Antiguo trabajo de literatura rusa con el profesor Jesús García Gabaldón, cuando cursé 1º de Filología Eslava (UCM), en el año 2004-2005. El trabajo consistía en redactar un nuevo final para la novela Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski.
© Eduardo Madrid Cobos. Registro de Propiedad Intelectual nº M-008293/2008.
Nota previa (original de enero de 2005):
El final creado por Dostoyevski es inmejorable; luego
resulta inútil y hasta ingenuo intentar cambiarlo en algo. Raskólnikov, que
había pasado por tantos estados emocionales, sólo carecía de terminar de experimentar uno,
el único que le quedaba y que bullía por salir: el amor. Y al ser tan
desconocido (o más seguramente, olvidado), será algo que le absorba y le eleve
al extremo, convirtiéndole en un hombre renovado, podría decirse que completo.
Es así que he decidido tan sólo reducir u omitir el
último párrafo donde anuncia la reconstitución del protagonista, para en lugar
de eso o a partir de eso, añadir uno o varios capítulos más, o incluso, si yo
valiera para ello, una segunda parte o continuación.
***
La suerte de Raskólnikov
Después de aquello el tiempo pareció acelerarse. Es
decir, acelerarse aún más, porque la monotonía previa ya había transformado el
transcurrir del día a día en una espesa corriente cenagosa imparable. La diferencia
estribaba en que el interior de Rodia había cambiado; no así el resto de las
circunstancias. Los días y las noches seguían avanzando a lentos y constantes
bocados de matemática exactitud, devorando, degradando, envileciéndolo todo. Pero
el corazón de Rodión Románovitch se mantenía intacto. Parecía como si hubiera
sido embalsamado o dormido, blindado y a la vez desnudo, elevado al cielo y al
mismo tiempo, más terrenal que nunca. Estaba como envuelto en algodones de
olvido de su propia naturaleza y hasta de su propia importancia. Su vida era
distinta, había desaparecido todo, absolutamente todo, y había sido reemplazado
sólo por miradas y caricias de Sonia. “¡Sólo!”, se sorprendía Rodia, “¡como si
eso fuera poco...!”.
Al principio
soñaba con San Petersburgo, aunque no fueran sueños agradables. Volvían a él
algunas calles pintorescas y los edificios que parecían observarle o incluso
amenazarle en sus momentos de delirio. En aquellos tiempos de irraciocinio
(entonces pensaba justo lo contrario) en los que podía olvidarse de comer
durante un día entero o más, volvía Anastasia con la comida, irrumpiendo en su
cuarto; reaparecía su cuarto con sus paredes desconchadas y el techo bajo... su
agujero. Su guarida de insecto.
¿Es que ya no
era un insecto? Le había costado muchos años llegar a serlo, fruto de los
pensamientos más abstractos y profundos, del hastío y de la imaginación. La
sobredosis de tristeza y de rebeldía callada que le llevaban a vagar por el
Mercado del Heno o de quedarse durmiendo eternamente, que era lo más parecido a
estar muerto. Pero siempre llegaba Anastasia y le devolvía a la vida
abruptamente. Entonces se generaba más odio, y no sentía remordimiento alguno
al echar a voces e insultos a la mujer que sólo pretendía mantenerlo vivo.
Hasta había
olvidado la clarividencia de tal estado... Al dejar la universidad, tuvo todo
el tiempo del mundo para conocerse a sí mismo, y de ese modo, pudo estudiar el
mundo y el resto de la gente a través de las poderosas lentes que toda persona
tiene y no sabe utilizar, porque, como había deducido Raskólnikov, alguien que
se estudia a sí mismo cede en su empeño al vislumbrar lo miserable que es, y, en
lugar de mirarse con narcisismo, puede despreciarse y hasta odiarse y dañarse.
Por eso se detienen, y no quieren saber nada.
El exceso de
conciencia y el interesante descubrimiento de la propia humillación eran lo que
engendraban la voluptuosidad que le enorgullecía para seguir viviendo. Por
supuesto, no podía contárselo a nadie, pero así se nutrió durante bastante tiempo.
El dolor era tan glorioso como la victoria, un mártir es tan importante o más
que un héroe. A veces sentía ganas de restregárselo a Razumikin o a algún otro
conocido, y lo pensaba, incluso se imaginaba la escena y el diálogo, pero al
final nunca lo hacía. Podrían malinterpretarle y creer que pretendía inspirar
lástima. Por eso no trataba de explicárselo a Sonia que, por mucho que la
quisiera, sabía que no nunca podría contarle ciertas cosas. Es más, el hecho de
amarla implicaba desear lo mejor para ella, por lo que impregnarla de sus tormentos
internos no iba a beneficiar a ninguno de los dos.
Por tanto,
había perdido su orgullo de insecto a favor de un orgullo vacuo y desconocido
que no sabía adónde conducía, pero que en el momento presente, justo ahí, no en
el pasado ni en el futuro de su imaginación, era agradable. Estaba seguro así y
no se atrevía a moverse de ese estado.
Sonia le
visitaba muy a menudo, a veces más de lo permitido gracias a los guardias que
la adoraban y le dejaban pasar a ver a su amante cuando quisiera. Era tal vez
la mujer más hermosa de la ciudadela, y no sólo eso, sino que no dudaba en
devolver con creces cualquier favor que se la hiciera, ayudar a todo el que
pudiera y, seguramente sin pretenderlo, granjearse así la amistad de muchísimos
habitantes del lugar. Contrató a una ayudante para asistirla en su oficio de
costurera, varios años menor que ella pero de corazón parecido al suyo y que le
recordaba mucho a Polechka. Había conseguido un sustento que le evitaba así
recurrir al dinero que le cedió Svidrigáilov, con el consecuente placer del
éxito profesional. No se había sentido tan feliz en mucho tiempo, porque,
aunque viviera en una pequeña ciudad de Siberia, apartada de todo, sabía con
certeza que Raskólnikov era por fín su verdadero amado y que no la iba a
abandonar nunca. Y sus raíces en San Petersburgo le daban absolutamente igual,
tan sólo echaba de menos a lo que le quedaba de familia. Únicamente había que
esperar siete años para que Rodia fuera libre, y para entonces ella tendría
mucho dinero ahorrado y podrían marcharse a vivir juntos. Quería dárselo todo a
él. Todo, su vida entera, hasta su propia alma, sin esconder nada.
Por mucho que
fuera un asesino, no había nadie en el mundo tan puro como Rodión Románovitch.
***
Cuando Sonia se iba, le quedaba a Rodia una especie de
resaca de felicidad que podía durar hasta su próxima visita, cambiando su
semblante permanentemente. Ella incluso se sentía contagiada de su sonrisa
amplia y sincera que nunca le había visto en Petersburgo, y el comportamiento
de sendos amantes no pasó desapercibido para la gente que les rodeaba. Si
Raskólnikov ya era mal aceptado por sus compañeros de presidio, entonces lo era
mucho peor por la envidia que generaba. Hasta los presos políticos rusos y
polacos se habían embrutecido por el frío, la piedra y las herramientas,
mirándole con más recelo que nunca y enardecidos por el odio.
- ¿Tú crees que la justicia existe, Serguéi?– decía uno
a otro, alto y claro para que fueran oídos – No, al menos no en esta patria,
querido amigo. Cualquiera puede matar a hachazos a alguien y luego ser castigado
con los trabajos más leves y visitas de una mujer.
- Aquí no llega Rusia, esta tierra no pertenece a nadie. La
justicia puede tomarse ahora ciertas libertades– contestó el otro con una
torva sonrisa.
Pero Rodión no podía rebajarse al odio, no podía ni
plantearse los valores de su juventud de la dureza de la vida o lucha por la
existencia. Ignoraba indirectas y amenazas, incluso a veces intentaba hablar
con ellos con el ánimo de extender su amabilidad contagiada por Sonia. Más
tarde se daría cuenta de lo estúpido que fue, pero en aquel instante era lo que
más le pedía el instinto: no sólo verse feliz a sí mismo, sino a todos los
demás. Podía comprender a su madre, a Anastasia y a todos los que le molestaron
con esa intención.
La desesperación y la fría soledad le condujeron al
temor. Tardó demasiado en percatarse de ello, y de ese modo se sintió aún más
estúpido que cuando era feliz, forjándose las bases para una próxima y más
peligrosa estupidez que cometería. El miedo, el temor, eso lo sabía bien
Raskólnikov, puede acelerar mil veces la caída de un hombre que sólo ha visto
de lejos el obstáculo, antes incluso de tropezar. Se trataba, pues, del inmenso
peso que tenía encima, cuando en realidad no tenía nada. Sólo tenía a Sonia.
Pues bien, ahí estaba la terrible verdad. Sólo podía refugiarse
en Sonia; ella era su abrigo, su pan, su risa, su sensación de estar vivo.
Cuando la abrazaba y mesaba sus cabellos infinitamente rubios y sedosos, toda
su turbación se anulaba y quedaba apartada momentáneamente, y todo lo que había
pensado confesarle momentos antes moría antes de llegar a su boca. Sólo podía
hablar del trabajo en el campo, ya que contarle cosas de su pasado sólo le
produciría tormento y sufrimiento, o peor todavía, piedad. Hablarla de sus
tribulaciones internas sería, así lo sospechaba él, algo devastador como un
barril de pólvora. Lo sabía, ¡lo sabía! Lo había vivido antes mil veces... Sin
embargo, tarde o temprano tendría que mostrarse, porque no podría hablar
eternamente de carretillas llenas de alabastro, ni de herramientas oxidadas, ni
de alimentos podridos. Supuestamente a ella también deberían agotársele sus
temas relativos a su sastrería, su ayudante, sus vecinos o, algo que empezaba a
ser cada día más intangible y ridículo, los planes para el futuro.
Pero un día, sin pensar, brotó de él la pregunta.
- ¿Por qué me amas?
Estaban los dos sentados muy juntos, en silencio, en el
descanso del almuerzo. Inmediatamente le recorre a él un escalofrío y casi se
echa a temblar, con el consiguiente ahogo interno típico del error fatal. Una
vez más, podía demostrarse que sus propios pensamientos eran capaces de
destruir la realidad. Sus deseos, ansias, temores, proyecciones, planes y
pesadillas eran siempre contrarios a cualquier acontecimiento que estuviese por
ocurrir. Si un día cayó de rodillas sollozando a la mujer que tenía a su lado,
fue porque no lo deseó abiertamente en su psique, ni lo temió, ni lo proyectó.
Pero para ella, la respuesta era más sencilla.
- ¿Por qué me preguntas eso? Es más, ¿qué importa? Lo
importante es que nos tenemos el uno al otro.
- Sí... claro – contestó él, pero una tormenta de ideas
bullía en su cabeza. “¡Eso es, justo adonde quería llegar! ¡Que nos tenemos el
uno al otro! He leído mucho sobre esto, Sonechtka – pensaba- , he leído
muchísimos libros, incluso lo he experimentado saliendo con chicas bellas y
lozanas cuando era un colegial. Luego, más tarde, paseé con alguna eventual
universitaria junto al Nevá, y siempre, siempre, lo rompí todo como si arrojara
una figura de cristal contra una pared. Unas veces era la diferencia de
niveles, sí, porque unas veces era yo quien dominaba la situación, y ella me
adulaba por mi valor como brillante académico... otras veces, mi comprensión
del mundo era ínfima en comparación con la suya –esto fue más tarde- y mi lentitud
de aprendizaje poco a poco me barrió como a unos escombros inútiles y, al igual
que hace la Naturaleza con los más débiles, fui rechazado. Otras veces, tras
haber satisfecho las más bajas necesidades, lo que nos anegaba a ambos era el
aburrimiento, pues lo curioso ya había sido explorado y no quedaba nada por
descubrir... Sí, Sonia, la curiosidad, que es lo que une a dos personas, la
semilla de eso tan desconocido para mí que tú llamas amor, también se agota.
Por eso, porque ahora el destino es completamente incierto y no sé si voy a
volver a ser un vil insecto asqueado y moribundo en un campo de concentración,
o bien por el contrario voy a vivir la inefable experiencia del enamoramiento,
estoy completamente asustado”. Y casi se echa a reír al instante, porque
siempre había sido Sonia la que le temió a él.
Pero Raskolnikov no le dijo todo eso. Se vio a sí mismo
como un crío inmaduro, incapaz de llevar adelante una empresa tan sencilla como
convivir con una mujer. Si no existiese tal atracción mutua y mística, se
decía, el casamiento sería tan sencillo como amontonar pieles de foca delante
de la cabaña de los padres de la querida, como hacían los esquimales, para
mostrar poder, o lo que es lo mismo, capacidad de sustento, y de ese modo ser
premiado con algo tangible, que era la mujer en la expresión carnal. De esa
manera cruda pensaba Svidrigáilov comprar a su hermana Dunia, como un esquimal.
“Era tan pobre que no tenía más que dinero”, había oído en alguna parte. Lo
estaba olvidando todo, a lo mejor él mismo era un buen tipo, por el simple
hecho de que nunca había tenido dinero y, cuando lo tenía, se sentía más a gusto
desprendiéndose de él lo antes posible, como liberándose de una carga.
Debajo de la áspera y andrajosa manta de fieltro seguía
pensando, a veces en voz alta por la desesperante tortura que era no poder
hablar con nadie.
- ¿Ves? Un caballo menos de quien preocuparse – le decía irónicamente un antiguo conocido que le enseñó a jugar al ajedrez -. No pasa nada, al
comerte yo el caballo, tienes más libertad para mover las otras figuras, más
espacio... lo importante es la libertad, el espacio...
Ese tipo resultó ser un farsante y un egoísta, y en
aquella noche fría y seca de Siberia volvía a su mente. Claro que reportaba
placer desembarazarse de bienes de valor, como el dinero... ¿Como... Sonia?
No. Alto, ella no. ¿En qué clase de círculo estaba
encerrado, dando vueltas? Hacía unos instantes se creyó pueril e inmaduro, y
ahora volvía a serlo, recriminándose por ello, clavándose las uñas en su cabeza
afeitada. Tenía veinticuatro años, ya era hora de marchar hacia adelante (eso
también se lo decía su maestro de ajedrez, que siempre avanzara, nunca
retrocediera). Sin embargo, se le presentaba la mujer como un trabajo, como
algo que requiriese un esfuerzo, y no debía ser así, sino todo lo contrario:
descanso, placer, ayuda, bienestar, felicidad. ¿Y cómo se le ocurría comparar a
Sonia con el dinero en el ejemplo anterior? ¡Maldito ajedrez!
No tenía que preocuparse por el dinero, tema que le
preocupaba últimamente por no haber ahorrado nada en toda su vida. Sonia se
encargaría de eso. Pero le preocupaba otro asunto respecto al amor en sí, y era
el amor como sinónimo de tiranizar o dominar la moral del otro, a base de algún
tipo de poder. ¿Acaso Sonia iba a tiranizarle con su poder económico? ¿Iba
Rodia a enamorarse de ella por ser su único sustento? “Qué estupidez -se
contestaba él-, si antes he afirmado que el dinero es el más despreciable y
bajo de los poderes que puede tener un hombre”. Siguiendo esas pautas, podría
decirse que él disponía del valor humano más valioso y menos material, que era
la inteligencia. Con ella podría servirse para llevar a Sonia a su máximo
desarrollo.
Poco a poco iba
dejando su conciencia apaciguada, o, si se tratara de ajedrez, en tablas.
Pero al poco
tiempo, mientras cargaba pedazos de roca en una carretilla, volvían las dudas.
“Un momento”, se preguntó de repente, “estoy sopesando valores, estoy
comparando la inteligencia con el poder económico... ¡seré idiota! Deben ser
estas malditas piedras, odio estas malditas piedras, me están volviendo loco...
soy un ser huraño y receloso que no sabe apreciar un regalo de Dios. Si Dios
existe, tal vez entiende que al expiar aquí mis asesinatos puede recompensarme con
una mujer tan dulce, una mujer tan... tan...”
Chasqueó un
látigo muy cerca, pero no le alcanzó. Nunca le daban los latigazos, en cambio a
otros presos sí, pero nunca le dio importancia a ese detalle.
Estaba feliz
porque había vuelto al principio. Amaba a Sonia.
La clave estaba en no pensar. Sólo era necesario lo
fundamental, que era basarse en los hechos innegables, y éstos eran lo que se
alegraba y lo feliz que era cuando estaba con ella, porque, con la excepción de
sus dudas de decirla o no ciertos pensamientos, era la única persona cuya
presencia no le resultaba incómoda. Lo estaba consiguiendo, estaba cerca de
encontrar la calma consigo mismo con el método de los pensamientos puros,
recordando lo más bello de Sonia, palabras suyas, gestos y su pañuelo verde,
cuando alguien lo interrumpió.
- Ateo.
Era uno de los inconformistas, de los hostiles, de
aquéllos que no se ablandaban al ver aparecer a Sonia cuando venía a visitar a
Raskólnikov. Sujetaba en una mano lo que parecía un pedazo de tablón. Detrás
había otro tipo con actitud vigilante, probablemente para advertir a su
compañero del regreso del cabo de vara.
- Date prisa – dijo el otro.
- Tú – el que iba armado se acercó a Raskólnikov -, eres
un miserable ateo. ¿A quién intentas engañar con eso? – y señaló la Biblia de
Sonia - ¿No hablas, eh? Eres además un embustero. Llevas tal corrupción dentro
que rebosa en forma de esa repugnante tristeza que te hace aún más miserable.
Raskólnikov cayó en la cuenta de que era imposible
defenderse.
- Imbécil – por fin le clavó la mirada -, la tristeza es
la manifestación pacífica del odio.
No se imaginaba que un hombre tan delgado como él pudiera
realizar un movimiento con tanta presteza. Una vez recobrado el control, a
cuatro patas en el suelo, dedujo que le había asestado un golpe con el trozo de
tablón. Sentía un hormigueo extraño en la boca, los dientes y la nariz, y al
palparse la zona seguía sin notarla, como si estuviera dormida. Empezó a
sangrar; al mismo tiempo apareció el dolor. Pero la estaca cayó sobre su cabeza
unas veces más. Los golpes en el abdomen y el tórax se los propinaron mediante
patadas. Antes de perder el conocimiento, se acordó del terrible sueño del
caballo al que mataron a palos por no poder tirar del carro.
Lo que sucedió después no es necesario explicarlo. Sonia
arrodillada junto a una cama de enfermería, donde dormía un joven con el rostro
desfigurado, hinchado, acardenalado y cruzado de sangre seca. Sentía la misma piedad por el hombre desgraciado que sintió cuando
le confesó sus asesinatos. Raskólnikov a menudo fingía que dormía, como en
aquel instante en que agudizó sus sentidos al oír unos pasos que se acercaban.
Se detuvo; Sonia ya había reparado en él, incluso sin volverse, sabía quién
era.
- Teniente Rostov, me encuentra usted en una situación un
tanto… embarazosa.
- Discúlpeme usted, enseguida me marcho.
Pero ninguno se movía.
- ¿Qué desea decirme?
- Los culpables han sido descubiertos y severamente
castigados. Uno de ellos escondía esto – dejó junto a ella la Biblia.
- Qué importa que se les castigue o que no – susurró.
- ¿Cómo dice?
- Nada. Por favor, déjeme sola.
- Por supuesto.
El militar dio un taconazo y dio media vuelta, caminando
enérgicamente. Estaba furioso, ella ni le había mirado. Ni una muestra de
agradecimiento tampoco, ni por devolverle el evangeliario ni por azotar a los
dos bribones que le dieron la paliza a su estúpido amante. Encontrarlos no fue
difícil, desde luego, por la sencilla razón de que había sido testigo del
acontecimiento. Ellos no lo veían, pero desde una distancia prudente lo vio
todo mediante un catalejo, y no hizo nada por impedirlo aun pudiendo haber
disparado con su rifle. Le gustaba ver ajustes de cuentas entre reclusos.
Al cabo de vara que debía estar de guardia en aquel
momento y lugar tan sólo le soltó una blanda reprimenda. Él mismo conocía la
profesión, sabía lo bajos que eran los salarios y lo bien que sentaba irse un
rato a echarse un trago de vodka. Aunque él ya fuera un oficial y su vida
bastante acomodada, respetaba a sus subordinados, tratándolos a menudo de
colegas, y no podía siquiera imaginar que los presidiarios no fueran escoria
humana. Sólo le interesaba Raskólnikov por el simple hecho de que cada día
venía a visitarle la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Al poco rato Rodión Románovitch no pudo soportar más
sollozos y tomó sin meditaciones una decisión que podía cambiar nuevamente su
vida. Hasta Sonia se asustó al verle abrir los ojos tan violentamente y
endurecer su rostro.
- Quiero que te vayas.
- Sí, amor mío – ella se incorporaba llena de tristeza y
pensando nuevamente en todo lo que iba a rezar por él.
- No lo entiendes bien. Quiero que te vayas a San
Petersburgo, ahora, o mañana mismo, pero antes de que vuelva a salir el sol. Me
he dado cuenta por fin de que tu presencia me hiere más que cualquier otra
cosa, de que te odio y te odiaré cada vez más… No tienes corazón, ¿es que no te
das cuenta…? Me estás machacando cada día, tú con tu libertad, paz y seguridad
en tu alma al tenerme como amado… Un amado que además está pudriéndose en la
cárcel y con los trabajos forzados… Tú, sí, tú que tan púdica eres, tan
arraigada en el cristianismo, no sabes la suerte que tienes al parecerte tanto
a un mártir, o a una Magdalena, sufriendo, padeciendo por un ser amado en lugar
de por ti misma. ¡No quiero tu piedad, ni la piedad de nadie! A lo mejor es envidia o simplemente locura lo que me está
carcomiendo las entrañas, pero sé que no soporto inspirar lástima ni que me
ayuden, ¡déjame solo!
- Pero te prometí que te seguiría a cualquier parte… -
sendos torrentes de lágrimas surcaban sus mejillas – Incluso tú me lo pediste.
- Pero esto es distinto. Sabes que te amo, igual que sé lo
que tú me amas a mí. Eso implica que deseo tu vida libre de padecimientos, no
como la mía. No nos peleemos por la estúpida idea de sufrir, tú puedes elegir,
así que ¡vete! Te lo ordeno, y si me obedeces una parte de mí se librará del
tormento del dolor ajeno. Bastante tengo con el mío.
- ¡Oh, Rodia, no sabes lo que dices! ¡Estás delirando!
- No… ahora por fin veo con claridad… Vete, vete y te
prometo que cuando salga iré a buscarte. Mantén buenas relaciones con Dunia y
Razumikin, son buenas personas… Creo que voy a perder los dientes… ¡vete!
Ella estaba apretando una mano del herido entre las
suyas. Por mucho que lo negara, una parte de ella lo comprendía y, de todas
formas, no tenía alternativa. Contrajo el rostro congestionado y húmedo de
lágrimas, gritó y salió corriendo.
“Dios mío, qué he hecho”, se culpó Raskolnikov. Le
pareció notar en su pecho el peso de cien mil canastos llenos de alabastro. Tan
absorto estaba que no oyó salir a alguien más de la trágica escena. Ese día
cayó enfermo con fiebre muy alta, y así permaneció día y medio.
La casa cuartel de la guardia estaba no lejos de la
enfermería, y allí era adonde se dirigía el viejo y ebrio enfermero. Buscó el
despacho del teniente, abrió la puerta sin llamar y comprobó que no estaba. Antes
de salir recargó su petaca con una botella que encontró en un armario. Una vez
fuera, buscó a su criado y le dio unos kópeks y la orden de no perder de vista
a Sonia. Se dirigió entonces, tras darle un trago a su petaca con vodka del
teniente, a por su caballo para comunicarle la noticia a Rostov.
El veterano teniente Iván Ílitch Rostov tenía una cabaña
propia cerca de la zona de trabajo. Era bastante modesta, con una sala
principal y un dormitorio. Allí lo encontró el enfermero, sentado frente a su
mesa donde descansaba otra botella igual a la de su despacho y su extraño
revólver con el que jugueteaba a menudo.
- Rostov.
- Adelante, Sasha.
- Tengo que decirle algo importante, y si lo conozco
bien, y creo que diez años y un par de guerras son como para conocerle bien, le
interesará.
- Siéntate, viejo amigo. Ten calma. ¿Un trago? ¿Sabes que
este maldito revólver me está trayendo mala suerte? Estoy pensando en tirarlo
al río, o buscar al oficial inglés al que se lo robé para devolvérselo.
- Habiendo vaciado los cinco tiros en él, supongo.
- Desde luego. Porque además no hay aquí balas de este
calibre.
- Véndeselo a un coleccionista. Escucha, no puedo
quedarme aquí toda la noche. La chica se vuelve a Petersburgo. He oído cómo
discutían y lloraban en la enfermería poco después de que te fueras tú. He
mandado a mi criado para que la siga con el fin de saber si va a irse
realmente.
El semblante de Rostov se volvió inexpresivo, detenido,
como si de un rápido tirón le hubiesen sacado las vísceras. Con voz ronca y
débil preguntó:
- ¿Y cuándo se marcha?
- Como muy tarde, mañana al alba.
- Gracias, Sasha. Puedes irte.
Rostov era un soldado hábil para sus casi cincuenta años.
Con las primeras luces del alba se le podía ver galopar rápido como el viento,
vestido de forma distinta a como solía ir: iba exactamente como un cosaco del
Mar Negro, con gorro de pelo largo y lanza de color escarlata, pero eso sí, con
su sable y su revólver al cinto. Por un atajo llegó a la carretera que se
dirigía a la estación de ferrocarril más próxima. Con su catalejo pudo
localizar el carro en la lejanía, pero alcanzable por su ligera montura en poco
tiempo. No había nadie más que pudiera verle. En cuanto se dieran cuenta de que
un elegante oficial les seguía no tendrían más remedio que detenerse y la tarea
sería fácil.
Así fue al principio. Los pasajeros y el cochero,
perplejos, fueron aminorando la marcha y se detuvieron a un lado de la calzada,
bien para dejar pasar al glorioso jinete o bien para tener una audiencia con
él. Fue nada más llegar cuando Sonia lo reconoció.
- ¡Rostov! ¿Qué hace usted aquí?
Pero ella no iba sola. Además del cochero, con ella
estaba su joven y fiel ayudante de sastrería, de la que había oído hablar pero
nunca había visto. Eso le hizo dudar, no había pensado que una chica tan joven
pudiese entrar en escena. Pero ya había tomado una decisión y no iba a
amedrentarse por nada. Sin embargo, su silencio les puso en guardia a todos.
Ni siquiera toda su experiencia en batalla le permitió
clavarle la lanza limpiamente al cochero. Se movió e intentó atacarle con el
látigo, pero Rostov con presteza desenfundó el revólver y le pegó un tiro.
Hubiera sido un buen remedio si los caballos no se hubieran asustado y
comenzaran a galopar como alma que lleva el diablo. La niña estaba pálida de
miedo, paralizada por el pánico. Sonia al menos pudo chillar, y se sorprendió a
sí misma trepando hacia el asiento del conductor para tomar las riendas de los
caballos.
El soldado se maldijo por su mala suerte y su torpeza, y
galopó tras la carroza espoleando a su caballo con todo su odio. No podían
escapar de él, antes morirían.
Los cascos golpeaban el suelo, las ruedas parecían a
punto de salirse de los ejes, pero el terrible jinete iba ganando terreno. Lo
siguiente que hizo Rostov fue lo más arriesgado para los tres vivos que
quedaban, pues al ponerse a la altura de los caballos de Sonia, desenvainó el
sable y le propinó un tajo a uno de ellos. Consecuentemente cayó, haciendo caer
al de al lado y provocando el vuelco del carro, lanzando por los aires a sus
ocupantes. Tuvo suerte Rostov de que el carro no le aplastase a él.
La escena era dramática. Caballos retorciéndose y
sangrando en el suelo; la niña yacía aparentemente muerta, con un codo y el
cuello doblados de manera inhumana; equipajes desparramados por la calzada; el
cochero tirado como un saco pesado de algún producto agrícola; el carro medio
astillado mantenía su forma y alguna rueda que seguía girando; Sonia tendida
sobre un costado con una herida en la cabeza.
Rostov cogió con cuidado a Sonia y la subió en su
caballo. Si no hubiera estado en la guerra conociendo lo útil del robo y el
pillaje, se podía haber olvidado de registrar los equipajes y los muertos, pero
no lo hizo. Encontró los tres mil doscientos rublos y algo más que tenía el
cochero, y una vez con todo lo necesario, emprendió la huida.
Algo antes de despuntar el alba, en el comedor daban de
desayunar a los presos un bol de cereales remojados de triste aspecto. Todos
ellos, cuando eran recién llegados, por su escasa calidad culinaria o bien por
el poco apetito que tenían, comían algo para matar el hambre y lo echaban a un
lado; pero entonces todos ellos, ya veteranos, lo comían hasta la última
migaja. Sin comer no soportarían el ritmo de trabajo, y a quien desfallece lo
desollan a latigazos o lo muelen a palos. Unos pocos hombres curtidos no eran
una excepción, y entre ellos se contaban los enemigos de Raskólnikov, aún con
heridas y moretones.
- ¿Dónde estará el malnacido del teniente?
- Por mí como si se lo come un lobo.
- Tampoco ha aparecido el asesino –la manera de decir
asesino había perdido peso y se había convertido en un apelativo irónico-, a
lo mejor le diste demasiado fuerte.
- Como si se pudre. Lo único que me interesa es salir de
aquí.
- La única forma de salir de aquí es en una caja de pino
y con los pies por delante –dijo otro, más mayor-, y no iríais muy lejos. Hay una fosa común para los muertos hacia el norte. Una vez nos
hicieron cavar allí y no nos dijeron para qué. Es posible que los que vayan
cayendo los arrojen directamente a aquel enorme agujero, sin enterrar siquiera
–suspiró- . La nieve y las alimañas tendrán allí un festín… Lo que me
recuerda una historia…
- ¿Qué historia? Cuenta, Ígor.
- Acabaos la comida… así, je, je. Bien, ya sabréis por qué.
Fue hace ya bastantes años, no puedo decirlo porque no llevo la cuenta ya. Los
colegas aquí presentes y yo éramos jóvenes y fuertes, eso sí, y conocimos un
par de muchachos como vosotros, llenos de energía y esperanza. Reconozco que
escuchaba sus planes de fuga con atención, y tenían uno bastante bueno, por
cierto. Uno que consistía en fingir un ataque de epilepsia para que lo llevaran
al médico y, una vez allí, escapar reduciendo al enfermero, armarse con
cualquier objeto, correr hasta el punto en donde le esperase su compañero y
salir pitando. Pero fracasaron ¿saben por qué? Por la inmensidad. Las
distancias son gigantescas aquí. Fue tal la desesperación de los fugados, que
tuvieron que retornar hasta el pueblo débiles y medio congelados, con tal
aspecto de moribundos que los vecinos y los guardias los devolvieron a rastras
de nuevo a prisión. Pero ahí no acaba la historia, porque volvieron a
intentarlo, y esta vez se les unió un nuevo presidiario algo estúpido, que no
tenía intención de escapar pero carecía de capacidad de decisión y era
altamente sugestionable. Pues bien, volvieron a capturarlos. Los delataron las
aves carroñeras, y los perros sabuesos les siguieron la pista. Pero sólo
capturaron a los dos de la primera vez – hizo una pausa – porque el nuevo había
sido su comida. Les aumentaron la pena otros diez años por el asesinato.
Los compañeros permanecieron en silencio casi toda la
mañana después de oír aquello. Incluso uno que casi siempre cantaba alguna
canción mientras picaba piedra, permaneció callado como el alabastro. En cambio
los guardias estaban joviales, extraordinariamente alegres, tal vez porque el
teniente aún no había aparecido. Tan alegres estaban que uno le arrojó una
piedra a otro, y poco después comenzaron a pelearse en broma, incluso rodando
por el suelo. Los presos se detuvieron a mirar, y uno, Serguéi, delgado, con
heridas y moretones en la cara, reparó en que a uno de los guardias se le
habían caído varios cartuchos de su rifle. Arriesgando su vida en la valiente
acción que no había premeditado, se acercó, los cogió del suelo y regresó
rápidamente a su puesto. Justo entonces uno de los guardias chilló.
- ¡Arrrrghhh, malnacido, me has roto la nariz!
- Cállate, shhh. Mira, el teniente está allí a lo lejos.
Ya viene.
Cuando Sonia recobró el conocimiento, se encontró en un
dormitorio de una cabaña de madera. Miró a su alrededor, al extraño aposento
iluminado únicamente por una vela. La única ventana había sido tapada con
fuertes tablas y clavos, y la puerta estaba atrancada por el otro lado. “Dios
mío, qué he hecho, por qué estoy aquí, contéstame…” Llevaba una venda en la
cabeza y otra en la muñeca, la cual tenía hinchada y dolía sobremanera, pero se
puso de pie, tambaleándose como un ser medio ciego, y fue palpando objetos y
paredes. Empezó a llorar, no le quedaban
fuerzas para rezar por ella misma.
Se oyeron tintineos metálicos, luego el mecanismo de la
cerradura. La puerta se abrió.
- ¡Ah, Sonetchka, por fin has despertado! – dijo Rostov,
cautelosamente alegre.
Nadie -salvo el enfermero- podría saberlo. Como ella
había salido tan temprano, al teniente Rostov le dio tiempo suficiente para
llegar a su puesto de trabajo casi a tiempo. Como tenía el privilegio de
ostentar un rango bastante alto, nadie le reprochó nada. Todos los días eran
iguales y cada uno sabía lo que tenía que hacer, y tan sólo hubo un pequeño
altercado entre presos que sus cabos de vara resolvieron con facilidad, aunque
a Rostov le interesó la sorprendente nariz rota de uno de ellos.
Unas horas más tarde llegó a la zona de trabajo un telegue, uno de ésos transportes para
asuntos oficiales que consisten en un sencillo cajón con ruedas -provisto con
una campanilla para que se aparten otros de la calzada, eso es lo que lo hace rápido-
tirado por un caballo. Eran dos sus ocupantes, sin contar el conductor. Uno era
el enfermero; el otro era un escuálido y harapiento Raskólnikov. Rostov dio
instrucciones a los guardias y se acercó a recibir a los visitantes.
- ¡Sasha, amigo, qué bien que vengas a visitarme! – el
teniente se mostraba estúpidamente jovial – Hola, Rodia, ¿estás ya repuesto?
- Sí, señor – pensó en espetarle que no le tratara de
forma tan familiar, pero prefirió abstenerse.
- El preso Rodión Románovitch Raskólnikov está muy débil,
pero puede ocuparse del horno, teniente.
- Muy bien. Eso ya le es conocido. ¡Conductor, lleve al
preso a las casas del río! Sasha, tú quedate aquí.
El enfermero y el soldado se quedaron solos. Alexandr
sacó su petaca y bebió un trago, ofreciéndosela a continuación a Rostov. Luego
pasearon en silencio hasta que uno de los dos por fin se decidió a romperlo.
- ¿Cómo pudiste planificarlo tan bien en tan poco tiempo?
- ¿A qué llamas bien? Fue un desastre.
- Encontraron la lanza que tan genialmente dejaste en la
carretera.
Rostov enrojeció súbitamente y luego adquirió una palidez
mortal. Se había olvidado completamente de la lanza que le arrojó al conductor,
al que tras errar tuvo que matar de un disparo. Le ahogó una especie de miedo,
tal vez algo superior: pánico. Casi deja de oír a su colega, que seguía
hablando.
- …no había visto ningún golpe tan perfecto. Cuando la
compañía de cosacos encontró la carroza y los cadáveres, también apareció la
lanza roja, igual que las otras ochenta de cualquiera de los jinetes. Se armó
un revuelo, se detuvo la compañía y llamaron al alguacil y a soldados de aquí.
Nadie se movió de allí durante horas, hasta que fueron todos interrogados,
porque casualmente tuvieron la noche anterior libre, y casualmente uno de ellos
perdió su lanza. Sigo sin entenderlo. ¿Buscaste a ese soldado y le sobornaste?
¿O le robaste la lanza sin que se diera cuenta?
- Ss… se la robé, sí.
- Bueno, pues el caso es que él afirma haberla arrojado
lejos en una borrachera, y otros dos testifican de ello. Los tres han sido
encerrados en un calabozo como potenciales sospechosos del doble asesinato más
secuestro, o tal vez triple asesinato si aparece el cadáver de Sonia. Que no
aparecerá, claro. ¿Dónde la tienes?
- En mi cabaña.
- Pues hay que sacarla de ahí lo antes posible, amigo.
- Sí. Quiero desaparecer un tiempo. Pero te necesito una
vez más, no sé cómo hacerlo, pero tú eres listo.
- Tal vez, pero no hago milagros. ¿De qué se trata? ¿De
cómo desaparecer?
- Me gustaría que fuese legal para no tener problemas. Un
traslado, por ejemplo.
- Entiendo. Pero ahí voy a tener que cobrarte algo. Para
falsificar documentos de ese tipo hacen falta medios que no están a mi alcance.
- ¿Qué te parecen… -hizo cuentas rápidamente–
quinientos rublos?
El enfermero caminó cabizbajo unos segundos sin hablar,
pensativo. Al fin asintió.
- Si necesito más te lo comunicaré.
Una vez el teniente en su cabaña, se sentó frente a su
mesa, clavando los codos, apoyando en las manos su cabeza como si pesara lo que
una locomotora. Empezaba a tener miedo sin motivo; tal vez era un miedo en
sentido pasado, por el riesgo que había sufrido y la incredulidad de la
extraordinaria suerte que había tenido con el asunto de la lanza. A escasa
distancia, al otro lado de una puerta de madera estaba la recompensa de todo
ese riesgo corrido, su botín de guerra. Ésa era una de las razones por las que
añoraba la guerra, por el agradable fruto del saqueo: en especial sentía
nostalgia de las mujeres.
La primera vez que se enamoró era muy joven, apenas un
adolescente. Ella era pálida, de piel de tal candor que parecía rosada, más aún
con el frío. Sus ojos eran verdes y su pelo rubio, como otras polacas, pero
cada rincón de ella emanaba tal perfección que era inevitable que resaltara. Él
era un joven soldado en una de sus primeras campañas y, tras tomar la aldea
rebelde, vio cómo sus compañeros se convertían en eufóricos salvajes y, algunos
hasta heridos, corrían hacia corrales y casas para tomar lo que pudieran.
Entonces vio cómo uno de sus compañeros de armas la intentó forzar.
Inmediatamente lo separó de ella y lo atravesó con su bayoneta. Ella lo miró,
quiso creer Rostov, con agradecimiento, pero luego corrió y desapareció. Pero
después de unos meses la volvió a encontrar, en una aldea vecina, en
circunstancias más pacíficas: se trataba de un registro en busca de un
saboteador. Un soldado vigiló a la chica y al joven que debía ser su primer
marido, otro miró en los dormitorios, él miró la cocina. Acurrucado en uno de
los muebles había un hombre, y se miraron largamente, sin decir nada. El otro
soldado le preguntó si había visto algo, él contestó que no y cerró la
portezuela del mueble.
La última vez que la vio fue cuando la ahorcaron. Lo
hicieron con prisas, hacía mucho frío y nevaba fuerte. El soldado que le puso
la soga al cuello lo hizo brusca y despectivamente, sintiendo un asco terrible
no por ella, sino por la orden que estaba cumpliendo.
Aquel soldado era el mismo Rostov.
Fue cuando decidió no enamorarse nunca más, no sentir
nada más. Violó muchas mujeres en distintas escaramuzas y batallas; de esa
manera consiguió aliviarse. Supo que la vida consistía en satisfacer
necesidades.
Alguien llamó a la puerta sacándolo de su estupor. Miró a
su derecha instintivamente, como si Sonia de pronto hubiera adquirido una llave
y pudiese abrir su puerta para curiosear, pero no escuchó movimiento alguno.
Llamaron otra vez.
- ¡Teniente, soy Mijaíl!
- ¿Qué pasa? – dijo malhumorado Rostov.
- El preso Raskólnikov… desea verle a usted.
- ¿Es que no tiene trabajo?
- Señor, ya se ha puesto el sol. Ya estamos recogiendo.
- Bien, pues que pase. Lárgate.
Primero se escuchó un tintineo de cadenas, luego apareció
Raskólnikov en la puerta, con grilletes en las manos y en los pies. El cabo de
vara miró de soslayo a ambos y se fue, cerrando él la puerta.
- Bueno, Rodia.
Ésta es mi casa. Ponte cómodo – Rostov pensó rápidamente cómo podría matar a
Raskólnikov, pues al mínimo grito de Sonia, que debía estar oyéndolo todo, no
tendría más remedio que hacerlo. Sentía por él algo de lástima.
- Gracias. Lo estaría más sin estas cadenas.
Rostov abrió un cajoncito de la mesa y sacó una llave,
pero lo pensó mejor y volvió a depositarla en su sitio.
- No me malinterpretes, sólo es pereza. Luego tendría que
volver a ponértelas.
- No importa. Antes de empezar, ¿hay algo que pueda hacer
por usted? ¿Hay algún favor a mi alcance que pueda hacerle?
- ¿Tan embarazoso es lo que vas a pedirme? – inquirió
sonriente.
Rodión asintió con gravedad. Ya no temblaba.
- He decidido morir.
***
Sonia lo había oído todo, igual que hizo un tal
Svidrigáilov mil años atrás. Nunca supo de dónde sacó fuerzas para contener un
grito o un áspero sollozo que pujaba por salir a la luz como fuere. Y por
primera vez, empezó a sentir odio, uno odio visceral no hacia Raskólnikov, sino
hacia todo lo que le rodeaba. Quería gritar que Dios era injusto, gritar por
qué le hacía padecer todo eso, si es que quería ponerla a prueba o enseñarle algo. Pero ya no quería aprender nada más, o más bien no podía. Lo único que
veía con claridad era su promesa de seguir a Rodia adonde fuera.
Buscó algún objeto cortante, pero sólo encontró una
botella vacía. Para romperla antes tendría que asegurarse de que no había nadie
en la casa.
En la zona de trabajo era la hora de formar para marchar
de vuelta a prisión. Los cabos de vara fueron supervisando tareas, recontando
herramientas y presos, así como todos los procedimientos rutinarios. Cuánta fue
la sorpresa de los guardias cuando comprobaron que faltaban dos presos.
Los reclusos Serguéi y Yuri se encontraban agazapados detrás
de unas cajas de madera. Uno de ellos rascaba sus botas con una chapa oxidada,
recogiendo un pequeño cúmulo de sucia y reseca grasa de caballo. El otro abría
los cartuchos de rifle, vaciando la pólvora en la cerradura de los grilletes de
los pies.
- ¿Funcionará?
- Sólo tenemos una oportunidad.
- Lo van a oír.
Taponaron la cerradura con la grasa, aplastando bien la
pólvora. Por una pequeña abertura dejaron salir un delgado reguero hasta una
piedra más o menos plana del suelo.
- A lo mejor me vuelas el tobillo – rió el que esperaba
el golpe.
El otro, arrodillado, empuñó un pico con ambas manos y
asestó un fuerte golpe a la piedra con el reguerillo de pólvora. Falló. Volvió
a intentarlo otra vez, y entonces el impacto metálico produjo la chispa
necesaria para prender la pólvora, que se quemó como una mecha. Los dos presos
contuvieron la respiración y hasta los latidos del corazón cuando el punto de
luz se aproximó al cerrojo.
La detonación le quemó la piel del tobillo, pero la
cerradura se abrió.
- ¡Allí! –gritó un guardia a caballo, desenvainando su
sable.
El segundo preso no pudo liberarse; ya se escuchaban
cerca los cascos de un caballo al menos. No había tiempo para pensar, el que
estaba libre tomó una piedra del suelo, el otro siguió con el pico.
El guardia no se anduvo con miramientos y nada más verlos
se dispuso a decapitar al que iba armado con el pico. Pero no contó con la
pedrada que le alcanzó en un ojo, ni con que aquello le hiciese errar su
sablazo, ni con que un pico se hundiese en su abdomen haciéndole caer del
caballo. Fue lo último que supo aquel soldado.
Dos presos en un mismo caballo huyeron al galope entre
vítores de sus compañeros y disparos de los guardias. Se dirigieron al norte,
sin saber muy bien qué rumbo seguir.
- ¡Mira, Yuri, esa cabaña, ve para allá!
- ¿Qué hay en ella?
- Tal vez algo que necesitemos – dijo Serguéi bajándose
del caballo.
Abrió la puerta de una patada. Yuri ató con presteza el
caballo y pasó tras él, empuñando el sable. Tenían ante ellos lo que parecía
ser el cómodo refugio de un oficial. Revolvieron todo hasta encontrar algo de
comida, un cuchillo, un rifle y otros objetos de utilidad.
- ¿Y esa puerta?
- Déjalo, ya tenemos todo, venga.
Pero Serguéi volvió a abrirla de una patada, y casi se
desmaya al ver el espectáculo de la habitación. Contuvo un grito, acudió Yuri.
- Es ella –dijo Serguéi, y tapándole la herida de la
muñeca escuchó un gemido - ¡Aún está viva! Rápido, corta ese mantel… eso es,
hay que vendarla, ha perdido mucha sangre.
- ¿Qué hacemos ahora? Tenemos que irnos.
- Vete tú. Yo me quedo.
No había tiempo ni motivo para discutir. Los dos amigos
se sostuvieron la mirada, luego se abrazaron.
- ¡Suerte! – gritó Serguéi, en medio de un charco de
sangre, sosteniendo aún la muñeca de la mujer.
- ¡Volveremos a vernos, hasta la vista!
Yuri subió a la grupa del caballo y lo espoleó.
El sol se había puesto hacía ya rato, de modo que no quedaba
mucha luz entre los árboles. El sendero no parecía muy transitado, pero estaba
claro que conducía a alguna parte; de otra manera no existiría. Por fin
llegaron. Rostov y Raskólnikov se detuvieron ante un claro del bosque en torno
a una gran fosa rectangular. En una caseta descansaban un par de palas y sacos
de cal. Raskólnikov no quiso asomarse al borde de la fosa; ya tendría tiempo de
conocer a sus compañeros de ahí abajo.
- ¿No haces ningún testamento? ¿No le dejas tus bienes a
nadie?- preguntó Rostov, rompiendo el silencio.
Rodia rió por primera vez.
- ¿Qué bienes? Sólo tengo males… Sólo está Sonia, y en
lugar de llevármela a la tumba la he dejado libre. Mi madre ya murió y mi
hermana está en buenas manos, con mi único amigo. Nada me ata a este mundo.
Se acercó al borde de la fosa, procurando no mirarla, y
dio media vuelta. Los dos hombres estaban frente a frente.
- Dispáreme.
Rostov montó el rifle y apuntó. Pero no podía disparar,
jugueteaba con el dedo en el gatillo, algo le oprimía en el pecho. Nunca había
matado a nadie así, era una experiencia muy extraña y muy desagradable. Su
instinto era el de un cazador; era como si a un ave de presa en cautividad le
dieran de comer otras aves muertas. Ese halcón o águila perdería el apetito y tal
vez moriría de hambre o aburrimiento. A él le pasaba algo similar, no podía
matar a un hombre así. Siempre que mataba lo hacía a quien se aferraba a la
vida, como las gallinas que decapitaba de pequeño que luego seguían caminando
durante unos instantes. Bajó el rifle.
- Este revólver – desenfundó – perteneció a un oficial
inglés. Lo perdió durante la increíble Carga de la Brigada Ligera, en donde
seiscientos húsares se lanzaron contra nuestras mejor armadas baterías de
cañones. Jamás contempló la Historia semejante acto de locura o de valentía. Yo
estuve allí, dando tajos con mi sable a aquellos héroes heridos y moribundos.
Me prometí no volver a matar a nadie así, capaz de galopar hacia la muerte.
Toma, hazlo tú.
Raskólnikov vaciló, pero tomó el famoso revólver. Jugó
con él, giró el tambor, lo amartilló.
- Dígale a Sonia que la amo. Y que caí enfermo.
Se puso el cañón en la sien y apretó el gatillo.
Un chasquido. Ninguna detonación.
Raskólnikov estaba furioso, abrió el tambor, vació las
balas en la palma de la mano. Una bala ya había sido disparada, justo la que
iba a salir por el cañón. Una posibilidad entre cinco.
- Maldita sea.
- Shhh.
Oyeron un ruido entre los árboles. Luego se escucharon
más claramente pasos y resoplidos de un caballo. Rostov volvió a empuñar su
rifle, preguntándose si era su propio caballo que no había atado bien a la
entrada del bosque. Pero la respuesta la obtuvo en forma de la esperada
detonación realizada, y no por parte de Raskólnikov.
Hacía mucho tiempo que no recibía un balazo. No sabía con
precisión dónde había sido alcanzado, aunque sí que en alguna parte del tórax,
tal vez la base del cuello. Le pareció sentir mucho frío, cayó definitivamente
al suelo y perdió el conocimiento. Rodia no se movió, como si fuese un animal
asustado. Otra bala silbó cerca de su cabeza.
- ¡No dispare!
- ¡Tire el arma!
Había olvidado que aún tenía la pistola en la mano. La
dejó caer como si quemase. Poco después volvieron a oírse los cascos del
caballo y apareció el jinete apuntándole con un rifle.
- ¡Asesino! ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
- Es una larga historia.
- Más larga es que tu novia se haya intentado suicidar y
que ahora esté de camino a la enfermería, si es que aún vive.
- ¿Qué?
Yuri guardó el rifle en la silla de montar y tomó el
sable
- ¿Quieres venir conmigo? Sólo te lo ofreceré una vez.
- No.
- Entonces esa arma me hará más falta a mí que a ti –tomó del suelo el revólver inglés – .Veamos en qué nos puede ayudar el
teniente.
Le quitó las botas, la pelliza y el cinto con el sable,
mucho mejor que el que tenía. Y ante la perplejidad de Rodia, encontró más de
tres mil rublos en un bolso de cuero.
- Santo cielo.
Raskólnikov no entendía nada.
- No te asustes por lo que voy a hacer ahora. Te recomiendo que no mires –le dijo Yuri, y extendiéndole al muerto un brazo, lo cercenó
costosamente a la altura del hombro. Lo guardó también en la silla de montar,
luego no pudo contenerse y vomitó.
- ¿Seguro que no quieres venir? – le dijo limpiándose con
la manga.
Fin.
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