domingo, 17 de octubre de 2021

Carthago delenda est


Transcurría sin alicientes ni eventos notorios la vida de Heliodoro Peces Burgos. Se levantaba cada día con poco margen para ducharse y desayunar, dando prioridad a lo primero, momento de introspección en estado de semiconsciencia, en la oscuridad, bajo el agua caliente, con el tapón puesto para que tener al menos los pies sumergidos, ya que no podía bañarse por falta de tiempo y por la escasez de agua en Castilla. Era uno de los mejores momentos del día: cerrar los ojos y fundirse con el agua fluyente y constante, de agradable temperatura, que si llegaba a quemar un poco, mejor. A menudo se acordaba de Islandia, un país donde el agua era gratis, inagotable, incluso el agua caliente. A veces pensaba que si viviera allí, sólo por eso ya merecería la pena, por poder ducharse o bañarse sin medida todos los días. Un amigo que tenía allí, Leandro Parias, podría disfrutar de ese lujo, si no fuera por el sacrificio que suponía tener dos hijos y bastante responsabilidad en su trabajo.

Pero Heliodoro no tenía hijos, para bien y para mal. La única comparación a aquello, de lo más grotesco, era su gata. Momentos antes de poder vencer el sueño, a Heliodoro terminaba de despertarle su gata, pues el radio reloj despertador no lo conseguía. La gata se subía al cabecero de la cama, con cierto esfuerzo pues ya tenía sobrepeso, usando las uñas que iban maltratando la madera, para pasearse haciendo equilibrios por toda su longitud, hasta jugar a mover unos relieves de escayola, de bacantes grecorromanas, que colgaban de la pared. Era ahí cuando Heliodoro estaba obligado a levantarse, reñir a la gata, cogerla del cabecero y echarla sobre la cama. Y de ahí a la ducha.

Quedaba poco tiempo para el desayuno. Siempre pretendía desayunar tostadas con mantequilla y mermelada o miel, que había sido su costumbre en la juventud y a la que no renunciaba pese a que dijeran que es más sano desayunar otras cosas, pero en los días de diario casi nunca le daba tiempo. Por eso engullía rápidamente los dos o tres medicamentos que tenía que tomar y unas galletas María en el café con leche.

Cuando no tenía café hecho, se daba la doble circunstancia de ventaja y desventaja. La segunda era que tardaba un par de minutos más, con lo que tenía que darse más prisa. La ventaja era el delicioso aroma y el disfrute del ritual de prepararlo: desde hundir la cuchara en el bote de esa fascinante sustancia molida, pasando por rellenar la cubeta filtrante, hasta el borboteo y el transformado olor mezclado con vapor de agua que emanaba de la pequeña cafetera italiana. Para él era el mejor café el recién hecho, aunque el del día anterior tampoco perdiera sabor ni nada, realmente.

Aun así, le sucedía algo que le intrigaba y que le comentaría a Leandro Parias: el café molido nunca le olía igual de bien que hacía veinte o más años. Su primera deducción fue que ya no fabricaban café como antes. Seguramente ninguno era como el café torrefacto portugués que le traían sus tíos a sus padres de su pueblo en Extremadura, tan cerca de Portugal que se podía cruzar andando, y de donde siempre traían un montón de bolsas de ese negro y brillante café en grano. A Heliodoro no le molestaba molerlo, aunque fuera un trabajo entretenido. En la célebre novela rusa Oblómov de Iván A. Goncharov también se mencionaba el hecho de moler café como recuerdo de tiempos mejores en épocas pasadas, aunque era una criada quien lo molía.

Pero Heliodoro a veces conseguía buenos cafés –le quedaba de alguno que le había traído Teresa- o incluso sus padres le daban algo del café portugués “Camelo”, que ya no se llamaba así, ni tenía su famoso camello impreso en la bolsa, pero seguía teniendo el envase parecido y su mismo aspecto, y se quedaba atónito cuando se percataba de que no olía como antes. O no sentía ese mismo regocijo al inhalar aquello tan placenteramente. Y así se dio cuenta de lo que le pasaba y lo anotó en la pizarra de la cocina:

“No era el café. Era yo.”

No era el mismo el que olía el café con quince años que el que lo olía con cuarenta. Algo se había muerto por dentro. El cerebro habría sufrido ya demasiados estímulos como para seguir mandando señales de algo bueno o algo malo a las zonas que hacían consciente el placer o el disgusto. Quizá incluso las células sensitivas de la pituitaria se habían ido perdiendo, como dicen que ocurre con las del oído, y con las propias neuronas que mueren cada día.

Tuvo que ir corriendo al trabajo, una vez más. Podía haber cogido su bicicleta, Galgo, ya arreglada del pinchazo en la rueda delantera, pero se había puesto unos pantalones claros que se podían manchar fácilmente con la cadena. Tampoco tardaba mucho más andando o corriendo: cruzaba entre las casas, viendo otra vez, con curiosidad y cierto disgusto, las insistentes pintadas vandálicas. No soportaba las pintadas vandálicas, muchas simples nombres inventados, que para él no tenían nada de artístico ni reivindicativo, ni veía simpático el benévolo nombre de "grafitis". No le parecía bien ningún motivo supuestamente revolucionario al que se apelase de esa manera. Cuando era joven, las pintadas, igual de asquerosas, eran de anarquía e insumisión, a la vez que contra los sindicatos y partidos políticos mayoritarios (debajo de casa de sus padres hubo uno que decía “UGT roba, PSOE encubre”, y los de “OTAN no, bases fuera”). Pero nada de lo que había pintarrajeado, aunque fuese reivindicativo, era realmente útil.

¿Y por qué no reivindicar, por ejemplo, subvenciones para los coches eléctricos? ¿O protestar contra la subida de la luz? ¿O contra los salarios de los políticos? ¿O contra las casas de apuestas? ¿O a favor del reciclaje? ¿O contra los contratos basura? ¿O por una enseñanza mejor, de mayor nivel, para que nuestros alumnos no sean los peores de Europa? Más que todo eso y mucho más, a la persona que pintarrajease paredes, le importaba cualquier otra banalidad cuya finalidad era dividir a la gente.

En esto estaba Heliodoro, ya purgado al contemplar unas curiosas setas al pie de un olmo, unos bonitos pero lastimeros gatos callejeros y las graciosas urracas hurgando la hierba, cuando llegó al instituto. El narrador de esta historia ha querido retrasar todo lo posible el desvelo de la actividad laboral de Heliodoro Peces, al no ser relevante, primero, en cuando a sus historias amorosas de las cuales hemos dado parte y, segundo, para no condicionar a los lectores al imaginárnoslo como profesor de Geografía e Historia, cosa que no había sido siempre y que es lo que era en este mundo ficticio que hemos creado.

Los profesores suelen estar locos o tener profundas rarezas, prejuicios, susceptibilidades y una serie de peculiaridades que suelen hacerlos objetivo de críticas. A ello se suma que se les considera responsables del desarrollo de los jóvenes e incluso causantes de muchos traumas, cosas que no tienen ningún sentido. Los jóvenes se desarrollan solos, en primer término; en los siguientes escalones, bajo la impronta de su familia, de sus amigos, de la televisión y de los videojuegos y, por último, como lo más insignificante, están los profesores. Prueba de ello es que un exalumno ni siquiera salude a su antiguo profesor cuando se lo encuentra por la calle.

Había que avanzar temario, pero todo eran problemas. No habían hecho la tarea ni sabían hacerla. Otra vez había que explicarlo. Rellenó de nuevo la pizarra con el esquema de la España de los Reyes Católicos. Había un rumor de varias personas hablando no muy bajo que no se callaban ni un momento. A Heliodoro le costaba pensar así, pero siempre lo intentaba hasta más o menos decir o escribir lo que tenía en mente, a costa de su salud. A menudo se amparaba en la mirada de alguna bella alumna de largas pestañas, que parecía seguir la clase, aunque en los exámenes demostrara lo contrario. Aun así, esas alumnas le daban paz, y ellas y algún alumno, de carácter más o menos afable y que parecía mostrar verdadero interés, eran su principal asidero en la marejada que es siempre un aula.

Fue a la siguiente clase y allí tuvo uno de esos momentos íntimos y convulsos que le hacían estar más atento de su vida, de una vida insignificante, como la de los profesores para los alumnos, donde nunca pasaba nada digno de mención, pero que debía repasar y anotar, al no tener otra cosa. Se acordaba mucho de Jesús G. Maestro (al que llamaba para sí "el Chus"), gran referente suyo por sus vídeos de YouTube, que decía despectivamente que la poesía de la experiencia o la de Jaime Gil de Biedma era la de “los que no han tenido ninguna experiencia”. Efectivamente, no podían hablar de experiencias como las que tuvo Miguel Hernández. Pero no pueden quedarse sin expresar nada todos aquellos, la mayoría, que no tienen vidas épicas o emocionantes.

De manera que lo que le aconteció a Helidoro una vez que entró en la siguiente aula fue ver que en la pizarra el profesor de Lengua había analizado en morfemas la siguiente palabra:

Deleznable

Delezn-: lexema

-a-: vocal temática

-ble: sufijo

Y al lado había indicado, con una flecha: “Puede que venga de “lezna”. En ese caso, “de” es prefijo”.

Se quedó pensando. La palabra “deleznable” es muy sonora, es algo que se rechaza enérgicamente por desagradable o perjudicial, algo horrible. Lo de la lezna, ese instrumento de los carpinteros, no le convencía. En cambio, con ese significado, llevándolo a su materia, se le iluminó de pronto la bombilla y escribió en la pizarra:

DELENDA EST CARTHAGO

Le sonaba que el verbo iba al final en latín, y que debería ser “Carthago delenda est”, o por lo menos Catón el Viejo tenía que decirlo bien cada vez que terminaba sus discursos en el senado romano. Heliodoro vio que la segunda “d” no era una “z” y que “n” y la “d” estaban en distinto orden respecto a “lezna”, pero le pareció que podía haber tenido sentido esa etimología inventada, como proponía Fulcanelli en contra de la lingüística en El misterio de las catedrales. Hay hermetismo, en el sentido místico, en las palabras. Lo que ha de ser destruido es lo deleznable. Lo que hay que borrar.




Con esto, no pudo evitar asociar el hallazgo –que luego confirmó incorrecto en diccionario web de Etimologías de Chile- con su apartada Teresa, que tras el último encuentro y la subsiguiente discusión ridícula, Heliodoro bloqueó en todas las vías de comunicación con mayor severidad, desde el teléfono hasta los correos, pasando por todas las redes sociales. Los filtros del correo ya no iban a una subcarpeta algo escondida que tenía, sino que todo lo de Teresa iría directamente a la papelera. No había manera de que se eliminasen terminantemente o ni siquiera entrasen en sus cuentas de correo. Pero sí que se contuvo, durante bastantes semanas, de mirar los correos eliminados.

Ojalá hubiera manera, pensaba él, de no tener ninguna expareja. Decía Joaquín Sabina, en una entrevista, “yo no tengo ninguna ex, las quiero a todas”. Aquello le parecía a Heliodoro un gran principio de paz y de vida interior, que podía seguir e incluso disfrutaba imitando, pero que desgraciadamente, dado el mundo monogámico y celoso de las mujeres, era un hecho unidireccional y,  por tanto, inaplicable, idealista e inexistente. La propuesta del gran cantante Joaquín Sabina, mentor de la juventud de Heliodoro, era útil para enriquecer la vida interior pero arruinaba la exterior.

El caso es que no podía detestar ni deleznar a Teresa, cuya única culpa era la de atosigar a Heliodoro, pues quería lo mismo que todas las mujeres. Heliodoro no era capaz de dárselo. Le había costado horriblemente rechazarla por sucederle lo contrario de lo que le había pasado siempre: las relaciones se terminaban cuando no le querían a él, pero nunca al revés. Además se unía a eso, tal como le había explicado a las psicólogas que probaron ser todas poco eficaces, que no estaba en condiciones de elegir hembras, dadas su pobreza física y su extraño carácter. Rechazar a Teresa era como echar de casa a escobazos una bonita paloma que se empeñaba en entrar y lo llenaba todo de plumas y cagadas. (En el caso de ella, eran pelos.)

Se acercaba el fin de semana. Cuando se iba acercando (jueves, viernes...), la incertidumbre de qué hacer era un agobio para Heliodoro. ¿A dónde ir solo? ¿Para qué madrugar y, sobre todo, mover el coche y gastar combustible para él solo, para intentar disfrutar algo él solo, sin hablar con nadie, con su ridícula soledad, mientras todo el mundo iba con pareja o con su familia? Por eso muchos fines de semana se levantaba algo tarde, sobre las nueve, para simplemente bajar a correr al parque o montar en bicicleta no a Madrid Río, ya plagado de gente e intransitable, sino hacia el Parque Lineal Manzanares y Perales del Río. Suficiente para matar el tiempo y hacer algo de ejercicio. ¿Quién era aquél que decía lo de que los españoles siempre estaban "matando el tiempo"...? Un periodista y escritor ruso, estudiado muchos años atrás. ¿Boris Eichenbaum? Heliodoro ya no lo recordaba.

Pero ese fin de semana se armó de voluntad para intentar salir. Y lo hizo. Salió para ver el lugar que no pudo ver, por los motivos expuestos, la semana anterior. Podía hacerse sin madrugar. Se trataba de la localidad de Nuevo Baztán, en la Alcarria madrileña, donde había una pequeña ruta de senderismo llamada "Ruta de Valmores". La realizó en primer lugar con cierta decepción, pues era más propia para ir con bicicleta de montaña que para otra cosa. Subió hasta las ruinas de una antigua ermita donde tomó café de su termo y tocó un poco la armónica. A la vuelta cogió bellotas del suelo, no sabía muy bien para qué, pues no tenía espacio para plantarlas.

Le sorprendió más la arquitectura de Nuevo Baztán, con el imponente palacio de Juan de Goyeneche diseñado por Churriguera. Aprendió cosas en el centro de interpretación. Se comió un plátano y se metió en el coche, de vuelta a casa, tan sólo parando un momento en un alto con vistas a Campo Real, para hacer una foto a su iglesia.

De dio cuenta de que había algo de irreparable en todo aquello. Lo consideró "el fin de una dinastía", como los Habsburgo. Ya no tenía, ni volvería a tener, ese tipo de mujer que le acompañaba en todo lo que le gustaba, las rutas de senderismo o de montaña y el turismo rural, los museos o simplemente pasear por la Cuesta de Moyano y el Retiro. Primero fue la polaca, luego la madre divorciada, luego la brasileña-portuguesa (con nacionalidad española también) y, finalmente, Teresa, la última de la dinastía de las novias que acompañaban en todo, hasta en los pensamientos, cuyo fin era también el del reino o el del viejo imperio, resquebrajado, inestable e improductivo. Teresa se había vuelto loca de celos, paranoica hasta nivel clínico, buscando huellas equivocadas de Heliodoro en mujeres de redes sociales, sin creer que éste se cerró a ella no por otras mujeres sino por su locura.

La abandonó, no como a unos zapatos viejos, que diría Sabina, sino por loca, como si fuera una plañidera de un sarcófago medieval que ha olvidado que tenía que representar un papel, y se ha quedado así para siempre, como si fuera una vampiresa o zombie incurable y él fuese Robert Neville, protagonista de Soy leyenda de Richard Matheson, novela que siempre le había transmitido algo. Sospechaba que algún día tendría que enclaustrarse definitivamente en un piso o casa y sobrevivir solo, no ya emocionalmente, sino fabricando él solo sus alimentos y saliendo a por víveres en un mundo de locos.




 

 

domingo, 3 de octubre de 2021

Haz memoria

 

Me siguen llegando correos de mi amigo con relatos más o menos autobiográficos, bajo ese heterónimo suyo, Heliodoro Peces. Por dejadez, a veces no los leo. Como me dijo una mujer a quien se los enseñé, siempre tratan de lo mismo. No aporta nada; quejas y más quejas de un insatisfecho en la vida, y lo digo con todo el cariño porque es amigo mío. Podría hasta pensarse que lo que quiere es buscar la atención de algunos con ese típico regodeo en el fracaso o en el victimismo, que es muy normal en los introvertidos. Pero no creo que sea tanto el caso, después de tantas batallas y con sus casi o sin casi cuarenta tacos. Me parece que tiene más que ver con hacer lo que le sale y lo que sabe hacer, más o menos como los ayayay de La historia interminable, que a base de llorar construían complejas estructuras de filigranas de plata.

En esto, queridos lectores, mi amigo me da envidia, envidia sana. Yo no tengo nada que decir. Más vale poder hablar uno de sus laberintos que no tener absolutamente nada que contar, dejando que la vida pase como en el silencio de una habitación vacía, habitada por un alma solitaria, a su vez vacía.

***

Verano de 2020

 

El verano de Heliodoro se estaba haciendo largo y áspero como un campo seco de pajas y de cardos. Así quedan los solares de la ciudad cuando los siegan para que no arda la maleza seca. No había verdad ni esperanza, ni tesón ni rutina, ni luna ni estrellas. Algo de naturaleza había habido en fugaces recorridos por los Pirineos y los Alpes, sin llegarle a los talones a Víctor Hugo en su diario de aquel viaje, ni a todo aquel de otro tiempo en que se podían contemplar verdaderamente las cosas. Otra vez estaba en su casa, sin haberse dado cuenta de que el verano expiraba, de que tenía un año más y de que nada de lo vivido volvería. Como si hubiera quedado atrapado en el país de los lotófagos, sin un Odiseo que le arrastrase a las naves para continuar el viaje.

Había descubierto una manera de motivarse para levantarse un poco antes e intentar (sólo intentar) aprovechar un poco más las horas del día. Se lo debía a Teresa que, a diferencia de él, que se sumergía en silencio, a menudo ponía la televisión en su casa para que le hiciese compañía, como tenían por costumbre muchos de nuestros padres. Y, a horas tempranas de la mañana, como toda la vida, ¡había dibujos animados! ¿Cómo era posible que los niños madrugasen sin esfuerzo para verlos? En gran parte, pensaba Heliodoro, porque sabían que había mucho por ver y descubrir; entre otras cosas, los propios dibujos, que eran bonitos, entretenidos, con música, paisajes y tanto por enseñar y conmover.

Con sus casi cuarenta años, en el verano machadiano de su vida, Heliodoro Peces, ataviado únicamente con un viejo pantalón de atletismo manchado de pintura, se llevaba el café y la tostada al salón para desayunar viendo los dibujos, realizando, sin darse cuenta, un acto de veneración de lo sagrado, como el árbol de la vida de las civilizaciones arcaicas, el axis mundi que unía el cielo y la tierra alzando sus ramas y hundiendo sus raíces. La niñez vivía en las raíces, el espíritu crecía en la madurez del ramaje. “Cuánto quedaba por ver y por saber a través de lo ya visto y vivido”, pensaba él, en un arrebato de tocar el sol de la esperanza, que parecía, a veces, ese corto segmento de áureo sol a punto de desaparecer en el horizonte ya oscuro, “aunque no quede nada nuevo, sino lo que vi sin darme cuenta de que vi”. El incentivo de vivir, de madrugar y de aprovechar el día ya no era descubrir, como su primo y él de pequeños en la casa de su abuela, por ejemplo, ansiosos por ver un nuevo episodio de Los caballeros del zodiaco o de Óliver y Benji, sino redescubrir; ver presentarse la realidad de nuevo ante los ojos mucho tiempo después, porque, aunque se presente igual, al ser uno diferente, la realidad es diferente. Sin querer creer en las prerrogativas psicologistas nietzscheanas de que la realidad se limita a las interpretaciones, nuestro ermitaño debía admitir que lo visto es otro cuando el que observa es otro.

Primero vio David, el gnomo. Los trolls siempre estaban acechando y causando males horribles a gnomos y animales, con la intención de matar y destruir. Lo curioso es que habitaban el bosque desde tiempo inmemorial, al igual que los gnomos. Una eterna lucha donde lo perjudicial a la vida se representa feo y grotesco, malvado siempre, con esos seres peludos, mocosos, con ojos sin pupilas. El gnomo generoso, optimista e infatigable trabajador, a lomos del alegre zorro tan veloz y, a la vez, tan vulnerable, le conmovían y le servían como guía.



A continuación, solían echar Heidi. Esos dibujos japoneses, que sorprendentemente se ambientaban en Suiza y Alemania, no habían despertado tanto su interés cuando tenía la edad de verlos, por creerlos más bien destinados a las niñas y por parecerle ñoños. Sin embargo, algo le habían calado desde entonces, por los bellos paisajes, los personajes y porque, indudablemente, su apariencia ñoña se erguía sobre unos pilares básicos y fundamentales para la vida.

Por un momento, Heliodoro Peces Burgos -ya era hora de presentarlo con sus dos apellidos- pensó qué pensaría de él cualquier persona inteligente y competente en la sociedad si supiera que veía Heidi algunas mañanas. Un tío con canas en la barba, de casi cuarenta años, con un trabajo medianamente importante y bienes materiales mediocres pero considerables. Una persona adulta en la que se delega responsabilidad ve dibujos animados ñoños por la mañana. Si se supiese, si se supiesen muchas cosas de muchos de nosotros, qué confusión, desconfianza y prejuicios habría. Al pensarlo, lejos de avergonzarse, se afianzaba más en su descubrimiento de sí mismo, como un científico que encuentra una nueva veta por la que investigar, más cercano que los demás de los ignotos vericuetos de la mente humana. Esa mente en general, además, en caso de no comprenderla, poco le importaba, porque la que le importaba era la suya.

Simultáneamente, se alegraba de la privacidad, bendita privacidad, bendita puerta cerrada y persianas bajadas. Tan importante era que a uno se le viera como que no se le viera, que sepan de uno tanto como que no sepan.



La captura de pantalla de Heidi y Pedro corriendo a un aislado promontorio, que le envió la siempre constante Teresa, parecía tener un claro paralelismo, como planteaba ella, con un conocido lugar del Parque Nacional de Ordesa, la cumbre del Tozal del Mallo. Hasta en detalles como ése estos dibujos le hacían a Heliodoro mantenerse atento, ajeno a la vida mundana, concentrado en sensaciones y recuerdos.



El capítulo que echaban uno de esos días le conmovió más que de costumbre. Era una historia archiconocida pero que él había olvidado hacía mucho. Era el de la torre del campanario, en Frankfurt. Para quien no lo recuerde, la tía Dete, que al principio de la serie está al cargo de Heidi, la lleva al único pariente que puede hacerse cargo de ella, su abuelo, en los Alpes, porque ella, la tía, ha conseguido un trabajo y no quiere o no puede ocuparse de su sobrina. El abuelo es aparentemente un hombre misántropo y de mal carácter, que vive solo en su cabaña en plena montaña alpina. Sin embargo, aun llevándose mal con Dete, acepta la responsabilidad y acoge a la niña, que, a su vez, va a arraigar en ese entorno idílico sin querer conocer otra cosa, pues es completamente feliz. Sin embargo, la tía Dete contacta con una rica casa de Frankfurt, cuyo dueño tiene una niña minusválida y desea acoger a otra niña para que haga compañía a su hija. Sin dudarlo, Dete retorna a Suiza y le despoja al abuelo, “el viejo de los Alpes”, de su querida nieta, con quien estaba recuperando la felicidad.

El encierro en una casa regentada por una severa institutriz, la célebre señorita Rottenmeier, es traumático para Heidi. La otra niña, Clara, es amable, pero también es posesiva con Heidi, a quien no quiere dejar escapar ya que es su única alegría (esto lo relacionaba Heliodoro con la parte más oscura de Teresa). En el capítulo referido, Heidi sale de la casa sin permiso para buscar un lugar alto desde donde poder ver sus queridas montañas. Es ahí cuando consigue subir al campanario de una iglesia o catedral, altísima, pero donde se lleva la decepción de no ver nada más que casas y casas, vasta ciudad que se pierde hasta el horizonte, sin el menor atisbo de montañas. Así, sin esperanza, veía Heliodoro muchas cosas.

La misma escena se describe en el libro de Johanna Spyri, donde coincide con la serie japonesa en el valor que se le da al paisaje. El paisaje es el protagonista esencial tanto del libro como de la serie. Todo ello condujo a Heliodoro a reflexionar sobre el paisaje.

***

El paisaje… Se había quedado esa idea en el aire mucho tiempo, sin que pudiera aprehenderla y plasmarla en la reveladora placa que es el lenguaje. Cuántas cosas se quedan sin ser comprendidas del todo al no traducirse al sistema de signos con el que funciona el cerebro, la razón humana. Es mentira que haya cosas que se comprenden sin palabras; quizá, pero así se vive en un plano de ignorancia, como un animal, que sabe lo que hay que hacer pero no sabe contar lo que siente o piensa, porque lo que uno no sabe contar es como si no existiera.

Así podía disfrutar Heliodoro del paisaje, una y otra vez, cuando el ánimo se lo permitía, muchas veces gracias a la compañía insostenible pero necesaria de Teresa López de Haro. Se llenaba de ríos, valles, bosques y montañas como los pulmones de oxígeno, como la tierra seca absorbe el agua cuando se la riega. Todo ello vibraba de algún extraño modo en su ser con los dibujos de Heidi, con las montañas y desfiladeros colosales que imaginaban los dibujantes japoneses, que él conoció parecidos en los Pirineos y, siendo muy joven, en un viaje a los Alpes con su familia. Además, suele ocurrir que la recreación de algo a través del recuerdo o la imaginación de alguien, en este caso doble, por la novela de Johanna Spyri y luego por los dibujantes, agita y reverbera más que la mera fotografía, quizá por aquello que decía Hegel de que el arte es superior a la naturaleza porque éste se hace con el alma.

Entonces, tras muchos días de ver Heidi, ya absorbido por la condena laboral que recomenzaba cada año en septiembre, casi olvidando el sentido de esas láminas delgadas y quebradizas de una oscura mina que son los recuerdos, Heliodoro Peces recordó algo con una conversación con un viejo amigo del anterior trabajo, cuando era obrero:

-¿…Cómo éramos cuando pasaba una mujer por allí? ¿Te acuerdas? -decía.

-Mirábamos siempre que podíamos. Me acuerdo de estar contigo allí en lo alto en una carretilla elevadora, viendo a una ingeniera pasar. Comentábamos cómo era, cómo andaba, lo que tenía mejor de su cuerpo y lo feliz que sería yo con una mujer así.

-Y lo mejor era esto: que éramos felices mirándola, allí desde lo alto, sin ser vistos. Era un alivio poder verla entre todo aquello feo del hangar, todo tíos. La visión de la belleza nos aliviaba.

Recordó una iglesia moderna de su barrio con un cartel enorme de un Jesucristo con los brazos abiertos y la frase “Yo os aliviaré”. Pero nuestro personaje era un hereje, porque su alivio estaba en la contemplación de la belleza, que igualaba a la divinidad, ya fuera desde una torre, una carretilla elevadora o a nivel del suelo. Era curioso que fue principalmente la belleza de la ya extinguida “señorita Kundera” lo que le atrajo y lo que le dio ese ansiado alivio, y a la vez el mayor engaño, pues todo en ella resultó ser un engaño y un posterior desengaño.

El paisaje bello de verdad, el de una mujer de verdad o el de un paisaje de montaña, inalterable y salvaje, puro y auténtico, llena el alma como el agua fresca una garganta sedienta. Es el consuelo del que sufre y el alivio del que está encerrado, como Heidi en Frankfurt. Por eso quería subir a la torre de la catedral, para llenarse de lo que más necesitaba. La libertad, como un engaño, como un sueño que nos eleva un instante, puede entrar por los ojos. Sin ver la belleza no se puede vivir. Los ojos son dos ventanas en ambas direcciones: como la luz, el alma del paisaje atraviesa nuestros vidrios irisados para entrar en nuestro templo, mientras que al mismo tiempo nuestra alma también los traspasa para liberarse de su prisión.

Y esos paisajes tan arraigados en el recuerdo más profundo, a veces conservados desde la infancia, deben mantenerse inalterables para poder volver a verlos como un ciervo que vuelve a beber a la misma fuente. Que le alteren a alguien un paisaje es como si le matasen un amigo. Se va para siempre. Así lo hacen los que ignoran que ciertas casas de los pueblos, ciertas parcelas, prados, árboles han alimentado las almas de algunas personas desde hace mucho tiempo. Así destruyen esas fuentes los que garabatean pintadas vandálicas en las casas de los pueblos, los que talan los árboles de los caminos, los que construyen indiscriminadamente, los que se creen dueños de cada sitio por el que pasan, o incluso que habitan temporalmente, ignorando los cientos o miles de vidas, de generaciones, que habitaron allí antes sin estropear nada por capricho o codicia.

Qué amarga soledad cuando va quedando menos que contemplar, cuando un paisaje muere con el recuerdo de quien lo vio. El olvido se abre paso secándolo y vaciándolo todo, como la Nada de La historia interminable.

 

***

Otoño de 2020

 

Se sucedieron muchos sucesos irrelevantes, pero hubo uno relevante en el mundo interior de nuestro objeto, o sujeto, de estudio.

Se habían sucedido tantas crisis con Teresa, que Heliodoro y ella tuvieron que volver a verse en secreto para no preocupar a los amigos y familia de él, aunque quizá esto mismo, la clandestinidad, era lo que más debía preocupar. Pero tenía que ser así. Admitieron que su relación era intermitente, como un aparato que no funciona y se enciende y apaga solo. Él no estaba preparado para abandonarla, fuera cual fuese la naturaleza del vínculo que tuvieran. Ella, por su parte, no estaba dispuesta a dejarlo ir.

De este modo, vivía el extraviado ser que era nuestro personaje en dos mundos, el que tenía con ella, inexistente para los demás, y el que tenía él con los demás, sólo existente por lo que él le contaba, que era bastante, pero no todo. Sin embargo, esta indisolubilidad de realidades daba lugar a una tercera, necesaria para él, como un refugio forjado a su medida, seguro, que en el fondo había tenido desde siempre.

Esa imaginación entreverada con una esperanza o potencial en las cosas, en una aspiración a algo que tal vez conduzca a un fracaso, pero que es mejor no ver con antelación, es lo que le permitió la amable elevación que fue soñar despierto con la señorita Kundera. Una mujer imposible que creyó posible por un tiempo. A veces volvía a hablar de ella con su amigo Yago Feliz, mientras desayunaban un café y una tostada en el bar debajo de su casa:

-Lo que te pasó no es tan malo. Tenías algo en lo que pensar, tenías una ilusión. Mirabas la luna como se mira a ella, como ermitaño que eres -dijo riendo, pues se tomaba muy a pecho los arcanos del tarot-. Ahora, ¿habrías derrochado tantos pensamientos creativos en ella de haber sabido que te esperaba un muro con el que estrellarte?

-Seguramente sí. Cada cosa que hago suele darse en unas circunstancias en las que no podía haber hecho otra cosa.

-Pues sí, hiciste lo que debías. Cuando estás así, estás dando al mundo lo que estás hecho para dar. Ya te lo he dicho muchas veces: ¡escribe! ¡Y ve al Ateneo de una vez!

-Todavía tengo que curarme un poco más para ir a esos sitios. No tengo nada que aportar.

-Anda ya. Lo que tienes que hacer es deshacerte de tus cargas. Sabes lo que precipitó que la Kundera te dejara de hablar, ¿verdad?

-Teresa -contestó Heliodoro, bajando la mirada.

-No es solamente lo que le dijera, sino que tú no eres tú si sigues dependiendo de ella. Las tías te huelen.

Recordó vagamente el último mensaje de la Kundera: “No quiero tener nada que ver con historias personales de desconocidos… Que os vaya bien a los dos”. Y no volvió a escribir nunca más, ni seguramente leyera el relato que versaba sobre ella.

A veces olvidaba ese refugio o no sabía sacar provecho de él. Sin eso, sin momentos de contemplación e introspección como cuando veía los dibujos el verano pasado, no podía prácticamente vivir. Vivía como un autómata, preso de su impotencia de voluntad de hacer y de sus vicios, vicios solitarios tanto censurables como comprensibles, que mermaban su potencial como persona en sociedad. No había nadie con acceso a sus hábitos y costumbres que pudiera hacerle mejorar, ni siquiera la intermitente Teresa, que hacía lo que podía. Sin embargo, todo su esfuerzo que ella hacía por él quedaba arruinado por los bloqueos de comunicación de Heliodoro y por la propia testarudez de éste, o pereza, o facultades físicas, o lo que fuese que le impidiera desarrollarse sin ayuda externa.

Así que, en uno de esos momentos de encuentros clandestinos tan necesarios, siempre los fines de semana, Teresa y Heliodoro se dirigían a una pequeña localidad del sur de Madrid donde se ubicaba un castillo que perteneció a la familia del poeta Garcilaso de la Vega. Alternaban excursiones culturales, de pueblos, castillos e iglesias, con otras de senderismo. Era lo más provechoso que tenían y los mejores momentos de felicidad que compartían, siempre que no surgiese un tema de conversación doloroso o un agente externo que rompiese la armonía.

Esa mañana, en aquel pueblo, llovía. No demasiado, pero lo suficiente para hacerles sacar del maletero un feo paraguas con publicidad que llevaban para momentos de emergencia. Deambularon así por el pueblo, donde encontraron algunas referencias al poeta en una fuente construida en una vaguada, junto a un arroyo, donde crecían delicadas algas verdes y había en sus orillas arena como la de la playa. Se internaron también en un oscuro pasadizo de un edificio de ladrillo en ruinas, donde sólo había basura, pero que supuso la superación del miedo a entrar. Por fin, localizaron el castillo, tras una amplia verja cerrada y con un seto de arbustos, en lo que era una gran parcela, y reconocieron decepcionados que era una propiedad privada, con un restaurante que ese día estaba cerrado. Ni siquiera se podían acercar para hacer una buena foto.

Cerca de una pequeña iglesia, afeada por inadecuados cubos de basura emplazados junto a ella, donde también cerca había un antiguo edificio de ladrillo de una nave, como si fuera un edificio auxiliar de un convento del siglo XVII o XVIII, ocurrió algo inesperado. Oyeron primero los maullidos. Luego vieron el joven gato, que resultó ser gata, acercándose confiadamente a ellos, sobre todo a Heliodoro. Se vio que debía refugiarse en la vieja nave de ladrillo, cuya puerta de madera tenía un agujero en una de sus esquinas inferiores. La gata, de color pardo muy claro, algo anaranjado, con algunas vetas blancas, estaba sucia, mojada de la lluvia y con un pequeño agujero con una costra en la cabeza, como si la hubiese picado un pájaro grande, quizá una urraca. Se dejaba coger y acariciar.

-Será de alguien -dijo Heliodoro. Y siguieron paseando por el pueblo.

A la siguiente vuelta, la gata seguía allí y maulló de nuevo, con un maullido raro, de gato que no sabe cómo se hace, pero con el que mostraba desesperación. Siguió a Heliodoro casi como si fuera un perro, alejándose demasiado de su lugar de residencia, el jardín posterior a una casa y la vieja nave de ladrillo. Heliodoro, entonces, la cogió en brazos y preguntó a varias personas de allí si era de alguien.

-Si te la llevas -comentó una mujer-, nos haces un favor. Aquí hay muchos gatos.

Y así cambió la vida de Heliodoro, definitivamente y sin vuelta atrás. Cuando se dirigió al coche, la gata no se resistió en sus brazos, sino que cerró los ojos y hundió su hociquito en la axila de su San Cristóbal. Al meterse en el vehículo, tuvo que pasársela a Teresa, que la acogió sobre sus piernas y la tranquilizó con las manos. La gata seguía ocultando la cabeza donde podía, como si dijera “No sé adónde me lleváis, tengo miedo, pero confío en vosotros”.

Pararon en un centro comercial. Heliodoro compró los elementos básicos para instalarla en su casa, mientras Teresa cuidaba de ella en el coche. Fue la única vez que trasladaron un felino sin transportín, y puede hacerse, tal como hizo Heidi al irse de la iglesia cuya torre había subido, y donde la decepción de la vista fue compensada por el regalo de un gato.

Tuvo que reorganizar la casa para evitar que tirase, arañase o rompiese objetos. Pero fue su objeto de atención y su más constante compañía desde el primer día. Teresa le dedicó bellos escritos en prosa, relacionándola con las leonas de los palacios del Antiguo Oriente. Heliodoro, por su parte, inspirado por la veterinaria que la esterilizó, que les reveló el tono exacto de su color, compuso un soneto muy parecido a éste:

La gata de color albaricoque,

cuando quiere subirse a la encimera,

sube y sube cual remo de galera,

la muy terca, cabeza de alcornoque.

 

Esta gata no quiere que la toque;

si alguien toca, es ella la primera,

cuando juega se pone hecha una fiera,

sin dejarme tarea en que me enfoque.

 

A veces ronronea, otras muerde,

unas condena, otras compañía

amable a su manera un poco ingrata,

 

no hay quien la paz con ella siempre acuerde;

tan pronto angelical como bravía,

sus ojos de ámbar dicen: soy tu gata.

 

Le costó una semana ponerle nombre. Pensó en el poeta Garcilaso de la Vega, y con “Vega” se acordó de la constelación de la Lira, pues así se llamaba su estrella más brillante. Como “Lira” tenía dos sílabas fáciles, es también atributo de poetas y un rasgo identificativo de Apolo, uno de sus dioses favoritos, Heliodoro la llamó así, “Lira”. Sus ojos de oro también apuntaban a su relación con la divinidad.

También dudó mucho en llamarla “Miga”. Quizá ese nombre lo tiene en un universo paralelo, donde todas las cosas ocurren de manera parecida, pero no igual. O muy distintas.

Al verano siguiente, hubo un grave incendio alrededor del pueblo donde la recogieron, donde una espesa nube de humo obligó a desalojar las casas. Quizá salvaron realmente la vida de aquella gata.

 

Invierno de 2020-2021

 

Es un hecho histórico, real, en el que se enmarcan las siguientes líneas ficticias, la gran nevada de la primera semana de enero del año 2021. Lo llevaban avisando, pero pocos realmente creían que fuera a nevar tanto en Madrid y en buena parte de España. Todos los que lean esto sabrán que se trata del temporal nombrado Filomena.

Heliodoro me pidió, como editor de todos estos fragmentos, que incluyese aquí un célebre fragmento de las cartas de Pedro Salinas a Katherine Whitmore, porque ni él ni yo sabremos jamás escribir mejor sobre la nieve.

La nieve

(Pensamientos de Thanksgiving Day, para mi amada.)

Tú de seguro estás acostumbrada a la nieve desde tu infancia, y la costumbre nos quita muchas veces el filo de la sensibilidad. Pero para mí la nieve ha sido un objeto, una realidad mental, casi, hasta ahora. Di niño soñaba con la nieve. En los cuentos infantiles, muchos de ellos de origen nórdico, todo ocurre entre la nieve. En Navidad, en el Nacimiento, en encantaba echar bórax, en las montañas de corcho, para fingir la nieve. Y las pocas veces que nevaba en Madrid yo me quedaba detrás de mi balcón, en asombro. Era un acontecimiento, ¿sabes?; ese día yo no iba al colegio, porque hacía mucho frío, de modo que ya eso marcaba el día excepcional. Y pedía que me llevaran a algún jardín público, para ver la nieve en los árboles. Pero la nieve de la ciudad es una nieve impura, manchada, pisoteada, a quien no se deja cumplir su destino de nacer blanca y morir blanca, o a lo sumo sonrosada vagamente por el sol que la funda, sin tocarla. El caso es que por una cosa o por otra, como siempre que he vivido en países fríos estaba en ciudades, la nieve nunca ha sido para mí una presencia absoluta y pura, como lo es ahora. Total: he descubierto la nieve, ahora, a mis años, darling. ¿Te da risa? He descubierto, sobre todo, lo que me gusta descubrir en todas las cosas del mundo: su magia, su poder secreto. La nieve es el mejor dibujante del mundo, ¿no te parece? Dibujante magistral, a veces tiene la finura de trazo, la implacable delicadeza de un Pisanello o un Ingres, al dibujar los contornos de las cosas. La nieve al posarse en los árboles, en los edificios, los delinea, y parecen su plano, su idea. Es una operación platónica, reducir las cosas del mundo, sus realidades, a ideas. Pero además de captar los perfiles, las siluetas de las cosas, nos da algo más: el sentido dramático del claro-oscuro, mucho mejor que Rembrandt. Fíjate en un árbol nevado y verás cómo entre los sitios donde se ha posado la nieve y los demás hay unos contrastes de blanco y negro o verde, maravillosos, que producen un sentimiento de profundidad, no ya de contorno. Dibuja entonces la nieve no como los japoneses sino como Miguel Ángel. Pero además la nieve va sutilmente, delicadamente, subrayando mil detalles de cosas que no se veían. En esto se parece a los primitivos flamencos (en lo prosaico), o a Blake (en lo poético). Una ramita alta en ese árbol, una cornisa en esa casa, el caballete de una tapia, se convierten en objetos de atención, gracias a la nieve. ¡Cómo revela! ¡Qué de encantadores descubrimientos se hacen de ella! Por eso me gusta tanto, creo, Katherine. Me gusta en este mundo todo lo que revela algo, todo lo que tiene detrás de su apariencia una magia reveladora, todo lo que deja traslucir algo. (¡Qué hermosas palabras, traslucir, trasluz!) Más que verdades busco revelaciones, Katherine. (Y por eso adoro tu cuerpo, porque desde que lo vi aquella noche en Barcelona, por don tuyo, me pareció que traslucía algo que tenía una transparencia misteriosa, una luz oculta, que era en suma, como ha sido, una revelación, alma de mi vida. Todo se une en mi espíritu, y hoy hablando de la nieve pienso en esa maravilla que tú me das, por la misma razón.) Lo estupendo de la nieve es además su doble poder, simplificador y detallador, ¿no te parece? Por un lado, con su blancura unánime da a la tierra una grandeza como el mar: se ve la tierra en grandes planos, en perspectivas enormes, por ella. Pero por otro lado si la miras de cerca, si la ves posada en una rama, en tu traje, es delicada y primorosa, fina como un encaje, como una colmena. A veces cansa lo grandioso y a ratos empalaga lo bonito y primoroso, pero la nieve te lleva de una cosa a otra, llena el ánimo. Sirve para perderse en lo distante, en su clara y abierta inmensidad, como en los horizontes marinos, y luego para encontrarse en la delicada textura que se aprecia cuando se la mira cerca. Y luego, da a la atmósfera tres cosas estupendas. Silencio, invitación a entenderse sutilmente, a apagar los gritos. Sencillez, suprimiendo accidentes del terreno. Y dignidad, sobre todo. Qué digno parece el mundo con la nieve, qué sin pecado, sin mancha. Y por último, qué hermosa la muerte natural de la nieve. Es una metamorfosis, como en los seres mitológicos. ¿Vida, no ves tú todo eso en la nieve?

                                                                                                          Pedro te lo manda.

Salinas, Pedro (2017). Cartas a Katherine Whitmore. Ed. Enric Bou. Barcelona: Austral. Carta 126, pp. 292-294.

 

La conexión que tenía Helidoro con Pedro Salinas, en su forma de ver e interpretar las cosas, seguía siendo imponderable. Es como si lo llevara dentro. Cada una de sus palabras la hacía suya, al sentirla igual, sin dejar de emularlo en sus correos y comentarios en las redes sociales. No dejó de leer este fragmento a sus amigos y familiares, ni de publicar extractos breves en sus cuentas de las mencionadas redes. No obstante, vio que no era el único que lo conocía, y algunas famosas plataformas se quedaban con toda la difusión y el reconocimiento.

Mucho se ha hablado, escrito y fotografiado sobre aquella nevada en Madrid. La tarde anterior ya fueron cayendo los primeros copos, que sólo lograron mojar y encharcar el suelo. Por la noche debió seguir, a ratos, nevando. A la mañana siguiente, cuajaba una fina capa en las superficies más agradecidas para la nieve, como los árboles y la hierba de los jardines, aunque fuera escasa.

Heliodoro seguía incrédulo.

-No va a cuajar. En Madrid no puede haber nieve, o muy poca, que se encargarán de destrozar enseguida todos en la calle. No cuaja, es aguanieve -le decía a su hermano por teléfono.

Pero siguió nevando el día entero y, contra pronóstico, sí parecía que cuajaba en el suelo mojado, en las aceras y en el asfalto. Heliodoro empezó a ilusionarse, observando en bata por la ventana, sacando las manos para tocar los copos, que se fundían al tocar la piel. En el bloque de enfrente, los ya familiares hispanoamericanos, conocidos de tanto verlos en la época del confinamiento, hacían lo mismo.

Los copos de nieve, para él, tenían algo de mágico. Causaban un extraño efecto en la dimensión temporal, algo hipnótico y sobrenatural que absorbía los sentidos. Moldeaban el tiempo. Causaban un efecto óptico parecido al de los radios de una rueda en movimiento, cuya magia quizá querían simbolizar los antiguos con las esvásticas y los trisqueles. No se podía concentrar la mirada en uno solo ni en todos a la vez. Pasaban despacio y a la vez deprisa. Los copos de nieve cayendo integraban lo efímero con lo constante y eterno, lo que siempre continúa, como sugería Luis Rosales (“Ciego por voluntad y por destino”, La casa encendida, 1949):

Sí, he vuelto de la calle, estoy sentado;

la nieve de empezar a ser bastante

sigue cayendo,

sigue cayendo todo, sigue haciéndose igual,

sigue haciéndose luego,

sigue cayendo,

sigue cayendo todo lo que era Europa, lo que era mío y había llegado a ser más

[importante que la vida…

 

Pero para Heliodoro la nieve no era un símil de una existencia trágica, o no quería verla como algo así. Nevaba en Madrid, después de muchos años. Y nevaba mucho. El suelo, los tejados, los árboles (pobres árboles), los coches… estaban blancos, como si el niño que fue Pedro Salinas se hubiese pasado con el bórax. Era, además, la nieve recién caída, como siempre suele serlo, purísima e impoluta. Heliodoro anotó en sus papeles: “La nieve, compartiendo el otro rasgo que suele acompañar a la belleza, es efímera. La nieve es puro presente. Lo que ahora es todo blanco inmaculado, mañana será barro y destrozo. Pero a los ojos, o a esa parte de nosotros que no entiende de tiempo, se nos queda esta blancura que parece ocultar, aunque sea momentáneamente, toda la materia rutinaria y desgastada”.

Era una mañana blanca y pura en la que la fatalidad de Heliodoro iba a dejar una huella sucia. Se había reconciliado con Teresa sin entender muy bien por qué, pero una parte tenía que ver con compartir con ella la experiencia de la nieve. Se calzaron las botas como si fueran a una de sus excursiones a la sierra y bajaron a la calle. Ya había huellas que abrían pequeños caminos transitables. Algunos desenterraban sus coches inútilmente, pues había como medio metro de nieve en todas las carreteras, menos en las autovías de circunvalación que estaban siendo despejadas con quitanieves. El panorama era tremendamente bello, pero a la vez desolador si se era medianamente consciente: ¿cuántos eran los daños materiales? ¿Qué pasaría los próximos días cuando la nieve se endureciese? ¿Qué comerían los pájaros en ese tiempo? ¿Y el daño económico que suponía tener la ciudad paralizada? ¿Y los árboles? Los árboles mostraban una belleza dolorosa, tan cargados de nieve, pues muchos tenían ramas tronchadas de tan dobladas, apoyadas en el suelo, y algunos otros, pinos incluso centenarios, se habían volcado dejando al aire sus raíces. Heliodoro vio con claridad el ingenio evolutivo de los abetos y otras coníferas, cuyas ramas nunca se parten por el peso de la nieve.

El lago del parque estaba semicongelado y con cornisas de nieve en sus paredes de hormigón. Sería más hermoso de no ser por los trozos de nieve, hielo y piedras que la gente había ido arrojando sobre su placa helada.

A medida que avanzaba la mañana, se multiplicaban los niños que hacían muñecos de nieve con sus padres. Empezó a haber muñecos de nieve por todas partes. También, como si la nieve fuera un disolvente que hiciese desaparecer las cosas (lo cual nunca hace), empezaron a yacer en su blanco lecho latas de cerveza y cagadas de perro.

En este paseo, ocurrieron dos cosas con Teresa: la primera fue que se le cayó el teléfono móvil en la nieve, de canto, sin que lo notase en el momento, quizá al guardárselo en el bolsillo. Hubo que buscarlo durante media hora y avisar a las personas que por allí andaban por si lo veían. Heliodoro se quedó angustiado por la mala suerte de su compañera, que le afectaba a él también. “Quizá he hecho mal en hacerla venir”, se dijo, porque además las comunicaciones en metro no eran muy fiables, para cuando tuviese que volver a su casa.

Afortunadamente, el móvil de ella apareció, y además funcionaba. Pero lo siguiente que ocurrió fue culpa íntegra de Heliodoro, que no pudo evitar enviar algunas de las bellas fotos que estaba haciendo a otra mujer, una relativamente reciente amiga y confidente que no entrañaba peligro alguno, pero que causó un nuevo desastre.

Mientras Teresa sostenía el móvil de él para hacer mejores fotos que con el suyo, puesto que su cámara era mejor, entró algún mensaje de ella. Teresa, nuevamente destrozada y emanando turbación, le dijo a Heliodoro, afligida, suspirando:

-¿Quién es Luz?

***

Antes de volver a la nieve, es necesario recordar la situación de Heliodoro, siempre preso de su infortunio amoroso. Como eterno indeciso, incapaz de renunciar a lo no elegido si había elegido otra cosa, seguía en un estado de abandono casi risible. Muchas veces se preguntaba qué habría hecho él en lugar de Paris en el famoso juicio. De hecho, tiempo atrás, había elegido: conociendo ya la naturaleza celosa de Teresa y sus implacables reacciones, en un viaje al monasterio de Silos con ella, dejó caer una moneda en un estanque, donde pronunció en silencio: “Hera”. Así, entre Atenea, Hera y Afrodita, eligió a Hera, porque era la esposa que le daría cualquier bien sobre la tierra: riquezas, tierras, poder. Valía la pena sufrir sus ataques de celos si le proporcionaba un sustrato en el que crecer, ya fuera prosperando en su trabajo, ya en las artes o en cualquier ámbito donde fuera reconocido y ascendiese en la escala social. Parecía de una mentalidad frívola, pero ¿no es lo que hacía todo el mundo? El Lazarillo de Tormes lo dejaba claro: hay que medrar.

Sin embargo, no había elegido bien, porque en el fondo no quería eso, o una parte de él no lo quería. Paris había sido educado como un pastor, rústicamente, a lo que se añadía su juventud e inexperiencia. Por eso eligió a Afrodita, que le proporcionaría la mujer más bella del mundo. ¿No era Heliodoro más parecido a Paris que a cualquier otro personaje? ¿No anteponía la belleza, como él, a ningún otro objetivo? Desde luego, aunque le fuera mal, Paris fue sincero consigo mismo, cosa que debía haber hecho Heliodoro.

¿Y Atenea, no era también muy necesaria para él? La sed de conocimiento la tenía desde siempre. El poderío que ofrendaba, mediante el ingenio y las herramientas para la victoria con el uso de la inteligencia, era tan necesario como el poder de la esposa de Zeus y como el infinito regocijo del amor pleno de la hija de Cronos. Él no habría entregado la manzana de oro a ninguna, sino que la habría devuelto a la Discordia y habría rogado el favor de las tres diosas.

Sin embargo, si el héroe troyano hubiese actuado así, probablemente ofendería a las tres y sería castigado no solamente con el eterno desdén de ellas, sino que le habrían casado con su elección: la Discordia.

Heliodoro Peces Burgos, al no elegir o elegir mal constantemente, no hacía más que causar y recibir discordia. Valdría para un argumento de una película de humor de un gusto peculiar, algo extraño, no para todo el mundo. No es tan triste como para poder reírse abiertamente. Además, la perspectiva desde el interior del sujeto de escarnio le quita bastante la gracia a una burla, como hizo un pintor que retrató a Don Quijote enjaulado dentro del carro, que sucede en el capítulo XLVII de la primera parte.

Lo que le ocurrió a Heliodoro, también cautivo pero de sí mismo, unos días antes de la nevada, fue que se vio con una guapa compañera de trabajo. Fue bastante increíble, hasta donde la realidad permitió. Nunca pasaba nada en el trabajo, pero esa joven, que se incorporó en septiembre, era realmente amable. Se llamaba Luz, era rubia, tenía un cuerpo fabuloso que se intuía por sus atuendos discretos pero elegantes, pero lo que más atraían eran sus ojos, de un color azul verdoso. Con el uso obligado de las mascarillas, por la pandemia, ocurría un curioso fenómeno asimilable a la mentalidad islámica, para personajes como el nuestro, que consistía en que, al tapar la mitad inferior de la cara, los ojos resaltan mucho más, o quizá es que así toda la atención se dirige a los ojos. “Si hubiera otra pandemia en la que hubiera que taparse los ojos, nos fijaríamos en las bocas”, pensaba Heliodoro.

Pero, en aquel momento, cuando se cruzó con ella en la calle una mañana, entre dos edificios de su lugar de trabajo, y el sol, el dios Sol, que muestra con claridad las cosas, hizo brillar los cristalinos ojos de Luz, enmarcados en fabulosas pestañas, como preciosas gemas surgidas del más valioso tesoro de la tierra. Los había visto bastantes veces en el interior, siendo consciente de su belleza, pero tuvo que ser el sol quien se los revelase en todo su esplendor. Intentó escribirle un soneto, pero fracasó, al enrevesarse en una sintaxis complicada y acabar no hablando de ella, sino de sí mismo viéndola a ella.

Luz estaba muy lejos de las aspiraciones de Heliodoro. Era una muchacha de veintiséis o veintisiete años, muy sociable, con un particular afecto a los niños y adolescentes, lo que le daba una naturaleza más sostenible y de mayor calado social que la de los misántropos. Lo suyo era lo contrario, la filantropía. Siempre estaba acompañada de alguien, incluso en los trayectos al trabajo, como si todos los que la rodeaban necesitaran algo de la luz que parecía proyectar. Como los muertos del Hades que se acercan a Odiseo, en busca de Tiresias, cuando éste les ofrece sangre de animales sacrificados: los muertos añoran lo que no tienen.

Durante unos meses antes y después de la nevada de enero, Heliodoro escribió sobre ella. Se sintió vivo, como un muerto momentáneamente reanimado, como Perséfone cuando la dejan salir a la superficie. Tenía ilusión. Tenía un objetivo que perseguir. Tenía ganas de cantar a la belleza, la consiguiese o no, y eso era que nadie podía comprender, subirse a un tren de ilusión que no va a ninguna parte y del que se sale más pobre, pero quizá contento. Ya tempranamente se declaró a ella, alabándola en todos sus rasgos, y ella conectó con él en la situación parecida de insatisfacción amorosa, cosa que hinchó los deseos de Heliodoro, aunque estaba preparado para una tibia amistad sin contacto físico.

Hizo bien en hacerse a la idea. Quizá Luz lo que quería era hablar con alguien siempre disponible, quizá ver que había alguien en una situación peor que la de ella (su novio la dejaba plantada y se iba con otras descaradamente, aunque hubiesen pactado la relación abierta), quizá identificarse en parte con un ser también deseoso de ilusiones y de volcar afecto sin ataduras de nadie, quizá le subía la autoestima que se le declarase un hombre trece o catorce años mayor que ella… El caso es que a los cautos y educados cumplidos de Heliodoro, y a las revelaciones de sus sentimientos, jamás respondía con claridad ni correspondencia.

¿Qué significaba aquello? Si Heliodoro hubiera sido listo, habría entendido que ella no quería nada, sino que le escuchaba con cariño, sin darle una contundente negativa, para no dañarle. Cualquier otra mujer da ese tipo de negativas. Luz, no; ella dejaba que se desahogasen, que se expresasen, siempre y cuando no la invadiesen ni le exigiesen nada. Parecía consolar como una madre a un niño que llora pero al que no va a dar de comer, porque no es suyo.

Le pidió a Heliodoro el cuaderno en el que escribía sobre ella. No estaba completo, pero se lo dio. No sabía cuál era claramente la intención de ella: ¿para qué quería un diario de un enamorado al que no quería? ¿Para coleccionarlos? Él no creía que tuviera ella maldad alguna, sino inconsecuencias. Con el tiempo había visto que no era perfecta, ni siquiera en el cuerpo, que tanto admiraba. Era extraño, una inconsecuencia, o una fusión de términos irreconciliables, el hecho de querer a alguien sin quererlo del todo, y por ello no querer deshacerse de él. ¿No era exactamente lo mismo que le pasaba a Heliodoro con Teresa?

Luz no era capaz de entregarse completamente a un solo hombre, aunque cumpliese con su voto de fidelidad. Su infidelidad consistía en anteponer su curiosidad, impulsos o deseos con otras personas a la tranquilidad de su “pareja”. Rompió con el siguiente novio que tuvo por ese motivo: no contestar al momento sus mensajes, quedar con alguien sin consultar primero con él… Exactamente como Helidoro hacía con Teresa.

Lo máximo que consiguió Heliodoro con su Luz fue esa quedada la víspera de la gran nevada. Habían acordado verse por el centro de Madrid. Ella llegó tarde, al tener que venir de más lejos, cosa que Heliodoro tenía previsto: las mujeres guapas suelen llegar tarde. Compraron un libro que quería ella, uno de una escritora británica famosa, que a Heliodoro no le atraía mucho, pero entendía que debía de ser importante. Luego, tomaron un té en una cafetería (ella no bebía alcohol, o no con él) y por fin se quitó ella la mascarilla: ese desvelo (nunca mejor dicho) siempre traía sorpresas, muchas veces decepcionantes, revelando algo peor de lo que se espera. Su mentón estaba levemente adelantado, con una llamativa barbilla que no era exactamente la escultura grecorromana que Heliodoro tenía preconcebida. Aun así, la habría besado con ganas si hubiera podido.

Para lograr todo eso, toda esa comunicación y cita infructuosa con su compañera Luz, Heliodoro había tenido que cortar comunicación nuevamente con Teresa, en distintos intervalos de diciembre y enero. Así eran sus ciclos: a veces, era un motivo real, otras, eran sospechas infundadas de ella las que propiciaban el bloqueo de Heliodoro. Sin embargo, tras el desengaño de Luz, de la falsa luz que no traía salud ni fuerza, que no alimentaba más sus esperanzas, que quedaba en una fina lámina de contacto por mensajería de teléfono para compartir desavenencias con parejas o compañeros de trabajo, Heliodoro cometió el recurrente acto patológico de acudir a Teresa para compartir algo bello, como era la nieve.

***

-¿Quién es Luz? -quería saber Teresa, envenenándose.

Siempre era así, en parte por su propia naturaleza de inseguridad, de necesitar fidelidad absoluta, pero también en parte por los antecedentes de los devaneos de Heliodoro. Teresa sabía que cualquier mujer con la que hablase él no era una vulgar conocida, sino alguien que le importaba y con la que aspiraba a conseguir algo. Por eso, en cuanto detectaba alguna posible nueva mujer en la órbita de Heliodoro, Teresa generaba su atmósfera tóxica de turbación, con la que se envenenaba a ella y lo envenenaba a él. Su enfado no era una mera protesta a la supuesta injusticia de no recibir el mismo amor fiel que daba ella, sino que exigía la revocación de esa situación por la fuerza, como si amonestase a Heliodoro como a un niño desobediente. Lo que quería era que dejase de hablar con esa, con la otra y con la otra, que las bloquease en las redes sociales y en el teléfono, que hiciese saber a todos y a todas que era un hombre con pareja, claramente, y que aniquilase todo atisbo de libidinosidad en su persona.

Naturalmente, Heliodoro no podía cumplir sus deseos. Siempre había sido así, con una rica vida erótica interior. Era un sátiro. Pero, además, era un soñador, y en eso se basaba su inocencia, más que en su patológica satiromanía: había una larga franja de incertidumbre en el coqueteo, como aprendió en La insoportable levedad del ser de Milan Kundera. En esa incertidumbre, se podía ir y venir, se podía disfrutar sin saber qué iba a pasar; sin culpa, incluso, pues tan pronto puede haber posibilidades como ser todo engañoso y no haberlas. Era como entrar a una tienda por si hubiera algo que necesitase y, al no encontrarlo, ya quedarse curioseando allí y comprar otra cosa.

Le habría gustado poder explicarle a Teresa, largamente, inspirado, sin interrupciones, cuáles eran sus motivos para estar siempre haciendo lo mismo. Entendía que desde fuera pareciera peligroso. Desde luego, si su padre lo hiciera estando con su madre, estaría feo según qué circunstancias. Pero esgrimiría siempre el argumento de: “Todavía no he hecho nada. No ha pasado nada. Sólo estoy hablando”, y tratar de contener los contraataques más orgullosos como “¿Es que no puedo hablar con quien quiera?”, que en sus frecuentes discusiones no podía evitar.

Pero Teresa insistía en que era una enfermedad, que tenía que ir a un psicólogo y tratárselo, que no podía ir detrás de las mujeres siempre.

En parte, llevaba razón. Heliodoro sería una persona mucho más valiosa en sociedad si mitigase esa faceta suya. Si dedicase el potencial de su cerebro, que no era mucho pero que le había llevado lejos, a otros menesteres, si no fuera tan monotemático con su constante búsqueda de la amada perfecta, tal vez avanzaría mucho en las ciencias o las artes, o incluso algún deporte.

Era una lástima que Teresa no le sirviera ya. Estaba todo corrompido y desvirtuado con ella. La imagen que había dado de ella a todos sus amigos y familiares era la de una loca, cuando posiblemente cosas iguales o peores pasan en muchas parejas y se ocultan a los demás. Se sacudían los cimientos de la estructura amorosa tanto en lo público como en lo privado. Si una de las dos cosas fuera sólida, tal vez aguantaría, pero no era así.

Fue una de tantas veces que se despidió de la gata, siendo ella la única persona aparte de Heliodoro en quien la felina confiaba.

Lo que más le dolió a Heliodoro fue haber estropeado el recuerdo de la nevada. Duró la nieve muchos días más, causando incluso un grato retraso en su reincorporación al trabajo presencial, pero la sorpresa de la inesperada frescura impoluta de nieve recién caída, ese crujir de las botas sobre la nieve en polvo, había quedado ensuciado por su desacierto doble, tanto por pretender a Luz, como por seguir recurriendo a Teresa para salvarse de la soledad.

Escribió en un cuaderno:

“No se trata solamente del olvido, de perder los recuerdos, sino de perder el amor a los recuerdos. Al despojarlos de la emoción que suscitaban, empleando un tipo de razón perjudicada por agentes externos o algún devenir patológico, los recuerdos mueren, causando un dolor extraño, casi como un golpe en la boca del estómago. Lo que significaba algo, ahora ya no significa nada. ¿Cómo ha sucedido? Con esa terrible palabra para nombrar un paso más en el recorrido vital, haciéndonos más maduros pero también más muertos en vida: el desengaño.”

Más tarde añadiría el soneto de Luis Rosales que descubrió en una placa en el Mirador de los poetas, en el Puerto de la Fuenfría:

El pozo ciego

Bien sé que la tristeza no es cristiana,

que ayer siempre es domingo y que te has ido,

ahora debo reunir cuanto he perdido,

nieve niña eras tú nieve temprana.

 

Jugando con el sol de la mañana,

nieve, señor, y por la nieve herido

vuelve a sentir mi sangre su latido,

su pozo ciego de esperanza humana.

 

¿No era la voz del trigo mi locura?

Ya estoy solo, señor, y ahora quisiera

ser de nieve también y amanecerte,

 

hombre de llanto y de tiniebla oscura

que espera su deshielo en primavera

y esta locura exacta de la muerte.

 

Luis Rosales


***

Primavera de 2021

 

El destrozo causado por la nevada en el parque de Pradocorto, que así se llamaba, fue rematado por la drástica actuación de los empleados del ayuntamiento, poco dotados de medios y quizá de formación, a ojos de Heliodoro, que tampoco era un gran conocedor del tema. Sin embargo, la manera en que terminaban de romper ramas tirando de ellas en vez de cortarlas, o de hacer lo mismo con el tronco medio roto de un árbol y de talar o cortar todo lo dañado en vez de intentar reparar algo, le parecieron malas formas de trabajar. Se decía que en Madrid el temporal Filomena había causado la pérdida de un millón de árboles; quizá más de cien mil se podrían haber salvado invirtiendo medios para ello.

Con la rápida marcha del invierno y la paulatina, pero también adelantada, llegada de la primavera, Heliodoro empezó a bajar a correr al parque.

Correr no era un ejercicio que le gustase especialmente. Podía hacer ejercicio en casa siguiendo instrucciones de aplicaciones del móvil o viendo vídeos de Internet. Pero bajar a correr al parque implicaba cierta obligación, ya que estaba ahí, vestido con pantalones cortos y camiseta deportiva, con lo que daba una vuelta bastante amplia al parque y tardaba cerca de veinte minutos. Ese tiempo, que no parece mucho, daba para desentumecer el cuerpo entero y sudar bastante.

Otro motivo que tenía para bajar era obligarse a salir de casa. A casa no venía nadie, no ocurría nunca nada, no había nada que pudiese llamarle la atención. El mundo estaba fuera. Es cierto que el parque de al lado de su casa no era ver mucho mundo, pero era mucho más que las paredes de su casa (“Oh las cuatro paredes de la celda”, que decía el poema de César Vallejo), o el pasillo (“…has sentido la extrañeza de tus pasos / que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras”, que decía Luis Rosales). Salir de casa es terapéutico, casi siempre. Pero no es fácil vencer la pereza.

Nuestro hombrecillo delgado y algo encorvado empezaba a trotar, primero por un amplio espacio pavimentado con unos olivos en el centro; luego, buscaba los caminos de tierra para no cansar los pies. En ese primer momento solía haber vecinos sentados en los bancos, normalmente con niños y con perros. Evitaba el huerto comunitario en el que colaboró una temporada, pero al que ya no iba. Observaba los árboles, porque algunos estaban muy bonitos con las hojas recién salidas, o floridos como los almendros y los cerezos. En las zonas dejadas al natural, crecían cerrajas, dientes de león, malvas, amapolas y toda la espectacular riqueza que da la tierra cuando se la deja en paz, para que recordemos que la naturaleza es inigualable. En esos meses en que crecen tantas plantas silvestres, Heliodoro acudiría a libros y aplicaciones del móvil para identificar plantas y flores y aprender de ellas. A veces, simultaneaba ambas cosas: bajaba a correr con el móvil y se paraba unos instantes a fotografiarlas. Le daba igual que le viese algún vecino hacer cosas raras.

Abundaban allí, naturalmente, las grandes familias con niños y la gente con perros, a veces todo a la vez y, como en cualquier parque de Madrid, ancianos sentados en los bancos. Este parque, también por causas razonables, estaba altamente ocupado y concurrido por hispanoamericanos, que eran mayoría en la zona y son dados a hacer vida en grupo. Alguna vez se fijaba en las muchachas, que aunque muchas veces no respondieran a los ideales de belleza con los que soñaba Heliodoro, no estaban nada mal, incluso lucían sus cuerpos con audaces prendas, como esos pantalones cortísimos. Pero eso le servía para pensar un poco, al verlas en manada con su gente, ya fuera sentados o tumbados en el césped, con carritos de bebés y botellas de coca-cola, o jugando al voleibol todos ellos, con una red de los colores de la bandera de Colombia, Venezuela o Ecuador -se preguntó si existirían redes con la de España, y de qué serviría-, con lo que se figuró entre ellos y se decía: “Si yo estuviera con una de esas chicas, tendría que jugar al voleibol o estar tumbado en el suelo rodeado de niños, perdiendo el tiempo”. Así que le venía bien ese contacto con la realidad, para despejarse un poco de tanto idealismo y recordar que una mujer viene con sus allegados, sus usos y sus costumbres sociales. De igual modo descartaba a otras que sí que iban solas, paseando al perro, a menudo fumando, y siempre, siempre, hablando por el móvil, probablemente horas. Eran hermosas, pero ¿querría Heliodoro una mujer así, parloteante, que profería insultos y maldiciones a su perro, al que no sabía educar, que tiraba el plástico de la cajetilla de tabaco al aire en vez de a la papelera y que, sin pretender prejuzgar, muchos catalogarían de “choni”? No, tampoco, por bellos ojos que tuviera, por buen arco de culo (como diría Escohotado) de que gozase, turgentes muslos y suaves caderas.

“Ninguna de estas mujeres leería mis escritos”, se decía, recordando algo de Kafka que leyó una vez, no recordaba de qué libro, donde decía que para él era indispensable que la mujer que fuera su pareja leyera y tuviese sincero aprecio por su obra literaria. A Heliodoro le gustaría que alguna mujer interesante le leyese, sí, pero no le parecía tan necesario que le gustase lo que escribía, si su evaluación era inteligente. Las críticas constructivas le ayudarían a mejorar. Una mujer así sería estupenda.

Pero ¡qué difícil era conectar con alguien, que además tuviese un cuerpo deseable! Casi sobra explicar lo importante que era el cuerpo para Heliodoro, tan sumergido en su confusión como estaba. No quería aprender de la prerrogativa del Barroco de que la realidad es un engaño a los ojos. Los cuerpos le atraían como la luz a una polilla, no llegando a estrellarse, únicamente, por el poco raciocinio al que se podía aferrar. Creía que las formas, lo que se muestra por fuera, es síntoma de alguna virtud oculta, por descubrir, algo que pudiera aparecer por una fugaz mirada, por un encuentro entre almas que se conectan a través del cuerpo. Pero el cuerpo era lo que propiciaba y permitía ese encuentro superior de lo incorpóreo. Lo esencial era lo corpóreo. Lorca se atrevía a decirlo disimulando con un personaje que ridiculizaba y sacrificaba, en su farsa El amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín:

BELISA.-  ¿Para qué quiero tu alma?, me dice [Perlimplín]. El alma es patrimonio de los débiles, de los héroes tullidos y las gentes enfermizas. Las almas hermosas están en los bordes de la muerte, reclinadas sobre cabelleras blanquísimas y manos macilentas. Belisa, ¡no es tu alma lo que yo deseo!, ¡sino tu blanco y mórbido cuerpo estremecido!

Y más adelante, cuando Perlimplín está moribundo:

PERLIMPLÍN.-  Perlimplín me mató... ¡Ah, don Perlimplín! Viejo verde, monigote sin fuerza, tú no podías gozar el cuerpo de Belisa..., el cuerpo de Belisa era para músculos jóvenes y labios de ascuas... Yo, en cambio, amaba tu cuerpo nada más..., ¡tu cuerpo!, pero me ha matado... Con este ramo ardiente de piedras preciosas.

Miraba, al lado del parque, una iglesia que había estado en ruinas y habían restaurado en los últimos años. Era una Nea, igual que las iglesias bizantinas de la Segunda Edad de Oro, de planta centralizada, con una cúpula sobre tambor octogonal y con linterna. Era perfecta y equilibrada. Era una forma que obedecía a unos ideales de proporción, distancias, volúmenes. ¿Por qué la belleza humana tenía que ser engañosa, decepcionante y destructiva? ¿Por qué no podía ser algo que la evolución ha llevado a la perfección, igual que el arte de la arquitectura llegó a dar esas obras, esas formas, que se reproducían parecidas por el mundo, por haber llegado a la cumbre de su perfección? No podía obviar la forma, fuera cual fuese el contenido. Como Platón: el universo de las ideas se manifiesta a través de las formas.

Así llegó a pensar que, para comenzar a atajar la depresión o la ansiedad que le mermaba cada día, las horas perdidas inactivo o tentando la paciencia de amigos o amigas a quienes escribía en ese estado, como desahogo o en busca de ayuda, debía salvarse a través del cuerpo. Anotó en la pizarra de la cocina, cuando volvió de correr: “Salvación por el cuerpo”, y añadió “Si hay vida, hay esperanza”. Esas palabras, las primeras, le bullían en la cabeza, no sabía de dónde le habían venido, pero no podían ser suyas. Efectivamente, mucho tiempo después, se lo recordaría Teresa: era el título de un poema de Pedro Salinas, de Razón de amor.

El poema, bastante largo, pero sin que sobre ni una palabra, comienza así:

 

¿No lo oyes? Sobre el mundo,

eternamente errante

de vendaval, a brisas o a suspiro,

bajo el mundo,

tan poderosamente subterránea

que parece temblor, calor de tierra,

sin cesar, en su angustia desolada,

vuela o se arrastra el ansia de ser cuerpo.

Todo quiere ser cuerpo.

Mariposa, montaña,

ensayos son alternativos

de forma corporal, a un mismo anhelo:

cumplirse en la materia,

evadidas por fin del desolado

sino de almas errantes.

Los espacios vacíos, el gran aire,

esperan siempre, por dejar de serlo,

bultos que los ocupen. Horizontes

vigilan avizores, en los mares,

barcos que desalojen

con su gran tonelaje y con su música

alguna parte del vacío inmenso

que el aire es fatalmente;

y las aves

tienen el aire lleno de memorias.

¡Afán, afán de cuerpo!

Querer vivir es anhelar la carne,

donde se vive y por la que se muere.

Se busca oscuramente sin saberlo

un cuerpo, un cuerpo, un cuerpo.

[…]

Salinas, Pedro (1974), La voz a ti debida. Razón de amor. Madrid: Castalia. Pp. 181-182.

Heliodoro sentía una conmoción al releer ese poema, pero se quedaba atascado en la verbalización de lo que significaba para él. Cumplirse en la materia… Querer vivir es anhelar la carne… eran enunciados que le hacían vibrar fibras muy profundas, no sólo en su eterna búsqueda del amor y del erotismo, sino de los mismísimos misterios de la existencia humana, particularmente de la suya. Algo le recordaba a aprendizajes olvidados, por considerarlos falaces, de las sectas que husmeó en su día, años atrás, de masones y rosacruces. La materia es la culminación de la formación del cosmos, era la parte más importante de la tríada cuerpo, alma y espíritu, era lo que verdaderamente le daba existencia al “ser”. La Creación bíblica también se manifestaba a través de la materia. Platón, en El banquete, decía a través de Sócrates, y éste citando a Diotima, que al amor se llega a través de la belleza. Y bien, ¿qué es la belleza sino algo que deba apreciarse a través de los sentidos? La belleza, aunque hubiera ideas bellas, tenía que ser esencialmente física, según creía Heliodoro en ese momento.

Un amigo suyo, un gran filósofo y erudito, Augusto Herrero, le comentó, acerca del poema: “¡Qué maestría! Una maravilla cómo nos describe la percepción de la materia, del cuerpo solitario, y de la necesaria comunión de los mismos, hasta llegar a la "carne transcorpórea", al cuerpo del amor: "Ese que inútilmente esperan las tumbas." Materializa el espíritu para finalmente espiritualizar la materia en una especie de vaivén poético cartesiano”.

Sin embargo, la “comunión de los cuerpos” no era posible. A Teresa la había apartado el propio Heliodoro. No había ninguna mujer en el horizonte, ni mucho menos que pudiera conectar con él en algo. Tuvo entonces una revelación con una sorprendente imagen que pudo ver en el parque: el perro con tres patas.

Bajaba un pequeño terraplén de tierra junto a la verja de la “Nea”, de la antigua iglesia que estaban convirtiendo en un centro de interpretación de naturaleza o algo así. Todavía no habían acabado las obras. Junto a la bonita iglesia habían erigido un feo edificio gris de aspecto ultramoderno. Se encaminaba hacia la orilla del lago, para ver el atardecer, momento que intentaba disfrutar si le dejaban los adolescentes que iban profanándolo todo con la música horrorosa de sus altavoces portátiles. Pero en ese momento fueron ladridos de perros lo que le hicieron girar la cabeza. Dos o tres canes correteaban por la hierba, bastante escasa, junto sus dueños hispanoamericanos que los dejaban sueltos. Uno de ellos corría a trompicones y mucho más despacio que los otros. Le faltaba una pata, seguramente perdida por algún horroroso accidente. Sin embargo, ese perro mutilado intentaba seguir a sus colegas, de un lado para otro, moviendo el rabo, ladrando y jadeando con la lengua fuera, como cualquier perro.

Heliodoro se quedó atónito. No cupo en su admiración ante los animales y, por extensión, ante la exorbitante sabiduría de la naturaleza. La naturaleza no se andaba con tonterías. Apostaba todo por la vida. Sabía lo que hay que hacer. Un animal mutilado no dejaba de querer vivir, aunque jamás llegase a correr como antes, ni jamás alcanzase a sus colegas sanos. El corazón de ese perro latía con fuerza, quería correr como pudiese, disfrutar lo que pudiese, comer, beber, jugar, pelear, incluso copular si se presentaba la ocasión. Ese perro sabía que había que vivir, aunque le faltase una pata.

Heliodoro, si fuera un perro mutilado, se tumbaría y lloraría. Pero la naturaleza le estaba enseñando algo. Los seres humanos, que realmente somos animales también, olvidamos que procedemos de la naturaleza. No nos fabrican, sino que partimos de células vivas, tan naturales como las de un roble o de un erizo. La naturaleza, programada para hacer que la vida se abra camino, es racional y jamás irracional. Los seres vivos no cuestionan su existencia ni se secan porque quieren, salvo las plantas de Tiberio Feliz, que según él decidían morir a veces. La naturaleza es razón, no sinrazón. Deberíamos tener más en común con ese perro que con los románticos, los existencialistas, los idealistas en general o personajes novelescos como Harry Haller, Raskólnikov o los hermanos Karamázov.

La clave, pensó Heliodoro, estaba en el cuerpo. Un perro o un gato no tienen más que cuerpo. Si se van de casa, se van sin absolutamente nada. No se llevan ningún objeto en la boca que les pueda hacer falta, ni acuden a otro ser vivo para decir que se van. Recordó a Espronceda:

Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.

 

“Que es mi barco mi tesoro…”, repetía el pirata. Lo único que tiene un pirata es su barco, como Jack Sparrow. Y el mar, como decía siempre Juan Victorio, el viejo profesor de Heliodoro, son las pasiones amorosas o las emociones en general. Para navegar por las emociones lo único que hace falta es nuestra cáscara de nuez, el cuerpo, y aprender a manejarlo como un marinero maneja las velas y el timón, conociéndolo y sintiendo a través de él. “El cuerpo es el instrumento de conocimiento del mundo”, le había enseñado algún místico, de modo que sin un cuerpo óptimo no sería capaz de alcanzar el conocimiento. Desconocer el cuerpo equivalía a desconocer el mundo.

Conectó esa idea con la búsqueda del amor corporal que promovía Salinas. Le pareció haber hallado un trasfondo común: el verdadero amor tiene un origen corporal; el verdadero conocimiento tiene un origen corporal. “Conócete a ti mismo”, decía Apolo, que era también médico. Debía de haber un hilo conductor entre el amor y el cuidado (en su sentido etimológico de cogitare, ‘pensar’) del cuerpo de uno mismo con la capacidad de conexión con el cuerpo de otras personas, que daría lugar al sexo, al erotismo y al amor, en esa escala que explicaba Octavio Paz en La llama doble, como si fueran la basa, el fuste y el capitel que sostuvieran el templo de la felicidad, según Heliodoro.

El camino de la oscuridad hacia la luz empezaba en el cuerpo.

***

Heliodoro y Teresa fueron yendo y viniendo, como de costumbre. Cuando Heliodoro retomaba la comunicación con ella, él sentía una especie de alivio momentáneo, al volver a lo conocido, y ella era completamente feliz. Resplandecía como si gozase de un cosmos en perfecto orden, como si todo estuviese en su sitio y las cosas fueran como deben ser.

Un día del mes de mayo pareció alinearse todo como si un gran arquitecto del universo lo hubiese trazado con la perfección de un compás. Era una excursión nueva y desconocida, inusitada al no ser a ningún sitio de la sierra, sino al sur, a un lugar entre Chinchón y Titulcia, cuyas fotos eran famosas en las redes sociales: las Minas del Consuelo, unas cavidades artificiales en una ladera, originadas por una antigua explotación minera de una especie de polvo blanco apelmazado, abandonada, donde los turistas se hacían llamativas fotos bajo aquellas bóvedas grises.

Sin embargo, además del camino por un pequeño cañón con jaras y encinas, era especialmente bonito el manto de amapolas que se extendía por laderas, barrancos y llanuras, especialmente en los bordes de un campo de cultivo de colza. Heliodoro y Teresa se sentaron en unas pacas de paja que estaban apiladas para indicar el camino de subida a la mina, pero que además era un lugar fabuloso para abstraerse contemplando el campo de alta y verde colza, con las vainas de semillas largas e hinchadas, el Parque Warner a lo lejos, bien apartada su ridiculez, allá diminuta, y el gran pivot de riego del cultivo alineado a lo largo del camino. Y, sobre todo, delante, como una hilera de peones ante las figuras más altas que están detrás, las amapolas rojas, espléndidas, radiantes, con sus cuatro pétalos como símbolo de perfección y de equilibrio, con sus pequeñas manchas negras pintadas en torno al centro. Eran todas iguales, pero a la vez todas diferentes. Quiso Heliodoro pensar que, si las rosas son símbolo del amor, siendo este amor el estereotipado por la poesía refinada de los autores cultos, al ser la rosa cultivada en jardines, la amapola, por su parte, había de ser símbolo de un amor natural y salvaje, lejos de los cánones renacentistas, la flor que encarna un amor que no se cultiva, sino que nace donde quiere.

Bebieron un café delicioso, como tenían acostumbrado, de un termo en unas tazas de plástico, sentados en las balas de paja, por las que transitaban hormigas en busca de alguna miga de magdalena que cayese.

Cualquier otro día, Teresa descubría alguna nueva seguidora de Helidoro en sus redes sociales, incluso algún efusivo comentario de ésta en público a alguna de sus publicaciones, y la cariñosa respuesta de él. Siempre eran mujeres nuevas. Le entraban los siete males, de bullía lo más hondo del estómago y le parecía que todo daba vueltas. La perfección del mundo se tambaleaba y se desmoronaba. Cuando no era eso de las redes sociales, era aquella pérfida Luz de la que estaba prendado Heliodoro, con la que hablaba todos los días, sin darse cuenta él de que estaba siendo utilizado por ella para crecerse con otro adulador más.

No dejaba de encontrar mujeres en torno a Heliodoro, que se multiplicaban y renacían como cabezas de la Hidra de Lerna. Era imposible liberarle de ellas. Le habría gustado ser como Ulises cuando regresa a Ítaca y acuchilla a todos los pretendientes de Penélope, que además se estaban beneficiando de la comida y bebida de su hacienda -pues es así como se aprovechan las mujeres de Heliodoro, robándole su tiempo-, pero no podía hacerlo. Esa Penélope que era Heliodoro no tejía y destejía esperando castamente, sino que coqueteaba con todos los pretendientes que podía, despreciando el reino que había construido con Ulises.

No tardó en llegar otro bloqueo de Heliodoro. Su foto en las aplicaciones del teléfono móvil se volvió gris. “Ya no puedes enviar mensajes a este contacto. Toque para más información”, decía la pantalla.

A pesar de sus crisis nerviosas, sus gritos en sueños, sus intensos llantos en su humilde piso alquilado, Teresa tenía una gran fuerza de voluntad y capacidad de recuperación. No se le escabullía el tiempo entre las manos como a Heliodoro. Leía gran cantidad de horas al día, en los viajes en Metro al trabajo y en casa; estudiaba la carrera universitaria que empezó con él, Arqueología, salía a correr algún día que otro, reunía ganas para visitar algunos lugares de Madrid relacionados con historia o literatura, y le daba todos los cuidados del mundo a su gata Ursa, una carey, más negra que parda, pero con un pardo blanquecino en la barbilla que le daba un aire de vieja sabia, alentado por sus ojos grandes de mirada inquisitiva y paciente. A esa gata, no muy grande, a pesar de llamarse Ursa, le colgaba el pellejo del vientre, eso que llaman “bolsa primordial” -podríamos justificarnos así muchos humanos tripudos-, que, añadido a que sus patas no eran muy largas, le hacía asemejarse en su manera de correr a una marmota.

La gata, el estudio, las obligaciones y el placer de aprender empujaban a Teresa a no desfallecer, incluso se había procurado una psicóloga, cosa que no dejaba de recomendar a Heliodoro. No obstante, Teresa seguía adelante con un autoengaño muy poderoso, pero eficaz, que los griegos clasificaron como el último de los males del mundo que estuvo a punto de liberar Pandora, y que igualmente nos daña aunque se quedase en el ánfora: la esperanza. Teresa, sin ser religiosa, se repetía unas palabras de su homónima la santa de Ávila, que aprendió en otra espléndida excursión con Heliodoro a dicha ciudad:

Nada te turbe, nada te espante;

todo se pasa, Dios no se muda;

la paciencia todo lo alcanza.

Quien a Dios tiene nada le falta.

Sólo Dios basta.

 

Santa Teresa de Jesús

 

Ojalá Heliodoro tuviera algo a lo que asirse igual que Teresa, porque el desdichado, que creía ser más libre y sufrir menos anulando a Teresa, sufría mucho más que ella. La soledad le carcomía. El trabajo le mantenía activo, pero a la vez le mataba. ¡Quería pensar, quería escribir, quería tiempo! A lo único a lo que podía aferrarse, por ridículo que le pareciese a alguien con la vida completa, era a su propio cuerpo. “Salvación por el cuerpo”, decía la pizarra de la cocina, sin que la borrase desde hacía meses y meses.

La gata Lira le ayudaba a mantener constante el fluir del cuerpo a través del tacto. Normalmente no se dejaba tocar mucho. Mordía, sin hacer mucho daño, inmediatamente en cuanto se le ponía una mano encima. Otra cosa era cogerla y pegar la cara a su lomo o a su cabeza. Ronroneaba débilmente, como solía hacer cuando estaba a gusto. Heliodoro le pasaba su corta barba por el cielo de su cabeza, sus laterales, los muslos de las patas traseras, hasta que la gata se inquietaba y le apartaba la cara con las patas delanteras, posando sus cálidas y rosas almohadillas en los labios de Heliodoro. Otras veces, lanzaba un mordisco en el umbral de lo soportable justo en su nariz.

La gata, que era de ese color que en los gatos llaman albaricoque, que no es otra cosa que marrón claro entreverado de beige, le llevaba a Heliodoro a pensar en el color rosa. Su naricita era rosa. Las almohadillas de las patas también. Las orejas por dentro, también, sobre todo cuando las traspasaba la luz. La palidez y la delicadeza eran los ideales de belleza de Heliodoro. Se acordaba de la tierna piel de una muchacha que conoció hace mucho, mucho tiempo, a través de unos amigos de su familia, cuando se bañaba en una piscina y, haciendo el pino bajo el agua, alzaba en la superficie sus largas piernas tan blancas que eran rosadas, como los bordes de los pétalos de las rosas blancas. Así era el hociquito de Lira, el interior de su boca y sus acolchados dedos, como la suave piel de una mujer deseada y nunca conseguida, encarnada en un pequeño y bonito felino, como si fuera el resultado de una de las Metamorfosis de Ovidio.

La gata materializaba la soledad venidera de su vida. Su aparición vaticinaba una compañía constante, corporal, y excluyente de cualquier otro tipo de compañía femenina. La única mujer a quien no bufaba era a Teresa, pero Teresa no podía estar. Los bellos ojos de mujer que deseaba Heliodoro que le mirasen, como el bello fraude que fue Luz, nunca volvieron, y en su lugar estaban los dorados ojos de Lira mirándole todo el rato. Heliodoro, ante esta situación, se quedaba dolorido y a la vez consolado.

No pudo Heliodoro evitar acordarse de nuevo de Pedro Salinas contemplando su gata rosada. Los últimos versos de La voz a ti debida decían: “…esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”. Al releer el poema, se quedó absorto, pues parecía que hablaba de Teresa y de él, cada uno abrazando a su gata. Hasta entonces no le había dado esa asociación a “desmelenadas fieras”:

¿Las oyes cómo piden realidades,

ellas, desmelenadas, fieras,

ellas, las sombras que los dos forjamos

en este inmenso lecho de distancias?

Cansadas ya de infinidad, de tiempo

sin medida, de anónimo, heridas

por una gran nostalgia de materia,

piden límites, días, nombres.

No pueden

vivir así ya más: están al borde

del morir de las sombras, que es la nada.

Acude, ven conmigo.

Tiende tus manos, tiéndeles tu cuerpo.

Los dos les buscaremos

un color, una fecha, un pecho, un sol.

Que descansen en ti, sé tú su carne.

Se calmará su enorme ansia errante,

mientras las estrechamos

ávidamente entre los cuerpos nuestros

donde encuentren su pasto y su reposo.

Se dormirán al fin en nuestro sueño

abrazado, abrazadas. Y así luego,

al separamos, al nutrirnos sólo

de sombras, entre lejos,

ellas

tendrán recuerdos ya, tendrán pasado

de carne y hueso,

el tiempo que vivieron en nosotros.

Y su afanoso sueño

de sombras, otra vez, será el retorno

a esta corporeidad mortal y rosa

donde el amor inventa su infinito.

 

Las gatas, Ursa y Lira, eran esas desmelenadas fieras a punto de no existir. “Tiéndeles tus manos, tiéndeles tu cuerpo”, como hacían él y ella, pegándose a ellas en la cama, en la mesa del ordenador. “Las estrechamos ávidamente entre los cuerpos nuestros.” Parece que esas gatas “vivieron en nosotros”, pensó Heliodoro. Y ese extraño ciclo como un uróboros de sueño y realidad era esa irrealidad con tendencia a cumplirse en la materia, a la vez que la corporeidad mortal y rosa retorna al sueño de sombras.

El ciclo infinito del amor no realizado, como un bucle en el tiempo interno, pero corriendo en el externo, se había revelado en suaves y leales felinas que dormían pegadas a sus cuerpos desnudos, cada una al suyo.

Entre tanto, en la eterna búsqueda, Heliodoro llegó a pensar en que todo era el cumplimiento de una ordenación cósmica donde se cumplía el precepto estoico del suum cuique, a cada cual lo suyo. Todo estaba ordenado por la naturaleza con su infinita sabiduría. El amor se cumplía cuando las personas en ese estado tenían algo que dar al mundo, y no cuando se trataba de almas yermas, estériles, que ya habían cumplido su misión con existir individual y aisladamente. Con la certeza de un orden cósmico, se acordó también de la inexcusable cita con la muerte que todos pasaremos, y escribió:

Diario de Heliodoro, miércoles 14/4/2021

Estaba pensando en el tópico del ave en la mano en la escultura funeraria. Me dan ganas de ser una escultura así, atemporal y estática, convertido el tiempo en tiempo eterno.

Qué hermosa manera de expresar el abandono del alma del cuerpo. Una mariposa está bien también. Pero un pájaro es cálido, suave, delicado y mira con ojos parecidos a los nuestros, y canta, y ama, y sufre… En un pájaro se concentra toda la vida de la Tierra. La vida es efímera y voluble, tan imprevisible en su llegada como en su partida, igual que la victoria para los griegos, la “Niké”, representada con alas para aludir a su rápida caída del cielo sobre los guerreros. De ahí pasaría a los ángeles en el mundo cristiano, anhelados anfitriones del más allá.

Tan rápido vienen como se van, las aves, allá a lo inalcanzable, a lo alto. De allí viene el Espíritu Santo, como descendiente paloma; allí suben las almas para los parsis.

Un pájaro debió traerme, quizá un gorrión. Cuánto me gustaría, en absoluta paz, sin mente, sin cuerpo, dejarlo ir. Se uniría a aquellos del poeta que decía: “Y yo me iré, y seguirán los pájaros cantando”. Cuánto me gustaría deshacerme en no uno, sino en cientos de pájaros, de gorriones que poblasen los árboles y el cielo…

Pájaros, pájaros, alimentar y proteger pájaros… Eso debe de ser dar el alma a quien nos la dio.


***

Verano de 2021

 

Canis panem somniat, piscator pisces. “El perro sueña con pan, el pescador con peces”, decía el dicho latino, que citaba a menudo Jung. Al soñar Heliodoro con alguna mujer, que en sueños nunca ofrecía resistencia en la conquista, sino que le besaba por voluntad propia, tuvo una asociación de ideas. Relacionó, al despertar, la poesía mística, concretamente la Noche oscura del alma de San Juan de la Cruz, con esos sueños amorosos o eróticos en los que había contacto físico con una mujer, en su caso como hombre. No le había dado importancia, en ese poema, a la clara referencia con que se alude al sueño: “Estando ya mi casa sosegada”, es decir, estando mi cuerpo, la casa del alma, dormida. Se le presentó nuevamente C. G. Jung: si San Juan hablaba de una mujer, como alma femenina que se encuentra con un ser masculino (Dios, en su caso), cuando en un sueño el encuentro místico es con una mujer, entonces lo que escapa del cuerpo es el “ánimus”, el alma masculina según Jung. ¿Sería eso?

Como en el poema de San Juan, en la estrofa del clímax, tras ese encuentro en las nubes del sueño, el alma queda “transformada”:

¡Oh noche que juntaste

amado con amada,

amada en el amado transformada!

 

Por eso, al tener esos sueños, a Heliodoro le parecía haber tenido una experiencia vital intensísima, de cariz divino, donde lo sobrenatural se hace ver y notar. Una mujer hermosa y deseada que le mira directamente a los ojos, que se acerca a él sin dudar y se entrega con resolución es algo del más allá, una experiencia mística.

Echaba de menos hablar de todo esto con alguien. Teresa no podía ser. Yago Feliz, su amigo más cercano, no le dejaba ni explicárselo, porque en cuanto mencionaba la literatura se burlaba encarnizadamente de él, mofándose de sus pensamientos.

Afuera, el verano comenzaba. El trabajo, en el que Heliodoro se dejaba arrancar su talento para dárselo a los ciudadanos, como funcionario estatal que era, iba aminorándose en su carga. Se acercaban los ansiados dos meses de vacaciones, un periodo quizá demasiado largo para saber aprovecharlo. En un primer momento, en junio, todavía cumpliendo su horario laboral pero sin demasiadas obligaciones, tuvo la oportunidad de retomar su búsqueda. Se llevó un previsible chasco con otra compañera de trabajo, a la que tiró la caña por si acaso, ya que no le quedaba mucho de verla. No fue tan dulce como Luz en su rechazo, sino que le dedicó unas palabras hostiles. ¡Qué diferencia entre las mujeres de la realidad y las de los sueños!

Siguió bajando al parque de Pradocorto, no tanto para ver el atardecer, pues a esa hora estaba concurrida la orilla que miraba a poniente, sino simplemente por andar, pensar y, a veces, provisto de una esterilla, hacer algo de gimnasia. Necesitaba varios días para volver a bajar, al chocar también con la realidad circundante. Un día que pensaba en las pobres palomas, el ave de Venus, el Espíritu Santo y otras nobilísimas atribuciones, se encontró a una de ellas muerta, colgada de una rama de un pino, entre otras vivas posadas en esa rama. ¿Cómo pudo morir y quedar colgada cabeza abajo? ¿Por qué no la bajaban de ahí? En otro momento, cerca de donde se disponía a hacer gimnasia, otra paloma muerta estaba siendo devorada por avispas. El mundo se mostraba con toda su crudeza. Así moría, tal vez, el amor de don Perlimplín por Belisa, de Lorca, devorado por avispas. O, como el poeta, atravesado de un balazo.

Otro día se acercó al lago y se quedó perplejo: el lago no estaba. Lo habían desecado a propósito, supuso, para ahorrar agua ante la tenaz sequía del verano y por salubridad, para que no proliferasen las espesas algas que brotan con el calor. Sin embargo, esta solución dejaba un extenso lecho de lodo podrido, hediondo, que casi aturdía, con el desolador panorama de las aves transitando ese barro intentando beber en algún charco de agua sucia y apestosa. Qué distintas las aves que se figuraba en las esculturas funerarias que recordó hacía poco, las idealizadas en sus recuerdos y sus lecturas, frente a las enfermas y medio desplumadas que iban muriendo en parques de ese tipo.

En cambio, la especie humana no sufría ningún estrago. Las multitudes disfrutaban siendo libres con su música alta, sus fiestas de cumpleaños, sus bailes que ocupaban toda una avenida y acompañados de fuertes altavoces que invadían cualquier rincón de paz… Heliodoro se sentía expulsado ante estas hordas, porque gozaban de libertad mientras que él no. “La democracia”, pensó, “que enarbola siempre la libertad, no es otra cosa que la dictadura de la mayoría, es decir, anarquía, donde la libertad la tiene el grupo más numeroso”. Aunque en Aurora roja, de Baroja, los anarquistas precisamente condenaban la ley de las mayorías y los votos. Pero la anarquía teórica e idílica es precisamente eso, charlatanería. La real era la que propiciaba la democracia.

Otra pareja, con una niña pequeña, se entretenían tirando piedrecitas a una farola, cuyo repiqueteo metálico y el siempre inquietante vuelo de piedras lanzadas molestó irritantemente a Heliodoro, que trataba de leer a Baroja en un banco cercano. Se tuvo que levantar e irse a otra parte.

Otra pareja de jóvenes, el varón con gorra y camiseta de tirantes y la hembra con un pantalón muy corto, transitaban en patinete eléctrico con su popular música altísima de ritmos machacones. Supuso Heliodoro que pretendían así mostrar lo felices que eran ellos y encaramarse en el orgullo de aniquilar a las especies en extinción como él, o expulsarlas, porque todos los que no aplaudiesen esa “cultura” debían desaparecer, como el protagonista de la novela Soy leyenda de Richard Matheson, cuando asume que el mundo es definitivamente de los vampiros y él no ocupa ya ningún lugar en él.

Seguía brotando música en otro sitio. Un grupo de unos veinte adolescentes, todos con gorras, sombreros, camisetas negras de tirantes, con el indudable aspecto de miembros de bandas callejeras, tenían colonizada esa zona del parque, con su nutrida presencia y su música, junto a una papelera que rebosaba botellas, latas y demás basura, esparcida por el suelo. Había que vadear ampliamente el grupo para pasar. Era una especie de atmósfera tóxica para Heliodoro, que debía irse de nuevo a otro sitio. No lo veía justo: ellos sí podían respirar su atmósfera, pero no él la suya, como si fuera metano o amoníaco. Eran seres que se nutrían de algo radicalmente distinto y que a su vez generaban ese producto en cada parte que colonizaban, como el hongo que hacía pudrirse una naranja.

De nada valía pensar en ello. Había que adaptarse. La calle es de todos, se decía antes, y ellos son más. Si él quería un lugar limpio, cuidado, silencioso, con pájaros, tendría que irse a otra parte. O madrugar y bajar a las siete de la mañana, como los abuelos que caminaban sin camiseta a esas horas.

Al no poder disfrutar mucho de la naturaleza y la vegetación fuera, se esmeró un poco más en cultivar plantas en casa. Mejoró el sistema de riego automático de los tiestos en su ventana. Trasplantó las pequeñas encinas que había obtenido de bellotas, recogidas con Teresa en una excursión a Mangirón, cerca de Buitrago. Limpió y arregló las matas de uña de gato, una planta muy resistente. También recolocó los limoneros y el manzano. En una mesa de dentro, mantenía cuidadosamente dos orquídeas, un ficus y un plectranthus o “planta del dinero”.

Simultáneamente a retomar la afición por las plantas, redescubrió la de la bicicleta. Empezó a volver a dar uso a su vieja bicicleta de carretera de 1985, con cambios en el cuadro, que no funcionaban muy allá. Un día fue a comprar una maceta con la bici a un bazar chino, sin prever que no tenía mochila ni bolsa. Como la maceta era de plástico y del diámetro de un cráneo, se la colocó en la cabeza. Por un momento creyó tener el mérito de ser primer ciclista de la historia que circulaba con una maceta en la cabeza, tan original como Don Quijote con una bacía de barbero en lugar de un yelmo. Un niño, cogido de la mano por su madre, le señaló boquiabierto. Tuvo un leve recargo de conciencia al recordar un cuento de El conde Lucanor donde un rey descubre la innovación de practicar un agujero más en las flautas (un “forado”) para lograr más notas, pero se da cuenta de que a un rey se le ha de recordar por sus grandes hazañas, no por un “forado”, con lo que cambia de actitud. Nuestro personaje ni siquiera aportaba al mundo un nuevo diseño de flauta. Si Heliodoro no tuviera tan atrofiado el sentido del ridículo ni una patológica percepción de la realidad, se habría dado cuenta de las tamañas estupideces que podía llegar a hacer y las consecuencias que tenían sobre su reputación.

Aunque detestaba identificarse con Raskólnikov, por parecerle aún más mentalmente adolescente e improductivo que él, lo cierto es que ambos personajes compartían ciertos rasgos. La morbosidad que reconocía el personaje de Dostoyevski a la hora de pensar y actuar en cierto modo constaba en la de nuestro funcionario madrileño. Véase, por ejemplo, otro día en el que Heliodoro compró unos amplios semilleros a lomos de su bicicleta, que naturalmente no cabían en su mochila, pero que pudo mantener sujetos y sobresaliendo por detrás de su cabeza. En un pequeño grado le preocupaba que le viera alguien conocido, pero le vio solamente el mismo niño que se admiraba boquiabierto junto a su madre. Al coger velocidad, el aire silbaba por los agujeros de drenaje del semillero, produciendo un efecto muy curioso. Recordó a los húsares alados de Polonia en el siglo XVII, que llevaban un soporte en la espalda con plumas de pájaro que silbaban al galope, como seña distintiva para intimidar a los enemigos. El ridículo quedó subyugado al placer de ese pensamiento, en una felicidad momentánea de ámbito íntimo que nada tenía de interpersonal ni social.

No eran del todo irracionales estas ocurrencias de nuestro excéntrico sujeto, sino que las realizaba anteponiendo la economía a la reputación u otros riesgos. Iba en bicicleta a diversos lugares, incluso a hacer compras que difícilmente podía transportar, por economía: ahorraba tiempo y dinero, al no tener que ir andando ni moviendo el coche. Y con el coche también trataba de ahorrar incurriendo en riesgos. En sus viajes solitarios durante el verano, le ocurrió en Asturias que los calcetines de su botas amanecieron todavía mojados del día anterior, cuando se iba de un hostal y pretendía hacer una marcha ese mismo día, de modo que pinzó sendos calcetines en sendas ventanillas traseras de su pequeño Renault Clío, como si fueran pequeñas orejas o coletas del vehículo, acordándose de la furgoneta-perro del memorable cortometraje Dos tontos muy tontos, para que el aire de impacto del viaje terminase de secar las importantes prendas.

En otra ocasión, se arriesgó mucho más pero la hazaña fue épica: volvía de Francia, tras un viaje a la región de Saboya, haciendo distintas escalas en hostales de buena relación calidad-precio y tratando de ahorrar combustible, pues es más caro en el país galo. En una ciudad llamada Ugine había llenado el depósito y pretendía llegar sin repostar hasta España. Y así lo hizo. Desde la ciudad de Narbona, la última etapa para llegar a un pueblo del Pirineo aragonés donde iba a pasar unos días, emprendió el viaje con un cuarto de depósito o menos, y con el problema añadido de que el Tour de Francia pasaría a partir de las once de la mañana por las carreteras de Saint Lary, justo por donde tenía que pasar él. Al ir llegando, se dio cuenta de que no le llegaría el combustible, o muy justo, pero no quiso parar por no perder ni un minuto ante el riesgo de que cortasen la carretera para los ciclistas. Tampoco paró a orinar por el mismo motivo, tras cuatro horas de viaje. En St. Lary se agolpaban las multitudes para recibir a los competidores, y fue el coche de Heliodoro, con todos sus bichos muertos salpicando la luna delantera, el único que cruzaba esas calles apartando a la gente. Detrás de él circulaban dos coches de policía que seguramente iban a cortar el tráfico. Al pasar aquello, respiró aliviado, pero ya no había ninguna gasolinera en adelante y se encendió el aviso de reserva del depósito. Varios camiones y bastantes ciclistas aficionados, que circulaban por ahí causando gran estorbo, le infligían a Heliodoro mayor preocupación y gasto de combustible, cuyo indicador seguía avisando. Al subir el puerto hacia el túnel de Aragnouet-Bielsa, de nuevo adelantando ciclistas, con el depósito indicando dos guiones y la luz ámbar de estar vacío, Heliodoro, aguantaba su hambre, sed y ganas de orinar, con el corazón al galope. Al fin, vio la llanura y las grandes montañas al fondo donde empezaba el túnel. Llegó y varios vehículos estaban esperando ante el semáforo en rojo que regulaba el paso. Heliodoro paró el vehículo y orinó allí al lado como si no hubiera mañana, con la micción más larga de los últimos veinte años. Todavía se preocupaba por si no arrancaba el coche o, peor aún, que se le parase en pleno túnel, con lo que le pondrían una multa que recordaría el resto de su vida. Pero afortunadamente el coche arrancó y el túnel tenía pendiente cuesta abajo, así que puso punto muerto, como los taxistas cubanos. Entró en España y siguió bajando y bajando, hasta llegar a la gasolinera de Bielsa, que se le antojó como el mismo Cielo. Guardó el ticket del repostaje como recuerdo de la hazaña, que no volvería a intentar nunca más. Luego se preguntaba qué necesidad real tenía de exponerse a todo ese riesgo por ahorrar unos euros de gasoil.

Quizá guardaba relación todo esto con la inversión en el trato con personas. Intentaba suplir su falta de relaciones interpersonales, sobre todo las del sexo opuesto, con aplicaciones de citas del móvil, para ahorrar tiempo en desplazamientos. Posteriormente, si entablaba una conversación sostenible con alguna, seguía por otras aplicaciones de mensajería, que son el triunfo del capitalismo para mantener a la gente enganchada a sus dispositivos electrónicos, en vez de verse y hablarse en persona. Debería recordar que lo barato es caro, o incluso que cuando algo es gratuito el producto es el usuario.

Augusto Herrero, su amigo erudito, con quien ocasionalmente jugaba al ajedrez a través del móvil, aludiendo a esta batalla perdida del individuo, decía:

- Ahora todo se atrapa en una pantalla, desde el juego solitario de ajedrez más avanzado hasta las relaciones sociales más banales y sofisticadas, desde las más altas expresiones del espíritu hasta las más viscosas expresiones carnales. Quizá debamos cambiar la célebre frase de Ortega por esta otra: “Yo soy yo y mi pantalla, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

El ajedrez era su gran asignatura pendiente de toda la vida. Nunca ganaba. Sufría pensando. Siempre se equivocaba. Uno normalmente se dedica a las materias en las que es competente, pero Heliodoro seguía dándole una oportunidad al ajedrez con cierta frecuencia, igual que a las mujeres. No se daba cuenta de que es un juego puramente racional y memorístico, que son precisamente facultades de las que carecía, al no hacer buen uso de la razón ni de la memoria. Quizá con las relaciones era parecido.

La mayor parte del tiempo se le iba en las aplicaciones de citas. Había instalado cuatro o cinco de ellas en su teléfono. Retocaba las fotos y el texto de su perfil una y otra vez, por si acaso había algún infortunio que fuese causa del universal rechazo que sufría por las hembras. Cambiaba de vez en cuando la búsqueda de “relación seria” a “amistad con derecho a roce”, sin gran diferencia en el resultado. Sí que ocurría, con la opción de las relaciones temporales o abiertas, que se dieran conversaciones de este tipo:

- Hola, qué bonitas fotos, ¿es la segunda del Mirador de los Poetas en Cercedilla? A mí también me gustan los gatos, etc., etc., -comenzaba diciendo Heliodoro.

- ¿Qué buscas por aquí? -decía la destinataria, que vamos a llamar aquí Urticaria.

Heliodoro ya había pasado por eso muchas veces.

- Cuando me hacen esa pregunta, se ha terminado -contestaba él, ya sin pretender agradar ni un ápice-, porque yo te diré que no lo sé, o que estoy abierto a cualquier tipo de relación, o lo que surja, y nada de eso te gustará. Tú quieres que te mienta y que te diga que busco algo serio, desde ahora mismo, sin conocerte siquiera, lo cual es absurdo. Que te vaya bien y encuentres a alguien para mentiros mutuamente.

Segundos después, aparecía el mensaje “este contacto ya no está disponible”.

Otras veces dejaban de hablar sin razón aparente, bloqueándole o no. Heliodoro tenía en cuenta que seguramente cada mujer hablaba con cincuenta hombres a la vez y elegía los que más le gustasen, y que había muchos para elegir y muchos eran mejores que él.

Cuando tenía éxito con alguna, casi siempre tratándose de una mujer sin mucho atractivo, de pocos estudios y sin muchos ingresos, a veces añadido a estar separada y con hijos, las conversaciones no eran muy enriquecedoras. Sí que no era tan tonto ni tan soberbio como para despreciar a otras personas por su físico o sus circunstancias, con lo que siempre aprendía algo o encontraba momentos de estar a gusto en compañía, pero sopesaba el tiempo y esfuerzo invertido y veía que no era muy rentable. Cuando tenía que hablar muy a menudo con una de estas mujeres, recordaba lo que los economistas llaman “coste de oportunidad”: mientras estaba hablando con una de éstas, no lo intentaba con otras. Cuando tenía, además, que escuchar la música que les gustaba a estas mujeres, por ejemplo “Melosen”, “Empalagosen”, “Cursilowan”, con anuncios pesados en Youtube y con el insistente primer plano del guaperas de turno que cantaba bonito sin decir nada, y sin ni siquiera ser musicalmente destacables, Heliodoro se decidía a dedicarle menos tiempo a esas mujeres.

También las había que, aunque tuviesen gustos que él no compartía o que en su fuero interno despreciaba, le venían bien como compañeras para poder hablar con alguien. Alguna se convirtió en apoyo psicológico y consejera de amores. Heliodoro la clasificó como una de las Magas. Determinaba como “maga” o, al menos, como “aprendiz de maga” a una mujer con aptitudes de psicóloga, a veces psicóloga de profesión real, que tuviera cierto interés por conocer los laberintos mentales de Heliodoro y quisiera internarse con él para intentar ayudarle, aportando pequeñas enseñanzas y consejos. La magia para él era inherentemente psicológica: no se puede alterar la realidad, pero sí la manera en que alguien la percibe y opera sobre ella, lo que casi equivale a cambiarla. Los magos cambian la realidad haciendo ver a las personas otra realidad posible, según dicen.

El nombre de una de estas mujeres, el de la que en el fondo era más amiga, no importaba en esta historia, porque Heliodoro le puso uno muy apropiado: Hipea, la centaura. Era una mujer diez años más joven que él, con la solidez de ideas de una persona adulta y, a la vez, con el idealismo y las pasiones de la juventud. Se conocieron años atrás en un mal momento de Heliodoro, estando éste afectado por sus crisis con Teresa y aprovechando el apoyo que le ofrecía Hipea. Se acostaron unas cuantas veces mientras se conocían, en lugar de conocerse bien primero. Así, sucedió que fueron apareciendo profundas divisiones de pensamiento, pero mayor división fue la de que Heliodoro no era capaz de desligarse de Teresa, lo cual acabó por agotar a Hipea.

No obstante, en los momentos buenos solía decir ella: “somos monógamos, pero no fieles”. Era una afirmación que parecía tener todo el sentido para gente como ellos, no como Teresa o Yago Feliz, quienes reprobaban severamente la infidelidad. Heliodoro, ante juicios tan dispares, comprendió que la realidad es múltiple, según la naturaleza de cada uno, y que por ello no hay una sola verdad.

Hipea no es que fuera una belleza, pero fue como un trago de agua fresca ante la estrechez de la enferma relación con Teresa, dos años atrás. Sonreía y besaba bien, aun dejando un regusto amargo al final, seguramente por el tabaco. Sus dientes incisivos eran grandes y estaban algo separados, como es propio de su naturaleza equina. Los ojos estaban enmarcados por ojeras, pero su cabello, sus negras crines, eran espléndidamente largos y libres, como su indomable naturaleza de animal salvaje. Sus pechos no eran grandes, pero estaban bien constituidos, en armonía con todo su cuerpo bastante bien proporcionado y con suficientes curvas. Lo mejor era su piel, muy suave al tacto, ni morena ni pálida, con algún lunar. Solamente tenía algunas marcas en la parte más baja de las piernas, sobre los tobillos, de rascarse y morderse. Los tobillos, por cierto, los tenía operados y los hacía chascar ostentosamente.

Fueron muchas las veces en las que le recomendó encarecidamente a Heliodoro que no volviese con Teresa, por mucho que la necesitase:

-Volver con Teresa = heroína a 3 € -le escribía ella.

Lo decía todo con eso. A veces las magas saben ser muy escuetas sin dejar de ser muy expresivas. Le explicaba también que, aparte de que se quedaría insatisfecho, le seguiría causando un gran daño a ella, al darle esperanzas de la relación ideal que quería cuando Heliodoro seguiría siendo igual de inconstante. Pero se cansaba de explicárselo. Le llegó a decir: “tío, haz lo que quieras”. Ella había encontrado ya un hombre un poco necio pero muy bien dotado, caballuno como ella, con quien iba a vivir en una ciudad muy cerca de la Sierra de Guadarrama. Como decía Lorca:

Verde que te quiero verde,

verde ramo, verde rama,

el barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

 

Otra maga se llamaba Begoña, que era psicóloga de verdad. Era muy amable al dedicar tiempo y atención a Heliodoro sin recibir nada a cambio. A veces hablaban por teléfono de viva voz. Coincidía con Hipea en bastantes cosas, aunque no en la poligamia no consensuada si se está en una relación de pareja, sin alterarse tampoco mucho por las infidelidades, que consideraba muy frecuentes y muy humanas. Un día se vieron en persona en una terraza de Príncipe Pío, cerca de donde ella vivía con su pareja y, al verla, Heliodoro se sorprendió de estar ante una verdadera hechicera: sus rasgos eran finos, rectos, casi cincelados, en un rostro de trazos más angulosos que ovales, pero con una particular belleza despojada de atractivo femenino. La nariz era fina, los labios finos, aunque muy expresivos cuando hablaba… No recordaba muy bien los ojos, quizá porque no era capaz de mirarlos mucho. El cuello era esbelto, delicado, pero con duros músculos que se adivinaban dentro. Llevaba todo tipo de prendas ligeras y cómodas, finas, sedosas: algo en torno al cuello y sobre el pecho, una especie de blusa, unos pantalones amplios… No había ni una sola forma que se adivinase y que estimulase el apetito, para Heliodoro, siempre pendiente del erotismo. Seguramente ella se cuidaba bien de ello. Se sorprendió de ver unas cuantas pulseras en sus muñecas, una de la Guardia Civil. Le explicó ella que era de algo de familia, no porque fuera simpatizante.

"Bego" era alta, muy alta. Eso le daba mucha autoridad y carácter. Los altos siempre son una especie superior. Jugaba al baloncesto cuando era joven, mejor que todas sus compañeras del colegio de monjas de Valladolid, de donde era originaria, pues era castellana vieja y su fenotipo así lo corroboraba. El quince de septiembre celebraría el Día del Nombre de Castilla, seguramente. Pero, como suele ocurrir, sus vacaciones las pasaba más en el mar y en las islas que en su tierra, que no tenía ningún atractivo para ella. ¡Cómo le habría gustado a Heliodoro tener una novia o amiga castellana, con raíces y familia, con algún pueblo que apareciese en las crónicas medievales!

Ante los laberintos de él sobre Teresa, su dependencia de ella por su compañía en viajes y aprendizaje, ella le decía:

- Mira, yo tenía en la universidad un amigo con el que coincidía en muchísimas cosas y que era el candidato idóneo para ser mi pareja. De hecho, fuimos novios un tiempo. Pero algo no marchaba. Era algo intuitivo, con lo que me daba cuenta de que no lo quería. Algo tan raro y sencillo como el olor. Cuando conocí a mi actual pareja, vi que la conexión era la buena, aunque no tengamos mucho que ver en gustos y aficiones. A él le gustan los coches, por ejemplo, que a mí no me interesan absolutamente nada.

A Heliodoro le pareció bien. Tal cosa, lo del olor y la conexión con gustos dispares, era lo que le ocurrió con una relación anterior, una que lamentó mucho cuando la perdió. Sin embargo, “Positibego”, que así se llamaba cuando se anunciaba esta psicóloga como autónoma, no llegaba a convencer a Heliodoro en situaciones como ésta:

- Estoy harto de hacer cosas solo, cada vez tengo menos ganas -decía él-. Me siento ridículo saliendo a andar solo, a la sierra solo, a ver monumentos de Madrid solo, incluso de viaje solo. Me parece un desperdicio darme esos lujos, a veces, para mí solo, consumiendo recursos y no pudiendo compartir esos recuerdos.

- ¿Por qué es ridículo ir uno solo? Yo salgo sola muchas veces. Me encanta ir a andar sola. Tienes que aprender a estar solo.

Heliodoro pensaba rencoroso que eso lo decía una persona que no vivía sola, que estaba feliz con su pareja, que dormía y se ayuntaba con ella, con quien se iba de viaje y con quien se veía con amigos. “Así”, pensaba Heliodoro, “yo también salgo a andar solo”. Sin embargo, fue solamente una de muchas de sus recaídas en las que perdía el uso de la razón, pues más valía hacer algo solo que con alguien con quien acabaría mal.

Otra maga, que conoció también mediante redes sociales, una versión grotesca de Ártemis, por su fisionomía que recordaba a un botijo, pero con inmensos ojos azules o grises, le ayudó a reafirmarse en la condena de esa postura hipócrita, pues siempre afirman que hay que aprender a estar solos los que menos solos están. Como la diosa Artemisa, que se desnuda para que la vean y luego inflige un castigo, le dejó a Heliodoro a dos velas, aparte de lanzarle alguna consideración poco acertada de una intimidad que éste le confesó. Pero fue amable al escucharle y acompañarle, una vez más, en sus laberintos en torno a Teresa:

- ¿Pero ella cumplía tus expectativas de sexo?

- Sí, bastante. Pero su cuerpo no cumplía alguna exigencia mía, lo cual es desagradecido por mi parte. Y luego esa vulnerabilidad emocional suya… -contaba él.

- De modo que en sexo sí, en físico no, pero en la mente sí.

Heliodoro se aprendió esa interesante tríada: sexo, físico y mente. O espíritu, mejor. Los conocimientos, la visión del mundo, el afecto que se genera a través de todo ello. Era uno de los ejes de una representación tridimensional en X-Y-Z, el causante de que el vínculo no desapareciese. Los otros eran el sexo y el cuerpo, o el físico, aunque habría que añadir una materia esencial, que envolviera a todas, que sería la correspondencia de afecto. Era una lástima que Teresa nunca ocupase un lugar central y Heliodoro tuviese que andar buscando siempre cómo conseguir un equilibrio, ya fuera en una mujer o en varias, o añadiendo un eje más, el del tiempo, la cuarta dimensión, para que el camino medio de muchos vaivenes fuese una línea imaginaria que pasara por el centro de ese largo túnel cuatridimensional.

Heliodoro Peces mantuvo la reciente afición a la bicicleta que comenzó antes del verano. El advenimiento del ciclismo a nivel de aficionado, casi de paseo, de trayectos cortos, fue forzoso por diversos motivos: seguía creyendo en la salvación por el cuerpo, ya únicamente por el suyo, pues no lograba conectar con ningún otro, de manera que pedalear le hacía mantenerse mínimamente en forma. Era un sustituto de la gimnasia en el parque más agradable, menos costoso en cuanto al esfuerzo y menos ridículo. No requería casi ninguna inversión, pues tenía la ya mencionada vieja bicicleta de carretera que le había regalado un amigo hacía años. Se avanzaba más deprisa que andando y que corriendo, de modo que se llegaba más lejos en menos tiempo y eso le permitía ver lugares de Madrid que no habría visitado nunca andando ni en otros medios de transporte. Era una experiencia muy diferente a caminar: se iba más deprisa, con el placer del mayor alcance, el viento en la cara y refrescando el cuerpo, el sentido del equilibrio… pero no se podía uno distraer mirando algo, ni parar mucho para contemplar o hacer fotos. También, aunque castigaba las cervicales y la entrepierna, le parecía más saludable que correr, áspero deporte en el que se castigan todos los miembros a base de impactos de los pies contra el suelo. La bicicleta era un caballo, con la ventaja que tendrían los jinetes a lomos de sus magníficos animales frente a los soldados de infantería.

Pero el principal motivo para coger la bici era la soledad. No podía quedarse en casa varios días enteros, sobre todo con el tórrido verano castellano. Tampoco quería coger el coche, que le parecía un desperdicio de gasto, al mover el vehículo para él solo, junto con el estrés y la incomodidad del tráfico, pues tenía poca paciencia para los atascos y para buscar aparcamiento. La bicicleta tenía un reducido radio de acción, pero liberaba de todas las molestias del coche.

La bicicleta es uno de los deportes que menos precisa de compañía. ¿Para qué, si no se puede hablar? Hay quienes lo hacen, yendo en manada, ocupando todo el carril bici o media carretera, egoístamente, molestando a todos. Los que van en grupo, o parejas, y son educados, van uno detrás de otro. Suponía Heliodoro que eso también debía de ser bonito, pues en algún momento se para a beber agua o a hacer una foto y se charla, pero una sola persona también podía parar, hacer una foto, enviársela a alguien por teléfono y chatear con esa persona un momento. Y sin tener que adaptarse a ella en caso de que fuera su compañía ciclista presencial. Dar paseos en bicicleta se convirtió en un filón que explotar, que siempre le satisfacía y con el que no dependía de nadie. Era un milagro dada la dependencia emocional de Heliodoro Peces.

Le gustaba mucho circular por Madrid Río, admirando no solamente la magnífica vista de la ciudad y el río, sino de muchas transeúntes femeninas que por allí transitaban, ya fueran corredoras, patinadoras, ciclistas o meras paseantes. Lo más peligroso de las patinadoras era que ocupaban mucho espacio en el carril, despatarrándose en su forma de locomoción, a menudo insegura. Contemplaba por el camino los viejos edificios del Matadero, los modernos puentes sobre el río, los más antiguos como el de Toledo y el de Segovia, donde en este último miraba la Almudena y el Palacio Real, la cúpula de San Francisco, el gran edificio de ladrillo junto a ella que es el Seminario, los jardines del Campo del Moro, las viejas y bonitas casas de la Ribera del Manzanares… Le gustaba llegar a la Moncloa, a veces más lejos. Intentaba no alejarse del río, pero no encontró la manera de mantenerse pegado a él. Tampoco pudo llegar al Pardo, que intentó varias veces, porque se perdía. Descubrió un día algo muy tonto que determinó sus siguientes salidas: meterse a la Casa de Campo a la altura del Puente del Rey, por el Paseo del Embarcadero. Allí solía dar una vuelta al lago y sentarse en un banco a ver el atardecer, leyendo El árbol de la ciencia de Pío Baroja. Luego llevaría un pequeño ajedrez electrónico que tenía desde 1988, al que nunca pudo ganar. Otras veces exploró un poco más la Casa de Campo, pasando por donde empieza -o termina- el teleférico, por plazoletas presididas por algún “árbol singular”, por lugares altos desde donde se veía una buena parte de Madrid y la Sierra al fondo, pasó por la puerta del Zoo, por los estanques del Puente de la Culebra… Pero siempre tenía el problema de la densidad de viandantes, patinadores y ciclistas en Madrid Río, que llegó hasta la trifulca con alguno. Así que también exploró el río en la otra dirección, por el Parque Lineal Manzanares, hacia la Caja Mágica. Un camino que cogía era el que subía por Entrevías, cruzando un fabuloso pinar, subiendo por el Parque Lineal Palomeras, también hermoso, hasta Moratalaz y vuelta. O lo alargaba hasta Valdebernardo. Pero ese tramo de río hasta el final escondía más buenas rutas, las del larguísimo carril bici hasta San Martín de la Vega, a veintiséis kilómetros, que ida y vuelta eran más de cincuenta, según explorase sitios. Por el camino estaba Perales del Río, con una iglesia en restauración con una gran espadaña, una glorieta con un magnífico avión militar antiguo, un Casa 212 Aviocar, y allí cerca un parquecito con una fuente para beber y un restaurante con terraza, llamado El Cordero.

En ese parque se sentaba a veces a escribir pequeñas disertaciones como la que sigue.

Diario de Heliodoro, domingo 15 de agosto de 2021

La gente va a la fuente a beber, a saciarse la sed. Es muy simbólico: sed de amor, sed de conocimiento, sed de Dios. El simbolismo de la fuente ha servido en todos los ámbitos.

Hoy iba yo a beber, adelantándome a dos ciclistas que estaban aparcando sus bicis de montaña al lado. Nos hicimos gestos de dejarnos beber primero. Finalmente, ellos me cedieron a mí el paso. Con eso, empecé una conversación con ellos. Y así me revelaron el camino para llegar en bici por asfalto y sin peligro al Cerro de los Ángeles, una ruta más que deseaba hacer y cuyas indicaciones aún no conocía. Al final no bebí de la fuente, pues tenía agua de sobra en mi botella, pero el conocimiento me fue más útil.

La fuente es un símbolo de varias capas: se satisface directamente un tipo de sed, pero indirectamente otras por el vínculo que se genera entre las numerosas almas que se arremolinan en ella (como en el romance de Fontefrida: “donde van todas las aves / a buscar consolación”). La fuente es fuente de conocimiento porque primero lo es de agua.

***

Así pedaleaba y pensaba Heliodoro. Un día, más tarde, adelantándonos al otoño que vendría después, en una pequeña prolepsis, compaginaría una vez más su afición por las plantas con la del ciclismo y transportó en la mochila una maceta de pensamientos. En esa cómoda soledad, soltería, “solitud” que decían también entonces, recordó los versos de Lope de Vega:

A mis soledades voy,

de mis soledades vengo,

porque para venir conmigo

me bastan mis pensamientos.

 

Su forma física, sorprendentemente, no mejoraba ni un ápice. Sus piernas no estaban más fuertes. De hecho, cada vez le costaba más hacer ese deporte. Le hacía bien salir, el aire en la cara, moverse, pero algo hacía mal a lomos de su vieja bicicleta “Galgo” (así la llamó finalmente, dudando mucho con “Dardo”), que le causaba dolor en las cervicales y que se le durmiesen los dedos de las manos, sin mencionar el resentimiento del perineo.

Se dio cuenta de que el camino de la salvación por el cuerpo estaba cortado. No había mucho más adonde llegar, al menos en su caso. Su cuerpo era limitado y envejecía. Como cuando Haruki Murakami, corredor de maratones aparte de escritor, notaba disminuir sus logros y sus demás facultades y, al preguntarle a un médico si conocía un remedio contra la presbicia, éste se reía de él. Envejecemos irreversiblemente.

Pero un día, en casa de sus padres, estaban echando la vieja película de Ghost, con las clásicas escenas de la erótica pringue de arcilla entre Demi Moore y Patrick Swayze, el paso de éste a través de paredes y de vagones del metro… Y, cómo no, la aparición del formidable personaje del suburbano, que podría corresponder a algún maestro salvador de teóricos del cuento o mitólogos como Joseph Campbell o Vladímir Propp: el curioso y malhumorado morador del metro, feo, con calva y pelo rizado, que sabía tocar y mover objetos del mundo de los vivos, el mundo físico, cuando esa facultad es imposible para los fantasmas.

-No puedes actuar con tu cuerpo porque ya no tienes cuerpo -decía, más o menos, este personaje de la película-. Somos mente. Tienes que mover el objeto desde tus entrañas…-o algo así, que ya resultaba menos creíble.

“Somos mente”, pensó Heliodoro. Esto le caló hondo. Lloró una vez más con la película, por cierto. Ojalá hubiera cielo y algún tipo de existencia para el espíritu tras la muerte, aun a riesgo de haber también infierno.

“Somos mente”. El cuerpo tiene un límite, es un espacio pequeño, es un instrumento de conocimiento del mundo esencial pero limitado. Sobre todo cuando un cuerpo no es destacable ni valioso en el competitivo mundo darwiniano. Cambia tanto la percepción de la realidad como la participación activa en ella. Por eso, para conocer el mundo, hay que conocerse primero a uno mismo, como constaba en templo de Apolo en Delfos, lo que conlleva conocerse también desde las coordenadas del cuerpo. Seguía Heliodoro recordando aquel estudio de una universidad norteamericana en la que descubrieron que el rasgo corporal más decisivo para la elección de hombres por parte de mujeres era la longitud de las piernas, caso en el que Heliodoro fallaba, al ser de baja estatura y tenerlas ligeramente cortas en proporción al cuerpo.

Poco después vio un vídeo de la espléndida historiadora Eva Tobalina sobre el dios Apolo. Explicaba, entre muchas otras cosas, que la célebre sentencia de γνῶθι σεαυτόν, más conocida en latín, gnosce te ipsum, no era tanto la instancia a la introspección psicológica de la actualidad, más motivada por los libros de autoayuda y la psicología, sino algo mucho más propio de los griegos de la época clásica, preocupados por el orden social. Apolo era un dios particularmente severo en castigar a quien le desafiaba, como hizo con el pobre Marsias, que quiso superarle en talento musical. Lo que significa ese gnosce te ipsum es “conoce tus límites”, es decir, una advertencia: no trates de igualarte a los dioses, no trates de ser más de lo que eres. La siguiente frase del templo iba en sintonía con lo mismo: “nada en exceso”, también referida a la ambición y a la soberbia. Los únicos que se lo pueden permitir son los dioses. Aunque, pensaba Heliodoro, al no haber dioses, salvo para ejemplificar relaciones humanas en los mitos y la literatura, los que se lo podían permitir eran los poderosos en la escala social, que inculcan valores de humildad en los de más abajo para que no asciendan.

Cuando le comentó este descubrimiento que desmentía la típica interpretación del gnosce te ipsum a Augusto Herrero, su amigo filósofo, éste le consolidó la reflexión con una de sus muchas citas certeras y veraces:

Quien pretenda ser feliz no debe ocuparse de muchas cosas, ni en lo público ni en lo privado, ni elegir actividades que excedan su propia capacidad y naturaleza, sino tener la precaución como para, en caso de que la suerte le sonría y lo lleve al parecer, demasiado lejos, renunciar y no querer llegar más allá de sus posibilidades. La moderación es más segura que el exceso.

Demócrito, B.3.

 

Era una enseñanza muy útil. Lo malo fue que Heliodoro lo tradujo como una nueva llamada a volver con Teresa. “Somos tal para cual”, pensó, “cada uno con nuestras taras, limitados como somos”. No quería ver que no era una relación basada en la atracción mutua, sino en la necesidad y en el consuelo al no haber podido encontrar nada mejor. El edificio se tambaleaba siempre desde sus bases.

Hipea debía de estar relinchando nerviosa al presentir que Heliodoro cometía el mismo error. “Positibego” dejó de seguir las cavilaciones de Heliodoro siendo cada vez más parca y por estar ocupada con sus grupos de meditación. Artemisa tenía problemas mayores que él y no podía ayudarle.

Teresa estaba exactamente igual. Fueron un día a coger moras. Estuvieron tres horas, en las que sólo en la primera fue grata la tarea, pues el sol y los pinchos cansaban. Otro día fueron a Rascafría, a una ruta conocida, y fue mejor, aunque a Heliodoro se le antojó mucho más bonita la primera vez que fueron. La tercera vez fueron a Sepúlveda, donde también fue todo bastante bien -aunque con la monotonía de lo conocido- salvo por el inevitable escollo que es el choque del mundo de la belleza de Heliodoro con el mundo censor y celoso de Teresa. Fue la última vez que se vieron en mucho tiempo.

El infortunio fue como sigue: por el camino de las Hoces del Duratón, siempre bonito, poblado de altos chopos, sobrevolado por magníficos buitres, pasa una pareja joven y guapa con un galgo. El chico, alto y pelirrojo, bien constituido y de finos rasgos, iba acompañado de una fantástica mujer de porte atlético, de pelo largo negro, de bellísimo rostro. Saludaron amablemente cuando Teresa y Heliodoro los adelantaron en el estrecho sendero. Al pasar, Heliodoro sonrió cuando el galgo le olisqueó la mano. Esos perros le encantaban. Se acordó de su delgada bicicleta gris, como aquel perro.

-Qué bonita pareja -comentó Heliodoro, cuando ya estaban lejos -. Qué guapos los dos. La chica tenía buen culo, por cierto -le salió, sin pensarlo.

Ese tipo de comentarios que le salían a veces al estar tranquilo, en compañía de algún amigo, no tenía cabida en el entendimiento de Teresa.

-Ese pantalón tan ajustado es incomodísimo -comentó ella-. Además, llevaba tanga, que es de lo más incómodo también, nada adecuado para hacer senderismo.

Heliodoro, que, por cierto, no había percibido la prenda interior en la que había reparado Teresa, ya estaba viendo una vez más el rencor de ella y la privación de su disfrute de la belleza, incluso tratándose de lo más inocuo. Pero quiso probar una vez más en qué se fundamentaba el razonamiento de ella.

-Bueno, supongo que no estará tan incómoda. Lo lleva porque puede. Muchas llevan pantalones ajustados y esas prendas en la montaña, en el trabajo o en donde quieran. Si fuera tan incómodo, no lo llevarían, ¿no? No es un cilicio…

-Pues yo soy una mujer y sabré más que tú de eso. Es muy incómodo.

Le habló ella de su experiencia en el tema y de una antigua amiga suya, que todos llamaban “la Tóxica”, que era obesa y se ponía esas prendas íntimas para llamar la atención, soportando la supuesta incomodidad.

-No sé si alguna estará cómoda -continuaba ella-, pero la mayoría de las mujeres que llevan tangas es para llamar la atención y para que las miren, incluso en la montaña.

Heliodoro seguía discrepando.

-Yo creo que no puede ser incómodo o no lo llevarían. Y lo harán por sentirse guapas, más para ellas mismas que para los desconocidos mirones que se puedan encontrar. Además, esta chica iba con su novio. ¿Qué necesidad tiene de querer que la miren otros?

Acordaron brevemente que hay fisionomías de mujer que permiten llevar esa prenda más cómodamente que otras, cuya disposición de las carnes en esa zona impide la comodidad del delgado tejido. Pero esto fue peor todavía y dejó ver la verdadera causa de testarudez de ella:

-Entonces lleva tanga porque tiene mejor culo que yo. Lo que pasa es lo de siempre, que no llego a los estándares -le reprochaba ella.

-Yo no digo que tu culo me guste menos, mujer. Además, seguramente ella no llegue a los estándares de cultura que necesito y que tú tienes, al saber tanto de Luis Martín Santos, de Baroja y de todo lo que hemos hablado antes.

El embrollo era tan cenagoso y tan ridículo que cansaba. A Heliodoro le habría bastado con una conversación así: “Tiene buen culo”, “Pues sí”. Y ya está. A ella le habría bastado con “Tiene un buen culo pero no tan bonito con el tuyo, que es el mejor y que estoy deseando disfrutar en cuanto lleguemos a casa”. Pero ése no sería Heliodoro.

Cuando ella rompió en gritos y en llantos, en el coche de vuelta, le instigaba a pedirle perdón y que lo arreglase. Heliodoro ya había pasado por eso muchas veces y se encogía de hombros. Con respuestas pacientes y poco amorosas hizo tiempo hasta dejarla en su casa. Una ruptura más con la insostenible Teresa, compañera para la soledad, para los estudios y para breves viajes sin cruzarse con nadie, pero no para una convivencia pacífica y natural, sin forzar ser cada uno lo que no es. “Conócete a ti mismo”, “conoce tus límites”… se repetía Heliodoro.

Esa tarde, ya noche, algo aliviado al estar de nuevo solo, pero turbado por la culpa de haber recurrido a ella y por la soberana ridiculez de todo el episodio nalgal, necesitó recuperarse como hacía años atrás cuando se encontraba muy mal o se lo pedía el cuerpo, que era tumbarse en la bañera en la oscuridad o en penumbra sujetando la ducha con la manos, vertiendo el agua en el centro de su pecho, con los ojos cerrados, mientras se llenaba la bañera. Ponía siempre la misma lista de reproducción de música de Spotify, “This is Chromatics”, cuya música electrónica suave con dulces voces de mujeres le relajaba y le liberaba de sí mismo. Cuando el agua le cubría el pecho, lo que era un cuarto o un tercio de bañera, cerraba el grifo con el pie. No quería gastar mucha más agua. La gata Lira le miraba extrañada desde una esquina de la bañera. Le posaba una pata en la cabeza mientras olisqueaba y ronroneaba muy bajito. Luego se iba al otro lado y le tocaba un pie.

Ese ritual no era nada arbitrario, sino que se fundamentaba en concepciones simbólicas y filosóficas de gran arraigo en Heliodoro. El agua y la oscuridad, en paz, en solitario y en un entorno seguro y protegido eran su hábitat de regeneración. Las semillas germinan en la humedad, la oscuridad y la quietud. El embrión se desarrolla con esos mismos factores. Las voces femeninas, dulces, de muchachas núbiles que recuerdan que hay un mundo de belleza, que se regenera a sí mismo a través de la mujer y el principio generador femenino, que a su vez cabe en amor, le creaban una sensación sinestésica al calar en él como el color verde, el del crecimiento y el de la esperanza. La oscuridad promete el verde del embrión que germina. 

Cuando el agua se estaba ya enfriando, Heliodoro se levantó. Estaba mejor.

Se dispuso a escribir en su cuaderno, pero se entretuvo releyéndolo. Vio unas páginas que le despertaron curiosidad. Las había escrito viajando en metro hacía más de un mes, pero las había olvidado.

 

Diario de Heliodoro, viernes 23 de julio de 2021

Hoy he visto una mujer en el metro que me ha llamado mucho la atención. Me gustan muchas, demasiadas; quedo admirado con la belleza corporal, muchas veces destacada con la escasa vestimenta veraniega, como la hembra que pude ver esta mañana en el Decathlón, con un vestidito azul de falda cortísima, espalda descubierta, piel blanca y cabello negro; toda su figura bien torneada de buena salud y ejercicio. Pero esa mujer no podría ser nunca para mí. Disfruto algo más de la ficción cuando hay una remota posibilidad real.

La mujer que vi en el metro, primero en el andén, luego en el vagón y finalmente a la salida, pues se bajó en la misma estación que yo, era como la mujer que en mis aspiraciones concibo para pasar cuatro o cinco años juntos. Era una mujer lo suficientemente guapa para alegrarme la vista y tenerme satisfecho; lo suficientemente normal como para ser para mí, en el mismo rango los dos, personas sencillas que no llamamos la atención. Era bajita, de unos pocos centímetros por debajo de mi estatura. Su pelo, recogido por detrás, aunque no recuerdo que hubiera una larga coleta, no era negro, tampoco rubio. No sé por qué no recuerdo muy bien el color del pelo. Lo que sí recuerdo era su abultada frente, más relevante al tener ella un contorno del cuero cabelludo como con leves entradas a los lados del pico de viuda. Pero esa gran frente convexa no era fea.

Sus ojos eran bonitos. Grandes, en sus grandes cuencas oculares, con largas pestañas negras y una gruesa línea azul en los párpados. Era como si quisiese disimular con ese azul el color tan común, tan mundano, pardo oscuro de los ojos. Ese artificial azul iba a juego con las falsas piedras de las pulseras en sus muñecas. Sin embargo, lo claramente falso, declaradamente inofensivo, inocente y pueril, de sencillo adorno, era muy bonito en ella.

La mascarilla ocultaba su nariz, boca, mejillas y barbilla, pero se me antojaba todo armónico y sensual.

La camiseta de tirantes, creo que blanca, dejaba ver unos hombros estrechos, sencillos, frágiles. Daban ganas de posar las manos en ellos. De pecho no estaba mal, pero, como todos sus rasgos, en eso tampoco llamaba la atención.

Lo mejor, quizá, eran piernas. Con un pantaloncito a rayas finas horizontales blancas y negras, cortísimo, pero dentro de los límites de lo que algunos llaman decencia, las piernas desnudas mostraban su esplendor. Los muslos eran gruesos, fuertes, pero no musculados ni atléticos, seguramente amablemente blandos al tacto. Las rodillas y las pantorrillas estaban muy bien proporcionadas. Los tobillos eran lo bastante gruesos en proporción al resto, no con ese grosor hipertrófico que tienen muchas. Los bonitos pies iban en sandalias, mostrando las uñas pintadas con esmalte negro desconchado.

Las piernas, símbolo del atractivo erótico por antonomasia, fueron magnéticas para mis ojos unos momentos. Se notaban los poros de los folículos pilosos, no siendo una piel, por tanto, de una raza superior, sino de alguien real y alcanzable, aunque bien cuidada al no haber ni un solo pelo. Había incluso un rubor rosáceo, sutil, irregular, que la hacía más humana, no como esas otras ya referidas tan perfectas que parecen de plástico, saliéndose del alcance de los hombres sencillos, y que además muchas veces arruinan con tatuajes. Los tatuajes son una agresión a la creación divina, es decir, a todo lo que hace de la naturaleza. Pintar con garabatos la corteza de un árbol, una roca en el campo, el pelo de los animales… todo ello, aunque no me queda otra que acostumbrarme, me parece sacrílego. Aunque creo que tengo que arreglarme y aprender a aceptarlo y disfrutarlo: el mundo es así, las mujeres son así.

Las piernas de mis ojos, sin embargo, estaban impolutas, como vinieron al mundo; si acaso se traslucía alguna leve marca blanquecina de viejas cicatrices.

Cuánto me habría gustado decirle algo a esa mujer, hecha para mí, y pasar con ella cuatro o cinco inolvidables años.

***

Heliodoro pensó en lo feliz que fue durante ese rato pensando en una desconocida que había visto en el metro. No se trataba de disfrutar del estímulo visual y de la aspiración, sino de haber sabido, por un momento, lo que quería. Saber lo que uno quiere es como encontrar un camino perdido.

Se trataba de eso: de reorientarse, de encontrar algunas referencias, una estrella Polar, una señal. Alejada de nuevo la nube de Teresa, a la que, en el fondo, le dedicaba una especie de Canto como hizo Espronceda a la suya en El diablo mundo, despejado el camino quizá definitivamente, zafado de una vez por todas de su peor dependencia, Heliodoro se puso rumbo a lo desconocido.