domingo, 22 de noviembre de 2020

La cama de hojas de roble

Cuán diferentes son las cosas desde ópticas diferentes, desde un punto distinto de visión o, al ser el espacio y el tiempo una sola dimensión, siendo ese punto tanto un momento como un lugar diferente. Un momento, más bien. El espacio es fácil de manejar, porque cambiar de lugar es relativamente sencillo. Pero ¿cómo desentrañar la radical diferencia de las cosas vistas desde puntos temporales diferentes? 

Me decían que me tenía que preguntar "¿quién soy?" y actuar en consecuencia a la identidad encontrada. Pero no puedo ver ni tocar nada constante. Ni siquiera los faraones egipcios llegaron a ser eternos. Por eso, la pregunta que me quiero hacer es: "¿quién soy ahora?" Pero tampoco es fácil saberlo.

Hoy quiero desahogarme hablando en primera persona, no escudándome tras personajes de ficción como Heliodoro Peces, ni tras retahílas de palabras en un ensayo. Como siempre digo, esto iba a estar en un cuaderno, pero en esta época este soporte parece más útil. De este modo, me vienen a la mente personajes como los de Dostoievski, que narran todos sus pensamientos, o es el narrador quien lo hace; es el de Apuntes del subsuelo el que me viene ahora a la cabeza, por conectar con la idea que voy a circunnavegar durante el rato que esté sentado ante el ordenador.

Yo era otro cuando leía a Dostoievski. Tenía veintidós o veintitrés años. Estudiaba Filología Eslava. Trabajaba en Iberia. Allí, en el hangar 6, mientras trabajábamos con los ya extintos MD80, a veces me llevaba fotocopias de la carrera para intentar leer en los ratos en que se pudiese. Dejé una copia impresa bajada de internet de Apuntes del subsuelo en el pupitre del jefe de equipo, Emilio Fuentes. Los pupitres eran para los papeles del trabajo, pero a veces había ahí periódicos o papeles de todo tipo. Entonces, en un momento en que volvía yo de trabajar en el avión al pupitre, me sorprendí de ver al hombre más mayor de nuestro equipo, Pedro Sorando, "el Sori", un hombre apacible, generoso, amable, que creía sencillo y nada interesado en literatura rusa, leyendo atentamente los folios de la novela.

-Esto es bueno -decía, sin conocer nada del autor.

Recuerdo que esa pequeña novela comenzaba diciendo "Soy un enfermo". Quizá en ruso debía entenderse como "estoy enfermo", pero da igual para el caso: ese personaje sabía quién era en ese momento.

En el caso del escritor ruso, que llegaba a conocerse, expiarse y mostrar los extraños vericuetos psicológicos por los que transitaba, al mismo tiempo que impulsaba el género de la novela por nuevos derroteros artísticos, éste halló ser víctima de una patología y partía de ahí en sus acciones subsecuentes. Pero yo no encuentro ningún punto del que partir.

Han pasado casi veinte años desde aquel día en que, vestido de mecánico, yo quería ser algo más cultivándome con estudios. Hoy, o hace dos días, quería volver a ser técnico en mantenimiento de aeronaves para poder volver a aspirar a algo más. Dejé de ser mecánico en agosto de 2018. Desde entonces, he desarrollado una actividad supuestamente intelectual, la de profesor de enseñanza secundaria. Esto es supuestamente el fruto de todo aquello que leía y estudiaba, desde aquella primera licenciatura. Sin embargo, una y otra vez quiero huir, incluso sabiendo que Iberia ya no es como aquélla ni podrá volver a serlo, con la única esperanza de que, con ese trabajo "no intelectual", volviese a leer y a escribir. Me debato entre las dudas cada semana, oscilando como un péndulo, entre dejar la enseñanza, con la plaza de funcionario de carrera (un papel, ni siquiera un diploma como debiera, que no honra para nada lo que cuesta obtenerlo) y volver a las penurias físicas del trabajo con aviones, o seguir quemándome en esta guerra de desgaste, que es la docencia, con la esperanza de adaptarme algún día y poder volver a crecer como persona, estancado como estoy desde el citado año.

Perdonad por estas dudas tan personales y mundanas que a nadie importan. Lo importante sería aportar algo con lo que todos, en mayor o menor medida, pudieran identificarse. Por eso ahora pasaré a mi eterno péndulo del asunto amoroso. ¿Leerá alguien esto y me acusará de algo? Sí, todavía estoy ahí, como el dinosaurio de Monterroso. La misma mujer de la que hablo siempre a mis pobres cansados amigos, con la que he terminado y vuelto innumerables veces. Todavía. Ese "todavía" que ya parece sospechoso de implantarse en un mucho más pesado adverbio de tiempo que, como una reforma ciudadana de Le Corbusier, lo ocuparía todo y borraría o distanciaría incluso a antiguos amigos. Pero, si la ciudad no está bien hecha, ¿hay que decantarse por la obra nueva? En cierto modo, la obra ya está empezada y no sabemos si desmantelar lo hecho, volviendo a lo que había, al tonto yo juvenil que tampoco llegó a ninguna parte, o a una extraña especie nueva y actual de mí, semiabandonado, desilusionado, pero suficientemente agradecido con pequeñas cosas para poder seguir viviendo. Pequeñas cosas que esa irreductible mujer, siempre presente, proporciona incondicionalmente, pensando más en mí que en ella misma, con el caro coste de esperar el mismo amor y fidelidad por mi parte. Un amor cuya duda es mejor no decir ni mostrar, sino guardarme para mí. ¿Cómo puedo lidiar yo con eso? Tan difícil es como adaptarse a la docencia para poder crecer.

Esta foto es de hoy:


Me he compadecido de ese roble que se ha horadado la carne con la dura piedra, cicatrizando sobre ella, para lograr, finalmente, crecer. He pensado que era el mensaje que quería darme: hay que intentar vencer los obstáculos, por doloroso que sea el proceso. He pensado, con esa imagen, que volver atrás no sirve ya. ¿Cambiar a mi anterior trabajo? Me viene a la cabeza el poema "Peregrino" de Luis Cernuda. O el verso de una canción de J. Sabina: "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver".

¿Y volver a la plena soltería, buscando otra vez? ¿Buscando qué, exactamente?

Hoy también me ha parecido que ya lo había encontrado todo y que no queda nada que buscar. En ese lugar ladera arriba por un camino de Cercedilla, ha ocurrido algo. Ha ocurrido que durante el tiempo en que estuvimos allí no pasó nada, ni dentro ni fuera; de mí, al menos. 

Me había llevado el cuaderno para escribir, el cuaderno verde que me regalaron los alumnos de 3º de ESO del primer año. Iba a sentarme en una piedra para realizar esa labor. Pero no estaba cómodo y no notaba que tuviera nada que dejar por escrito en ese momento. En cambio, brillaba un sol apacible entre las ramas, no se oía a nadie y piaban los pájaros. Me tumbé en un trozo de suelo sin piedras y alfombrado de hojas de roble, que crujieron suavemente bajo mi cuerpo. Recosté la cabeza en una piedra redondeada con musgo, aunque aporté mi chaqueta a la mullida superficie. Cerré los ojos, tornándose la visión en cálida oscuridad roja por el sol que me bañaba la cara y atravesaba mis párpados. El sol de otoño es una bendición. Parece el sol más antiguo, al desvelar formas y sombras mágicas y tornar el mundo en dorado por sus rayos y las hojas de los árboles. El día anterior, en El Escorial, con perdón por la analepsis, recordé cuando me creía yo sol:


El sol me recordó querer iluminar, cuidarme para emitir una gran cantidad de energía, no tanto para asombrar al mundo, sino para dar lo que saliera de mí. Pero ya no soy sol, ya me he perdido, sin saber quién soy ni adónde me dirijo, casi sin memoria al no saber ni quién fui. Quizá sea ya luna, astro de la luz falsa, deseoso de reflejar luz proveniente de otro astro, de circular fantasmagórico cambiando de fase. 

Mientras tanto, volviendo al momento presente -en esta narración y en aquel momento-, seguían cantando los pájaros, que entreveía con los párpados entornados, sobre todo en un esbelto y delgado roble que sorprendentemente mantenía bastantes hojas, frente a otros que estaban completamente expoliados de su noble follaje. Un carbonero saltaba de rama en rama con agilidad y, seguramente, felicidad supremas. Noté que ese roble tenía muchas agallas o agallones, ese falso fruto (¿también puede que yo dé falsos frutos?) que forma el árbol para intentar engullir huevos de cierta avispa que precisamente pasa a larva protegida por la materia vegetal dura y seca de la agalla. El roble, o los árboles en general, siempre sufren para que vivan los demás. No me extraña que el símbolo del Cristianismo sea una cruz leñosa.



Se dice que el roble es un símbolo del valor guerrero, quizá de virilidad, quizá del éxito en las campañas guerreras. Las insignias militares tienen hojas de roble, por tanto, en su origen se asociaría al dios Marte. Se opone al laurel, según entiendo, al ser éste el atributo de Apolo, dios de las artes, aunque la corona de los emperadores romanos fueran de hojas de laurel (en oro), no de roble. Parece que el honor de las hojas de roble está a la zaga de las del siempre verdeante laurel, con el que no se puede competir. Sin embargo, en ese momento que quería vivir intensamente en el presente, me acogía una cama de hojas de roble, del valor guerrero, que en algún momento entendí no ya como tal, dados los tiempos sin guerra, sino como del valor de enfrentarse a las cosas en la práctica. El roble honra lo que se ha llevado a cabo con mayor o menor éxito, honra el valor de enfrentarse al enemigo real, a las dificultades reales. El laurel es para elogiar la palabrería. El roble es para los que luchan. ¿Qué preferiría Cervantes, si pudiera? Aunque hubiera ganado la eternidad con el Quijote, seguramente su orgullo personal se erguiría en Lepanto, "la más alta ocasión que vieron los siglos".

Allí estaba yo en mi cama de hojas de roble, tras quince años de mecánico para nada, unas oposiciones para nada, dos años y pico de profesor de adolescentes, para nada. Criando agallas, un falso fruto.

Miré las hojas del suelo de cerca. Había una con una hormiguita. La hormiga recorría los rebordes caprichosamente redondeados de la hoja, como si simbolizase las dificultades, para recordar que no hay un camino recto ni sencillo, que hay que horadarse la piel sobre la dura roca si nos estorba el crecimiento, que no hay gloria posible si no es en la práctica.

¿Y quién soy ahora? Un guerrero cansado de la vida, pero aún de servicio y con la obligación de crecer.

Que es mi barco mi tesoro...

Que es mi vida mi tesoro. Vida, eso soy, otro otoño más, a la espera de la primavera. Eso debe pensar el roble.