Transcurría sin alicientes ni
eventos notorios la vida de Heliodoro Peces Burgos. Se levantaba cada día con
poco margen para ducharse y desayunar, dando prioridad a lo primero, momento de
introspección en estado de semiconsciencia, en la oscuridad, bajo el agua
caliente, con el tapón puesto para que tener al menos los pies sumergidos, ya
que no podía bañarse por falta de tiempo y por la escasez de agua en Castilla.
Era uno de los mejores momentos del día: cerrar los ojos y fundirse con el agua
fluyente y constante, de agradable temperatura, que si llegaba a quemar un
poco, mejor. A menudo se acordaba de Islandia, un país donde el agua era
gratis, inagotable, incluso el agua caliente. A veces pensaba que si viviera
allí, sólo por eso ya merecería la pena, por poder ducharse o bañarse sin
medida todos los días. Un amigo que tenía allí, Leandro Parias, podría
disfrutar de ese lujo, si no fuera por el sacrificio que suponía tener dos
hijos y bastante responsabilidad en su trabajo.
Pero Heliodoro no tenía hijos,
para bien y para mal. La única comparación a aquello, de lo más grotesco, era
su gata. Momentos antes de poder vencer el sueño, a Heliodoro terminaba de
despertarle su gata, pues el radio reloj despertador no lo conseguía. La gata se
subía al cabecero de la cama, con cierto esfuerzo pues ya tenía sobrepeso,
usando las uñas que iban maltratando la madera, para pasearse haciendo
equilibrios por toda su longitud, hasta jugar a mover unos relieves de
escayola, de bacantes grecorromanas, que colgaban de la pared. Era ahí cuando
Heliodoro estaba obligado a levantarse, reñir a la gata, cogerla del cabecero y
echarla sobre la cama. Y de ahí a la ducha.
Quedaba poco tiempo para el
desayuno. Siempre pretendía desayunar tostadas con mantequilla y mermelada o
miel, que había sido su costumbre en la juventud y a la que no renunciaba pese
a que dijeran que es más sano desayunar otras cosas, pero en los días de diario
casi nunca le daba tiempo. Por eso engullía rápidamente los dos o tres
medicamentos que tenía que tomar y unas galletas María en el café con leche.
Cuando no tenía café hecho, se
daba la doble circunstancia de ventaja y desventaja. La segunda era que tardaba un
par de minutos más, con lo que tenía que darse más prisa. La ventaja era el delicioso
aroma y el disfrute del ritual de prepararlo: desde hundir la cuchara en el
bote de esa fascinante sustancia molida, pasando por rellenar la cubeta
filtrante, hasta el borboteo y el transformado olor mezclado con vapor de agua
que emanaba de la pequeña cafetera italiana. Para él era el mejor café el
recién hecho, aunque el del día anterior tampoco perdiera sabor ni nada,
realmente.
Aun así, le sucedía algo que le
intrigaba y que le comentaría a Leandro Parias: el café molido nunca le olía
igual de bien que hacía veinte o más años. Su primera deducción fue que ya no
fabricaban café como antes. Seguramente ninguno era como el café torrefacto
portugués que le traían sus tíos a sus padres de su pueblo en Extremadura, tan
cerca de Portugal que se podía cruzar andando, y de donde siempre traían un
montón de bolsas de ese negro y brillante café en grano. A Heliodoro no le
molestaba molerlo, aunque fuera un trabajo entretenido. En la célebre novela
rusa Oblómov de Iván A. Goncharov
también se mencionaba el hecho de moler café como recuerdo de tiempos mejores
en épocas pasadas, aunque era una criada quien lo molía.
Pero Heliodoro a veces conseguía
buenos cafés –le quedaba de alguno que le había traído Teresa- o incluso sus
padres le daban algo del café portugués “Camelo”, que ya no se llamaba así, ni
tenía su famoso camello impreso en la bolsa, pero seguía teniendo el envase
parecido y su mismo aspecto, y se quedaba atónito cuando se percataba de que no
olía como antes. O no sentía ese mismo regocijo al inhalar aquello tan
placenteramente. Y así se dio cuenta de lo que le pasaba y lo anotó en la
pizarra de la cocina:
“No era el café. Era yo.”
No era el mismo el que olía el
café con quince años que el que lo olía con cuarenta. Algo se había muerto por
dentro. El cerebro habría sufrido ya demasiados estímulos como para seguir
mandando señales de algo bueno o algo malo a las zonas que hacían consciente el
placer o el disgusto. Quizá incluso las células sensitivas de la pituitaria se
habían ido perdiendo, como dicen que ocurre con las del oído, y con las propias
neuronas que mueren cada día.
Tuvo que ir corriendo al trabajo,
una vez más. Podía haber cogido su bicicleta, Galgo, ya arreglada del pinchazo
en la rueda delantera, pero se había puesto unos pantalones claros que se
podían manchar fácilmente con la cadena. Tampoco tardaba mucho más andando o
corriendo: cruzaba entre las casas, viendo otra vez, con curiosidad y cierto disgusto, las insistentes pintadas vandálicas. No soportaba las pintadas vandálicas, muchas simples nombres inventados, que para él no tenían nada de artístico ni reivindicativo, ni veía simpático el benévolo nombre de "grafitis". No le parecía bien ningún motivo supuestamente revolucionario al que se apelase de esa manera. Cuando era joven, las pintadas, igual de asquerosas, eran de anarquía e insumisión, a la vez que
contra los sindicatos y partidos políticos mayoritarios (debajo de casa de sus
padres hubo uno que decía “UGT roba, PSOE encubre”, y los de “OTAN no, bases
fuera”). Pero nada de lo que había pintarrajeado, aunque fuese reivindicativo, era realmente útil.
¿Y por qué no reivindicar, por
ejemplo, subvenciones para los coches eléctricos? ¿O protestar contra la subida
de la luz? ¿O contra los salarios de los políticos? ¿O contra las casas de
apuestas? ¿O a favor del reciclaje? ¿O contra los
contratos basura? ¿O por una enseñanza mejor, de mayor nivel, para que nuestros
alumnos no sean los peores de Europa? Más que todo eso y mucho más, a la
persona que pintarrajease paredes, le importaba cualquier otra banalidad cuya finalidad era dividir a la gente.
En esto estaba Heliodoro, ya
purgado al contemplar unas curiosas setas al pie de un olmo, unos bonitos pero
lastimeros gatos callejeros y las graciosas urracas hurgando la hierba, cuando
llegó al instituto. El narrador de esta historia ha querido retrasar todo lo
posible el desvelo de la actividad laboral de Heliodoro Peces, al no ser relevante,
primero, en cuando a sus historias amorosas de las cuales hemos dado parte y,
segundo, para no condicionar a los lectores al imaginárnoslo como profesor de
Geografía e Historia, cosa que no había sido siempre y que es lo que era en
este mundo ficticio que hemos creado.
Los profesores suelen estar locos
o tener profundas rarezas, prejuicios, susceptibilidades y una serie de
peculiaridades que suelen hacerlos objetivo de críticas. A ello se suma que se
les considera responsables del desarrollo de los jóvenes e incluso causantes de
muchos traumas, cosas que no tienen ningún sentido. Los jóvenes se desarrollan
solos, en primer término; en los siguientes escalones, bajo la impronta de su
familia, de sus amigos, de la televisión y de los videojuegos y, por último,
como lo más insignificante, están los profesores. Prueba de ello es que un
exalumno ni siquiera salude a su antiguo profesor cuando se lo encuentra por la
calle.
Había que avanzar temario, pero
todo eran problemas. No habían hecho la tarea ni sabían hacerla. Otra vez había
que explicarlo. Rellenó de nuevo la pizarra con el esquema de la España de los
Reyes Católicos. Había un rumor de varias personas hablando no muy bajo que no
se callaban ni un momento. A Heliodoro le costaba pensar así, pero siempre lo
intentaba hasta más o menos decir o escribir lo que tenía en mente, a costa de
su salud. A menudo se amparaba en la mirada de alguna bella alumna de largas
pestañas, que parecía seguir la clase, aunque en los exámenes demostrara lo
contrario. Aun así, esas alumnas le daban paz, y ellas y algún alumno, de
carácter más o menos afable y que parecía mostrar verdadero interés, eran su
principal asidero en la marejada que es siempre un aula.
Fue a la siguiente clase y allí
tuvo uno de esos momentos íntimos y convulsos que le hacían estar más atento de
su vida, de una vida insignificante, como la de los profesores para los
alumnos, donde nunca pasaba nada digno de mención, pero que debía repasar y
anotar, al no tener otra cosa. Se acordaba mucho de Jesús G. Maestro (al que llamaba para sí "el Chus"), gran
referente suyo por sus vídeos de YouTube, que decía despectivamente que la
poesía de la experiencia o la de Jaime Gil de Biedma era la de “los que no han
tenido ninguna experiencia”. Efectivamente, no podían hablar de experiencias
como las que tuvo Miguel Hernández. Pero no pueden quedarse sin expresar nada
todos aquellos, la mayoría, que no tienen vidas épicas o emocionantes.
De manera que lo que le aconteció
a Helidoro una vez que entró en la siguiente aula fue ver que en la pizarra el
profesor de Lengua había analizado en morfemas la siguiente palabra:
Deleznable
Delezn-: lexema
-a-: vocal temática
-ble: sufijo
Y al lado había indicado, con una
flecha: “Puede que venga de “lezna”. En ese caso, “de” es prefijo”.
Se quedó pensando. La palabra “deleznable”
es muy sonora, es algo que se rechaza enérgicamente por desagradable o
perjudicial, algo horrible. Lo de la lezna, ese instrumento de los carpinteros,
no le convencía. En cambio, con ese significado, llevándolo a su materia, se le
iluminó de pronto la bombilla y escribió en la pizarra:
DELENDA EST CARTHAGO
Le sonaba que el verbo iba al
final en latín, y que debería ser “Carthago delenda est”, o por lo menos Catón
el Viejo tenía que decirlo bien cada vez que terminaba sus discursos en el
senado romano. Heliodoro vio que la segunda “d” no era una “z” y que “n” y la
“d” estaban en distinto orden respecto a “lezna”, pero le pareció que podía
haber tenido sentido esa etimología inventada, como proponía Fulcanelli en
contra de la lingüística en El misterio
de las catedrales. Hay hermetismo, en el sentido místico, en las palabras. Lo
que ha de ser destruido es lo deleznable. Lo que hay que borrar.
Con esto, no pudo evitar asociar
el hallazgo –que luego confirmó incorrecto en diccionario web de Etimologías de Chile- con su apartada Teresa, que tras el último encuentro y la subsiguiente
discusión ridícula, Heliodoro bloqueó en todas las vías de comunicación con
mayor severidad, desde el teléfono hasta los correos, pasando por todas las
redes sociales. Los filtros del correo ya no iban a una subcarpeta algo
escondida que tenía, sino que todo lo de Teresa iría directamente a la
papelera. No había manera de que se eliminasen terminantemente o ni siquiera
entrasen en sus cuentas de correo. Pero sí que se contuvo, durante bastantes
semanas, de mirar los correos eliminados.
Ojalá hubiera manera, pensaba él,
de no tener ninguna expareja. Decía Joaquín Sabina, en una entrevista, “yo no
tengo ninguna ex, las quiero a todas”. Aquello le parecía a Heliodoro un gran
principio de paz y de vida interior, que podía seguir e incluso disfrutaba
imitando, pero que desgraciadamente, dado el mundo monogámico y celoso de las
mujeres, era un hecho unidireccional y, por tanto, inaplicable, idealista e
inexistente. La propuesta del gran cantante Joaquín Sabina, mentor de la
juventud de Heliodoro, era útil para enriquecer la vida interior
pero arruinaba la exterior.
El caso es que no podía detestar
ni deleznar a Teresa, cuya única culpa era la de atosigar a Heliodoro, pues quería
lo mismo que todas las mujeres. Heliodoro no era capaz de dárselo. Le había
costado horriblemente rechazarla por sucederle lo contrario de lo que le había
pasado siempre: las relaciones se terminaban cuando no le querían a él, pero
nunca al revés. Además se unía a eso, tal como le había explicado a las
psicólogas que probaron ser todas poco eficaces, que no estaba en condiciones de
elegir hembras, dadas su pobreza física y su extraño carácter. Rechazar a Teresa era como echar
de casa a escobazos una bonita paloma que se empeñaba en entrar y lo llenaba todo de
plumas y cagadas. (En el caso de ella, eran pelos.)
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