lunes, 20 de abril de 2020

La estrella

Después de la luna, que es el astro de la luz falsa, que es tan sumamente bella y tan sumamente vana, fantasmal, soluble como un halo de niebla, ha aparecido una estrella.

Una estrella es diminuta. Dicen que en alguna lengua semítica llamaban a la bóveda celeste con el nombre que le daban a un colador, como si el cielo fuese una enorme semiesfera llena de pequeños poros por donde se cuela la luz, una luz mayor más arriba. Algo de esa luz mayor tienen las estrellas.

Pero, además, tienen muchos más atributos. Son inalcanzables, como la luna, pero mucho más, porque están muchísimo más distantes. Sin embargo, no son falsas. La luna sirve para sus cosas. Se mueve, tiene sus fases, brilla espléndidamente, ejerce sus fuerzas. Las estrellas no se mueven, son fijas. Precisamente por eso, con esa misma luz blanca, bonita, titilante, despiertan una ilusión. Ellas no son falsas, son una ilusión verdadera, la que queremos sin que lo sepamos. Con la luna, sabemos, aunque no sepamos que lo que deseamos no es realmente lo que queremos.

Las estrellas no engañan. Las estrellas sirven para poner rumbo. Así se lo marcaban a los navegantes, así eran de fiables, porque son eternas. Algunas mueren, sí, pero para nuestras cortas vidas, para lo que alcanza la memoria de nuestros antepasados, las estrellas son eternas.

Tengo un recuerdo que no olvidaré nunca. Es la historia del pueblo de mis primos. Mi tía y toda su familia son de un pueblo extremeño casi en la frontera con Portugal llamado La Codosera. Hace mucho tiempo, cuando vivían los abuelos de mis primos, mis padres me dejaban pasar allí algunas semanas en verano, algún año que otro. No era en el pueblo donde estaba la casa, sino apartada a varios kilómetros por una carretera sin asfaltar. Allí estaba la casa, en medio del campo, con jaulas de conejos, gallinas, un estanque cuadrado para lavar la ropa, una cocina con sillas bajitas de mimbre, retratos de familiares en blanco y negro, un gran botijo blanco con tapones de plástico, una puerta con cordeles con tubitos de colores para que no entraran las moscas, macetas con flores, perros de nadie con garrapatas en las orejas, una mula a la que no había que acercarse, pero en una cuadra que olía deliciosamente a heno mojado, un cerdito que comía cáscaras de sandía, dos o más escopetas de perdigones con las que nunca maté nada, y millones de maravillas más. Estaba a varios kilómetros de otras fincas, por arriba había eucaliptus y, por abajo, algunos olivos, y por el camino que bajaba, se llegaba al huerto del abuelo, donde me comí una vez uno de los mejores tomates de pera del mundo. No había rojo más puro y fruto más maduro que aquél. Esta hecho de sol. La tierra allí también era roja, sin poder haber ninguna más fértil en el mundo. Y junto al camino, y junto a una tapia, antes de llegar al pozo, la higuera: eran higos grandes, jugosos, más dulces que el ardor de la vida, rebosando azúcar por debajo o por sus fisuras, calientes del sol del verano, también rojas por dentro, como todo el recuerdo que tengo de aquello en lo que sea que llaman corazón.

Las noches, cuando llegaban, eran frescas como la niñez. Solíamos estar en el patio o terraza que había delante de la entrada. El tío Pedro había hecho hacía no mucho una estupenda mesa con una plancha de metacrilato. La tía Natalia y sus padres habían hecho de cena cualquier cosa deliciosa, que podían ser cangrejos de río que nosotros mismos habíamos cogido por la mañana, con ajo y guindillas. En la pared, sobre la puerta, nos alumbraba un farol ante el que revoloteaban polillas y unos insectos de alas rectas que resultaban ser mantis religiosas. Eran verdes, de un verde vivo, no muy grandes. Me arrepiento de haber colaborado en matar alguna, porque creíamos que eran peligrosas. Pero una vez capturadas o heridas no parecían nada peligrosas, sino delgadas y frágiles, engañadas y atraídas por la luz, como muchos de nosotros.

Hacía fresco, pero se podía estar en manga corta. Cuando habíamos recogido la mesa y todo, allí bajo el farol con insectos que revoloteaban, medio tumbados en viejas sillas plegables de playa, quedábamos mi primo Mario y yo. Mirábamos las estrellas.

Todo esto ha sido para que tenga sentido lo que vengo a decir. Porque, aunque mis primos y yo hemos crecido de manera muy diferente y nos hemos distanciado enormemente, entonces, a los trece, catorce o quince años, en aquel lugar mágico, mi primo era uno de mis mejores amigos del mundo. Ese amigo tan importante para mí, tumbado a mi lado, abiertos bien los ojos por si veíamos estrellas fugaces, me dijo esto:

- Mira en un hueco negro donde parezca que no hay estrellas. Si te fijas bien, aparece una estrella.

Esas frases son inigualables. No había ni podía haber mayor sabio en el mundo al decir eso. Eso nos puede guiar y empujar en la vida, en toda la vida. Ese puntito de luz, de ilusión, de esperanza, de guía en el ancho mar o en el camino que es una estrella, puede aparecer hasta donde no hay nada. Hay que confiar y escudriñar con la mirada. Enfocar y ver más allá, más lejos. Porque siempre están, aunque sea muy lejos. Y con eso basta, con que estén.

Ellas nos marcan un camino. No es casual que cuando la diosa Hera apartó violentamente a Heracles de su pecho, del que mamaba sin su permiso para convertirse en un dios, ese rastro de leche que brotó incontrolado, salpicando el cielo y dando lugar a la Vía Láctea, se llame también Camino de Santiago. La Vía Láctea es un camino de estrellas que surca el cielo entero. Y son millones y millones, que se pueden ver aguzando muchísimo la mirada o con telescopios.

Si veis una estrella, pensad en que se abre un camino y ya tenéis un rumbo que seguir.


Hace poco, sin una intención muy clara, pero alentado por una mujer que quiso ayudarme, pensé precisamente en una estrella, que asocié con ella. Me dispuse a escribirle un poema. Le dije que el soneto era para ella, y es verdad, pero sin darme cuenta he logrado para mí algo mucho mayor. He entendido el símbolo. Un símbolo es, etimológicamente, una pieza que encaja con otra para sellar un pacto. Cuando se llega a entender un símbolo, no solamente se encajan piezas como en un puzzle, que revela algo que antes estaba desordenado, sino que se realiza un pacto de crecimiento y prosperidad. Así lo hacían los antiguos griegos, portando un colgante que encajaba con el de otra persona que llevaba la otra mitad, normalmente para acordar la propiedad de tierras.

La mujer que quiso ayudarme me dijo que yo podía ser escritor, cosa que me ilusiona pero que no creo poder alcanzar, realmente. Aun así, me ayudó con un poco de confianza y de ilusión para unos cuantos días, no sólo para escribir, sino regándome el ego al haber mi humilde persona llamado la atención de tan famosa y formidable mujer. Como se deduce, fue para mí esa estrella; esa estrella que no me iba a señalar un camino hacia ella, hacia la mujer, ni hacia ser escritor, sino a otra cosa que no esperaba. Lo inesperado es siempre más excitante y revelador, por inesperado.

Y así no solamente me vino el primer verso endecasílabo que iba a dar lugar al soneto ("Estrella que apareces con la luna..."), sino que recordé la carta del tarot número XVII, que miré en las dos barajas que me regaló mi amigo Sergio ("Merlín"). Aquí detengo las explicaciones del poema. Que cada cual piense y deduzca. 

La puerta del símbolo no debe abrirla otro que no sea uno mismo.

La estrella (18/04/2020)
Estrella que apareces con la luna,
pequeña luz detrás de tu mirada,
luz amiga surgida de la nada,
iluminas remota y oportuna. 
Mi negra noche aguarda en la laguna
quieta. Tengo otro nombre. La dorada
forma tomas con ánforas en cada
mano. ¿Me querrás dar de beber una? 
Dorada luz que cobras forma humana
desnuda y grácil, forma de deseo,
fuente. Eres la fuente y de ti mana 
áurea armonía azul, en la que creo
por tu verbo un principio. Luz lejana,
¿es perdón la belleza que en ti veo?



jueves, 9 de abril de 2020

La señorita Kundera




Me envía un amigo en un correo electrónico un curioso relato. No es original, pero a mí me ha sorprendido bastante, aunque mi juicio no sea objetivo. Le pregunté si lo iba a publicar en algún sitio y, tras barajar varias opciones, determinamos que lo publicase yo para que él pudiese seguir en el anonimato, pues tal es su deseo de no darse a conocer. Sin embargo, a mí me ha encantado la labor de editor y poder subir a mi blog un nuevo texto que se parece extrañamente a los míos.
Como profesor de lengua, por deformación profesional, no he podido evitar corregir el leísmo, unas pocas tildes y permitirme alguna corrección de estilo.

***

El solitario filósofo -no ostentaba tal profesión, pero le gustaba considerarse así en su fuero interno- pasaba día tras día sin hacer nada en su casa, en pijama y bata. Eran unas circunstancias de sobra conocidas en las que todo el mundo debía quedarse recluido en su casa, salvo los que tuvieran que salir para cumplir con obligaciones indispensables para la sociedad. El trabajo de Heliodoro Peces, que así se llamaba nuestro hombre, no era indispensable, o al menos no lo era presencialmente, de modo que, muy a su placer, podía quedarse en casa. Era muy sorprendente, a la par que bien avenido por él, que se hubiese convertido en obligatorio algo que a él no le costaba nada y que le agradaba. ¡Quedarse en casa, sin tener que elegir qué ropa ponerse, ni planchar camisas, ni lustrar zapatos, ni arreglarse la barba, ni mucho menos arrancarse con pinzas los pelos de los pómulos! No solamente uno es más feliz sin tener que mostrarse arreglado al público, como si estuviera en venta, sino que además es económico. El cubo de la ropa sucia sólo contenía dos o tres pijamas, calcetines y un juego de ropa de cuando fue a comprar la última vez. No hacía falta ni poner la lavadora. Si no fuera porque estaba muriendo gente ahí fuera, deberían imponer esta medida del confinamiento un mes al año -pensaba él-, para dejar que la Tierra se recuperase del peor virus que ha existido jamás: el ser humano.

Sin embargo, tras quince o más días en su cueva, en su bata de tonos grises y ocres, como si fuera un hombre prehistórico ataviado con pieles, empezaba a acusar los efectos de la soledad. No del confinamiento, sino de la soledad, la típica falta de un alivio para el alma cuando quiere darse a otra alma. En la costumbre popular de aplaudir a los sanitarios a las ocho de la tarde, cuando salía -al decimoquinto día cayó en la cuenta de que el único que se asomaba en bata era él-, no podía evitar, mientras aplaudía, echar alguna mirada que otra a una vecina de enfrente, que por cierto también vestía igual todos los días, pero con el decoro propio de su edad y su sexo: una camisa rosa bajo un jersey negro, abierto unos botones. Disculpen las lectoras por este prejuicio y clasificación, pero otro sujeto de su mismo sexo justo encima, de mucha más edad, que no salía a aplaudir, a veces se asomaba por las mañanas con rulos en el pelo y un espejo a arrancarse pelos faciales. Y aquella señora sí iba en bata, en la eterna bata “guatiné” que inventó Amancio Ortega al empezar su negocio. Procede aquí recordar no sé qué humorista que había nacido en Guinea Ecuatorial cuando era colonia española, en cuyo DNI ponía “Nacido en Bata”, porque tal era el caso, exagerando un poco, de personajes como aquella señora o nuestro Heliodoro Peces.

De modo que nuestro monsieur enrobé empezaba a sentirse solo, aunque no hacía mucho que había terminado una relación. Consumía una relación tras otra, o le consumían a él, sin remedio para aligerar la catástrofe de cada ruptura. La desdichada, esta vez, era una moza de su edad, no muy agraciada pero sana, trabajadora y muy compatible en afinidades con él, y además con gran devoción por el infeliz gandul hogareño, la cual habría bastado de no ser por las tormentas de celos que ella arrojaba como fuego y azufre cada vez que él manifestaba interés por otras mujeres. ¡Qué alivio haberse librado de ella! Y no podía evitar algún que otro vistazo al siguiente pensamiento macabro: qué oportuna la pandemia para no tener que verla.

Pero no, no se sentía cómodo con ese pensamiento. Algo debía haberse hecho mejor. Quizá aún estaba a tiempo de convenir un acuerdo pacífico con ella. No es que la quisiera todavía, para nada: después de todas las desavenencias sufridas, no le inducía ni una gota de erotismo. Como Zeus en la Ilíada, “amontonaba las nubes” del erotismo cuando hacía falta, pero ya sabía que esas mismas nubes hacían llover fuego y azufre. No podía retomar la relación con ella, en suma. Pero era importante, de algún modo. Sentía como que con ella debía haber un cambio definitivo respecto a las anteriores, no por ella, sino por él, por un agotamiento vital: ¿por qué cada ruptura tenía que ser con un pacto de hostilidad eterna, para no hablarse jamás? ¿Por qué siempre la misma historia, una y otra vez? Era una fatalidad que lo arrastraba mientras le iba robando los años y la esperanza. Esperanza de no sabía qué.

No, no quería volver con ella, aunque no la olvidase. Al contrario, tenía ganas de agua fresca, de saciarse de algo nuevo, de ilusionarse. Tal vez no de una mera sustituta con quien recorriese el mismo transido camino, sino ilusionarse con varias, con muchas. Cada una es un mundo. Cada sonrisa un cielo. Le costaba ya cada vez más verlo, por todos los peligros conocidos y dolores sufridos, incluso de algunas potenciales amantes que no llegaron a tales, por pugnas verbales de naturaleza ideológica. Su expareja, pues así debía llamarse, lo prevenía contra las huestes de arpías que había en el mundo, aludiendo a la experiencia del propio Heliodoro, que ella conocía bien, pues él se lo había contado todo, a lo que sumaba lo presente y posible futuro con los trágicos conocimientos de las vivencias de ella.

Pero Heliodoro Peces no quería concebir el mundo que le mostraba Teresa López de Haro, que así se llamaba ella, con mujeres diabólicas y cientos de enfermedades venéreas. Había leído en Twitter una frase algo así como que hay mujeres que, sin quererte, te hacen ver que hay más mujeres en el mundo, mientras que otras que te quieren te hacen creer que no hay más. No podía creer que detrás de toda hermosura de una mirada, un rostro o un cuerpo hubiese una mente manipuladora, una máquina de tormentos lentos o rápidos, una “lozana andaluza” que se dijera “y en tanto veía un hombre, ya sabía cuánto valía”.

(Nuestro autor estaba leyendo Niebla de Unamuno, como demuestra más adelante. El protagonista se enamora de una mujer que lo trata con indiferencia y, como resultado, éste se enamora de muchas. A esta reflexión me gustaría añadir si es de suponer que igualmente puede suceder a la inversa, que una mujer se enamore de muchos hombres. ¿O no todo es simétrico en estos desvíos amorosos?)

La facultad amorosa de su alma era como una ciudad devastada por una guerra inacabable, apresada por un bando, reconquistada por otro, vuelta a saquear por el primero, y así eternamente. Dejaba de amar, dejaba de dar frutos como debe hacer la naturaleza humana, y esto se dejaba ver en su apariencia externa. En otro tiempo habría sido todo un doncel de buen porte y talante, mientras que ahora era un cuarentón con la cara llena de pelos, permanentes ojeras, incipiente -más que incipiente- calvicie, un abdomen que había pasado de un digno entarimado a un triste promontorio, sin volver a mencionar la indumentaria. Gozaba de un roto en el encastre de la manga izquierda del pijama por el cual accedía a rascarse o hurgarse la respectiva axila, lo cual no sería del gusto, pensaba, de cualquier compañía femenina. Ni mucho menos de su madre, si se enterase.

¿En qué empleaba el tiempo este infeliz gandul, entonces? Pues en lo mismo que muchos otros gandules infelices del mundo: redes sociales. Es una forma de evasión de toda implicación responsable en el presente. Uno podría limpiar, ordenar, estudiar, cocinar, cualquier cosa manual y útil, pero todo perezoso cae en este mal vicio con el que se justifica no hacer nada. Como todo, quizá en pequeñas dosis contribuye a difundir conocimiento (si se usa bien), pero es fácil volverse adicto, como le sucedía a nuestro protagonista. No era capaz de alejarse del teléfono móvil más de una habitación. A veces lo transportaba en un bolsillo de la bata -el izquierdo, el derecho se había roto de un enganchón y estaba medio colgando- mientras deambulaba por la casa. Esperaba no sé qué advenimiento milagroso en forma de noticia de alguien que le diera un entretenimiento momentáneo, por si ocurría que, a saber, se acordase de él alguna vieja conocida, aunque sólo fuese para saludar. O un amigo que le entretuviese con algo provechoso. Abría Twitter, Facebook e Instagram una y otra vez, como si fueran los cubiletes de un trilero, a ver si en alguna aparecía algo interesante. Pero la realidad era que nunca, nunca, aparecía ese esperado ángel salvador.

Así que, preso ya prácticamente de la locura, en una leve manifestación que podríamos llamar ansiedad, decidió que tenía que hacer algo. Recordó una cita de Unamuno en San Manuel Bueno, mártir:

Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: “Y del peor de todos, que es el pensar ocioso.” Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: “Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer […]” ¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía.

No podía salir de su cueva ni de su laberinto de ermitaño, pues tal suele ser la condena de los que se creen filósofos. Si no encontraba la solución afuera, tendría que ir adentro: Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas, et si tuam naturam mutabilem inveneris, trascende et te ipsum, decía San Agustín de Hipona. Quizá, enfrentándose así a su “mutable naturaleza” encontrara algo. Sabía también que todo ese misticismo era palabrería, pero no le quedaba otra.

Pasaron más días y más aplausos a las ocho. La muchacha de enfrente se mostró con otra ropa, por fin. Nuestro filósofo en bata lo tomó como una señal a tener en cuenta: el tiempo pasaba demasiado deprisa y el lujo de la vida hogareña se acercaba a su final. Se iba cerrando el círculo. Unos días antes, había tenido otra revelación: estaba intentando leer un libro que se le estaba haciendo pesado. Sin embargo, debía leerlo y persistía en el intento. De pronto, se preguntó: “¿para qué?”, y casi al mismo tiempo le vino a la mente otro que sí quería leer, desde hacía tiempo. Se levantó, fue a la pizarra que tenía en su cocina y escribió en azul (para contrastar con otras cosas escritas en negro):

¿Por qué no haces lo que verdaderamente quieres?

Subrayó “lo que verdaderamente quieres”. Pensó en el reverso del Áuryn de La historia interminable, ese célebre “Haz lo que quieras” tan motivador y tan difícil, porque la cuestión era saber qué era exactamente lo que uno quería en cada momento. Dejar un libro y coger otro era fácil, pero dirigir el rumbo de la nave a lo largo del viaje de la vida era otra cosa.

Su cita tenía algo que le pareció superior a la de Michael Ende. El escritor alemán usaba un imperativo, mientras que él había hecho una pregunta. Una exhortación le hace a uno pasivo, le hace dar un paso porque se lo piden. Viene de afuera. Por el contrario, una interrogación le hace participar a uno, le hace moverse con iniciativa, la participación sale de dentro. La misma o mayor fuerza habría tenido la inscripción en Delfos gnosce te ipsum si hubiera sido “¿Quién eres?”.

Salió a la ventana un rato después. Era ya de noche y el cielo estaba nublado, pero tras las rizadas y grises nubes de la noche brillaba alta la luna, casi llena, amplia y luminosa como un faro. Y entonces relacionó con el fantástico astro de la luz falsa otra frase que palpitaba en su laberíntica cabeza: in hoc signo vinces. No había dejado de pensar en el emperador Constantino en todo el día. También había anotado la frase en la pizarra y, junto al nombre del emperador convertido al cristianismo, la nota: “símbolo de tomar la decisión correcta. Intuición”. El espejo de plata tenía que decirle al sol quién era. La decisión correcta tenía que venir a través de la luna.

Enamorarse de la luna, enamorarse de lo imposible. Pero enamorarse, al fin y al cabo. Quizá ésa era la manera de que volviesen a existir más mujeres en el mundo. Romper el oscuro maleficio con magia blanca, luz de luna, luz de su propio reflejo en plata virgen. En ese signo, vencerá.

***

Tenía un referente abstracto, pero no uno concreto. Había que crearla a fuerza de pensar en ella. Cogió el Libro rojo de Jung, que era el que desechó porque le resultó espeso, y buscó una marca a lápiz que había puesto al principio de leer: et verbum caro factum est (Juan, I, 14). El verbo se hizo carne. La palabra, había que dotar de poder a las palabras. Decía un académico que la realidad no estaba hecha de palabras, pero había un sendero oculto en las palabras que podía llevar a la realidad, pues no en vano la religión y la magia se sostienen en las palabras y, si no hacen ellas mismas la realidad, al menos pueden cambiarla a través de quienes las creen.

Iba a dar vida a un mundo más intenso e interesante que el que conocía. Era el reflejo de la luz, el camino escondido para cambiarlo todo. Las palabras traerían el cuerpo, la carne, trabajando en ellas como Pigmalión la piedra blanca que se convertiría en Galatea. Pero a las palabras tendría que insuflarles alma. Tenía que creer en lo que decía. La luz de la luna tenía que ser tan intensa como la del sol, y para ello había que contemplarla como si no hubiera ninguna otra.

Sabía que la visualización entrañaba riesgos. El primero era ese inquietante dicho: “ten cuidado con lo que deseas, porque se puede cumplir”. Se fijaba en la palabra “verdaderamente” en su pregunta “¿por qué no haces lo que verdaderamente quieres?”. Si no era sincero en tener un deseo, ¿de qué servía? Sólo atarse más y más. Tenía que saber qué quería, quién era, qué rumbo poner. El segundo riesgo era que, si se cumplía, no iba a ser como lo deseaba. La Providencia no es una marioneta que movamos tirando desde abajo, sino que los movidos somos nosotros, desde arriba. A veces hasta se burla de nuestra estupidez. Y sólo cabe admitir como indudablemente cierto lo siguiente: nada ocurre como uno espera. De ahí que fuera consciente de que lo que estaba haciendo produciría una reacción peligrosa.

El referente que necesitaba tenía que ser perfecto. Una mujer llevada a la máxima expresión, pero también con alguna posibilidad de contacto real. No iba a conocer el amor mirando otra vez las fotos de Scarlett Johansson o de Mónica Bellucci en sus tiempos mozos. Tenía que ser una mujer real, de una edad similar a la suya, hermosa pero con una mente más hermosa aún y, lo que era más difícil, abiertamente sensual, que estimulase sin tapujos a todos los hombres con una sexualidad manifiesta. Y había una mujer en el vago mundo real de Heliodoro que cumplía con todos esos requisitos: una tuitera, la “señorita Kundera”.

Había un importante personaje de ficción para él en el que se veía identificado y que recuperaba del recuerdo en ese instante: J. F. Sebastian, el solitario creador de replicantes en la película Blade Runner, que fabricaba graciosos muñecos vivos para que le hiciesen compañía en casa. Heliodoro Peces se disponía a hacer una entidad con vida propia en su imaginación, con suficiente fuerza en la visualización para que le aportase una nueva experiencia, que es lo que buscamos fuera. ¿No ocurre algo así en los sueños? Cuando algunos hombres soñamos con mujeres, las sentimos vivas, hablamos con ellas, vivimos juntos unos instantes, las tocamos. ¿Por qué no tener un sueño “consciente”? ¿Era eso posible? ¿No caería en una esquizofrenia? Precisamente era lo que buscaba. No caer en ella significaba una insulsa pérdida de tiempo, otro “pensar ocioso” de San Manuel Bueno, mártir.

Miró nuevamente el perfil y los tuits de la señorita Kundera, que en sus fotos ponía una marca de agua con el nombre “Miss Kundera”. Nunca mostraba la cara, sólo su pelo largo, liso y castaño rojizo. Como mucho, enseñaba hasta la barbilla y la boca, una boca siempre cerrada con labios gruesos, ni bonitos ni feos, pero que se le antojaban morbosos. Claro, que para semejante autosugestión había importantes ingredientes que predisponían a cualquiera: siempre en penumbra, en el íntimo escenario de su casa (o quizá la casa de alguno de sus amantes), mostraba su formidable, sensual, incluso voluptuoso cuerpo semidesnudo, nunca obsceno, sino intensamente erótico. El erotismo se basa en la sugestión, no en la exhibición explícita, según dicen. Así salía ella, en lencería, semicubierta o semidescubierta, según se mire, con prendas transparentes, o bien certeramente ubicada entre luces y sombras para que sólo se viesen las formas esenciales. Otras veces, como en los libros de Historia del Arte, la foto mostraba un “detalle”: sus muslos, su abdomen, su espalda, sus dulces brazos cubriendo pudorosamente sus pechos.

Aunque el pudor no era algo que fuera con ella. Más bien se podría hablar de decoro o prudencia, consciente del salvaje mundo masculino. No era nada pudorosa. Heliodoro tenía asumido un símbolo amoroso de la poesía tradicional en cuestión de mujeres: la granada. Es una fruta que por fuera no aparenta, ni de lejos, lo fantástico y delicioso que esconde. Por eso es una sorpresa abrirla y descubrir y degustar sus encarnados y jugosos granos, que además es un disfrute lento y laborioso. Una mujer tenía que tener dentro, en su esfera íntima, esa roja y sabrosa pasión, aunque por fuera se oculte bajo una dura carcasa de tono pardo. Pero, además, hay granadas tan sabrosas, tan maduras, tan oferentes de ser comidas que se rajan y exhiben su tesoro a la voracidad de los animales sedientos. Ese rojo de raja es todo arrojo (endecasílabo, paronomasia y aliteración) de la más viva esencia humana, amor, deseo y sexo todo junto, confianza, placer, generosidad, belleza, elevación.

Ese rojo, el que asoma e invita a degustar, es incluso más intenso que el que veríamos si abriésemos toda la granada, por el contraste con el mundo exterior. En un mundo sin apenas belleza, como el de Heliodoro, o mejor aún, en el ingrato salpicadero de deturpación política que es Twitter, destaca como una diosa, con su rosada foto de perfil de sus muslos con ligueros, la señorita Kundera.

No solamente publicaba fotos. De hecho, lo hacía pocas veces. Por eso las valoraban tanto sus seguidores. En la mayoría de los casos, divulgaba fotografías y pinturas de arte erótico, incluso de un erotismo mínimo, pudiendo catalogarse la temática en un amor refinado y delicado, por un lado, y en la belleza y sensualidad del cuerpo, por otro. En el primero, esa delicadeza podía verse en la escena de un beso o un abrazo, que en bastantes ocasiones se subía de tono y se mostraban cuerpos desnudos, sin mostrar rudezas, en apasionados encuentros, posturas y actos. En el segundo bloque temático de imágenes, se rendía culto a la belleza corporal, lo cual podía llegar a ser igualmente erótico. La señorita Kundera tenía clara consciencia de que la mayor estimulación erótica obedecía al augurio de un cuerpo de mujer. La dirección del movimiento del mundo iba del polo masculino al femenino, aunque la vida, a su vez, viniese de lo femenino. No en vano se reconoce mayormente como divinidad del amor a una diosa, no a un dios.

¿Cómo sería una mujer bella y sexualmente activa que se dedicase a publicar fotos de hombres guapos y semidesnudos? Probablemente no sería muy bien recibida ni por hombres ni por mujeres. Curiosamente, tendría un cierto aire de “bajeza”, casi igual que un hombre que se dedicase a divulgar fotos de mujeres atractivas (lo cual tendría un público limitado). Sin embargo, que una mujer bella promueva la belleza de su sexo ¿no es una magnífica muestra de ingenio y de libertad?

Y es que la señorita Kundera, plenamente consciente de su belleza y de la de su sexo, tenía también seguidoras y seguía a otras bellezas, incluso profesionales de su cuerpo, libertinas y prostitutas, todas ellas inteligentes y conscientes de lo que hacían. Nuestra señorita, con su genial apertura de cuerpo y mente, las admiraba y se dejaba admirar por ellas, conversaba con ellas, dejando entender que no tendría impedimento en llegar a más con alguna. Con esto, una vez más, incrementaba formidablemente su erotismo. No faltaban en sus publicaciones de arte erótico escenas lésbicas, con toda la sensualidad que tal acto implica.

Para finalizar esta semblanza de lo poco que se podía saber de ella por medio de Twitter, acompañaba sus publicaciones visuales con otras solamente verbales, que despertaban tanta o más libido como las imágenes. Decía cosas que mejor no reproducir aquí por decoro, por la sexualidad explícita de sus gustos y necesidades, las cuales eran puramente lógicas para todo aquel que pretende disfrutar del coito en todas sus variantes, pero que nadie se suele atrever a decir, mucho menos una mujer. Al mismo tiempo, escribía breves reflexiones sobre las relaciones humanas, sobre todo las amorosas y, alguna vez, de matiz feminista, pero muy comedido y racional, como debe ser, pues jamás hacía propaganda ni provocaciones de -ni hacia- ninguna ideología. Y como mayor prueba de su fineza cultural, también ofrecía enlaces a grabaciones de música clásica, e incluso de ella misma tocando hermosas piezas de guitarra también clásica (sin mostrar la cara), pues, según parecía, era profesora de música. Era una figura apasionante, tanto en la vertiente apolínea como dionisíaca.

De modo que esa mujer existía. Cientos de hombres la adoraban, a través de la red y quizá también en la realidad física. Esto al mismo tiempo desalentaba y motivaba a Heliodoro Peces: eran muchos hombres inteligentes, ingeniosos, artistas, atractivos, “sapiosexuales”, con una sagacidad inalcanzable en materia de relaciones humanas, los que se ganaban la atención de ella. Era inútil intentar competir con tales ingenios verbales o verboicónicos en los comentarios de los tuits de la bella mujer. De vez en cuando algún infeliz mamarracho, que no debía conocer bien a nuestra señorita, decía algún infortunio más o menos grosero, por ejemplo:

‒¿Cuántos mensajes directos has recibido después de poner eso?

Que ella despachaba con madurez y estilo:

‒¿Por qué? ¿Tendría que haber recibido alguno, según tú?

Seguramente, la pobre también se veía forzada a lidiar con imbéciles de todos los niveles, contestando con acerados correctivos y bloqueando a cientos. No estaba valorada la labor que esa mujer hacía por educar a la sociedad en libertad y erotismo. Era un estandarte que debería esgrimirse en pro de ambas cosas, porque era ejemplar: sabía lo que tenía que mostrar, hacer y decir en cada momento. Como decía un viejo sabio, amigo de Heliodoro, dando libertad a la mujer, se daba libertad al hombre. Y lo mismo limitándola.

En estas disquisiciones andaba nuestro Heliodoro cuando le vino el impulso de llamar a uno de sus mejores confidentes y amigos, Yago Feliz.

Me permito hacer aquí otro inciso, porque el autor de este texto, como dije al principio, es un cercano amigo mío, y jamás me ha hablado de ese tal Yago Feliz. Tuve un profesor en la UNED, en el Máster en Profesorado de secundaria, apellidado Feliz. ¿Será algún pariente suyo? Tampoco, dicho sea de paso, he visto que exista ninguna Señorita Kundera en Twitter, aunque sí muchos torpes émulos del manido escritor checo. ¿Serán ya ambos, a estas alturas del relato, creaciones de ficción de mi ingenioso amigo, no ya de su relato, sino de su diálogo interno?

‒Hermano, tengo que contarte algo: me he enamorado ‒dijo Heliodoro.
‒¿Otra vez? ‒contestó el bueno de Yago.
‒Sí, pero esta vez va en serio. No dejo de admirarme por esa mujer.
‒¿Pero existe?
‒Sí, es de carne y hueso. La veo en Twitter.
Yago estalló en carcajadas.
‒¿Y a eso lo llamas una mujer real? ¿A una personalidad artificial, a un disfraz, a una máscara para exhibir en las redes sociales? Anda ya… ‒le reprochó su amigo.
‒Bueno, la cuestión es precisamente ésa. Necesito construirla en mí y eso me vale. Tengo que despertar mi atrofiada capacidad de amar. Encontrar algo que me guste ya es un comienzo.
No iba a explicarle al poco letrado Yago lo bien que lo expresaba Unamuno en Niebla: “El amor precede al conocimiento, y éste mata a aquél […] Y para amar algo ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo!”
‒Pero eso, amigo mío, no sirve para nada. No debes salirte ni un ápice de la realidad. La realidad es lo que te pone en tu sitio, y debes adaptarte o luchar.
Militia est vita hominis super terram… Efectivamente ‒convino Heliodoro‒, me pone en mi sitio, que es la impotencia. Tengo casi cuarenta años y toda mi vida ha sido una decepción continua. Nunca he alcanzado una mujer que realmente me gustase, salvo por breves instantes que se volvían a diluir en la niebla de la que surgieron. Quiero cerrar los ojos y buscar dentro de mí, como el poeta Pedro Salinas.
‒Tú no eres impotente en la realidad, amigo. Hay mujeres que te aman y a lo mejor es a ésas a las que tienes que amar. ¿Qué has hecho con Teresa?
Teresa, si recuerdan los lectores, era la última mujer de Heliodoro, truncada la relación por desgaste y por guerras de sospechas e infidelidades.
‒La he mandado a la isla de Capri, lejos de Roma, como hacían los emperadores romanos con las mujeres o parientes que se habían vuelto incómodos ‒con esto quería decir que la había bloqueado en Whatsapp, pero Yago era buen entendedor y lo había captado.
‒A lo mejor el que está en Capri eres tú. Yo la veo como Proserpina, a la pobre: la vas a arrastrar eternamente a tu inframundo un periodo de tiempo al año, aunque precisamente para ella la luz seas tú. La soltarás y la atraparás, como un dios impío. Suéltala o tómala.
‒Todavía no estoy preparado. En realidad, ya la he soltado, como bien sabes. Hay algo que tengo que aprender viéndome ante una mujer como la señorita Kundera.
‒¿La señorita Kundera? ¿La famosa tuitera? ¿Tú también? ‒preguntó riendo Feliz.
‒¿Cómo que yo también?
‒Conozco al menos media docena de hombres que se han enamorado de ella. Escríbele, a ver qué te cuenta.
‒¿Que le escriba? ¿Y qué le escribo?
‒Tú verás… Pero no lamentes el fracaso. Tú te has metido en eso solo. Pregúntate lo que me contaste el otro día: ¿estás haciendo lo que verdaderamente quieres?

Estaba lloviendo en la calle. Llegó la hora de los aplausos en las ventanas y no apareció la mujer de los otros días. En lugar de ella, en otra ventana, al poco de terminar los aplausos, una joven pareja puso un bafle en el alféizar con el himno de España. Nadie aplaudió esa patriótica audacia y el fornido joven recogió el bafle con una sonrisa triste.

Él también cerró la ventana. Si volviera a llover, la abriría de nuevo. Por la mañana estuvo un rato viendo la fina lluvia purificar su vieja ciudad, en ese momento tranquila y callada, más embellecida aún con el lejano canto de un mirlo que no se amedrentaba con la lluvia. Las palomas, que siempre rondaban por allí ya que Heliodoro las daba de comer, sobre las farolas esperaban pacientemente sin buscar cómo protegerse (acaso no les importaba), hinchando y agitando el húmedo plumaje.

Cerró los ojos.

Hola, no te diré todavía mi nombre, pues es indigno de ti y lo será de mí también cuando este mensaje no reciba respuesta alguna. Quiero decirte, aunque no dejen de decírtelo unos y otros, que me muero por conocerte. No puedo explicártelo sin saber que me lees, pero baste ahora con decirte que el amor y el deseo se me reinventan contigo. Existir para ti
…será el retorno a esta
corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su infinito.

El autor ha olvidado decir de quién son estos famosos versos: Pedro Salinas, del último poema de La voz a ti debida.

Ya estaba hecho. Intentó retornar a sus quehaceres diarios, o más bien nocturnos, si es que le dejaban los fastidiosos vecinos que ponían la tele alta hasta las cuatro de la madrugada, día tras día. Si no fuera por eso, sería perfecto no salir de casa.

Otro día perdido.

***

Al día siguiente, con la cuenta atrás acelerándose del final del confinamiento, del retorno al trabajo y de la definitiva escasez de tiempo, nuestro Heliodoro limpió la casa, puso la lavadora y se dio una carrera a la frutería para comprar otros dos kilos de fresón de Huelva, alimento que no se cansaba nunca de comer. Lamentablemente, la tienda estaba cerrada. Lo único útil del trayecto fue que encontró un carro del Mercadona junto a unos cubos de basura y, al llevarlo de vuelta al supermercado, como compensación al cívico acto, recibió con sorpresa el euro del cerrojo al engancharlo a los demás carros.

Llegó la noche. De nuevo encendió el ordenador y cerró los ojos. Respiró hondo.

‒Encantada de conocerte, Heliodoro ‒había escrito ella.

El corazón se le puso al galope.

‒¿Cómo sabes mi nombre?
‒Lo pone en tu perfil, tonto ‒no tardó en contestar. Estaba conectada.
‒No me llames así, "Heliodoro". No quiero llamarme así contigo. No quiero ser el de siempre.
‒Me parece bien. Yo tampoco soy quien soy aquí en las redes. No me llamo Kundera. ¿Cómo quieres que te llame?

Heliodoro pensó unos segundos.

‒Heliodante.
‒¿Vas a bajar a los infiernos como en la Divina comedia? ‒sugirió ella.
‒Sí, ésa es la idea. Pero también le he dado la vuelta a mi nombre. “Doro” es ‘regalo’, algo dado. Yo quiero aprender a dar. Me gustan mucho los participios de presente, como “oferente”, “amante”, “Rocinante”, así que me acabo de inventar el de “dar”, “dante”. Mejor y más corto que “donante”.
‒Interesante.
‒Vivan las rimas ‒se atrevió a decir él.
‒Y el ritmo ‒añadió ella.
‒“Ama tu ritmo…” ‒enlazó él.
‒“Y ritma tus acciones”, me encanta ese poema de Darío.
‒Es justo lo que estamos haciendo. No me imaginaba que también sabías de literatura.
‒Hay muchas cosas de mí que no conoces. Pero no las debes saber todas.
‒¿Es cierto que el conocimiento mata el amor?
Esta vez fue ella la que se quedó pensando.
‒Primero habría que saber qué entiendes tú por amor.

Sin saber por qué, Heliodoro sentía que se ahogaba con esa mención directa de la cuestión del amor que, dicha por esa persona, le removía el alma. Tuvo que asomarse a la ventana y contemplar la espléndida luna llena de aquella noche de abril, más blanca y más pura, si cabe, que la nieve sobre los pinos o el brillo de la plata. Le pareció que contemplar la luna sugería algo de verdad eterna; que, pese a todo, ella seguía ahí, que aunque todo cambiase seguiría brillando la luna en el cielo, inmutable, testimonio de todas nuestras dudas, miedos, necedades, deseos.

La luna le devolvió la calma. La pureza y el esplendor de su luz debían estar también en su propia alma. No podía estar mal lo que estaba haciendo. “In hoc signo vinces”, recordó.

‒Miss Kundera, me atrevo a decir que tú tampoco lo sabes.
‒Vaya con el tímido. Tienes razón, lo estoy buscando igual que tú. Por eso estamos vivos. Pero que no lo sepa del todo no quiere decir que no haya avanzado bastante con todo lo que he vivido.
‒Pero tú eres una maestra de erotismo, no de amor. Enciendes el deseo.
‒Eso es todo un cumplido, gracias. ¿No te parece suficiente?
‒Es verdad. Sí, bueno, no. A mí me tienes aquí deseándote por el erotismo que irradias. Sin embargo, aunque no creo que sea así contigo, suele ser una llama que se consume muy rápido.

El sistema notificaba, durante un largo intervalo, “escribiendo… escribiendo…”.

‒Se consume si quieres que se consuma, y si no quieres explorar más allá. Se consume si has elegido mal. A lo mejor tú te piensas que voy consumiendo un hombre tras otro, pero no es así, no soy la ligera que muchos se piensan, aunque sea parte de mi máscara. Ya he aprendido. Vale más la pena un amigo que un amante efímero, aunque no me acueste con el amigo, o no mucho. Si eres lo que creo que eres, búscate una amiga, no una novia.
‒Gracias por ayudarme, aunque quería evitar esta inferioridad respecto a ti, que sin duda tengo. ¿Qué crees que soy? Con perdón, no es que quiera hacerme el interesante, sino que necesito verme a través de tus ojos.
‒“Eres un universo de universos / y tu alma una fuente de canciones”, como decía el poema de antes. Este trato no se lo doy a cualquiera, ni, por si no lo sabes, suelo contestar cuando me escriben. Esta noche estoy generosa por el confinamiento. Pero estás atado y, mientras sigas así, no puedes hacer nada. Conmigo menos.
‒¿Cómo sabes que estoy atado?
‒He visto tu blog ‒y añadió‒: Teresa.

Al llegar aquí, según transcribía este texto, me preguntaba a qué estaba jugando mi amigo. El del blog soy yo. Pero no soy Bastian, ni este relato pretende ser “el libro de todos los libros”, que es La historia interminable. Iba a tratar de escribir un ensayo sobre eso en otro momento. Valga este cambio de niveles de ficción para recordarme que tengo que escribirlo.

‒Lo dejé con ella hace varios meses. No quiero volver a tocar su cuerpo ni comprometerme con ella. Es una furia.
‒A ninguna mujer nos gusta que nos hablen de otra mujer. Ni siquiera que pienses en otra. Lo sabes, ¿no? Hasta que no te desembaraces de ella no tendrás ninguna posibilidad no ya conmigo, sino con cualquier otra. Pero, como me imagino, buscas una solución milagrosa para seguir hablando con ella, conmigo, con otras chicas y que todo sea felicidad y júbilo.
‒Es una ecuación que resolver, sí.
‒Heliodante, Heliodante, vaya laberinto que tienes por delante…
‒Me has hecho reír, Kundera, Kundera, mi amor y mi bandera.
‒Eras tú el que tenía que hacerme reír a mí, capullo. No soporto los tíos aburridos ni dramáticos. Pero, como te dije, esta noche estoy generosa. Coge un maldito papel y apunta: página 148 de La insoportable levedad del ser, editorial Tusquets.

Había amanecido un nuevo día para Heliodoro Peces. Desayunó y buscó ese libro que hacía muchos años que leyó. No lo tenía en mucha estima. Lo englobaba junto a las demás lecturas de postadolescente, en sus primeros años de universitario, cuando leía libros “de moda”: lecturas obligadas porque los leían todos. La típica trilogía de Hermann Hesse: Demian, El lobo estepario y Siddharta, el susodicho de Milan Kundera y el otro inseparable, El libro de los amores ridículos; Crimen y castigo de Dostoyevski, cuentos de Borges, Schopenhauer y todo lo que a uno le hacía parecer interesante en esos tiempos.

Localizó el libro y la página. Se sobrecogió al ver que el personaje del que trataba el pasaje se llamaba Teresa. Tuvo que molestar a Yago Feliz para preguntarle algo:

‒Amigo, ¿qué son las casualidades? Las coincidencias increíbles, ya sabes. ¿Señales?
‒Nada. ¿Señales de qué? No hay augurios de nada. Son ondas de vibración.
‒¿Ondas?
‒Sí. Cuando pasa algo importante en tu vida, como parte que eres de una unidad total que es el mundo, éste se agita, como cuando tiras una piedra en un estanque. Se repiten escenas, motivos, nombres, números. Significa que el mundo siente a través de ti. Estás sintonizado con él. Acuérdate de cuando murió tu amigo Carlos Céspedes López y se te repetía el 23 y la ciudad de Berlín.
‒Gracias, Yago. No te quería molestar. Sólo era eso.

Colgó el teléfono. El libro del autor checo decía así, en la dicha página 148:

¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía.

A Heliodoro le parecieron términos indisolubles, como en un oxímoron, “promesa” y “sin garantía”. No podían ser más semánticamente opuestas. Pero, en cierto modo, entendía lo que quería decir.

Siguió leyendo y comprendió, aunque tendría que releer el libro, que la tal Teresa tenía algún tipo de bloqueo para el amor físico y que otro personaje, Tomás, era un “sapiosexual” aventajado. Se supone que estas cosas nos llamaban la atención hace treinta años, cuando este tema era novedoso. En la misma página, decía:

[…] No pretende tomarse la revancha con Tomás. Lo que quiere es encontrar una salida al laberinto. Sabe que se ha convertido en una carga para él: se toma las cosas demasiado en serio, por cualquier cosa hace una tragedia, no es capaz de comprender la levedad y la divertida intrascendencia del amor físico. ¡Quisiera aprender a ser leve! ¡Desea que alguien le enseñe a dejar de ser anacrónica!

Heliodoro subrayó “por cualquier cosa hace una tragedia” y “ser leve”. Siguió leyendo un poco más, hasta entrar en la página 149:

Pero precisamente por ser para ella algo tan importante y serio, su coquetería carece de levedad, es forzada, voluntaria, exagerada. El equilibrio entre la promesa y su falta de garantías (¡en el que reside precisamente el virtuosismo de la coquetería!) queda roto. Promete con demasiado fervor […]. En otras palabras, le parece a todo el mundo excepcionalmente accesible.

Pensó en ello hasta que llegó la noche.

‒¿Me quieres decir que hay que aprender a ser leve?
‒No es tanto eso. Se trata del equilibrio. Teresa y tú, sobre todo tú, estáis desequilibrados. A mí me gustaría ayudarte, pero ese trabajo lo tienes que hacer tú. Además, tengo bastante con lo mío ‒dijo ella.
‒Es verdad que ella ‒empezó a desear no nombrarla‒ no entiende nada de coquetería. No ha nacido para eso. Es… sincera. Precisamente encaja lo que acaba diciendo tu libro: si quisiera coquetear, parecería totalmente accesible, y cabrearía a los hombres si luego los rechazase. ¿Cómo lo haces tú? ¿Cuál es tu máscara?

Heliodoro se agitó un instante, volviendo en sí. Eso de la “insoportable levedad” le trajo a la mente un poema que había sido imprescindible en su vida pasada. Le dieron ganas de enseñárselo a la señorita Kundera, pero sintió que desentonaría con el tema que estaban hablando, pudiendo hasta cabrearla. El poema era de Pedro Salinas, los versos del 1364 al 1384 de La voz a ti debida, y expresaba a la perfección el sentimiento más diametralmente opuesto a la levedad del ser:

¡Qué entera cae la piedra!
Nada disiente en ella
de su destino, de su ley; el suelo.
No te expliques tu amor, ni me lo expliques;
obedecerlo basta. Cierra
los ojos, las preguntas, húndete
en tu querer, la ley anticipando
por voluntad, llenándolo de síes,
de banderas, de gozos,
ese otro hundirse que detrás aguarda,
de la muerte fatal.  Mejor no amarse
mirándose en espejos complacidos,
deshaciendo
esa gran unidad en juegos vanos;
mejor no amarse
con alas, por el aire,
como las mariposas o las nubes,
flotantes. Busca pesos
los más hondos, en ti, que ellos te arrastren
a ese gran centro donde yo te espero.
Amor total, quererse como masas.

Subrayó “mejor no amarse con alas”. Pero ¿quién tenía razón? ¿Qué dialéctica existía entre amar con levedad y amar con gravedad? ¿Habría un término medio?

‒Mi máscara es mi sombra. Acepto la parte de mí que niega lo impuesto, que me exhorta que deseo disfrutar con muchos hombres, sin atarme a ninguno; que deseo experimentar el erotismo al máximo, y el erotismo es arte y es belleza, porque es mi vocación; que deseo gozar del cuerpo con el que he sido dotada antes que de la seguridad de un marido o una familia. Con todo eso me fraguo esta máscara que ves.
‒Es un juego muy atrevido, señorita.
‒No es un juego.
‒Lo digo por anteponer esas aventuras a la seguridad. Para mí, todo lo que no sea seguridad son apuestas arriesgadas. Es un juego, pero en la vida el juego tiene consecuencias.
‒Tomo mis precauciones. No me suelo equivocar, soy muy selectiva con quien hablo.
‒¿No te pasa alguna vez como a la mujer del libro de Kundera, que te muestras muy accesible y luego provocas enfado cuando, en el momento clave, decides no seguir el juego?
‒Ha habido casos. Pero te diré que uno de los placeres de llevar la máscara es no reconocerme. Me sorprendo a mí misma, y eso me encanta. Yo no sé qué va a hacer o qué va a decir un hombre que me pretende, pero yo tampoco sé hasta dónde lo pretendo, si me puede dejar de gustar, o si en un principio no me gusta, pero luego sí. No sé si voy a besar a un hombre hasta el último segundo antes de besarlo. Mientras tanto, me dejo llevar por el azar y por la intuición.
‒Me conozco y no me creo capaz de eso. Sin embargo, algo estoy haciendo mal, porque me ahogo tanto con amor pesado como con los intentos fracasados de liviandad ‒arguyó Heliodante.
‒Eso se llama ansiedad, amigo. Pero ten en cuenta que, si deseas verdaderamente algo, ocurrirá. Ten tu deseo a la vista, pero no lo exhibas en tu mundo, ni exterior ni interior. Si quieres que se te acerque un ave, no la asustes. Olvida que está ahí, incluso. Engáñalos a todos, hasta a ti mismo: que no sepas ni que querías ese pajarillo. En esa incertidumbre consiste la levedad. Tú no dejas de ser Teresa, como te digo: no sabes coquetear. Eres demasiado accesible, demasiado fácil. Valórate más, no te arrodilles ante mí ni ante ninguna otra belleza. Respétate y te respetarán. Y una cosa más.
‒¿Cuál?
‒También hace falta la coquetería con uno mismo para disfrutar. Te estarás seduciendo a ti a la vez que seduces a otro. Yo lo hago, me pone muchísimo. Si miras unas páginas más adelante en el libro de Kundera, verás a lo que me refiero: mi cuerpo reluce cuando está superpuesto con otro. No deseo tanto el cuerpo del extraño como el mío propio cuando está con ese extraño. Parece, incluso, que no soy yo. Parece que me veo desde el otro. Hay un juego de distancias conmigo misma y con el otro que excita más desmesuradamente cuanto más al límite se pone al cuerpo. ¿Hace falta saber de amor? ¿Hace falta anteponer lo metafísico a lo físico?
‒A mí me cuesta ver que tu cuerpo perfecto no sea todo alma, todo vida, todo idea ‒hizo una pausa y añadió‒: ¿Cómo puedo agradecerte todo esto?
‒Escríbeme un poema tuyo. Si me gusta, te invito a que me invites a un café ‒dijo ella, con su sonrisa de Afrodita, desde el otro lado del mundo‒. Pero antes, sé libre y haz lo que tengas que hacer con Teresa. A las tías libertinas no nos pone nada un tío con ataduras. Ataduras de ese tipo, no de las de sentido literal, que sí me ponen.
‒¿Cómo es posible que con toda esa liviandad, máscaras, poliamor y esas… cosas liberales una mujer como tú no acepte a alguien con pareja?
‒Te lo explicaré, ya que pareces nuevo. Es la paradoja de la poligamia. Igual a los hombres que sólo buscan el vil acto físico les da igual, pero a las mujeres no nos gusta que nos tomen el pelo. No puede haber otra, aunque haya otra. Si estuvieras casado, yo me acostaría contigo gustosamente si me haces ver que la que te importa soy yo, al menos en el momento de estar juntos. ¿No te gusta Pedro Salinas? ¿Crees que a Katherine Whitmore, su amante, la mareaba con lo que sentía por su mujer?
‒¿De modo que hay que mentir? ‒dijo él.
‒No es mentir. Es dar a cada cual lo suyo. Búscate amantes, si te apetece. Deja o no dejes del todo a Teresa, si crees que te aporta algo. Pero valora a cada una y valórate a ti. Incluso si no estás con nadie. No hagas sufrir a nadie con tus propias inseguridades. Aprende a volar y vuela. Haz la música del mundo para la cual has nacido. Ama tu ritmo.
‒…y ritma tus acciones ‒Heliodante empezaba a repetir el soneto de Rubén Darío como un mantra. ‒Eso es un nuevo comienzo contigo. Así empezamos a hablar, ¿recuerdas?

Con mucha atención debió mi amigo leer Niebla de Unamuno, porque ahí dice, en el capítulo 5: “Toda ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. […] la expresión sensible del amor es la música”.

‒Sí, cuando iba bien la cosa ‒ironizó ella.
‒Te miro como miro a la luna. No sé si te amo; da igual. Te deseo, como puedo desear a otras, pero esta noche es para ti. Esta noche y todas las noches que quieras venir a mi sueño, Selene.
‒Vendré a verte siempre que sueñes, Endimión.

Heliodoro Peces contemplaba una vez más las bellas, excelsas imágenes de la señorita Kundera en Twitter, con las suaves curvas de su cuerpo, ya fuera entre las sábanas de su cama, tras las cortinas de su ventana o en la penumbra. Leía las últimas sensuales obscenidades que escribía, siempre con humor y con estilo. Al llegar a otra foto donde se la veía vagamente reflejada en el espejo de su dormitorio, Heliodoro recordó otro poema de Pedro Salinas, titulado “Las ninfas”, donde se describía una ninfa sumergiéndose desnuda en las aguas de un río, contrastando su cuerpo real con su reflejo y, relativo a tal, unos versos decían:

¿Qué ninfa va a elegir, la de la orilla,
o la otra, eterna?

***

Aquí concluye el documento que me ha enviado mi anónimo amigo, a quien pasaré factura por varias osadías que me han resultado embarazosas, como atribuirse la capacidad de escribir y entender de poemas, leer y citar mis propios libros y hasta atribuir a su personaje rasgos psicológicos míos, no suyos. Me guardo explicar a los lectores las osadas coincidencias, pues, sin duda, todo esto es una broma de un amigo mío jugando a ser escritor.

"Selene y Endimión", Ubaldo Gandolfi, hacia 1770.