Campo de concentración de Sachsenhausen (Oranienburg). Foto: E. M. C. |
Como cada noche, el recluso
sacrificaba varias horas de sueño en cavar el túnel. Había costado muchísimo
llegar hasta donde había llegado: años y años de trabajo, de ganarse y de
perder amistades, de servir a indeseables, de comenzar algo para luego
desecharlo y volverlo a comenzar… y todo por un solo propósito: llegar algún
día a escapar.
Lo primero
fueron los preparativos, todas las precauciones en cuyo diseño todo el tiempo
invertido estaba justificado. Un plan no podía arruinarse por confiar en la
suerte. La suerte equivale a la Fortuna en otras épocas: tan pronto te sitúa en
lo más alto como en lo más bajo. Así, para evitar cualquier imprevisto, tuvo
que dedicar mucho esfuerzo a garantizar la seguridad de su plan: unos trozos de
cuero para atenuar el roce de las patas de la cama, un muñeco para dejar tapado
con las sábanas, una linterna, pilas y, sobre todo, útiles para excavar: una
azada sin palo, un mono de trabajo, una cuerda, un escoplo, un martillo, una
lezna… Haber llegado a conseguir todo eso le había supuesto muchísimo esfuerzo.
Cada noche se
quedaba leyendo libros de Historia, su afición y su profesión, hasta entrada la
madrugada. Los guardias tenían que verle leyendo con la linterna, y con ello
obtenía la excusa de tener suministro de pilas. Pero no le importaba leer: al
fin y al cabo, estudiar siempre le había sido útil. Luego, en los minutos del
cambio de guardia, venía la operación más arriesgada: mover la cama, sacar del
agujero el muñeco, colocarlo en una postura idónea, meterse él por el agujero
tirando de la cama contra la pared, y descender por una cuerda, sigiloso como
un ratón. Nadie, absolutamente nadie, conocía su plan. Ni sus más íntimos
compañeros de la cárcel.
Los primeros
años habían sido los más duros. Como en todas las recreaciones ficticias del
género carcelario, había sufrido burlas y vejaciones. Desde aquellos primeros
tiempos, el jefe de los funcionarios, un hombre de rostro enjuto, inexpresivo,
con escaso pelo gris, había visto y oído las injusticias que había pasado el
historiador. Por eso a éste le resultaba odioso: casi nunca hablaba, le daba
más trabajo que a los demás presos, y si alguna vez, en la hora de la comida o
en el patio, surgía alguna cuestión de historia donde podía hablar, y se
acercaban a escuchar curiosos, el funcionario también se acercaba, cosa que le
molestaba enormemente.
–Con lo bien
que analizas todo lo ocurrido, y la buena memoria que tienes, deberías escribir
la historia de este lugar –le decía su mejor amigo, un preso que ingresó a la
vez que él, hacía once años–. Tú podrías hacer que se conservase la memoria de
este sitio: que los siguientes que vengan sepan quiénes fuimos los que
consumimos nuestras vidas aquí.
–Puede ser,
una especie de intrahistoria –contestaba él–. Tienes razón: nadie sabe ya qué
representan esos nombres marcados en la pared, ni quiénes han muerto aquí.
Déjame un poco de tiempo, pronto empezaré a escribir.
Pero seguía
cavando por la noche, con paciencia infinita. No podía desaprovechar lo que le
había otorgado la Providencia divina: una noche, después de que los de siempre
le hicieran tragar un canto rodado y le rompiesen un dedo, rompió a llorar en
su celda, y se golpeó con la cabeza en la pared, maldiciendo su vida. Pero
entonces notó que sonaba a hueco: era una falsa pared entre una columna y otra
del edificio. Cuando reunió los materiales, mediante ingenio, hurto y
contrabando, pudo practicar un orificio por el que cabía entero, y podía
ocultarse con la cama. Descendía por una cuerda hasta los sótanos, y allí,
ataviado con un mono de mecánico, iba cavando hacia la libertad. Dormía menos
de tres horas cada noche; por eso renqueaba soñoliento por el día, motivo por
el cual era objeto de burlas y novatadas, y recibía el mote de “el Marmota”. No
le disgustaba: las marmotas cavaban túneles.
Pero a veces
estaba a punto de desfallecer. Con esa alarmante falta de sueño, mala comida y
pesadas burlas la falta de salud y de ánimo le iban pesando. Sabía que le
quedaban por lo menos otros diez años de cavar al ritmo que llevaba. Pero de no
hacer nada, para salir de la cárcel, tendría que esperar cuarenta. Y cuando
saliera, ya sería un anciano, sin fuerza, sin salud, sin nada. Tenía que salir
de allí, tenía que intentarlo. Le dolían los ojos con la escasa luz de la
linterna; le dolían las articulaciones, la espalda, el cuello; respiraba polvo,
se le marcaba la cara de arrugas y los ojos con profundas ojeras. Pero tenía
que salir de allí.
Sin embargo,
podría descansar y no salir. Alguna que otra noche decidió no cavar. Su
voluntad oscilaba en profundos vaivenes entre la depresión y el entusiasmo.
Podía seguir granjeándose amistades, confiar en la benevolencia del alcaide por
su reputación intachable y buen comportamiento. A lo mejor le concedían la
libertad antes. Mientras tanto, escribiría la historia de la cárcel y de sus
compañeros. Pero cuando soñaba con su pueblo, con paisajes olvidados, y se veía
obligado a comer fatal y aguantar a indeseables, se llenaba de rabia contra el
mundo:
–No. No me
conformaré. Tengo que salir de aquí.
Y esperaba a
la noche para volver a bajar por la cuerda y continuar el túnel. Era admirable
la cantidad de metros que llevaba. La mayor obra de su vida. Había trabajado
sin descanso: sería absurdo abandonarlo.
Una noche,
sorprendentemente, una noche fatídica, decayó hasta un punto que ni él
imaginaba. Había topado con un muro de hormigón, quizá de los cimientos de la
cárcel. Romperlo suponía muchísimos golpes de cincel para solamente sacar
pequeñas esquirlas; o bien desviar el túnel hasta a saber dónde. De nuevo, como
once años atrás, lloró amargamente, pero esta vez con plena impotencia, vencido
para siempre. Tiró las herramientas y se dejó caer al suelo.
–Levántate.
Deja de llorar.
La sorpresa
fue tan grande que casi se le salta el corazón del pecho. Y más todavía cuando
abrió los ojos y vio allí, junto a él, al jefe de los guardias, el hombre
imperturbable.
–Es un antiguo
búnker. Ya estás fuera. Rodéalo, y sigue cavando en dirección norte. Vamos,
“Marmota”, vas bien.
El historiador
seguía perplejo, pero el guardia se había dado la vuelta y se alejaba despacio
por el túnel, encorvado. Se detuvo un momento y dijo:
–Llevo
observándote desde el primer día. Pero no se te ocurra hablarme. Eres el preso
más trabajador que jamás ha pasado por aquí, por eso tienes que salir. Pronto
me jubilo y aún no habrás terminado: procura no volver a caer. Estás solo, y lo
que no hagas tú, no lo va a hacer nadie por ti.
No volvió a
aparecer, y efectivamente aquel hombre terminó su vida laboral en la cárcel.
Pero después de otros tantos años, el historiador al fin logró escapar. Y
por fin comenzó su Historia.
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