0. Preámbulo
Parto de una anécdota del pasado que en su momento ya sembró el germen de lo que ha venido a ser el siguiente texto. Se trata de un escrito dirigido a una mujer de cuyo nombre no quiero acordarme, que decía así:
"No deberías tener el más mínimo complejo al quitarte la ropa. Incluso aunque te señale algún cardenal, como la última vez. Es algo tan tuyo que no debe haber lugar a cualquier consideración o arbitrio.
Me acuerdo de una cosa que parece que no tiene mucho que ver, pero intentaré relacionarlo. Fue algo muy tonto que me marcó mucho.
Cuando tenía diecisiete o dieciocho años, mi abuela María, la de mi madre, vivía, pero estaba mayor y los hermanos de mi madre y ella se la tenían que ir turnando un mes cada uno. De modo que a veces tocaba que estuviera un mes entero en nuestra casa.
Yo no valoraba mucho a esa abuela, porque mi favorita, de pequeño, siempre fue la abuela Lola, mi bisabuela, la anciana mujer paciente, capaz, sabia, atenta, en cuya casa en Moratalaz pasé muchos días de mi infancia. Por eso, la abuela María, que me parecía tan rústica y tan andaluza, impetuosa, cabezota y casi sorda, no me gustaba.
Iba siempre con el audífono pitando, que se presionaba con el dedo. Se tiraba sonoros eructos cuando comía. Tenía que ver todos los días los culebrones de la tele después de comer, con volumen bastante alto para poder oír. A mí me alteraba la tranquilidad que siempre he necesitado. No me parecía que tuviera mucho de valioso, no entendía que fuera una persona muy valiosa. A veces, cuando venía de estar en la calle con mi madre o lo que fuera, evitaba hablar con ella o rehuía darle un beso.
Y un día ella, que no era tonta, hizo uso de su autoridad y me echó una breve bronca pero muy eficaz: "¡Ven aquí y dame un beso, que parece que no quieres a tu abuela!"
Me di cuenta de que en ese "parece que no quieres a tu abuela" había una verdad tan honda como el océano. No se podía "no querer" a una abuela. Simplemente, era incuestionable. Era mi origen sanguíneo en estado vivo, mi historia viva, mi linaje, la persona que engendró a mi madre y, por tanto, a mí también. Era como no querer a mi madre. Era la persona que había dado la vida y cuidado a mi madre e, indirectamente, a mí también. O directamente. Me di cuenta de mi idiotez con esa pequeña bronca tan simple y tan sensata. Cuando somos adolescentes, nos tienen que decir las cosas así.
Con esto quiero decir que uno no puede sentir nunca vergüenza ni rechazo a lo que es, a lo que está unido indefectiblemente, a lo que eres sin posibilidad de cuestionamiento alguno. Creo que no querer tú a ciertas partes de tu cuerpo (por culpa mía) es como eso de "parece que no quieres a tu abuela". Te podrán decir lo que quieran, o mirar como quieran, pero ahí siempre tienes un punto de anclaje, que es: "sí, pero esto soy yo". Y eso sí que es único y real (tú, que tanto ensalzas lo real), que así ha sido y no puede cambiar, que por ser nuestro ya es lo mejor del mundo (yo tuve la mejor abuela, me dan igual las demás) y es el lugar que nos pertenece y al que siempre hay que volver."
Al releerlo, veo que sobrevive a mi propia crítica y sigue gustándome. Tiene
algo de poema. Podía haberse hecho en verso, si el autor fuera capaz, con ese
esencial tú lírico que llena de vida el poema, haciendo que la cadena hablada
siga resonando en el infinito como un viejo casette que vuelve a empezar cuando
termina. Esa función apelativa cuando aparece el tú, la lírica del vocativo que
tan bien conocía Pedro Salinas y otros grandes como Pablo Neruda, en Los
versos del capitán, o Miguel Hernández en algunos de sus mejores
poemas, es lo que más vida le da a la monótona retahíla que es un texto
escrito. La primera persona se hunde y tiende a oscurecer. La segunda, hace
salir, va hacia afuera, como aquello de la alteridad en el Eros que explicaba
Byung-Chul Han. Sale a flote, emerge, hace la luz.
Además, tiene la forma de relato
marco. Parece un cuento de El conde Lucanor. Podría haberse hecho
imitándolo, con una "condesa Lucanora" que acude a su consejero
Patronio y éste le responde con la historia de la abuela.
Pero es que es precisamente esa
historia de la abuela lo que todavía cargo como una penosa deuda que deseo, con
gusto, saldar, pues aquellos intervalos de tiempo en los que coincidí con ella
en la juventud yo era ese bobo adolescente al que remito en el citado texto. No
dejo de ser bobo, claro está, pero para otras cosas.
El texto acaba diciendo, aunque
refiriéndose a nuestro cuerpo, que hay algo nuestro que es el lugar que nos
pertenece y al que siempre hay que volver. Hace una semana descubrí ese lugar,
un lugar real, físico, que existe y en el que jamás había estado, pero que
llevo en la sangre sin saberlo, al ser el lugar donde nacieron mi abuela María,
mi abuelo, mi madre y sus hermanos. Toda una mitad de mí estaba profundamente
arraigada a un pueblo andaluz antes de que se trasladaran a Madrid. No lo
conocía y tenía que haber sido mi pueblo. Medio pueblo tiene mi segundo
apellido y el de la abuela. Ha sido una anagnórisis.
Ese pueblo andaluz es Pedroche.
***
1. Vallecas
Llevo varios días sin saber cómo
enfrentarme a la dificultad del claro signo autobiográfico no solamente mío, que
no importaría al ser solamente yo el responsable, sino de varios familiares
míos. Me pretendo eximir de la responsabilidad apelando a la comprensión de
esos familiares y amigos que me lean, ya que en toda esta intrahistoria de Pedroche
hay belleza, destacada precisamente por su autenticidad y, por otra parte, los
hechos que reseñaré a través de la memoria de mi madre ocurrieron hace mucho,
muchísimo tiempo, cuando los que vivieron o testimoniaron los acontecimientos
ni eran los mismos que ahora ni se encontraban en un contexto comparable. Por
todo ello, insisto, no se debe juzgar a nadie, empezando por mí cuando digo que
de joven no apreciaba mucho a mi abuela.
Partiré de ahí, de la visión de
ese joven, urdiendo la trama y no la fábula de esta confusa narración que son
estas memorias.
Muchos fines de semana, no todos,
había que ir a casa de los abuelos. Mis padres, mi hermano y yo nos metíamos en
el Opel Kadett, el más auténtico y memorable coche que nunca tuvo mi padre,
gris, 1.6 de gasolina, matrícula M-9318-JD, sin cinturones de seguridad en los
asientos de atrás, como era lo normal, lo cual era muy cómodo para mi hermano y
para mí. Mi hermano y yo nos llevamos cinco años, siendo él, mayor, una gran
referencia en cuanto a los gustos y la valoración de las cosas. Él es muy
cabal, pero si mostraba algún desprecio por algo -justificado-, yo lo asumía
inmediatamente. Necesitamos referencias cuando somos jóvenes. Por ejemplo,
cuando los vecinos de abajo ponían chirigotas a todo volumen, gritábamos “¡fuleros!”
haciendo bocina con las manos hacia el suelo. Luego descubrí que las chirigotas
tienen unas letras ingeniosísimas y divertidísimas. Quizá era una de las
pequeñas cosas, entre otras, que retrasó mi aprecio del mundo andaluz de joven.
La casa de mis abuelos maternos
estaba en el pueblo de Vallecas, en la antigua Carretera de Villaverde, creo,
que ahora se llama de otra manera. Por esa zona siempre olía raro, un poco mal,
como a alquitrán. A lo mejor también venía algún efluvio de la incineradora de
Valdemingómez. No había mucho interesante allí cerca, sólo pisos medio viejos,
pero una vez que hicimos obra en nuestra casa de Moratalaz y tuvimos que dormir
allí varios días, exploré el centro de Vallecas pueblo y me gustó, con sus muchos
pequeños comercios (ferreterías, zapateros, bares…) y una fantástica iglesia de
ladrillo y piedra, que me impresionó casi treinta años de empezar a estudiar
historia del arte.
Ojalá hubiéramos paseado por allí
más. Siempre nos metíamos en la casa de los abuelos, que estaba muy bien, pero
los niños nos aburríamos un poco. Tampoco hay mucho que hacer ante las volubles
preferencias de los niños. Se les da lo que hay y ya está. El caso es que
subíamos trotando por esas escaleras, la de la izquierda de las dos que había,
que a pesar de que era un piso barato eran de baldosas de piedra muy pulida (derrapaban
las zapatillas J’Hayber). No había ascensor o no lo usábamos nunca. Tampoco hacía
falta, era un segundo piso.
La puerta siempre estaba abierta,
sin vigilancia, antes de que llegásemos. Era una costumbre de mi abuela María: ir
abriendo la puerta desde que llamábamos al telefonillo de abajo. Ahora pienso
que era una bonita muestra de hospitalidad en la recepción, al no hacer llamar
y esperar de nuevo a los invitados ante la puerta. Otra cosa de niños: me gustaba
el pestillo de esa puerta, dorado mate, de forma redondeada, con estrías en
relieve, cuyo muelle interno tenía una tensión agradable al moverlo.
Cada casa tiene un olor peculiar.
La casa de la abuela María olía a casa de la abuela María. Se mezclaba con ese
permanente y tenue olor a alquitrán del barrio. El pasillo de la entrada
desembocaba casi directamente en la sala de estar. Nos recibía la abuela,
porque el abuelo José solía levantarse poco de su sofá en el saloncito. La
casa, por tanto, tenía una distribución en una especie de T: el corto pasillo
de la entrada desembocaba en otro transversal en el que estaban las
habitaciones. En el centro estaba el saloncito con la tele, la mesa redonda y
los dos sofás. A la izquierda, había un dormitorio pequeño, enfrente estaba el
baño, de azulejos blancos con decoraciones azules, de un estilo muy antiguo, y
con un vaso en el lavabo con una terrible dentadura postiza en agua; al final
del ala izquierda, había un dormitorio grande, con una cómoda donde siempre
había cajitas de plástico con pilas de botón para el audífono de la abuela. Los
armarios marrón oscuro y con tiradores redondos me suena que antes estaban en
nuestra casa. Sobre la cama había un crucifijo. Los abuelos, como era frecuente
en nuestros mayores, dormían en habitaciones separadas. A veces la abuela
contaba riéndose que el abuelo fue una noche a su cama a dormir con ella.
Otras, la anécdota era que uno oía al otro, aun durmiendo separados, dar voces
por la noche en sueños. La más famosa era del abuelo José exclamando varias
veces:
-¡¿Treinta mil pesetas?! ¡¿Olivos?!
No sé cuánto costarían los
olivos, pero debía de ser un precio aberrante en la pesadilla del abuelo.
Al otro lado, a la derecha, estaba
la cocina, cuyos azulejos blancos tenían cintitas de plástico que tapaban las
juntas, blancas con estrellitas azules. Las sartenes eran enormes, negras,
profundas. A la abuela le gustaba freír patatas con mucho aceite. Olía muy bien
a comida cuando se ponía a cocinar. Al fondo se pasaba por una puerta de marco
de aluminio a la terraza, que estaba cerrada con ventanas de corredera. También
se corrían ventanas por debajo, a la altura de los tobillos, creo que para
acceder a jardineras para plantas. Allí había un fregadero grande con la parte
ondulada para lavar ropa, la lavadora, la caldera de gas y el pupitre de la
máquina de coser Singer con pedal manual. Cuando nos íbamos de vacaciones, allí
dejábamos nuestros periquitos y nuestra tortuga, que sobrevivían bien, menos
una vez que el abuelo, en un alarde de locura traviesa le abrió la puerta a la
jaula a nuestra mejor periquita (hizo varias puestas de huevos) y la soltó: “¡Hala,
a volar!”. Algún vallecano la recogería y se la quedaría, supongo. También se
modificó el caparazón de nuestra tortuga de Florida cuando la abuela la lavó
insistentemente con jabón de sosa.
Tanto por la terraza como por el
referido pasillo se llegaba al salón, poco amplio, ocupado por una gran mesa de
comedor que dejaba poco sitio para pasar. Las sillas eran muy raras: el cojín
del asiento era muy convexo y con muelles, de manera que al sentarse parecía
uno botar en una pelota. Entre los adornos del mueble, creo que había una
góndola que trajo mi hermano de su viaje de fin de curso a Italia, y el típico gallo
de Portugal que cambiaba de color con el tiempo. También unas grandes figuras
de porcelana de un perro pastor alemán tumbado y una gacela azul. Mi primo
Roberto decía que eran novios, sin que reparásemos en que eran especies
animales diferentes. Me acuerdo bien del perro de cerámica porque jugando, sin
querer, Roberto me dio un golpe en la boca con él y me hizo un poco de sangre.
Pero el lugar más importante era
el saloncito, donde pasábamos más tiempo los abuelos y mi familia. Creo
recordar que debajo de la mesa redonda había un brasero en invierno. La tele siempre
estaba puesta, aunque ninguno le hacíamos caso. Era más interesante el mueble
que había debajo, donde se podía hurgar y ver qué cosas había.
La imagen que mejor tengo fijada del
abuelo José Cobos es la siguiente: sentado en el sofá de la izquierda, con un
pijama y una bata, quizá con las piernas tapadas con alguna manta, con una fisionomía
normal en los ancianos, no gordo pero algo ensanchado. Tenía muy poco pelo y el
que quedaba era gris blanquecino. Los ojos siempre estaban entrecerrados. La
boca tendía a sonreír siempre, aunque era un gesto que diría que es de reírse
de la vida, como si muchas cosas no le importaran ya. Siempre había al lado del
sofá, en el suelo, uno o dos tetrabricks cortados a modo de papeleras, donde
echaba los huesos de aceituna (le gustaban las negras más que las verdes) y las
cáscaras de los altramuces.
Las sensaciones de cuando uno era
niño se guardan muy bien en la memoria. Quizá por lo de la dentadura, el abuelo,
cuando había que darle besos, me mojaba tenuemente la cara de saliva. Me daba
asco, pero la expresión tan bondadosa del abuelo y la felicidad que transmitía
cuando nos daba besos hacían que no le diese importancia. También raspaba el rasurado
de la cara, que, aunque no era un rostro de echar barba, siempre tenía unos
pocos pelos canos de barba de dos o tres días.
La abuela era bajita y también
algo rechoncha. Tenía pelo negro rizado, el rostro enjuto, con los ojos
pequeños, muchas arrugas, pero, al igual que el abuelo, tendía a estar
sonriente más que severa. Se toqueteaba constantemente el audífono que pitaba
al no asentarse bien. Era muy activa mientras no era demasiado vieja, de las de
siempre estar haciendo algo. Cosía, hacía jabón, tenía la casa limpia, iba a
Vallecas a comprar patatas fritas y embutidos y, sobre todo, atendía al abuelo,
aprovisionándolo de buena comida, aceitunas, vino y cerveza. La abuela también bebía
cerveza, con alcohol, pero no pasaba nada. A veces se le escapaban eructos, sin
que tuviera el menor complejo.
Lo más difícil de la abuela era
su carácter testarudo unido a su sordera. Se le podía repetir algo cinco veces
y asentía diciendo otra cosa diferente, como si su facultad verbal auditiva no
se entendiese con la oral. A mí me ponía de los nervios y le repetía lo que
fuese elevando mucho la voz, pero daba igual. La abuela asentía pacientemente.
Era muy curioso el marcado acento
que tenía, con el “salero” de sus modales resolutivos: “¡Déhalo!”, “¡Anda y que
se joa!”. Y la apertura vocálica de su área dialectal, entre el andaluz y el
extremeño: por ejemplo, “seis” era “sáih”.
En esos ratos en su casa, en el saloncito, lo que hacía mi padre es supervisar que tuvieran bien todos los papeles. Traían carpetas azules, de las de cartón con gomas elásticas, y llenaban la mesa de recibos de luz, de agua, de gas y extractos bancarios. Mi padre les explicaba con claridad qué era cada cosa. También les hacía la renta, como con toda la familia y allegados. Puede que no fuera el mejor entretenimiento familiar, pero eso de las cuentas es útil y necesario, sobre todo para quienes no somos hábiles en ese tema.
***
2. Los Cobos Moreno
María Moreno y José Cobos nacieron
ambos en Pedroche, Córdoba. Se conocieron y tuvieron seis hijos, tres varones y
tres mujeres, de los que la penúltima en edad es mi madre. Es curioso, María y José,
como los padres de Cristo. Apenas sabía nada de ellos de su vida anterior a
cuando se vinieron a Madrid. Eran los abuelos que había que visitar un fin de
semana sí otro no, alternando con las abuelas paternas, la abuela y la
bisabuela. Digo abuelas porque no había abuelo. El padre de mi padre, Nicasio,
murió cuando mi padre y mi tío eran niños. Pero ya hablaré en otro momento de
esa rama genética. Haré como el Inca Garcilaso de la Vega en sus Crónicas Reales,
con su noble origen inca y español: reivindicaré mis raíces tanto madrileñas
como cordobesas.
Por eso, por esa nueva era al
instalarse todos en Madrid, la historia cordobesa ha quedado en segundo plano.
Digo “todos” porque ningún hermano de mi madre se quedó en Pedroche, sino que
todos se fueron. Tal era la España de entonces con la falta de sustento económico
en el ámbito rural. Pero lo de Madrid es algo impreciso, porque una hermana, la
tía Carmen, se marchó a Francia, a Burdeos, donde se instaló a raíz de ir a vendimiar,
donde conoció a otro español con el que se casó, el tío Félix. Lamentablemente,
un cáncer se llevó a la tía Carmen hace ya unos años. Era una mujer
generosísima e inteligentísima, quizá la hermana con la que mejor se llevaba mi
madre, sin que se llevase mal con ninguna, claro.
El mayor era, y es, el tío Mariano,
que vive en el barrio de Santa Eugenia y el pobre también está viudo, al haber
fallecido hace tiempo ya la tía Mari. Es muy curiosa la confusión con su
nombre, que intentaré explicar en cuanto me entere mejor, porque se llama
realmente Manuel, pero él quiere llamarse Mariano y todos le conocemos como
Mariano. Creo que en el registro civil le dieron un nombre y en el bautismo
otro, y se quedó con el del bautismo. Se dedicaba a la jardinería y dedicó
mucho tiempo y esfuerzo a cavar y picar. De sus hijos, destacaré al primo Raúl,
muy delgado y vivaz, que me caía muy bien y que tiene un formidable talento
como pintor. Recuerdo que en Santa Eugenia le llamaron “El Bosco” y que ilustró
algún muro por encargo público. Si no es verdad y me estoy confundiendo, tampoco viene mal que se divulgue esta leyenda.
La tía Alfonsa vive en Alcalá de
Henares felizmente con su marido y también tiene hijos y nietos. A esos primos
los veía algo menos, pero también eran estupendos. Mi madre sigue teniendo una
estrecha relación con ella, llamándose frecuentemente. Me parece que en este
caso también había algún lío con el nombre, pues cuando eran jóvenes mi madre,
Francisca, y ella, Alfonsa, no percibían que fueran nombres muy bonitos o
elegantes para darse a conocer, de modo que la Alfonsa decía llamarse Susana,
que era el nombre que le gustaba, mientras que mi madre, sin transgredir su
verdadera identidad, se quedó con el hipocorístico de Paquita, hasta el día de
hoy. La tía Carmen, por cierto, no tenía ese problema, al gustarle su nombre.
El tío Miguel se dedicó a llevar
el negocio de una bodega. Es de aspecto más delgado o menos robusto que los
otros dos hermanos varones y, tengo que decir, al que más he sabido apreciar,
sobre todo tras el viaje que relataré a continuación. Es un hombre de aspecto
muy afable, sabio, sensato, atento, de buenos modales, de claro y melifluo discurso
cuando habla, como el anciano aqueo Néstor en La Ilíada. Trabajó con diligencia
en su bodega pero, curiosamente, fueron unas máquinas tragaperras en su local lo
que le dio cuantiosos beneficios, que le llevaron a él y a su mujer la tía Dori
a poder vivir bien y sacar adelante a sus hijos, el primo Miguel Ángel y la
prima Carina, majísimos y cada uno bien casado con una consorte estupenda, que
tendrán su protagonismo en el siguiente capítulo.
Es comprometido reseñar aquí al
hermano más joven, el tío José, pues, sin llevarse mal con mi madre, sí que lo
estaba con mi padre, desde el día de la boda de mis padres e incluso antes. No
es ningún secreto, todos sabemos que el tío José ha tenido siempre problemas
con el alcohol y el estilo de vida que se forja en torno a él. El hombre es
amable y cariñoso, y me caían muy bien sus hijos, mis primos Roberto y Susana,
con quienes jugaba de pequeño en casa de los abuelos, pero el cisma que existe
entre el tío y mi padre es irreparable. En todas las familias hay cismas de
este tipo, con mayor o menor justificación. En nuestro caso, aparte del dinero
que le sacaba a la abuela para alcohol y tabaco, queda constancia de las
molestias que le causó a mi padre en estado ebrio, que no referiré aquí.
De mi madre tampoco daré muchos
detalles, salvo que se vino a Madrid con sus padres, los abuelos, y trabajó un
tiempo como ayudante en una farmacia. Por mediación de las madres y las
abuelas, que antes ayudaban en eso, conoció a mi padre, que por entonces ya
trabajaba de botones en un banco y hacía la mili. Se afincaron en Moratalaz, que
era entonces un barrio medio periférico donde se podía comprar un piso a precio
normal, y donde se trasladó también mi bisabuela Lola, de quien he hablado en
el capítulo que trata de dicho barrio de mi juventud.
Así que, como decía, a casa de
los abuelos María y José venían a veces alguno de estos hermanos de mi madre,
con cuyos hijos holgábamos mi hermano y yo. La prima Susana era guapísima y lo
sigue siendo, aparte de amable y cariñosa. Roberto, bastante más alto que yo,
también era un excelente compañero de juegos y conversaciones en aquellos
ratos. Los menciono porque las últimas veces que los vi fueron en los entierros
de los abuelos, primero uno y luego otro. Decía Susana:
- Es una verdadera lástima que
cuando nos tengamos que ver la familia sea en esta situación.
Primero falleció el abuelo. Fue muy
pronto, todavía en esa época de cuando yo tenía trece o catorce años como
mucho. El abuelo tenía cáncer, creo que de pulmón; quizá fumaba de joven. Por
eso tenía tan poco pelo, por la quimioterapia. Recuerdo que me pasó de joven
algo que me dio cierto estremecimiento cuando me lo creí: la última vez que le
cogí de la mano al abuelo, la noté extremadamente delicada, pesada, blanda, de
piel finísima y muy suave. Era algo estrambótico o grotesco, porque era una
sensación agradable, al dar ganas de sostener esa mano un poco más. Pero se
sentía algo inquietante así. Luego llegó la noticia de que el abuelo se había
ido.
Lo mismo me pasó con la abuela
Lola, mi bisabuela. Las manos suaves. Aquello me pilló en mi época del
instituto, no recuerdo en qué año, con toda la sensibilidad de la adolescencia,
que me hizo sufrir amargamente unos días.
Y a la abuela María pude
estrecharle las manos también. Estuvo ella ingresada un tiempo en el hospital,
no sé si fue en esas vísperas de su marcha o a raíz de alguna recaída anterior.
Mi madre iba mucho a verla, naturalmente, y mi padre allí estaba. La habitación
era para dos enfermos, como suelen serlo en los hospitales de la sanidad pública,
y mi padre le daba de comer un yogur cucharada a cucharada a otra vieja que
allí estaba, muy amable. Creo que ver a mi padre dando de comer a una vieja
desconocida así, como a un niño, me marcó también.
Esa vez era la abuela María la
que me apretaba las manos y no me soltaba. Me tuvo así un buen rato. Eran
también unas manos demasiado ancianas ya, con la piel como una finísima película
traslúcida. Hace poco, estudiando arte, he visto que para la pintura al temple usaban
yemas de huevo y tenían que quitarle a la yema una fina membrana que tiene.
Esas manos eran así de delicadas. Tiempo después vi que el escritor Noah Gordon
en la novela El médico atribuyó a su protagonista una facultad similar,
premonitoria de la muerte, al tomar las manos de los enfermos.
En el velatorio, hice algo que
nunca antes había hecho, que fue doblar la esquina de la sala para ver el
cuerpo tras la mampara de cristal. Allí estaba la abuela, y era ella pero no
era ella. Parecía más pequeña. La cara estaba como encogida, aunque el pelo encrespado
seguía igual. Daba vértigo ver sin vida a quien había sido tan resuelta y
vigorosa.
Se fue, sin yo saberlo entonces,
una fuente de conocimiento infinito, sin mencionar lo indispensable del amor de
abuelos, de dos generaciones de distancia. Todo lo que queda de ella está en mi
madre, sobre todo; también en sus hermanos, pero es de mi madre de quien he de
saber cómo era el mundo entonces, en otra época y en otro lugar.
3. Viaje a Pedroche
Era un fin de semana muy
lluvioso, pero mi primo Miguel Ángel ya tenía reservada la casa rural, que
además había sido bastante cara. No convenía cancelarla. Además, las decisiones
se toman o no se toman: ese fin de semana Miguel Ángel había decidido regalarle
a sus padres y sus familiares un fin de semana en el pueblo. La lluvia, hecho
casi milagroso en España, no podía ser un impedimento.
Pero el caso es que llovía, en
mayor o menor medida, por todas partes. A ello se sumó otro imprevisto que fue
que los hijos de su hermana, Carina, y su cuñado, Ángel, tenían mejores planes
y habían decidido no venir. Pero gracias a eso sobraban dos plazas en la casa y
nos invitaron a mi madre y a mí. Seguramente los chicos lo habrían pasado bien,
pero la ocurrencia de invitar a mi madre fue inmejorable, por lo mucho que lo iba
a disfrutar ella, cosa que le agradecemos al primo infinitamente.
De manera que, aquel sábado por
la mañana, creo que 29 de septiembre, salía yo de Madrid por la A-4, Córdoba,
con el asiento del acompañante de mi coche ocupado por una mujer con la que muy
pocas veces he ido de viaje: mi madre. Era una sensación ambivalente de rareza
y normalidad, pues estar con mi madre al lado es como estar en casa de mis
padres, bajo su tutela, que no es que sea ninguna limitación de libertad en
sentido estricto, sino la forma en que se amolda mi cerebro a las
circunstancias de lo siempre conocido. Es sabido por todos, o admitido, que los
polluelos tienen que abandonar el nido. Pero esa ley de vida obedece al
imperativo de que esos pollos vueltos ya pájaros hagan otros nidos para poner
huevos. Como no ha sido mi caso, sigo teniendo a los padres muy presentes, sigo
sin irme del todo del nido, como esas golondrinas que ya vuelan y van y vienen
de su nido de barro.
Las golondrinas me recuerdan a un
pasaje de mis recuerdos de la abuela María que debo mencionar, que estuve
recordando varias veces en este viaje. Quienes me conocen saben que tengo un
importante vínculo con un pueblo del Pirineo aragonés llamado Torla, que hace
unos años renombraron como Torla-Ordesa, por el famoso Parque Nacional al que
da entrada. Mis padres ya iban de jóvenes a ese sitio cuando todavía estaban
solteros, cuando eran atrevidos alpinistas. Les encantaba ese lugar, hasta el
punto de bautizarme allí. Todas las Navidades las pasábamos allí alquilando
alguna casa, incluso a veces íbamos en verano. Fue un verano cuando nos
llevamos a la abuela María con nosotros, siendo yo un adolescente, con la actitud
deplorable que tenía yo, que expliqué al principio. Por ejemplo, al verme la
abuela buscar entre la maleza del suelo en Ordesa, dijo:
- ¿Qué buscas? ¿Espárragos?
- ¡No! ¡Fresas silvestres! -exclamé
yo escandalizado, como si me hubiera dicho pepinos o berenjenas, por ser algo
inconcebible a los pies de hayas y abetos.
Pero lo cierto era que yo tenía
tan poca idea de espárragos como la pobre abuela de hayedos pirenaicos.
El caso es que, otro día, esas
vacaciones, encontré una golondrina. Estábamos en otro pueblo conocido, Fiscal.
La abuela me había preguntado varias veces cómo se llamaba ese pueblo en el que
estábamos. Yo se lo dije muchas veces; tan alto, las últimas, que casi le
grité, pero no era capaz de entender esas dos sílabas. El polluelo de golondrina
me cambió los ánimos. Fue uno de los pocos pájaros que me sobrevivieron. Aquellas
semanas de verano, en compañía de la abuela, que llegó a caminar seis horas (“sáih”)
por Ordesa, me lo pasé cazando moscas y saltamontes y dándoselas a la
golondrina, que llevaba yo siempre bajo el brazo en un sombrero de pesca lleno de
servilletas. La gente se admiraba de ver mi nido portátil con la cabecita del
ave asomando, al no escaparse. Pero, el último día, antes de volver a Madrid,
no sabiendo yo qué hacer con ella, tomó ella sola la decisión y se escapó del
sombrero. Voló como un cohete por encima de la casa de información de la
pradera de Ordesa. Hoy me alegro muchísimo no solamente del buen final de la golondrina,
sino de que la abuela presenciase todo aquello.
Ya he arrancado a escribir,
recordando ese túnel temporal de un pasado y otro, sin importar el presente.
Como decía Luis Landero en El huerto de Emerson: “Cuando uno no sabe qué
escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se
embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir,
siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos”.
El limpiaparabrisas había que ponerlo
al máximo a veces, cuando la lluvia se volvía torrencial. Mi madre no dejaba el
móvil: ya fuera para escribir mensajes a Carina, para llamarla, para llamar a alguna
prima del pueblo o para buscar pisos en Madrid en los que supuestamente yo
podría estar interesado. Es cierto que no estoy muy bien en mi pequeño piso de
Usera, pero me da pereza cambiarme.
A medida que avanzábamos, iba
lloviendo menos. Castilla-La Mancha y el sur son así, siempre secos. Al sur
siempre le toca menos. Como decía un amigo, “el sur siempre pierde”. Es llano,
sin montañas, salvo por suaves colinas. Pero el paisaje llano tiene algo
amable, de apacible, no como las escarpadas montañas que tienden a sugerir
poder o grandeza. Los paisajes llanos tienen algo de maternal, de principio
femenino, rasgo que a mi juicio comparte también el mar. Mi viejo profesor ya
jubilado pinta paisajes manchegos y del mar, precisamente. En su soledad
también busca un alma femenina que le acoja. En mi caso, la correspondencia
sigue también ese patrón: mi padre, montañas, afán por Ordesa; mi madre, colinas
suaves, raíces en Pedroche. Raíces de olivo y de encina.
No había que llegar a Córdoba,
sino desviarse mucho antes. Pedroche no tiene nada que ver con Córdoba, está
muy al norte, es casi Ciudad Real. Por eso no hay carreteras importantes para
llegar, sino largas y estrechas carreteras comarcales. Una de las ciudades
grandes que hay es Puertollano. Hicimos cábalas mi madre y yo sobre de qué
podían ser esas instalaciones abandonadas de minería. Mi madre se acordaba de
que, de pequeña, con sus hermanos, encontraba fácilmente mercurio en la tierra,
en un lugar. Siempre le causó preocupación que accidentalmente ingiriera un
poco, pero no le pasó nada. Entonces, yo propuse que el mineral que extraían podía
ser cinabrio. Pero mi madre echó mano al móvil y confirmó que se trataba de
carbón. De nuevo me supe un inculto, al creer que sólo había carbón en
Asturias. De todos modos, lo del cinabrio no estaba lejos, en Almadén.
Ya no llovía. El cielo era una
gran gasa gris con hendiduras de luz blanca del sol de las dos de la tarde. Por
fin apareció la ancha colina de casas blancas y pardas, rematada en su punto
más alto por una torre que a lo lejos parecía esbelta como una aguja. A pesar
de llevar puesta la calefacción del coche, aproximándome a ese cerro por la
estrecha carretera, sentí un tenue escalofrío: de ahí venía yo, de ahí viene mi
carne y mis huesos. De esa colina sola y coronada de una monumental iglesia
entre vastas llanuras de encinas y olivos.
Habíamos llegado a Pedroche.
Quizá venga al caso este
fragmento de poema de Juan Ramón Jiménez, el XXXV de Diario de un poeta
reciencasado (1916). Su arraigo con Moguer, con su origen andaluz (Huelva,
en su caso), me hace comprender mejor el mío, como si pudiese intuir los
recuerdos de mi madre:
[…]
—Me acuerdo de la tierra,
que, ajena, era de uno,
al pasarla en la noche de los
trenes,
por los lugares mismos y a las
horas
de otros años…
—Madre lejana,
tierra dormida,
de brazos firmes y constantes,
de igual regazo quieto,
—tumba de vida eterna
con el mismo ornamento renovado—;
¡tierra madre, que siempre
aguardas en tu sola
verdad el mirar triste
de los errantes ojos!—
…Me acuerdo de la
tierra
—los olivares a la madrugada—
firme frente a la luna
blanca, rosada o amarilla,
esperando retornos y retornos
de los que, sin ser suyos ni sus dueños,
la amaron y la amaron…
“La tierra que, ajena, era de uno”, “esperando retornos y
retornos”… Ese poema no deja de impactarme. Quizá deba intentar, una vez más, desenredar
el nudo gordiano de Juan Ramón, eterno adversario que no me lo pone nada fácil.
***
Nos reunimos todos en la casa que
había alquilado el primo Miguel Ángel, saludándonos, casi presentándonos, pues
yo no conocía o no recordaba a algunos: Marihen (María Henar), la pareja del
primo, mujer pequeña y refinada, cuya inteligencia, diligencia y raciocinio, y
quizá temperamento, se percibían en sus actos; sí recordaba a la prima Carina,
siempre amable, que tan buen concepto de mí tiene, que tan bien se lleva con mi
madre. A su marido, Ángel, hacía mucho que no lo veía, pero es un hombre de lo
más abierto y sociable, de gran entendimiento y discreto en todos los ámbitos,
de este tipo de personas que, sin haberse sumergido en los ásperos estudios
académicos, sabe un poco de todo y puede hablar de todo.
Los que nos alquilaban la casa,
dos hombres, aunque era uno el que hablaba, nos explicaron algunos detalles
importantes, sobre todo acerca de la chimenea, que hacía funcionar la
calefacción. No me convencía ese tema, que parecía muy económico, pero que
implicaba estar como fogoneros manteniendo el fuego. Le pregunté si también
tenía que haber fuego para ducharse con agua caliente, a lo que el hombre, que
no dejaba de hablar y ya me miraba con cierta molestia ante mi necesidad de
preguntar, se rio como si hubiera preguntado algo absurdo.
—No, por supuesto que no— decía.
Este hombre, el arrendatario, era
relativamente alto, de poco más de cuarenta años, de buen talle, con cuidada y
recortada barba negra, rostro que emanaba amabilidad comercial y ojos redondos
y vivaces. Vestía al estilo rural, con camisa a cuadros y gorra de paño, pero
se notaba que era ropa nueva. Su compañero, retraído, tenía el mismo estilo.
Como si fueran parte del decorado de la casa.
Ángel admiraba todo cuanto había
allí, las vigas de madera de hace siglos, el patio interior, la chimenea, todo ciertamente
muy bonito y bastante bien pensado en muchos casos, aunque en algún punto fuera
más bonito que práctico.
—Me encanta—, decía Ángel, en cuanto al fregadero, tallado
en granito o reciclado de enseres agropecuarios. A mí también, pero pensé lo
difícil que sería de lavar eso.
También afirmó que “qué bonito” que los arrendatarios de la
casa fueran homosexuales, pues así se habían presentado al principio, como
pareja sentimental. En principio, está muy bien. Uno de nosotros, no obstante, tuvo la valía de expresar desagrado de
tener que saber ese dato, innecesario, pero ya al día siguiente, tras habernos
comido varias humaredas de la chimenea, cuyo tiro no iba bien; al haber tenido
dos o tres goteras en la casa, una de ellas con necesidad de poner un cubo de
agua debajo, y algún que otro incordio, con lo que tras el exorbitante precio
pagado por la casa no era bien recibido que pretendieran caer bien por ser una
pareja moderna. Aprovechaban que no había apenas casas rurales en el pueblo y
el reclamo de la decoración rústica. Que unos desconocidos que nos han sableado
con una casa con goteras nos hagan constar que tienen una relación erótica, que
es lo que sugiere inmediatamente el mundo gay, puede instigar un rechazo como
contrapartida, en tales circunstancias.
Dicho esto, con lo juicioso que es el lector o lectora
actual, queda ya pobremente dispuesta la descripción de la amabilísima y
bellísima camarera del restaurante donde comimos, llamado “La Fachá”. Me
gustaría poder loar esos grandes ojos azules, que tanto resaltan en estos
tiempos de pánico sanitario al tener que ocultar la mitad inferior del rostro,
pero que en ese caso engrandecen la mirada y estimulan la imaginación al pensar
cómo será la boca. Esos ojos, tan limpios, tan puros, de mirada cristalina en
aterciopelado halo de pestañas, no sé por qué contrastan con el acento andaluz
de la voz, como si de pronto uno bajase a la tierra, sin dejar de contemplar el
cielo. Quizá porque son tales rasgos más propios de la ficción o la literatura,
donde no hay acento cordobés; el caso es que la joven nos atendió
estupendamente, muy amable y atenta. El joven mancebo que estaba en la barra,
también amable, seguramente sería su consorte. De todas formas, no me faltó
ninguna compañía femenina, pues a un lado tenía a mi madre, que, siendo
objetivos, es la mujer que mayor bien nos hace; al otro lado tenía a Marihen,
con quien sostuve una fructífera conversación.
Amainó la lluvia, temporalmente, como comprobaríamos
después, con lo que fuimos a ver el pueblo. Yo había mirado uno de los folletos
turísticos de la casa rural y tenía pensado más o menos el camino, con la ayuda
del móvil, pero era más emocionante dejar guiar al tío Miguel, con su memoria,
con el paisaje fosilizado desde la niñez y las muy ocasionales visitas. Iba
delante de la comitiva que éramos, señalando, guiando, con su pequeño y delgado
cuerpo a grandes pasos.
Sí, sin duda es infinitamente mejor guiarse por nuestros
mayores, que están reviviendo al visualizar sus vivencias del pasado, que están
en un emotivo momento de reconocimiento de lo que es ahora comparado con lo que
era antes, buscando lo que permanece, el camino, la disposición de las casas y
de las calles, lo que ha perdurado tantos años después, visto a través de la
vaga bruma de los recuerdos.
El destinatario de aquel regalo de Miguel Ángel fue,
indudablemente, el tío Miguel, su padre, que disfrutó enormemente de aquello.
Contaba cosas que nadie puede saber, ni Google, ni los panfletos turísticos, ni
los guías turísticos: un edificio, en su planta baja, era el calabozo —las
ventanas aún tenían las rejas, aunque muchas otras casas también tenían—, otro,
que hacía esquina con una calle que bajaba, era la escuela; también nos
ilustraría de lo referente a nuestra familia: el edificio en cuya planta baja
estaban la peluquería, a un lado, en donde trabajaba nuestro abuelo; y el
casino (prácticamente un bar) al otro, en donde el abuelo se gastaba el dinero
y mataba el tiempo. Ese edificio era ya una vivienda, sin que quedara rastro de
los antiguos establecimientos.
Las casas, mayoritariamente, eran blancas, de una o dos
plantas, a veces con zócalo de pintura gris o de granito, con tejados a dos
aguas de escasa pendiente y con tejas que, según su antigüedad, iban del marrón
verdoso al ocre anaranjado. En las fachadas blancas, a veces de otros colores o
de ladrillo o, más escasamente, de mampostería, destacaban los dinteles de
granito en puertas y ventanas. El granito era el gran protagonista en Pedroche.
Abundaba por la zona, pero dicen que no se hizo más famoso porque tenía algunas
manchas negruzcas en algunos cortes. Ángel me lo hizo ver en algún poyete de
algún monumento, pero la mayoría de las superficies de granito eran perfectas.
Así, las casas daban aspecto de solidez y calidad con sus marcos de piedra en sus
puertas y cuadradas ventanas. Algunas más pobres imitaban este estilo con pintura
gris en esos marcos, o tal vez los propietarios se habían cansado del granito y
decidieron pintarlo.
El corazón de Pedroche es su iglesia, también de granito y
de blanco. Fue una primera aproximación, porque más tarde la veríamos atendidos
por la guía turística. La rodeamos, admirando su torre, cuyos rasgos
arquitectónicos se me escapaban al no haber estudiado más que Románico y
Gótico, y esa torre era posterior. Nos extrañaron unos enormes contrafuertes en
el lado sur de la nave, en una calle en pendiente, que parecían de una gran
construcción anterior, pero que luego veríamos que esa construcción no llegó a
realizarse, sino que se dejó a medias. Cuando la guía del
Ayuntamiento de Pedroche, nos explicó la iglesia, supe que era de época de los
Reyes Católicos, de 1478 o 79, anterior a la conquista de Granada, de estilo
gótico mudéjar. Pero la torre, que tanto me llamó la atención, es renacentista,
iniciada en 1524 por Hernán Ruiz el Viejo y continuada por su hijo, más famoso,
Hernán Ruiz II el Joven, que construyó la Giralda, entre otras cosas. En otro
lugar ya escribí lo curioso de la composición de esta torre en cuatro cuerpos,
la base cuadrangular, el siguiente octogonal, el campanario también
cuadrangular pero de menor base y, sobre éste, uno circular con cubierta
cónica. Me recuerda a las descripciones del Faro de Alejandría, aunque esta
torre dispone de un cuerpo más, el del campanario. Merece la pena verla por
dentro, por las fantásticas escaleras y las cúpulas de ladrillo entre los
pisos. Y, sin duda, por las vistas de todo Pedroche, sus campos y la sierra,
todo muy difícil de repetir con lo especial de aquel día nublado.
En el lado norte de la nave nos confirmó el tío Miguel quién
era nuestro bisabuelo. Mi madre sabía de la existencia de esa ostentosa placa,
que llevaba ahí toda la vida, pero no le habría extrañado, decía, que la
hubiesen quitado. Era la típica lista de “caídos por Dios y por España” en
1936, que los vencedores de aquella guerra instalaron en las fachadas de muchas
iglesias españolas, y que los gobiernos actuales tienden a eliminar.
—La historia no se puede borrar— decía Marihen, con
conocimiento, pues es licenciada en Historia.
Entiendo lo que quería decir, que los hechos acaecidos
fueron reales, que ocurrió lo que ocurrió, que a nuestro bisabuelo Mariano
Cobos Almagro lo asesinaron los republicanos y nunca se encontró el cadáver,
pero, lamentablemente, la historia sí se puede borrar. Los egipcios y los mesopotámicos
ya lo hacían, la damnatio memoriae, horadando con cinceles los nombres y
los datos de aquellos reyes o reinas cuyos sucesores no quisieran que fuesen
recordados, hasta llegar a regímenes como el comunismo o el fascismo, que hacían con la
historia lo que querían (o le convenían). Los políticos, quienes detentan el
poder, disponen de él para consolidar su posición mediante la ideología que les
ha llevado hasta ahí, que precisa de ser convincente y persuadir a cuantos más
votantes o militantes pueda, y para ello ha de borrar, ha de poner su huella
encima. El Führer emprendió la Kulturkampf en Polonia, borrando el nacionalismo
polaco; en España se va dando algo parecido en algunas regiones que renuncian a
su pasado común (y presente) con el resto de españoles, y así innumerables
ejemplos. Marihen dirá que la historia siempre saldrá a la luz, pero sospecho
que no, que a veces la hacen desaparecer.
Sí, se puede borrar, aunque no desaparezca inmediatamente
porque habrá una o dos generaciones de personas que recordarán la verdad de lo ocurrido. Los
abuelos ya murieron hace mucho y ellos conocieron de primera mano la Guerra
Civil. Mi madre y el tío Miguel recuerdan muchas historias que les contaron,
pero no es lo mismo, y las generaciones que quedaremos nada más que habremos
oído alguna información vaga e imprecisa. Lo poco que recuerdo yo, por ejemplo,
de eso, es que el abuelo José Cobos se pasó a los republicanos, con los que
estuvo bastante tiempo, hasta que se vaticinó el final de la guerra a favor de
los nacionales y el abuelo José se vio de nuevo empujado a cambiar de bando. O
no sé si le prendieron o se entregó. En todo caso, al regresar al pueblo, era
muy sospechoso o se sabía que había estado con “los rojos”. Pero era del
pueblo. Algunos testificaron a su favor, demostrándose que había sido monaguillo
de la iglesia, la misma ante la cual estábamos, y que era hijo de Mariano Cobos
Almagro, asesinado por los rojos en el 36. Y así se salvó, continuó su vida de
peluquero, frecuentó el casino, tuvo sus ligues por aquí y por allá —parece ser
que hasta tuvo algo en Madrid, pero la abuela María dictó una carta a alguien
que sabía escribir y le hizo volver, pues estaba embarazada— y, tras el primer
hijo, Mariano o Manuel, a cuya confusión de nombres ya aludí, fueron viniendo
otros cinco, que fueron a la escuela y crecieron bastante sanos y felices, gracias
al constante y perseverante trabajo de la abuela María, limpiando casas de los
ricos, y del sustento también aportado por el abuelo José.
Así que esa placa con esa lista de nombres permanece a día
de hoy, pues es gente del pueblo, gente que vivió y murió en un hecho histórico
importante. A los muertos hay que dejarlos en paz. Soy de los que creen que
habría estado bien que dejasen quieto a Franco, por muchos crímenes que cometiera, en el Valle de los Caídos, no
por que fuera honrado más allí, sino por la publicidad que se le dio en la
exhumación y lo provocador de aquel acto, buscando discordia. Muchos habrá que
quieran dinamitar el conjunto monumental, como dinamitaron los republicanos la
Cámara Santa de la Catedral de Oviedo. El patrimonio histórico y artístico lo
es y seguirá siendo aunque el signo político que implique no sea el que nos
guste, y destruir el patrimonio es cosa de bárbaros o subnormales.
Junto a esta gran iglesia, la de El Salvador, hay otra más pequeña,
en lo alto de la cuesta, subida en unas rocas. Es la Ermita de Santa María del
Castillo. Se llama así porque en ese lugar hubo en la Edad Media un castillo,
originario de época árabe, pero que pasa a manos cristianas, como toda la
villa, en 1155 con Alfonso VII y definitivamente en 1236 con Fernando III el
Santo. El castillo estuvo ahí hasta 1478, cuando en un levantamiento popular,
los pedrocheños, hartos de que la villa fuera objeto de disputa entre los
partidarios de Isabel la Católica y de Juana la Beltraneja, decidieron
destruirlo. En su lugar levantaron esa ermita, sobre los zócalos del castillo,
de los que aún se percibe algún resto de mampostería. En Pedroche todavía se percibe
cierto orgullo de ese pronunciamiento, sin echar de menos el castillo, símbolo
de la sumisión del pueblo a los codiciosos señores feudales. La ermita, mucho
más humilde, con una sencilla espadaña, de una nave y con el presbiterio más
bajo, dada la dificultad del suelo, es bien querida por las gentes. El tío
Miguel contaba la anécdota de que, durante su juventud, esa iglesia era también
un cine, el único cine de que contaba el pueblo, fantástico lugar de ocio para todos
los que no habían visto apenas películas. Hace pensar en una versión española
de Cinema Paradiso, pero en un pueblo andaluz en vez de en uno italiano.
Otro lugar precioso e interesante fue el Convento de La
Concepción, donde está la oficina de turismo, que fue donde conocimos a Visi,
la guía. También es de 1524 y hubo monjas hasta hace poco, hasta 1998. Eran de
clausura, creo que originalmente clarisas; hubo unas treinta. Antes, se cree que el
lugar había sido una mezquita, y que se alternaron los cultos cristianos e
islámicos varias veces. De aquella alternancia, quizá convivencia, queda de
testigo el yamur, el eje con tres esferas que representa los tres mundos del
Islam, pero al que se ha incorporado una cruz. No habría tanto rechazo a lo musulmán
si mantuvieron esa síntesis de símbolos religiosos en el tejado del convento. En literatura medieval, en los romances del siglo XV, se conoce el fenómeno como "maurofilia", por la visión simpática del moro, que sería imposible si fuera un despiadado enemigo.
Lo que resulta más increíblemente bonito, del convento, es
el patio que se ofrece nada más entrar, repleto de macetas con flores y plantas
de espléndida diversidad. Suscita vida, fertilidad, no sólo natural, sino lo
que está vivo por estar cuidado; todas esas plantas son la antítesis del
abandono, al estar tan bien cuidadas y regadas. Uno llega y se siente acogido
al ver tanto cuidado, en un entorno así, limpio, ordenado, donde ese exceso de macetas
está dispuesto con discreción y sabiduría. El suelo empedrado, la galería porticada
con arcos de medio punto, el contraste entre los ladrillos de los arcos, las
columnas de granito y las paredes blancas, las tejas de distintos tonos ocres y
pardos, que dejan ver lo antiguo, sencillo y de buen gusto que es el conjunto,
como bien debieron saber quienes lo construyeron, hacen que la vida que rebosan
las macetas parezca que lleva ahí desde siempre. Igual que en los antiguos
templos clásicos las vestales mantenían vivo un fuego que nunca debía apagarse,
las plantas cumplen esa misma función sagrada.
Recuerdo lo profundo que hay en la etimología de la palabra “cuidado”,
que viene de ‘cogitare’, ‘pensar’ en latín. Esa conexión entre lo que se mantiene
vivo, limpio, puro o bien dispuesto y lo que se piensa hace asomarse a un
abismo de simbolismo. Lo que está cuidado está pensado. También se decía a las
preocupaciones “cuitas” en el español de hace unos siglos. Atender las
preocupaciones, los pensamientos que necesitan atención, es cuidar. De manera
que un patio así, con tal floresta de plantas y flores, con tanta historia
encarnada en esas piedras, tejas y ladrillos, donde hasta emana paz esa síntesis
de cristianismo y del islam en el yamur, parece el arquetipo de un remanso de paz y de
belleza.
Hay otro patio detrás, reconstruido, que no conserva prácticamente
nada de lo que fue. Tenía un coro alto y otro bajo, que debieron derrumbarse o
ser derrumbados. Había cocina y comedores. Había dependencias donde las monjas
elaboraban cal, jabón y todo lo que los medios las permitiesen. Tenían un
huerto, hacían matanza. No debía de ser una mala vida.
Pedroche respiraba historia por sus cuatro costados. No
solamente es testimonio de ella mediante sus obras arquitectónicas, sino por un
nutrido grupo de personajes ilustres en la colonización de América, como, por
citar algunos, fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de Bogotá, don Pedro
Moya Contreras, virrey de Méjico, y Juan de Pedroche, que se casó con la
princesa inca Chimpu Ocllo, madre del Inca Garcilaso de la Vega, y otros
exploradores y misioneros. Hasta en época musulmana, que también es historia de
nuestro país, había pedrocheños de renombre, como Abu Hafs al-Balluti que, como
dice una placa, “participó en el motín del arrabal en Córdoba en el año 818”,
siendo el fundador de un emirato independiente en la isla de Creta. De modo que
algunos cretenses descienden de cordobeses.
Tiendo a pensar que había un sentimiento hispánico o ibérico
entre moros y cristianos en la Edad Media, es decir, que eran menos vistos como
extranjeros unos y otros, aunque fueran de distintas confesiones religiosas,
que otros de fuera de la península Ibérica de la misma religión. En la famosa
expedición de Roldán, en la que los franceses pretendían incorporar España al
imperio carolingio en el siglo IX, no dudaron vascones y musulmanes en expulsar
al invasor más o menos conjuntamente.
El cementerio era un antiguo convento franciscano, llamado
de Nuestra Señora del Socorro, construido en 1510. No queda nada, sino la
disposición de sus muros, aprovechados como tapia del cementerio, y un par de
escudos de armas, el de la familia de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran
Capitán, y el de los franciscanos. A pesar de su importancia, fue condenado a
su destrucción con la desamortización de Mendizábal, que junto con la de Madoz
fue un hecho tan destructivo para el patrimonio artístico-religioso como la invasión
napoleónica o la Guerra Civil. No hay ruinas de monasterios que no sean debidas
a una de esas tres causas.
Allí nos cayó una buena tromba de agua. Llovió con fuerza, haciéndonos
buscar aleros sobre los paneles de nichos. Había muchos apellidos Cobos y
Moreno, como mis abuelos, aunque ellos no están enterrados allí, sino en
Vallecas. Había también muchos otros, como Romero, Almagro (como el bisabuelo y
el enemigo de Pizarro en Perú), Obejo (con b) y Manosalbas, también con b,
cuando yo había visto ese apellido en una alumna colombiana, pero con v. Quizá
descendiera de aquellos exploradores pedrocheños.
Los paraguas nos protegían las cabezas, pero no las piernas.
Siempre es asqueroso un pantalón mojado, sobre todo los vaqueros. También los
pies chapoteaban en agua en los zapatos. No sé cómo aguantaba el tío Miguel,
que tan frágil parece; quizá le impelía el entusiasmo. Cuando nos reunimos de
nuevo, tras habernos dispersado por el cementerio, yo no sé qué tumbas de
familiares o conocidos habían visto. Me perdí ese momento.
Más tarde o antes, ya no sitúo bien el orden de los acontecimientos,
me ofrecieron Carina, Ángel y Miguel Ángel, me parece, ir a tomar algo con
ellos a un bar, un rato, mientras mi madre, el tío Miguel y la tía Dori seguían
yendo a saludar a familiares. Se enojaron los de mi edad entre risas cuando
decidí ir con mi madre, por muy atractivo que fuese ir a tomar algo.
Así, esta vez no me perdí la visita a un lugar
importantísimo, aparte de ver, un poco apartado por timidez, al tío Miguel
saludarse y abrazarse con primos que no veía desde hacía mucho. El lugar al que
íbamos era la casa en la que vivió mi madre de pequeña: las llamadas “casas
baratas”, en una calle algo apartada. Se llamaban así porque supuestamente eran
baratas cuando las construyó el ayuntamiento para dar cabida a quienes más las
necesitaban. Hoy en día es inconcebible que algo barato sea así, pues tanto degradan
las calidades para seguir ganando quienes las construyen. Las “casas baratas”
estaban bien hechas, con el mismo estilo de puertas y ventanas adinteladas con
granito, zócalos y paredes blancas. Por dentro, cuando vi alguna, tenían el
pasillo, que las cruzaba desde la puerta hasta el patio trasero (también tenían
patio privado detrás), hasta arcos de medio punto y bóvedas casi de arista,
pues no llegaban a cruzarse las aristas que arrancaban de la imposta de los
arcos. ¿Cabe plantearse hoy en día una construcción barata así? Todo se hacía
increíblemente mejor antes.
El tío Miguel se quedó hablando con un familiar o conocido
en un portal, donde luego pasé y pude ver esas casas con detalle. Pero,
mientras tanto, mi madre buscaba la suya, aquella en la que vivió su juventud. Había
un coche algo antiguo con el capó abierto, con un hombre grande y con el pelo
corto y canoso rellenando algún líquido del motor. Mi madre andaba por la calle
en una y otra dirección, sin estar muy segura de cuál había sido su casa. Finalmente,
nos acercamos a aquel hombre para preguntar si habían cambiado los números de
la calle y por los dueños de las casas. Resultó que la casa de aquel hombre,
frente a la que tenía el coche, era la antigua casa de mi madre.
Y mi madre, como es así, no se cortó un pelo y preguntó:
—¿Nos la puedes enseñar…?
—¡Sí, claro! —contestó el hombre, ante mi sorpresa,
echándose la mano al bolsillo para coger la llave.
Mi madre no solamente se metió en casa de un desconocido,
sino que hizo fotos. Menos mal que el hombre era tranquilo y confiado.
—Aquí estaba la cocina… Aquí estaba la habitación de mis
padres… —iba diciendo mi madre, entusiasmada.
El hombre nos explicó, aunque no lo recuerdo, cómo llegó esa
casa a ser suya, quién se la vendió, con lo que mi madre completó la historia
de la casa. También las obras que había hecho: ya no había patio trasero, donde
mi abuela tenía gallinas y conejos, porque el nuevo dueño había ampliado la
casa asimilando ese espacio. Además, había elevado en altura la segunda planta,
cuyo techo era bajo y abuhardillado, razón por la cual mi madre no reconoció
muy bien la casa desde fuera.
Aquél fue uno de los momentos más emocionantes del viaje. Aún
quedaban algunos, como el de descubrir la casa donde nacieron mi madre y sus
hermanos, en la que vivían mis abuelos María y José antes de estar en las “casas
baratas”.
Son muchas las imágenes que se me amontonan y es imposible
exponerlas en orden. No puedo dejar por más tiempo la mención de una de las más
simpáticas y generosas primas de mi madre, la prima Manolita, dueña, junto con
sus familiares cercanos, de la famosa quesería de Pedroche, Fuente La Sierra.
Hubo que ir otra vez hacia el cementerio, pues estaba cerca, pero ya sin lluvia.
Manolita se había ofrecido a enseñarnos la fábrica de quesos y a vendernos
alguno. Nuestra amable guía, Visi, con quien habíamos visto el convento y la
torre, nos planteó llevar a otro grupo de turistas a la quesería, pensando en
que sería beneficioso para Manolita vender más quesos, pero se negó totalmente,
ya que era sábado, día de merecido descanso tras las largas jornadas de trabajo,
y que solamente nos llevaba a nosotros por ser familia y por favor especial.
Parece que hoy en día es difícil de comprender renunciar al dinero por tiempo
libre y descanso, pues sin duda Manolita habría vendido muchos quesos, pero tal
actitud dice mucho de la sana escala de valores de una persona.
No voy a extenderme con la descripción de la pequeña fábrica
de quesos, de la que además daría datos imprecisos o incorrectos. Todo era
brillante acero inoxidable, la gran tolva, las tuberías, el radiador para
calentar la leche de oveja, el pistón que prensaba el cuajo, las cubas. Estaban
flotando en agua limpia decenas de moldes de plástico blanco de distintos tamaños.
Contaba Manolita:
—…y aquí es donde se queda el cuajo, que es todo lo bueno de
la leche, que se va moviendo y cortando en trozos, y por aquí sale el suero, que
se lo dan a los cerdos. ¡Se vuelven locos!
Así era, el caldo inservible de la leche una vez sacado el
cuajo se lo daban de abrevar a los cerdos y se volvían frenéticos de tanto que
les gustaba.
También eran impresionantes las cámaras frigoríficas,
repletas de quesos en distintos estados de curación. Allí nos contó Manolita la
tarea más dura que había que hacer prácticamente a diario: darles la vuelta a
todos y cada uno de los quesos. Me imagino que echarían brazos al manipular
todas esas cajas y esos quesos de varios kilos, en el frío de la cámara
frigorífica. Los quesos no tenían cera, por cierto, sino que la corteza era natural.
Había que limpiarlos también, lo cual era otro trabajo considerable.
Aparte de los quesos, hacían yogures en elegantes tarritos
de cristal, junto con otros lácteos, que debían de estar todos riquísimos.
La pequeña nave daba para concluir todo el proceso, con envasado
y etiquetado, aunque hubiera que hacer todo manualmente en unas mesas, no como
imaginamos una fábrica de producción en cadena.
Fue una experiencia interesantísima, además de apetitoso por
el buen olor a queso curado. Acabé diciéndole a Manolita si quería que fuese a ayudar
en verano, para aprender un poco y hacer algo diferente, si le venía bien, a lo
cual no se negó. Ya veremos si el futuro me depara o no una breve experiencia
laboral en hacer quesos.
Nos regaló un queso curado de oveja a cada pareja (mi madre
y yo éramos una pareja) y nos vendió todo aquello que quisimos llevarnos,
incluyendo aceite y miel de la zona, que también tenía. Una vez en Madrid,
probé el queso y estaba buenísimo, parecido al manchego. A veces creo que podría
vivir como el abuelo de Heidi a base de pan y queso, pero, eso sí, con un buen vino
también.
Ya anocheciendo, habiéndonos despedido de Manolita, que encima
se tomó la molestia de llevarnos la compra en su coche a la casa, para no ir
nosotros cargados, pudimos ver a otro par de mujeres sensacionales, la prima
Anita y su hija María del Mar. Anita era prima de mi madre de parte de madre,
es decir, de apellido Moreno. Tenía el pelo largo y gris, recogido holgadamente
en una gruesa trenza plateada. No era alta, pero se la veía activa y vivaracha,
muy lúcida, con gran conocimiento de las cosas. Su hija, también muy afable y dicharachera,
era todo juventud y sonrisa, bonita toda ella, más cercana aún de lo naturalmente
que iba vestida, creo que en chándal, pero la pobre chica tenía que llevar gafas
de sol por una enfermedad de los ojos. Creo que la habían operado recientemente,
pero aquello no tenía fácil curación.
Nos enseñaron la casa, en la que el protagonista era un
hombre increíble que ya no estaba. El marido de Anita, el padre de Marimar,
fallecido de cáncer hacía unos cuatro años. Era arquitecto y artista. Aquel
hombre había dejado una impronta imborrable en aquella casa y en aquellas dos
mujeres: como arquitecto, aunque no concluyó la obra, había mejorado la casa,
sobre todo la planta de arriba, elevando el muro donde descargaba la cubierta,
si no recuerdo mal; también la disposición de las habitaciones de allí,
abuhardilladas, y el baño de pared curva tras subir las escaleras, con las
ventanas abiertas en lugares calculados y precisos. Estaba todo sin acabar, pues
las mujeres no vivían allí normalmente, sino en Mérida. Aquella casa la quiso
comprar y arreglar el marido, que no era de allí, pero que se enamoró del lugar
y quiso que Anita siguiera teniendo una casa en su pueblo.
Pero lo más impresionante de aquel hombre era toda su obra
de su faceta artística: había cuadros suyos por todas partes, la mayoría al
óleo, y eso que, según Anita, tienen muchos más en la casa de Mérida. Cada
cuadro deja ver un cariño especial por lo que hacía y por cómo veía las cosas,
desde un simple bodegón de tazas de porcelana, pasando por trampantojo de una
vista a través de una ventana pintada (vista real de lo que se veía por una
ventana de allí), hasta los paisajes del casco urbano de Pedroche, como la
vista desde el atrio del convento al cimborrio rematado con el yamur, o una
vista general de las calles del pueblo con la torre de la iglesia en lo alto,
parecido a las fotos que hice, pero, claro, con el incomparable valor de la pintura
al óleo.
Sin embargo, la vena simbolista también le recorría al
artista. Un cuadro que nos enseñó Marimar me impresionó mucho: una mujer
desnuda de ostentoso cabello rubio, casi artificial, tan forzado que parecía
querer decir algo, sostenía una fruta indefinida, probablemente una manzana, en
la mano izquierda. Tenía la boca entreabierta, pero más pensativa que
seductora, con la mirada ladeada. Con la mano derecha sostiene un frutero con
más frutas amarillas y redondas, que podrían ser melocotones o membrillos, pero
el vivo color amarillo hace pensar en el limón, aunque no eran limones. Es
curioso cómo logra sugerir tanto y hacer discurrir pensamientos. El frutero
está sobre una mesa con un mantel a cuadros, de líneas perpendiculares azules
sobre blanco, que tiene un vaso de agua con flores de almendro, de logrado
blanco con hiladas rosadas, que casi recuerdan a los versos de Miguel
Hernández: “A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero…”,
y un ramillete más de esas mismas flores reposa en el mantel, sin vaso. Pero la
mesa no está en la misma perspectiva que la mujer desnuda, sino descolocado
hacia delante, como ya hizo Velázquez con la mesa de la Vieja friendo huevos,
con la intención de destacar lo que hay encima de ella, echándosela a los ojos
al espectador. Ese rosa de las flores, por cierto, conecta con los rosados
pezones de los pechos de la chica. Todo parece estar orquestado en un conjunto
armónico, conscientemente dispuesto. Parecen desentonar, pero seguramente no,
unos pies de un Cristo que aparecen ingrávidos sobre el frutero, con sus
sangrantes heridas de los clavos. Esa sangre oscura y el inherente dolor que arranca
hace situarse en otro plano distinto del erotismo que suscita la mayor parte
del cuadro. Detrás, hay dos horizontes: uno, que cruza el conjunto por la
mitad, es el mar, de profundo azul. La mujer y la mesa parecen volar ante ese
mar. Sin embargo, más arriba, en otra línea horizontal a la altura de la cabeza
de la mujer, unas suaves colinas nevadas, unos delgados y frágiles almendros de
flores rosas y blancas y una llana superficie dorada, como si fuera una extraña
distorsión en la que se reflejasen las montañas y los árboles, completan ese
otro horizonte, cuyo reflejo amarillo, quizá otoñal, parece reflejarse en el
cielo del mar de más abajo. Por encima, en veladura, lo atraviesan las piernas
y tobillos de los pies de Cristo.
Me quedé perplejo y quise saber más sobre aquel artista. Me
dijeron que fuera a verlas algún día a Mérida, con mi madre, que estarían encantadas
de invitarnos y de enseñarnos más cuadros y sus poemas, pues también escribía.
¿Cómo se puede ser así, tener esa fecundidad creadora, hacer tanto en tan poco
tiempo, y todo con tanta originalidad y calidad?
Creo, o creí durante un momento, que tal desarrollo humano
ocurre al tener una vida plena, como la tenía él. Sobre la puerta de la casa
que él había arreglado ponía “Anita”. En un gran cuadro de unas barcas en una
playa, en una de ellas ponía “Anita”. Tenía muchísimos poemas dedicados a
Anita. Ese hombre estaba profundamente enamorado de su mujer, cosa que debe
desvelar todos los misterios del mundo y abre todos los caminos.
En un paseo por allí, Anita me contó cómo se conocieron. Ya
he olvidado detalles y puedo equivocarme o confundirme, y quizá no deba contar
aquí historias de una familia ajena sin su permiso, pero me arriesgaré, pues es
una historia preciosa.
Transcurrió en Barcelona. No tenían mucho que ver. No recuerdo
cómo coincidieron la primera vez, pero ella no le gustó a él, decía que era sosa o arisca o antipática. Pero se vieron nuevamente en un baile, donde no pasó nada y de
nuevo a ella le pareció que él no tenía ningún interés. Entonces, a Anita le
ocurrió algo horrible que casi acabó en tragedia, y es que tuvo un accidente de
coche que le hubo de costar varios meses ingresada en un hospital. Pues bien,
ante todo pronóstico, apareció él, visitándola todos los días, hasta que se le
declaró, confesando que estaba enamorado de ella.
—¿Sabes qué me dijo que era lo que tanto le gustaba de mí? —me
preguntó Anita.
Negué con un gesto.
—Mis piernas —suspiró ella, bajando la mirada, un poquito
pudorosa—, decía que le encantaban de lo lisas y brillantes que eran.
Nos reímos y me quedé pensando: ¿hay algo de malo en
reconocer que uno se pueda enamorar de un rasgo físico de alguien y, por tanto,
de alguien por ese rasgo? Por supuesto que tienen que coincidir muchas cosas
más, pero ¿por qué relegar siempre atributos físicos a lo ínfimo, queriendo
justificar la atracción, el deseo y posible enamoramiento de alguien tan sólo
por su carácter? Aquel hombre y aquella mujer me parecen heroicos, por su
sinceridad y su pureza.
De ahí viene, quizá, esa plenitud que a uno le puede convertir
en artista, o al menos en cierto tipo de artista. No son tantos los que lo consiguen.
Le pregunté al tío Miguel si sabía de más artistas en el pueblo. Tras pensar un
rato, admitió:
—Pues… no.
En ese paseo, íbamos de camino todos al destino final del
viaje, el punto álgido de los más emotivos recuerdos del tío Miguel, el “casucho”,
al que también oí llamar el “casuto”. Era una casa muy pobre, pequeña, estrecha,
donde vivieron los abuelos María y José, donde nacieron sus hijos y vivieron
hasta que se mudaron a las “casas baratas”. Mi madre era muy pequeña, pero se
acuerda del casucho. Y es que la prima Anita se ocupó de comprar esa casa, que
había sido de la familia, para que no se perdiese ni la derribaran.
Chispeaba, pero no abrimos los paraguas. Al tío Miguel no le
decían qué casa era, para ver si se acordaba.
—Esta… Esta puede ser.
—No, hombre, no, ¿cómo va a ser esta casa? Es muy grande.
Claro, como Miguel la recordaba de niño, la recordaba mucho
más grande.
Al fin llegamos, Miguel la señaló entusiasmado con el largo
paraguas. Era una tosca casa de fachada blanca, como casi todas, entre otras
dos casas muy bajas, de una planta y ventanas muy pequeñas. Las tejas, formando
dos capas, asomaban bien rellenas de yeso, como si hubieran sido reparadas. La
puerta tenía jambas de mampostería de piedras calizas, no granito, y el dintel
era madera muy vieja. Tenía una sola ventana, una ventana pequeña y cuadrada
encima de la puerta, también adintelada con madera.
—¡Mira, mira! —señalaba Miguel con el paraguas—¡Por esa
ventana me escapaba yo cuando me quería pegar mi padre!
Por esa ventana tan pequeña sólo podría salir un niño muy
pequeño. Y no sé cómo haría para aterrizar en el suelo. Pero el miedo hace que
hagamos cosas imposibles.
—A veces, el abuelo era muy malo —me explicaba Miguel—. Nos
pegaba con el cinturón porque no le dejábamos dormir la siesta.
Mi madre dice que a ella nunca le pegó, que lo hacía con los
hermanos mayores. Eran otros tiempos en los que debía ser normal, pero ningún
niño de ninguna época deja de sufrir y de asustarse ante tales actos.
La casa era prácticamente un pasillo de pocos metros que
desembocaba en una estancia un poco más amplia y aparentemente más alta, con
vigas de madera. El pasillo tenía a la derecha una puerta que creo que daba a
lo que fue la cocina. Sobre el nivel de esa puerta y recorriendo el pasillo y
parte de la otra estancia, antiguamente había un piso de madera. Todavía se
notaba una línea de yeso o de cemento donde había estado montado ese piso. Todo
esto lo veíamos con las linternas de los móviles, pues esa casa, que Anita y su
familia usaban de trastero, no tenía luz. Allí encima de esas tablas que ya no
estaban, que parecían más bien para almacenar paja, debían dormir los niños, a
la luz de ese ventanuco abocinado en el grueso muro. El espacio grande del
fondo tenía techo de uralita sobre vigas nuevas de hierro. Seguramente habían
elevado los muros e instalado esa nueva cubierta propietarios posteriores a mis
abuelos.
Como trastero que era, había muchísimos sacos de pellets,
pero también se había detenido el tiempo en ese lugar con otro tipo de cosas. Por
todas partes había lienzos apilados, algunos en blanco, otros a medio hacer,
otros de pinturas casi terminadas. Había una estantería con botes de pintura y
disolventes, un caballete con varios lienzos apoyados y una cuerda o cable con
papeles sujetos con pinzas de ropa. Había sido el estudio de pintor del marido
de Anita. De ese modo, el humilde casucho había continuado albergando momentos
y personas ejemplares, manteniendo viva su historia. Quizá pronto deje de ser
un mero trastero para que se convierta algo más, que de nuevo acoja personas que
pasen momentos memorables allí.
Y así voy concluyendo esta crónica, con el recuerdo de los
abrazos del tío Miguel y de la calidez de todos. La mañana del domingo era el
momento de irse, sin visitar nada más por el tiempo invertido en recoger la
bonita casa, que aunque he sido cruel al quejarme de ella al principio, lo
cierto es que es preciosa, como también lo fue el fin de semana vivido allí con
la familia. Cada mañana allí Miguel madrugaba para ir al baño a afeitarse, tras
lo cual iba dando los buenos días cariñosamente a cada uno. En eso también
aprendí algo, que es no hay por qué privarse de cariño aunque sea tras un breve
tiempo, como una noche. Cualquier ausencia es motivo suficiente para darse un
abrazo al reencontrarse, ya sean horas o años, como le sucedió al tío en este
viaje con todos sus primos y su hermano de leche, de quien no he encontrado
momento para hablar, pero que es alguien que quería mucho a la abuela María
pues ésta le salvó la vida amamantándolo.
Pensaba que este viaje me marcaría y así ha sido, al poder
ver con mis propios ojos el escenario de los orígenes de mi familia materna.
Sin embargo, yo no he nacido allí ni soy nada allí. No sé si realmente voy a
volver, si no es con mi madre, asistiendo a reencuentros similares. Ojalá me
equivoque y pueda conocer a más gente, hacer quesos con Manolita, hablar del artista de Pedroche con Anita y con su hija, poder ver otra
vez a la camarera de “La Fachá”, recorrer el pueblo entero, explorar los alrededores.
Pero me da la sensación de que todo lo que se podía hacer ya lo hemos hecho,
como cuando se lee un libro y se abandona sin acabarlo, conscientes de haber
leído suficiente.
Y quizá haya sido suficiente, como cualquier cosa que, sin
que podamos saberlo, haya sido la última.
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