les considera responsables del desarrollo de los jóvenes e incluso causantes de muchos traumas, cosas que no tienen ningún sentido. Los jóvenes se desarrollan solos, en primer término; en los siguientes escalones, bajo la impronta de su familia, de sus amigos, de la televisión y de los videojuegos y, por último, como lo más insignificante, están los profesores. Prueba de ello es que un exalumno ni siquiera salude a su antiguo profesor cuando se lo encuentra por la calle.

Había que avanzar temario, pero todo eran problemas. No habían hecho la tarea ni sabían hacerla. Otra vez había que explicarlo. Rellenó de nuevo la pizarra con el esquema de la España de los Reyes Católicos. Había un rumor de varias personas hablando no muy bajo que no se callaban ni un momento. A Heliodoro le costaba pensar así, pero siempre lo intentaba hasta más o menos decir o escribir lo que tenía en mente, a costa de su salud. A menudo se amparaba en la mirada de alguna bella alumna de largas pestañas, que parecía seguir la clase, aunque en los exámenes demostrara lo contrario. Aun así, esas alumnas le daban paz, y ellas y algún alumno, de carácter más o menos afable y que parecía mostrar verdadero interés, eran su principal asidero en la marejada que es siempre un aula.

Fue a la siguiente clase y allí tuvo uno de esos momentos íntimos y convulsos que le hacían estar más atento de su vida, de una vida insignificante, como la de los profesores para los alumnos, donde nunca pasaba nada digno de mención, pero que debía repasar y anotar, al no tener otra cosa. Se acordaba mucho de Jesús G. Maestro (al que llamaba para sí "el Chus"), gran referente suyo por sus vídeos de YouTube, que decía despectivamente que la poesía de la experiencia o la de Jaime Gil de Biedma era la de “los que no han tenido ninguna experiencia”. Efectivamente, no podían hablar de experiencias como las que tuvo Miguel Hernández. Pero no pueden quedarse sin expresar nada todos aquellos, la mayoría, que no tienen vidas épicas o emocionantes.

De manera que lo que le aconteció a Helidoro una vez que entró en la siguiente aula fue ver que en la pizarra el profesor de Lengua había analizado en morfemas la siguiente palabra:

Deleznable

Delezn-: lexema

-a-: vocal temática

-ble: sufijo

Y al lado había indicado, con una flecha: “Puede que venga de “lezna”. En ese caso, “de” es prefijo”.

Se quedó pensando. La palabra “deleznable” es muy sonora, es algo que se rechaza enérgicamente por desagradable o perjudicial, algo horrible. Lo de la lezna, ese instrumento de los carpinteros, no le convencía. En cambio, con ese significado, llevándolo a su materia, se le iluminó de pronto la bombilla y escribió en la pizarra:

DELENDA EST CARTHAGO

Le sonaba que el verbo iba al final en latín, y que debería ser “Carthago delenda est”, o por lo menos Catón el Viejo tenía que decirlo bien cada vez que terminaba sus discursos en el senado romano. Heliodoro vio que la segunda “d” no era una “z” y que “n” y la “d” estaban en distinto orden respecto a “lezna”, pero le pareció que podía haber tenido sentido esa etimología inventada, como proponía Fulcanelli en contra de la lingüística en El misterio de las catedrales. Hay hermetismo, en el sentido místico, en las palabras. Lo que ha de ser destruido es lo deleznable. Lo que hay que borrar.




Con esto, no pudo evitar asociar el hallazgo –que luego confirmó incorrecto en diccionario web de Etimologías de Chile- con su apartada Teresa, que tras el último encuentro y la subsiguiente discusión ridícula, Heliodoro bloqueó en todas las vías de comunicación con mayor severidad, desde el teléfono hasta los correos, pasando por todas las redes sociales. Los filtros del correo ya no iban a una subcarpeta algo escondida que tenía, sino que todo lo de Teresa iría directamente a la papelera. No había manera de que se eliminasen terminantemente o ni siquiera entrasen en sus cuentas de correo. Pero sí que se contuvo, durante bastantes semanas, de mirar los correos eliminados.

Ojalá hubiera manera, pensaba él, de no tener ninguna expareja. Decía Joaquín Sabina, en una entrevista, “yo no tengo ninguna ex, las quiero a todas”. Aquello le parecía a Heliodoro un gran principio de paz y de vida interior, que podía seguir e incluso disfrutaba imitando, pero que desgraciadamente, dado el mundo monogámico y celoso de las mujeres, era un hecho unidireccional y,  por tanto, inaplicable, idealista e inexistente. La propuesta del gran cantante Joaquín Sabina, mentor de la juventud de Heliodoro, era útil para enriquecer la vida interior pero arruinaba la exterior.

El caso es que no podía detestar ni deleznar a Teresa, cuya única culpa era la de atosigar a Heliodoro, pues quería lo mismo que todas las mujeres. Heliodoro no era capaz de dárselo. Le había costado horriblemente rechazarla por sucederle lo contrario de lo que le había pasado siempre: las relaciones se terminaban cuando no le querían a él, pero nunca al revés. Además se unía a eso, tal como le había explicado a las psicólogas que probaron ser todas poco eficaces, que no estaba en condiciones de elegir hembras, dadas su pobreza física y su extraño carácter. Rechazar a Teresa era como echar de casa a escobazos una bonita paloma que se empeñaba en entrar y lo llenaba todo de plumas y cagadas. (En el caso de ella, eran pelos.)

Se acercaba el fin de semana. Cuando se iba acercando (jueves, viernes...), la incertidumbre de qué hacer era un agobio para Heliodoro. ¿A dónde ir solo? ¿Para qué madrugar y, sobre todo, mover el coche y gastar combustible para él solo, para intentar disfrutar algo él solo, sin hablar con nadie, con su ridícula soledad, mientras todo el mundo iba con pareja o con su familia? Por eso muchos fines de semana se levantaba algo tarde, sobre las nueve, para simplemente bajar a correr al parque o montar en bicicleta no a Madrid Río, ya plagado de gente e intransitable, sino hacia el Parque Lineal Manzanares y Perales del Río. Suficiente para matar el tiempo y hacer algo de ejercicio. ¿Quién era aquél que decía lo de que los españoles siempre estaban "matando el tiempo"...? Un periodista y escritor ruso, estudiado muchos años atrás. ¿Boris Eichenbaum? Heliodoro ya no lo recordaba.

Pero ese fin de semana se armó de voluntad para intentar salir. Y lo hizo. Salió para ver el lugar que no pudo ver, por los motivos expuestos, la semana anterior. Podía hacerse sin madrugar. Se trataba de la localidad de Nuevo Baztán, en la Alcarria madrileña, donde había una pequeña ruta de senderismo llamada "Ruta de Valmores". La realizó en primer lugar con cierta decepción, pues era más propia para ir con bicicleta de montaña que para otra cosa. Subió hasta las ruinas de una antigua ermita donde tomó café de su termo y tocó un poco la armónica. A la vuelta cogió bellotas del suelo, no sabía muy bien para qué, pues no tenía espacio para plantarlas.

Le sorprendió más la arquitectura de Nuevo Baztán, con el imponente palacio de Juan de Goyeneche diseñado por Churriguera. Aprendió cosas en el centro de interpretación. Se comió un plátano y se metió en el coche, de vuelta a casa, tan sólo parando un momento en un alto con vistas a Campo Real, para hacer una foto a su iglesia.

De dio cuenta de que había algo de irreparable en todo aquello. Lo consideró "el fin de una dinastía", como los Habsburgo. Ya no tenía, ni volvería a tener, ese tipo de mujer que le acompañaba en todo lo que le gustaba, las rutas de senderismo o de montaña y el turismo rural, los museos o simplemente pasear por la Cuesta de Moyano y el Retiro. Primero fue la polaca, luego la madre divorciada, luego la brasileña-portuguesa (con nacionalidad española también) y, finalmente, Teresa, la última de la dinastía de las novias que acompañaban en todo, hasta en los pensamientos, cuyo fin era también el del reino o el del viejo imperio, resquebrajado, inestable e improductivo. Teresa se había vuelto loca de celos, paranoica hasta nivel clínico, buscando huellas equivocadas de Heliodoro en mujeres de redes sociales, sin creer que éste se cerró a ella no por otras mujeres sino por su locura.

La abandonó, no como a unos zapatos viejos, que diría Sabina, sino por loca, como si fuera una plañidera de un sarcófago medieval que ha olvidado que tenía que representar un papel, y se ha quedado así para siempre, como si fuera una vampiresa o zombie incurable y él fuese Robert Neville, protagonista de Soy leyenda de Richard Matheson, novela que siempre le había transmitido algo. Sospechaba que algún día tendría que enclaustrarse definitivamente en un piso o casa y sobrevivir solo, no ya emocionalmente, sino fabricando él solo sus alimentos y saliendo a por víveres en un mundo de locos.




 

 

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