lunes, 20 de abril de 2020

La estrella

Después de la luna, que es el astro de la luz falsa, que es tan sumamente bella y tan sumamente vana, fantasmal, soluble como un halo de niebla, ha aparecido una estrella.

Una estrella es diminuta. Dicen que en alguna lengua semítica llamaban a la bóveda celeste con el nombre que le daban a un colador, como si el cielo fuese una enorme semiesfera llena de pequeños poros por donde se cuela la luz, una luz mayor más arriba. Algo de esa luz mayor tienen las estrellas.

Pero, además, tienen muchos más atributos. Son inalcanzables, como la luna, pero mucho más, porque están muchísimo más distantes. Sin embargo, no son falsas. La luna sirve para sus cosas. Se mueve, tiene sus fases, brilla espléndidamente, ejerce sus fuerzas. Las estrellas no se mueven, son fijas. Precisamente por eso, con esa misma luz blanca, bonita, titilante, despiertan una ilusión. Ellas no son falsas, son una ilusión verdadera, la que queremos sin que lo sepamos. Con la luna, sabemos, aunque no sepamos que lo que deseamos no es realmente lo que queremos.

Las estrellas no engañan. Las estrellas sirven para poner rumbo. Así se lo marcaban a los navegantes, así eran de fiables, porque son eternas. Algunas mueren, sí, pero para nuestras cortas vidas, para lo que alcanza la memoria de nuestros antepasados, las estrellas son eternas.

Tengo un recuerdo que no olvidaré nunca. Es la historia del pueblo de mis primos. Mi tía y toda su familia son de un pueblo extremeño casi en la frontera con Portugal llamado La Codosera. Hace mucho tiempo, cuando vivían los abuelos de mis primos, mis padres me dejaban pasar allí algunas semanas en verano, algún año que otro. No era en el pueblo donde estaba la casa, sino apartada a varios kilómetros por una carretera sin asfaltar. Allí estaba la casa, en medio del campo, con jaulas de conejos, gallinas, un estanque cuadrado para lavar la ropa, una cocina con sillas bajitas de mimbre, retratos de familiares en blanco y negro, un gran botijo blanco con tapones de plástico, una puerta con cordeles con tubitos de colores para que no entraran las moscas, macetas con flores, perros de nadie con garrapatas en las orejas, una mula a la que no había que acercarse, pero en una cuadra que olía deliciosamente a heno mojado, un cerdito que comía cáscaras de sandía, dos o más escopetas de perdigones con las que nunca maté nada, y millones de maravillas más. Estaba a varios kilómetros de otras fincas, por arriba había eucaliptus y, por abajo, algunos olivos, y por el camino que bajaba, se llegaba al huerto del abuelo, donde me comí una vez uno de los mejores tomates de pera del mundo. No había rojo más puro y fruto más maduro que aquél. Esta hecho de sol. La tierra allí también era roja, sin poder haber ninguna más fértil en el mundo. Y junto al camino, y junto a una tapia, antes de llegar al pozo, la higuera: eran higos grandes, jugosos, más dulces que el ardor de la vida, rebosando azúcar por debajo o por sus fisuras, calientes del sol del verano, también rojas por dentro, como todo el recuerdo que tengo de aquello en lo que sea que llaman corazón.

Las noches, cuando llegaban, eran frescas como la niñez. Solíamos estar en el patio o terraza que había delante de la entrada. El tío Pedro había hecho hacía no mucho una estupenda mesa con una plancha de metacrilato. La tía Natalia y sus padres habían hecho de cena cualquier cosa deliciosa, que podían ser cangrejos de río que nosotros mismos habíamos cogido por la mañana, con ajo y guindillas. En la pared, sobre la puerta, nos alumbraba un farol ante el que revoloteaban polillas y unos insectos de alas rectas que resultaban ser mantis religiosas. Eran verdes, de un verde vivo, no muy grandes. Me arrepiento de haber colaborado en matar alguna, porque creíamos que eran peligrosas. Pero una vez capturadas o heridas no parecían nada peligrosas, sino delgadas y frágiles, engañadas y atraídas por la luz, como muchos de nosotros.

Hacía fresco, pero se podía estar en manga corta. Cuando habíamos recogido la mesa y todo, allí bajo el farol con insectos que revoloteaban, medio tumbados en viejas sillas plegables de playa, quedábamos mi primo Mario y yo. Mirábamos las estrellas.

Todo esto ha sido para que tenga sentido lo que vengo a decir. Porque, aunque mis primos y yo hemos crecido de manera muy diferente y nos hemos distanciado enormemente, entonces, a los trece, catorce o quince años, en aquel lugar mágico, mi primo era uno de mis mejores amigos del mundo. Ese amigo tan importante para mí, tumbado a mi lado, abiertos bien los ojos por si veíamos estrellas fugaces, me dijo esto:

- Mira en un hueco negro donde parezca que no hay estrellas. Si te fijas bien, aparece una estrella.

Esas frases son inigualables. No había ni podía haber mayor sabio en el mundo al decir eso. Eso nos puede guiar y empujar en la vida, en toda la vida. Ese puntito de luz, de ilusión, de esperanza, de guía en el ancho mar o en el camino que es una estrella, puede aparecer hasta donde no hay nada. Hay que confiar y escudriñar con la mirada. Enfocar y ver más allá, más lejos. Porque siempre están, aunque sea muy lejos. Y con eso basta, con que estén.

Ellas nos marcan un camino. No es casual que cuando la diosa Hera apartó violentamente a Heracles de su pecho, del que mamaba sin su permiso para convertirse en un dios, ese rastro de leche que brotó incontrolado, salpicando el cielo y dando lugar a la Vía Láctea, se llame también Camino de Santiago. La Vía Láctea es un camino de estrellas que surca el cielo entero. Y son millones y millones, que se pueden ver aguzando muchísimo la mirada o con telescopios.

Si veis una estrella, pensad en que se abre un camino y ya tenéis un rumbo que seguir.


Hace poco, sin una intención muy clara, pero alentado por una mujer que quiso ayudarme, pensé precisamente en una estrella, que asocié con ella. Me dispuse a escribirle un poema. Le dije que el soneto era para ella, y es verdad, pero sin darme cuenta he logrado para mí algo mucho mayor. He entendido el símbolo. Un símbolo es, etimológicamente, una pieza que encaja con otra para sellar un pacto. Cuando se llega a entender un símbolo, no solamente se encajan piezas como en un puzzle, que revela algo que antes estaba desordenado, sino que se realiza un pacto de crecimiento y prosperidad. Así lo hacían los antiguos griegos, portando un colgante que encajaba con el de otra persona que llevaba la otra mitad, normalmente para acordar la propiedad de tierras.

La mujer que quiso ayudarme me dijo que yo podía ser escritor, cosa que me ilusiona pero que no creo poder alcanzar, realmente. Aun así, me ayudó con un poco de confianza y de ilusión para unos cuantos días, no sólo para escribir, sino regándome el ego al haber mi humilde persona llamado la atención de tan famosa y formidable mujer. Como se deduce, fue para mí esa estrella; esa estrella que no me iba a señalar un camino hacia ella, hacia la mujer, ni hacia ser escritor, sino a otra cosa que no esperaba. Lo inesperado es siempre más excitante y revelador, por inesperado.

Y así no solamente me vino el primer verso endecasílabo que iba a dar lugar al soneto ("Estrella que apareces con la luna..."), sino que recordé la carta del tarot número XVII, que miré en las dos barajas que me regaló mi amigo Sergio ("Merlín"). Aquí detengo las explicaciones del poema. Que cada cual piense y deduzca. 

La puerta del símbolo no debe abrirla otro que no sea uno mismo.

La estrella (18/04/2020)
Estrella que apareces con la luna,
pequeña luz detrás de tu mirada,
luz amiga surgida de la nada,
iluminas remota y oportuna. 
Mi negra noche aguarda en la laguna
quieta. Tengo otro nombre. La dorada
forma tomas con ánforas en cada
mano. ¿Me querrás dar de beber una? 
Dorada luz que cobras forma humana
desnuda y grácil, forma de deseo,
fuente. Eres la fuente y de ti mana 
áurea armonía azul, en la que creo
por tu verbo un principio. Luz lejana,
¿es perdón la belleza que en ti veo?



1 comentario:

  1. Varias veces hace muchos años me hablaste "del pueblo", pero sin más. Ésta es la primera vez que leo "oigo" una descripción de aquellas vacaciones en el pueblo :) .

    Y de alguna manera vuelven recuerdos de paseos por la tarde o ya de noche por las calles de Moratalaz. No recuerdo a donde íbamos pero si que acababas de volver del pueblo. Y si, había estrellas aunque no se veían tantas como se podrían ver en aquel pueblo con menos alumbrado público!

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