Fachada de la Universidad de Alcalá de Henares. Foto: E. M. C. |
Acababan de sonar las campanas y en la recién reformada Universidad de Alcalá comenzaban las clases. Ya estaban todos los alumnos sentados, mas charlando animadamente, pues, al fin y al cabo, todavía eran muchachos.
El maestro de Gramática llegó
puntual, con su raído hábito de monje y su libro bajo el brazo que él mismo
había escrito, con los conocimientos de muchos años de experiencia docente. Se
bastaba de ese solo libro que recogía lo indispensable. Como siempre, antes de
abrirlo, comenzaba hablando de alguna sustanciosa digresión para entrar en
calor. Sus más afamados discursos, siempre breves, se daban al principio y al
final de la lección; así, creen los alumnos, conseguía que no se retrasaran y
se quedaran hasta el final.
Así pues, el maestro, tras
saludar y mesarse su encanecida barba, comenzó a hablar.
–Queridos míos, en la época
de crisis de valores que vivimos, la educación del pueblo es vital. Las
personas hacen la sociedad, y para que una sociedad esté formada, tiene que
configurarse de personas formadas. Los que estáis aquí en la universidad sois
privilegiados, pero a la vez no es extraño encontrar licenciados que, de alguna
manera, han llegado a ser unos perfectos inútiles, y se han olvidado de todo lo
aprendido. Del mismo modo, encontraréis de vez en cuando labradores o artesanos
verdaderamente sabios, cultos, o ambas cosas. Por eso, amigos míos, no es más
importante la formación que reciba uno desde fuera como la que nos impongamos
desde dentro, como individuos.
»Ahí, en el interior, es
donde radica la verdadera felicidad y la clave de la plenitud de nuestra
existencia como hombres. ‘Hombres’ significa criaturas divinas, seres que
experimentamos sentimientos más allá de los que puedan tener las alimañas, al
menos que sepamos. En nuestra vida en la tierra, por tanto, hemos de
aproximarnos a nuestra natural condición de seres escogidos y superiores a
todas las demás criaturas, porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios.
»Para la existencia plena y
consecuente con nuestra naturaleza parcialmente divina, es necesario
desarrollar tres actividades ineludibles, que aunque puedan parecer en cierto
modo trabajosas, producen mayor placer y felicidad que todas las demás. Estas
acciones, sin las cuales nuestras vidas carecen de sentido, son estas tres: aprender, crear, contemplar. Se
ejecutan en ese orden.
»La primera que hay que
abordar, pero que debe realizarse durante toda la vida, es aprender. Uno debe prestar atención a todo lo que pueda serle útil
para confeccionar unas tablas de comprensión del mundo. Recordad el origen de
la palabra griega “teoría”, ‘ver lo divino’, que sólo se consigue tras un
profundo conocimiento de la naturaleza. Aprender es un motivo en nuestra
existencia, algo con verdadero sentido. Ya sabéis cómo Sócrates intentaba
aprenderse una canción con la flauta hasta el momento previo a su ejecución.
Hay que mencionar, eso sí, que hay dos tipos de aprendizaje: los más o menos mecánicos,
como la música, la historia, la astronomía, los idiomas, nuestras disciplinas
del trivium y el cuadrivium… y la nada desdeñable lección de la experiencia de la
vida, los golpes, la edad.
»La siguiente actividad es crear. Es una deuda con lo aprendido,
sin duda obligatoria, porque siempre que recibimos conocimientos y los
aprehendemos, viene siempre impuesto el compromiso
de realizar algo bueno y útil con ellos. El saber es un tesoro, y no
compartirlo es egoísmo. Si se sabe música, hay que crear música. Si se sabe de
política, se debe participar en la política. Así con todo lo que sabemos:
escribir, enseñar, construir… La experiencia en la vida (el segundo modo de
aprendizaje) facilita una de las máximas creaciones, que es crear un ser a tu
imagen y semejanza, y a la vez, nuevo e imprevisible: un hijo. Pero hay todavía
algo más allá, que es la creación de una obra de arte. La conmoción del alma
por medio de la visión y comprensión del arte es pura trascendencia y lo que
nos hace más felices.
»La última actividad es contemplar. Es lo que más nos une a la
naturaleza, por cuanto de divino y de salvaje hay en ella. Una vez creado
nuestro paradigma de comprensión mediante una amplia base de conocimientos, y
una vez saldada nuestra deuda con ellos al haber cumplido nuestro compromiso
con la sociedad, nuestra alma es capaz de apreciar las maravillas de la
naturaleza y sentir un inmenso placer por ellas. El mismo efecto se produce con
la contemplación de las obras de arte humanas, porque lo que subyace es lo mismo que en la naturaleza.
»Recordad, queridos míos:
aprender, crear, contemplar. Y ahora comencemos la clase.
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