domingo, 6 de octubre de 2024

Nostalgia de Iberia

 Viernes 4 de octubre de 2024



Estoy sentado en mi butaca, la 30D (pasillo), en este vuelo de avión de Las Palmas de Gran Canaria a Madrid, tras una breve estancia en la ciudad por un viaje de trabajo, un curso de Erasmus.

Este asiento está en la penúltima fila. Estoy muy cerca del galley posterior (no recuerdo el número), donde trajinan los TCP (azafatas y azafatos). Son dos mujeres y un varón, todos jóvenes, guapos y con dientes blanquísimos. Al hombre, un joven de pelo y barba castaños, casi rubio, con esa barba perfectamente peinada y recortada, le comenté, mientras esperaba a que embarcase la gente, que fui empleado de Iberia durante muchos años. Dije que fui TMA y luego me preguntó que qué hacía. Me sorprendió que no supiese lo que significaban esas siglas, que para mí iluminan el mundo y son un hito en mi vida. Se lo dije y comentó: 

-Ah, mantenimiento -y añadió-: Pues este avión tiene siempre averías. Tiene más de veinte años.

Era cierto que el avión tenía solera. Me quedé sin saber la matrícula, entre unas cosas y otras. Era un A320-200, muy distinto del flamante 321, novísimo y larguísimo, del viaje de ida. En éste, al estar en el pasillo, pude pasar al baño y sonreí ante los conocidos muebles y accesorios, viejos y con algún desconchón de pintura. Abrí el cajoncito donde solía haber pastillitas de jabón "Heno de Pravia", pero eso ya era historia: ahora hay sobrecitos de jabón líquido. Pulsé el botón del "flush" y recordé cuántas veces le dábamos al limpiar la línea de residuos con hielo picado y vinagre, con el largo tubo marrón enchufado a la Kärcher que metíamos poco a poco, en un armonioso trabajo en equipo: uno abajo con la máquina, otro en la puerta, otros dos acuclillados en el váter, con el codo del desagüe desconectado, sujetando el tubo con guantes de nitrilo y trapos... Recuerdo una anécdota con un trapo que fue ingerido accidentalmente, culpa mía. Aunque luego se solucionó.

Abrí la portezuela del mueble del lavabo para comprobar -más bien contemplar- la pequeña botella extintora redonda, esa pelotita metálica, y ver que tuviera la aguja en la banda verde.

En este vuelo no me dormí. Me había puesto tapones de oídos, que eran reliquias de mis viejos y atesorados EPIs de Iberia, tapones 3M de esponjita amarilla, de los pocos nuevos que me quedaban todavía de hacía más de seis años.

Porque hace seis años, un mes y tres días desde que dejé Iberia, desde que rompí mi mejor relación (como si fuera una pareja) sin verdadera necesidad, desde que traicioné mis recuerdos de juventud y comencé a enterrarlos, como a paladas de tierra sobre un féretro, hasta dejarlos sepultados a tres metros bajo tierra. A seis, a seis metros como seis años, y cada año están más profundos.

En el galley posterior, el joven TCP, mientras habla con sus dos compañeras, se pone a estornudar. Estornuda una y otra vez, mientras las chicas siguen hablando. Pero el joven sigue sigue estornudando varios minutos más. Una de ellas, cuasidivina, con unas facciones de lo más atractivas a la vez que de semblante cercano y simpático, de lo más deseable (yo recordaba los versos de Rubén Darío: "Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver..."), sale y abre el maletero sobre la fila 31 izquierda (LH), un maletero más corto y con tres pegatinas. Saca una maleta de plástico rígido naranja y se la lleva atrás. La utilizan y el azafato deja de estornudar. Es el kit médico, que yo siempre vi cerrado y precintado. La tripulante lo guarda en su sitio y echa encima dos bolsas de tela marrón, que había sacado previamente. Sé perfectamente qué hay en esas bolsas: extensiones de cinturón de seguridad. No sé si había quince o si eran veinte. Había que contarlos.

Recordé cómo llamábamos a esa tarea de revisar todo el equipo de emergencia y accesorios de cabina: el "equipo mínimo". Era un trabajo agradecido, sin mancharse ni ponerse en posturas difíciles. Podría enumerar los nombres de grandes compañeros con quienes hice esa tarea. Aunque de algunos ya he olvidado el nombre y sus figuras azules se me aparecen borrosas.

Ahora, o entonces, mientras escribía en ese vuelo, pensaba que tal vez me costaría menos estudiarme todos los módulos de la licencia de TMA, que tendría que sacarme otra vez al haberme caducado, y superar todas las pruebas necesarias para reentrar en Iberia, que hacer la burocracia que hago como profesor de secundaria, y la que me queda, porque cada año va a más. Me engañan y me engaño. Me exploto yo más que nunca y me explotan, por mucho que sea funcionario. Pero no me ayuda pensar esto, me parece. No lo voy a hacer. No se puede retomar una relación que ya terminó, como en las relaciones sentimentales, porque ni esa mujer, ni yo, somos los mismos. 

Pero la Iberia que dejé me sigue doliendo y me dolerá siempre.

jueves, 15 de agosto de 2024

Diario de la playa del Albir

 

Sábado 5 de agosto de 2023, Alfaz del Pi.


Una playa de Altea. No hay apenas sitio para ponerse cerca del agua, y donde hay hueco es por una razón: los blancos cantos rodados de estas playas forman un empinado talud una vez en el agua, siendo muy incómodo y difícil entrar y salir con la fuerza del oleaje, puesto que se lastima uno los pies con las duras piedras. Esto de las playas de cantos y guijarros tiene la ventaja de no mancharse de arena, pero la contrapartida de poder romperse un dedo del pie si no se tiene bastante cuidado.
No soy muy de playa, pero no puede no gustarme el mar, ni a mí ni a nadie. Todo el mundo debe agradecer estar aquí. El mar siempre es bello, sea donde sea. Esto no será una playa virgen, de aguas cristalinas, como las de otras costas de la península Ibérica. El agua no tiene el color del cristal de la turquesa, pero sí de la aguamarina. No es transparente, pero sí de un color intenso, salpicado de fugaces destellos blancos, todo luz. Dan muchas ganas de pintarlo, como lo han hecho millones de grandes y pequeños artistas.
A veces se critica el gusto simple de la gente de ir a la playa en vacaciones y no hacer nada más útil. Bañarse y tomar el sol y gastar en los chiringuitos. Pero es lícito, claro que es comprensible. No hacen falta más razones que estar delante del mar. Ver una ola tras otra romperse en la orilla, las gaviotas con sus magistrales vuelos, los veleros en el horizonte le dejan a uno sano de cuerpo y de mente, satisfecho con la vida. Y no digamos el entretenimiento que es observar -o contemplar- el género humano, a quien le interese. Es un lugar de exhibición, de desfile, pero no tanto hacia los demás, sino también para cada uno o cada una. Yo también me siento bien aquí con un bañador. Sigo agradecido con mi humilde cuerpo de famélico cuarentón, sin masa muscular alguna y con mi abdomen abultado. Cada uno luce lo que tiene y se luce. Estamos todos vivos. Y el mar, que estará turbio, cuyo bello azul pasa a gris parduzco en la orilla, es nuestro mar. Es el de siempre, al que siempre volver, el testimonio de toda nuestra historia, quien nos contempla generación tras generación. El Mare Nostrum.



Domingo 6 de agosto de 2023

Qué cantidad de mujeres con los pechos al aire, tremendamente guapas muchas de ellas. Algunas están con sus parejas y sus hijos, otras sólo con sus novios, otras con una o más amigas, formando una pléyade de fantásticas nereidas. Según mi criterio estético, son más bellas sin tatuajes, pero no vamos a hacerle ascos a las que ya tienen algunos. 
No voy a hablar de simplezas. Nunca pierdo de vista lo que nos enseñó el Barroco español: nada es lo que parece. La realidad es un engaño a los ojos. De hecho, es más fiable el oído, porque con la voz (creían) se expresa el alma. A mí me gusta más hablar del espíritu, en su sentido de inteligencia, conocimiento, cultura y personalidad. Y lo que veo o escucho ahora es que toda la exhibición de corporeidad y de exuberancia física es un nimio decorado meramente circunstancial. Pienso que hay un paralelismo entre este ambiente de baño y el de los baños romanos, donde hombres desnudos, y algunas mujeres en secciones femeninas también, aprovechaban el pretexto del baño, como rutinaria situación placentera, para hablar de temas de importancia, ya fuera de política o de sesudo intercambio de conocimiento. No es el caso aquí, ni es del todo auténtico ese tópico de las termas, pero sí que ocurre que el par de mujeres bellísimas que tengo al lado no han dicho ni una palabra de amor, ni de relaciones, ni de belleza física, ni de nada parecido, sino que conversan de sus trabajos, sus turnos, sus historias de ese tipo igual que si estuvieran vestidas, en una parada de autobús.
Quería dejar así constancia, más para mí que para quien lea esto, de lo mucho que hay que apartar de la cabeza el deseo basado en lo físico, porque todo es psique, por mucho que luzcan los cuerpos.




Lunes 14 de agosto de 2023. Playa del Albir.

Qué deprisa pasan los días. Y no escribo casi nada, ni soy capaz de hacer buenas excursiones. Todos los días me levanto tarde, al acostarme también muy tarde. Me entretengo chateando con alguna conocida o desconocida: en ambos casos son charlas bastante inútiles. Me cuesta cortar cuando me hablan. Pero ya lo solucionaré. Y prefiero eso a que no me hable absolutamente nadie, o tenga que ser yo el que empiece una conversación y se note a la legua que me están contestando por cortesía.
No sé si ya he dicho que veo una analogía entre la cuenta atrás de los días de vacaciones y la cuenta atrás de la vida. Lástima no haberme traído el libro de Quevedo. Viene bien leer sus poemas a menudo y tener siempre presente el memento mori. Funciona como una chispa de encendido de cavilaciones que nunca se agotan, que nunca dejan de estar vigentes: ¿qué hacer con una vida tan breve, con una juventud o vigor tan escasos, con un cuerpo tan frágil, con un cerebro tan caduco y perezoso, con tanta degradación, desolación, ruina lenta y paulatina? Todo se va incoerciblemente, sin que valga de nada intentar apresurarse ni buscar ser quien uno no puede ser. Parece que lo único que queda es estar al sol en esta playa, escuchando romperse las olas, olas que van depositando y erosionando guijarros blancos y redondos, que parecen una gran obra de arte.
Entra y sale la gente del agua, los viejos, los niños y los que pronto serán viejos, como las piedras que arrastran las olas. El mar todo se lo lleva y lo trae de nuevo, como en un ciclo de regeneración hindú.
También a mí me tocará volver al mar como una piedra entre tantas, insignificante, anónima, igual que todas las demás, como los éidola en el Hades. Empiezo a ver mal la tentación de llevarme algunas de estas piedras a casa, como he hecho ya varias veces y hacen muchos. Su lugar está aquí. Deben quedarse cerca del agua.
Cuánta poesía me ha cruzado la mente en estas líneas: Rosalía de Castro, con las olas, "una tras otra besándola expiran"; León Felipe, con la piedra, "Como tú, piedra pequeña..."; Miguel Hernández, "Cerca del agua te quiero llevar / por que tu arrullo trascienda del mar". 
Parece que contemplar y pensar son el único freno ante el vertiginoso galope de la muerte.


(Sí, ese "por que" en el poema de Miguel Hernández se escribe separado, aunque todos lo pongan mal).



Viernes 18 de agosto de 2023. Playa del Albir, delante del "Goa".



Hay una pareja de gaviotas pequeñas, de patas muy rectas, pecho blanco, alas gris claro, pico naranja oscuro delgado y recto y una mancha negra, redonda, en los lados de la cabeza, detrás del ojo. [En casa, por la noche, dediqué tiempo a buscar la especie concreta: gaviota reidora, Chroicocephalus rudibundus, que aún no tienen su típico capuchón negro al ser ejemplares jóvenes, o quizá el capuchón sea el plumaje nupcial.] Llevan un buen rato ahí, sin moverse, vigilándome con cierta inquietud, al ver que las estoy mirando. Me pregunto con qué objeto estarán ahí, sin hacer nada. Quizá disfruten simplemente el hecho de estar ahí (o ser-ahí, dasein), mirando al mar.
Me quedan muy pocos días de estar aquí. Podría irme mañana, incluso, para truncar más rápidamente el sufrimiento de ver acabarse las vacaciones. Se supone que va mi hermano mañana a regarme las plantas e hidratarme las hormigas que me quedan, las Messor barbarus (en julio murió mi colonia de Lasius niger, de sed y calor). Debí haber metido las plantas dentro, como me dijo mi madre, y haberme traído las hormigas. Pero era complicado traerme el delicado hormiguero. Debería haberles puesto más agua, aunque se quedara toda la tierra embarrada.
[Esa misma noche fue mi hermano y estaba todo vivo, afortunadamente.]
Quería dejar anotadas un par de anécdotas divertidas que me sucedieron hace unos días.
Una es que llevaba días viendo que en la gran cantidad de tumbonas y sombrillas azules de la playa del Albir llegaba la gente y se tumbaba sin más, haciéndome pensar que eran gratuitas. Siempre había pensado que eran de pago. Pero ponía en las sombrillas "Ayuntamiento de Alfaz del Pi" y, al ver tan libremente a la gente tumbarse, pensé que quizá era un bien público, como los bancos de la calle. Así que extendí mi toalla en una y me tumbé, mucho mejor que sobre las duras piedras. Y no pasó nada. Una mujer gordita y atractiva de una pareja de extranjeros, que estaban ahí también, me guiñó un ojo mientras su novio dormitaba, intrigándome un instante. Hice mi ciclo normal de bañarme y secarme al sol, leyendo un poco mi libro de cuentos de Javier Marías, y me fui.
Lo hice un par de días más, feliz de haber hallado la forma de tumbarme cómodamente y sin tener que transportar más que la toalla, aunque ya sin interacciones con nadie. Hasta que, por fin, un día en que me tumbé en una de esas hamacas por la tarde, sobre las siete, con el sol cayendo detrás de los edificios y las sombras de las palmeras alargándose sobre la playa, vi que se acercaba un hombre con una riñonera, un bloc de tickets y camiseta blanca, formal, con cierta pereza y parsimonia, que dijo, pasando hojitas del bloc:
-¿Una tumbona?
Y yo me reí por dentro, alegre con mi inocente transgresión.
-¡Ah! ¿Son de pago? Pensé que eran públicas, del ayuntamiento...
-No, son 6,50 €.
Yo ya estaba recogiendo las cosas y el hombre guardaba el bloc y el bolígrafo.
-Pues ya me voy, disculpe.
Y tengo que decir que en ningún sitio hay un cartel que diga el precio ni nada. Debe de ser algo archiconocido en la cultura playera. Y tampoco vigilan muy bien, al haberme tumbado en ellas tres días gratis. 
De lo que no dejo de reírme, además, es de la manera en que me dijo aquello de "¿una tumbona?". Con una pequeña pausa de expectación: "¿una... tumbona?" Y algo nasal, como Ralph de los Simpsons, y con mucha relajación en la última sílaba, casi como si omitiese la "n": "¿una...tumbo'a?" No dejo de recordar la formalidad rutinaria del empleado en el contexto de mi "simpa" y me parto de risa.

La otra cosa fue más fea, de lo más escatológico, pero también para reírse y casi un espectáculo memorable. Nunca había ido a bañarme en una playa nudista y hacía días había encontrado una, muy cutre, pero a la que podía llegar en bicicleta. Es la playa de la Solsida, al final de Altea, después de una playa para perros. Fui para allá y encontré lo que esperaba: un puñado de viejos, todos de sesenta y muchos o setenta y tantos años, en pelotas, obviamente, algunos en pareja y otros solos. Sí que había un hombre joven, solo, al final de la playa, que se estaba yendo cuando llegué. Y llamar a eso "playa" es un eufemismo, porque es una fina franja de piedras cubiertas totalmente de un lecho de algas rotas y secas, de color pardo grisáceo, como hierba seca que se pega a todo lo que esté mojado. Me costó limpiarme los pies y las zapatillas cuando salí. Eso sí, el agua estaba tan mansa como la de una piscina, al estar al resguardo de una pequeña ensenada. Los escarpines son indispensables para transitar el fondo de grandes y resbaladizas piedras. Y aquí viene lo bueno, la naturaleza en su apogeo. Mientras me secaba, me giré para comprobar que seguía ahí mi bici (la había atado a una gran rama rota, al no haber otro asidero) y cerca de ella se había puesto un viejo calvo, con su tripón y su chorra al aire, a mear ahí, en el suelo de algas secas. Pero lo peor era la manera en que meaba. Meaba a cortos intervalos. Deberían hacer una fuente así, que sería realista, homenajearía a los fallos de próstata, haría reírnos de la vejez y además ahorraría agua. Volví a mirar al mar. Esperé un momento y miré otra vez mientras guardaba las cosas en las alforjas. Seguía orinando chorritos cortos y agonizantes, mientras contemplaba placenteramente exangüe, a la vez que impertérrito, el islote de la Olla (qué mala rima tiene).
Me largué con una mezcla de risa y de asco, reflexionando sobre cómo llega uno a tomarse toda la libertad posible y que le resbale todo lo que puedan decir o pensar los demás. A lo mejor acabo haciéndolo yo mismo.

Sábado 19 de agosto de 2023. Playa de siempre.

No sé qué hacer y voy en modo automático a hacer lo mismo todos los días: coger la bici con las cosas de la playa, el plátano, la botella de agua, el libro de Javier Marías y este cuaderno. Pero no ha sido muy buena idea hacerlo hoy. Es sábado y hay bastante más gente, con muchos niños. No estoy muy tranquilo. Lo que quería anotar era que mi impulso a ir al mar y no intentar otra cosa se debe a lo placentero de poder mirar a lo lejos, de tener una vasta extensión de superficie natural, aunque sea de agua, hacia cuya distancia poder relajar la mirada, con esa sensación tan diferente a la de mirar una superficie de cerca. No hay nada más patético que una foto del mar, aunque yo haga muchas, por ser tan carente  de todo lo que tiene en realidad, en su presencia, en su presente, que casi se podría llamar "espíritu", si nos ponemos místicos.

Lunes 21 de agosto de 2023. Playa de siempre.

Hoy he estado mirando a una pareja muy feliz, de cuerpos sanos y hermosos, ella sin bikini, con bellísimos pechos. Sabían que yo los miraba, que escuchaba sus risas, que admiraba como siempre, con gusto y con pena, el culazo perfilado con el fino bañador de ella, y sus caderas, y su amable, bonito y divertido rostro.
He pensado primero que era una especie de burla del mundo que se regodeaba de lo feliz que se puede ser con una bella y simpática mujer, para ensañarse con mi soledad y mi tristeza. Pero luego he pensado si sería más feliz yo viendo la desgracia ajena, a una pareja triste o discutiendo o peleándose, y de cierto que no, que no sería tan sádico ni tan psicópata para alegrarme de eso por estar yo mejor.
Prefiero que sea así, que haya gente feliz, en pareja o en cualquier compañía, a gusto, quizá enamorados, aunque nunca más me toque a mí.

Miércoles 23 de agosto de 2023. La misma playa (Goa).

Último día de playa. Me he comprado una colchoneta amarilla y una bomba de aire, aunque se pueda hinchar a pulmón, pero no estoy para ese tipo de esfuerzos. La compré porque la feliz pareja del otro día tenía una colchoneta así y se lo pasaban bien. He experimentado la navegación tumbado en ella. Se va deprisa y se rema bien con las manos. Es fácil volcarse al intentar colocarse en ella, eso sí.
En tierra, me he logrado situar bastante bien, junto a una mujer sola en topless, de grandes pechos, piel morena y cara de búlgara, rumana o polaca del sur. Tiene tatuajes, pero no demasiados ni muy feos. Un par de viejos un poco más allá la miran más descaradamente que yo, charlando entre risas.
Ha pasado bien la mañana, con mi balsa, el ejercicio de nadar, lo saludable de secarme al sol y la lectura de otro cuento de Javier Marías. No hace falta más.

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Viernes 13 de octubre de 2023. Otra vez playa del Albir, cerca del Goa, donde las tres banderas.

Aquí estoy otra vez, en esta engañosa escapada de tres días escasos, en el concurrido puente de octubre. El problema son las carreteras, de tantos miles de personas desplazándose, pero esto, Alfaz, Altea, está bien. Nada que ver con el verano. Hasta hay silencio aquí en la playa, cuando no se pone nadie cerca a hablar. Casi no pasan motoras ni las malditas motos de agua. Se oyen las olas, nada más. Es una bendición. Corre brisa, pero el sol quema todavía. El agua está en calma. Está fría, pero es soportable. Está más fría el agua de la piscina. He podido nadar un rato, en lo que llamo yo "navegación de cabotaje", a lo largo de la costa, pasando revista desde el agua a las mujeres interesantes, aunque las veo en escorzo, como el Cristo de Andrea Mantegna. 
Cuando me dirigía hacia aquí con la bici, después de ir a Cap Negret y a la presilla de la unión de los dos ríos, he vuelto a sentir la pesadumbre de la maldición de amores que sufro. Digo "maldición" porque creo que me han echado una, que es un merecido castigo por lo que hice con A**. Pienso en su hermano, que tanto iba de líder, que consumía drogas y consentía su venta siendo Guardia Civil, a quien pretendí perjudicar. Pero él a mí no me hizo ningún mal directo, creo. Hace siete u ocho años ya de eso y sigo echando de menos la estimulación erótica que sentía con A**. Aquello era buen sexo y el tipo de compañía culta que necesitaba. La perdí por mi inseguridad, celos y actos de soberbia. Pero sigo alegando al supuesto orden cósmico que hay, ese Logos, que ya he aprendido la lección, que la recordaré, y clamo que me liberen de la maldición. 
Déjame libre ya, A**, o mujer múltiple y sin rostro, porque creo que todas sois la misma. Ya no quiero más represión que me mate a mi Eros. Quiero vivir otra vez.

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Sábado 24 de febrero de 2024 y domingo 25 de febrero de 2024. Alfaz del Pi.

Sigo aquí, igual, o algo peor, habitando mis ruinas. Son tales las circunstancias, que he desbloqueado a B**, de lo que me arrepentiré en breve.
No logro concentrarme para decir lo que quería de los paisajes de esta tarde, con esa luz del sol brillando en los penachos de las cañas. 
La palabra era evocación. Todos los componentes de la imagen deben confluir en eso, que es uno de los fines últimos de la vida, la contemplación evocadora. Es más importante que muchos asuntos mundanos que, por mucho que nos agiten, son fútiles, intranscendentes. 

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Miércoles 7 de agosto de 2024. Alfaz del Pi, playa.

Estoy nuevamente en la playa del Albir, en la zona de las tres banderas, pero un poco más hacia Altea, frente a un local llamado "Tequila in love". Pero dan igual los locales porque cambian cada poco tiempo.
Hubo una visita a este lugar, no sé cuándo ya, pero hace muchos meses, en la que invité a B**. Vino de madrugada en autobús y fui a buscarla a la estación de autobuses de Benidorm. Y aquella vez no nos fue mal, no discutimos. Fue un buen merecido final de este lugar para ella, porque ya nunca más volvió, ni yo la he vuelto a ver desde la última vez en mayo, creo, porque aquí en Alfaz tuvimos tristes y tontas discusiones. Esa última vez fue un bálsamo curativo en el recuerdo.
Ahora estoy solo, con mi soledad escogida, para lo bueno y para lo malo. Con mi gata, que es un problema para cualquier compañía en un espacio reducido como es la casa de Alfaz.
Pero ahora, en la playa, estoy de nuevo ejerciendo mi libertad, una libertad minúscula y cobarde. Fíjense: me gusta ponerme un bañador de natación en vez de tipo pantalón corto, cosa que ningún hombre normal hace aquí en la playa. Lo hago porque me resulta más cómodo, se seca antes, se nada mejor, ocupa menos en las alforjas de la bici y, además, reconozco que me gusta que se me pongan las piernas morenas en toda su extensión. Algún día esto se pondrá de moda entre los hombres y yo habré sido un pionero. Mientras tanto, estoy haciendo el ridículo, pero me da igual porque nadie me conoce. 
Por eso soy libre aquí, aunque la libertad, realmente, es abrirse camino ante fuerzas de oposición, y donde no hay nadie o nadie te conoce no hay ninguna oposición. Por eso mi libertad es fútil y cobarde. Esto no lo hago en la piscina de la urbanización.

Cuando vengo con la bici aquí y busco dónde asentarme, suelo ponerme relativamente cerca de una mujer sola y que sea lo bastante guapa. Sí, lo admito, soy un viejo verde, un indeseable falocrático machista y depravado que habría que exterminar, pero no molesto, no se nota que miro y no está prohibido todavía. Me encanta rodearme de belleza. Me encanta mirar al mar y ver sus ondas encrespadas de luna, su azul turquesa y, a lo lejos, cobalto; sus veleros en el horizonte y, en esta playa de redondos y pulidos cantos blancos, a media distancia, una o más mujeres al sol exhibiendo su también pulido cuerpo, suave a la vista, con sus bañadores mínimos arriba y abajo, a veces sólo abajo. Las que se quitan lo de arriba suelen ir acompañadas de sus hombres y a veces de sus hijos, pero da igual para lo que quiero, que es mirarlas desde lejos, como un observador de aves.
¿Por qué hago esto? Veo que me evoca una costumbre ancestral y antropológica, que es la de la seguridad de estar cerca de una fuente de vida, como estar cerca de un río, de una fuente, de unos árboles o de algo verde. Verde que te quiero verde. Estar cerca de una bonita mujer tomando el sol es como sentarse cerca de una fuente o de la orilla de un río, aunque no se haya ido a beber.

Jueves 8 de agosto de 2024. Playa de siempre.

Bandera amarilla, fuertes olas llenas de algas. No me baño mucho. Casi nadie lo hace.
Miro dos chicas bajo una sombrilla, parecidas, ambas blancas de piel, guapas, aunque con bañadores muy castos. Sólo una tiene tatuajes, no muchos. No me miran ni una sola vez.
Veo una gaviota posarse cerca. Es bonita. Me mira. Su plumaje es suave. Miro alternativamente a las chicas y a la gaviota. Con esto, deduzco que no estoy tan mal. También me interesa mirar a la gaviota.

Viernes 9 de agosto de 2024. Ídem.

Estoy escribiendo días después y no recuerdo detalles de lo que ocurrió ese viernes. Fue esa tarde cuando quedé con Víctor. Tras dejarle en Benidorm y volver a Alfaz, me metí por una calle de "sólo vehículos autorizados" siguiendo las indicaciones de Google Maps, y con una cámara que captó mi matrícula. Estuve varios días preocupado por la posible multa.

Sábado 10 de agosto de 2024. Ídem. 

Ubicación apoteósica en la playa. Tres mujeres en topless a distancia contemplable pero prudente, una madura, muy decente, a un lado, de las que un amigo mío diría que "tiene un pepinazo", y tres muchachas de veintitantos o treinta años al otro, dos de las cuales, como se ha dicho, mostrando sus pechos. La del centro, más blanca, era perfecta. Pero ninguna, naturalmente, se habría fijado en mí de ningún modo. Yo estaba antes allí y, cuando llegaron, se pusieron cerca por considerarme inofensivo, tal vez. Estuvieron bastante rato manipulando sus móviles y creo que me hicieron fotos.

Domingo 11 de agosto de 2024. Ídem.

Mala ubicación. Una madre y su hija a un lado y una pareja de homosexuales al otro. Los gays son más divertidos. Hay bandera amarilla con fuertes olas y los dos hombres fuertes, delgados, de cabeza rapada, se bañan sometiéndose a las fuerzas de la naturaleza. Yo también lo he hecho. Llevan bañadores de natación, pequeños, como el mío. La gente me confundirá con otro mariquita, pero me la suda.
La madre coge todas las bolsas que tenía a un lado de la sombrilla y las pone al otro, privando a mi visión de parte del cuerpo de su hija. Yo no he mirado apenas, pero sé que lo ha hecho a propósito. Las madres con hijas guapas son un absoluto aburrimiento y un tostón de censura. Son peores que los padres, que deberían ser más celosos frente a otros machos. Recuerdo hace años que sí que lancé lujuriosamente alguna mirada a una bella joven y me encontré con la madre clavándome la mirada inquisitorialmente, como una felina vieja custodiando su prole.

Lunes 12 de agosto de 2024. Ídem.

Se está bien aquí. Las piedras son maravillosas, todo un mundo que observar, curiosear, coger y tocar. Son una realidad física más sólida que la arena, que se desliza entre las manos. Esto es más real, más duradero. Y son todas diferentes. De vez en cuando, uno encuentra una curiosa, ya sea por su color, textura o forma. Hoy he cogido una piedra casi esférica.
Hay bandera verde. El mar está que da gusto para bañarse apaciblemente. Las olas son moderadas. Sólo oigo las olas, con esa cadencia constante como lentos latidos, los latidos del mar. Con el tiempo, o cuando se está enfrascado en la lectura, no se oyen o no se sienten, como el pulso de uno mismo. Parece que así uno está más unido al mar y a sí mismo, y el tiempo no importa.

Jueves 15 de agosto de 2024. Ídem.

Esto que voy a apuntar no es una ocurrencia de hoy, sino de otro día. Me estaba bañando en el mar, como todos los días. Estaba nublado, por fin, pero el mar no estaba muy agitado y había bandera verde. La superficie del mar se ondulaba en muchas pequeñas olas, rápidas y frecuentes, que no se rompían aún, y que se curvaban ya rotas en blanca espuma justo al llegar a la orilla.
El caso es que yo flotaba; subía y bajaba levemente, ingrávido, en ese apacible oleaje. Y me vino a la cabeza el famoso verso:

"Bajo el cielo volar"

El de Machado, el de Serrat, de los Proverbios y cantares, cuando se refiere a las pompas de jabón. Qué hermosa polisemia, porque yo pensaba -y me encajaba- que las pompas de jabón son las vanas ilusiones, como las de los cuadros barrocos del tópico vanitas, ilusiones que no son nada, hermosuras irisadas que desaparecen al instante, pero que enriquecen la vida, que nos mueven.

Y, sin embargo, el que volaba era yo, en el mar. Nadar es lo más parecido a volar como se vuela en los sueños de la juventud, flotando. Y todo eso, la mágica ingravidez, el estar con nuestro cuerpo más que nunca por no estar pegados al suelo, el ser cuerpo, ya sea en sueños o en la realidad, es efímero.

La pompa de jabón que vuela, que en cualquier momento se desvanece, soy yo.

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Estoy ahora viendo las nubes en el cielo enormes sobre la sierra de Bernia, como un gran pandero, o panza, o algo grande y abombado que cuelga. He pensando en la "bolsa primordial" de mi gata, su gran tripa colgante de tejido adiposo. Y veo así una conexión en toda la naturaleza, como si mi gata fuera también el cielo y, el cielo, mi gata.

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Añado ahora algo que no escribí en el cuaderno, pues ocurría mientras escribía los párrafos anteriores. Volvía a estar en una posición fantástica de contemplación de bellas mujeres. Tenía a una mujer madura y deportista solitaria, con el pelo algo gris, con buen cuerpo y a ratos en topless, pero que carecía de atracción erótica, no sé por qué. El semblante era rígido, como si fuera una jefa. Pero, un poco más lejos que ella, se instalaron dos chicas guapísimas de unos treinta años, con tatuajes, una con el pelo recogido y con una prenda que no supe discernir qué era, pues parecía una camiseta negra ajustada, pero por abajo se metía entre las piernas como un provocativo bañador, que tal vez realmente lo era y encima llevaba la mencionada camiseta. Esa chica se sentó en una silla plegable y no se bañó ni se quitó más ropa. La otra era un poco más alta, unos años mayor, rubia, de pelo suelto, tatuajes igualmente en un solo brazo, atlética, de nalgas perfectas, con un bañador verde claro del que se quitaba a ratos la parte de arriba, mostrando sus perfectos pechos.

Pero lo más desconcertante era que parecían mirarme, sobre todo la del bañador verde, que hacía cosas desenvueltamente, como enseñarle a su amiga cosas de la zona de su pubis, y se colocaba medio tumbada con las piernas hacia mí, mostrándome todo su encanto. Y, repito, mirándome distraídamente mientras hablaba, muchas veces. Yo intentaba leer a Arturo Barea y no me concentraba. Se me iba la mirada del libro hacia ellas. Bebían latas de cerveza y fumaban. La de la silla cogió el paquete de tabaco con un pie, con bastante habilidad. De igual manera cogió el mechero. Charlaban de cosas de trabajo, que creo que era de hostelería, quizá eran dueñas del negocio.

Llegó un momento en que, mientras volvía a mirar con incipiente comunicación no verbal a la rubia tremenda, me encontré con que intercambiaban algunas palabras más bajo y me miraban las dos ya muy directamente, y a mí se me formó la típica sonrisa de encontrarte con un vecino en el supermercado. La joven del pelo recogido, la de la silla, dijo en voz alta algo de monos en la cara, señalándosela haciendo un círculo. Era la suya una sonrisa afable, pero de un situación incómoda. Curiosamente, la otra, que era más responsable de mi desvergüenza visual, no intervino en la llamada de atención. Yo hice un gesto de disculpa y me tumbé hacia el otro lado para seguir leyendo, y fue entonces cuando pude avanzar un poco la lectura.

Me dio la hora de irme, me vestí y recogí las cosas en las alforjas de la bici. La rubia se había puesto el bikini, supongo que por mi culpa, aunque también se había nublado y tal vez fuera por eso. Me acerqué con las alforjas en la mano a unos dos metros, las dejé en el suelo, me quité la gorra, que sujeté con ambas manos junto al pecho como un paleto, y dije algo así: 

-Hola, disculpad si os he incomodado. No era mi intención. Estaba un poco confuso porque no sabía si os parecía yo simpático o algo...

No pude hablar mucho porque ya me estaban interrumpiendo amablemente, haciendo gestos de quitarle importancia al asunto. Lo malo era que hablaba la joven, que era la que menos me interesaba.

-Es que me estaba rayando -decía, sonriendo.
-Bueno, es que te pareces mucho a una chica que conocí hace tiempo, y me estabas trayendo recuerdos -contesté. Y la verdad es que se daba un aire a un amor platónico de mi juventud, "Nata". 

Pude ver de cerca a la rubia, a la que creo que interesé de algún modo. Era fantástica, más alta que yo, cosa que pude notar aunque estuviese medio tumbada, con pequeñas pecas y manchitas en la piel que no había notado desde lejos, y una expresión de la cara de experiencia y seguridad, aunque fuera desconcertante con tanta comunicación visual para nada. Su boca y sus dientes eran perfectos. 

Me alejé hacia la acera y mi bici. Cuando estaba desatándola de la farola, miré hacia las chicas e hice un gesto con la mano, y la rubia me lo devolvió.

Yo sí que me rayé en las horas siguientes. ¿Qué tenía que haber hecho? Seguramente fueran una pareja de lesbianas y no tuvieran interés alguno, o no eran lesbianas del todo, por lo menos la rubia. Se formó tarde en mi imaginación la frase que podía haber dicho: "¿Tenéis Instagram o algo para poder seguir viéndoos sin molestaros?", o bien tratar de romper el hielo con alguna otra pregunta amable que nos encaminase hacia algo.

Pero la realidad es que no hay nada que hacer, que soy un tío de cuarenta y tres años, bajito y sin atractivo, con sueño y con pereza para todo, y que lo mejor es que no pase nada.


Lunes 19 de agosto de 2024. Ídem.

Tengo que irme de aquí. Esto es un balneario donde dorarse al sol y tonificar algo el cuerpo con la natación en el mar, pero es un balneario engañoso. Estoy peor que estaba. No construyo nada; me destruyo. Se me ha desmoronado todo aquello en lo que había avanzado algo. Me quedo embobado viendo cuerpos bonitos y no me ha reportado eso ningún beneficio, absolutamente ninguno, sino todo pérdidas.
Lo asocio con "La ruleta de la fortuna" de la película Rainman. Tom Cruise y Dustin Hoffmann están ganando a las cartas en el casino, pero el autista D. Hoffmann, "Rainman", se queda obnubilado con la ruleta, porque le gustaba verla en un estúpido programa de televisión, y quiere jugar. Y ahí pierden dinero los dos hermanos, puesto que es un juego completamente de azar, donde la formidable memoria de Rainman no tiene eficacia alguna. 
Debería hacer algo yo con mi memoria en los ámbitos de la vida donde me reporte beneficio, y no perder tiempo en "atracciones" donde ganan sólo los que tienen suerte.
La suerte no es para mí. Lo mío es el trabajo.

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miércoles, 1 de mayo de 2024

Museo Sorolla

Apuntes tomados en la visita guiada del 30 de abril de 2024.

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Está todo tal cual estaba cuando vivía el pintor. Vamos a ver su obra, el contexto en el que vivía, objetos importantes para él y para su familia, sus gustos…

Joaquín Sorolla nació en 1863 y murió en 1923. Era de Valencia. Cuando iba camino de la escuela y del trabajo, ya iba asimilando los paisajes que luego pintaría. 

Estamos en una sala que antes fue un almacén. Tiene las paredes rojas y el suelo de madera. Como veremos, en la casa hay dos zonas, una en la que trabajaba pintando y otra en la que vivía con su familia.



En esta primera sala, de paredes rojas, vemos en una pared tres cuadros: su mujer Clotilde, un autorretrato y otro cuadro de sus tres hijos. Su autorretrato es de 1909, cuando ya era reconocido como pintor. Había expuesto en EEUU. Le dedica ese cuadro a su mujer.
Valencia era pequeña por aquel entonces, una pequeña ciudad pesquera. Tenía, a finales del XIX, 87000 habitantes. Hubo que destruir parte de la muralla para que llegara el tren al centro de la ciudad. En esos tiempos se estaba sustituyendo el alumbrado público de gas por el de electricidad. 
Hacia 1843 aparecen las primeras fotografías, que influyeron en la pintura. La “captación del instante” será esencial en el Impresionismo.

Hubo una epidemia terrible, el cólera. Sorolla pierde a sus padres. Se traslada del centro de Valencia, donde vivía, al barrio del puerto, donde vive con sus tíos. Ve los paisajes costeros: la Malvarrosa, el Cabañal… Ayudaba a su tío con la pesca, pero también se apuntó a clases de pintura. Ganó una beca para irse a Roma a aprender a pintar. Ahí aprende de los italianos. También fue a París. 
Entre sus primeros cuadros, destaca Después del baño (1892). Parece casi una foto, de lo perfecto que es. Pero no será su estilo habitual. Preferirá aplicar mucho color con muchas pinceladas rápidas, a veces casi como haciendo un boceto: véase la niña de la derecha del cuadro de sus tres hijos.



Viene un verano a Madrid, visita El Prado y se inspira en Velázquez. En ese mismo cuadro de los tres hijos, el fondo oscuro es típico del Barroco, con rasgos en común con Las Meninas. La luz recae en los personajes, como en Las Meninas. Y también hay una persona al fondo, que pasa desapercibida, igual que en el cuadro de Velázquez.


Sin embargo, Sorolla será conocido como “el pintor de la luz”, de los blancos, de los azules. Véase el cuadro de Clotilde con su hija cuando acaba de nacer, las dos en la cama, de sábanas blancas, todo blanco.


Otro tipo de cuadros suyos son los que representan jardines y escenas en movimiento. Por ejemplo, este cuadro llamado Saltando a la comba, La Granja
Representa el movimiento con las sombras y con la luz. Las caras no tienen detalle, están abocetadas. La cuerda está borrosa. Es como una foto.

A continuación, vemos uno de los cuadros más famosos, El baño del caballo. Un niño desnudo saca del agua a un caballo blanco al que acaba de bañar, para refrescarlo del calor. Los niños en la playa suelen aparecer desnudos y las niñas con un vestido. Ese cuadro está hecho en la playa del Cabañal. Es magistral el uso de los múltiples tonos de color, brillantes, para representar la piel mojada del niño y del caballo. Incluso aplica azules y verdes en las piernas y en las patas. También es curioso que emplee el color morado en la sombra del niño.



Le gustaba mucho la luz del atardecer y pintar en ese momento. Pero ese rato dura poco, por eso aprendió a pintar tan rápido. Decía Sorolla, además, que con esa rapidez captaba el movimiento.



La siguiente sala era su taller, con mucha luz, con tejado a dos aguas con paneles traslúcidos. Hay una cama turca, en la que a veces descansaba y también como elemento de decoración. Hay una gran foto del cuadro de Inocencio X de Velázquez, y una copia en escayola de la Victoria de Samotracia, entre muchos otros objetos (un cantoral del siglo XV, una colección de mariposas, de cerámicas…). Allí pintaba varios cuadros a la vez, que tenía empezados, pero Sorolla prefería pintar al natural, en el jardín, en la playa, llevándose su material (caballete, pinceles, paleta, óleos…). Hay que recordar que la pintura, durante muchos siglos, se hacía en un taller, donde había que moler los colores y mezclarlos con aglutinante. Pero, desde mediados del XIX, con la industrialización, ya existían tubos de estaño que contenían el óleo preparado, lo que permitió la pintura de exteriores, al ser portátiles (la llamada “boîte” del pintor, una maleta con todo lo que necesitaba).


Podemos observar escenas cotidianas de barcos de pesca tirados por bueyes para vararlos en la orilla. También son llamativos los niños pescadores. Hay que recordar que en esa época era muy normal que los niños trabajaran. Las niñas aparecen vestidas, a veces aunque estén en el agua. 

En otra pared, destaca el gran cuadro de Clotilde y otra mujer elegantemente vestidas de blanco, en la playa. Ir a la costa era algo muy típico de la burguesía, tanto por ocio como por prescripción médica, para curarse de enfermedades pulmonares o por otros motivos de salud. Clotilde se sujeta el sombrero, lo que demuestra que hacía viento. Sorolla siempre intenta captar el movimiento. También se ve en las olas y en los reflejos de la arena brillante, recién mojada. Es muy llamativo el encuadre: parece no tener sentido que sobre arena en la parte baja del cuadro y esté cortado el sombrero por arriba. Era intencionado por el propio Sorolla, para crear la sensación de una fotografía mal encuadrada y así captar el instante. Esta práctica la utiliza en otros cuadros también.


Nótese la diferencia de colores, más fríos, en este otro cuadro de Clotilde vista de espaldas, no en Valencia, sino en Biarritz (Francia). También en el fuerte oleaje.


Sorolla era un maestro en captar los efectos de la luz en distintos momentos del día, pero su favorito era el atardecer, resaltando las tonalidades doradas, la intensidad del color y las sombras.



Pasamos a otra sala, un salón en el que a menudo recibía visitas, con el suelo de mármol, paredes blancas, un gran ventanal en forma de ábside semicircular, presidido por una talla de una Virgen del siglo XV. Destacan las columnas toscanas y los bustos de personas importantes para Sorolla, incluyendo el padre de Clotilde, que era un conocido fotógrafo. En un mueble hay un capitel hispanomusulmán del siglo X, ya que Sorolla era un gran aficionado a las antigüedades. Sin embargo, la sala cuenta con comodidades modernas como calefacción e iluminación eléctrica. Conocía al hijo del fundador de la joyería Tiffany’s, que le regaló las lámparas de techo. 


Hay en esa sala varios cuadros de Clotilde. En uno de ellos, se la ve mirando de una forma muy natural, cotidiana, neutra, ni alegre ni enfadada. Es difícil captar ese estado. En otro, está ella elegantemente vestida para salir de noche, con un gran sombrero con plumas. Como se ve, lo más importante para Sorolla, aparte de la pintura, era su familia.



Los hijos estudiaron en la Institución Libre de Enseñanza (donde estudiarían y se conocerían los poetas de la generación del 27, entre otras célebres personalidades) y, además, le enseñó a pintar a su hija María. Por su parte, Elena, la hija más pequeña, se interesó por la escultura. Hay en la sala una escultura suya de una mujer desnuda. Está hecha primero en escayola y luego cubierta de bronce. 



En 1932, la casa se abrió al público, ya convertida en museo. Joaquín, el hijo mediano del pintor, fue el primer director. Antes de esta fecha, la casa ya estaba concurrida por frecuentes visitas y por aprendices.

Pasamos al comedor. Se ha mantenido prácticamente tal y como estaba. Cuenta con zócalos de mármol y con la parte alta de las paredes pintada por el propio Sorolla. En esas guirnaldas de decoración, aparecen motivos clásicos como las hojas de laurel, pero también productos valencianos (naranjas, sobre todo) y frutas que le gustaban. También hay cuadros de flores, bodegones… Una de las vasijas es un aguamanil, que servía para lavarse las manos antes de comer. Es interesante la presencia de tondos, obras pictóricas circulares, en este caso un bajorrelieve circular que está sobre los jarrones y los portavelas de plata.




Ya de nuevo en el exterior, volvemos a disfrutar del acogedor jardín, en torno a la fuente de la entrada, con su relajante rumor del chorro de agua. Sorolla pasó diez años diseñando ese jardín, que pudo disfrutar en los últimos diez años de su vida, de 1913 a 1923. Le inspiró el Real Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada, con la presencia de agua, de vegetación, azulejos, baldosas, columnas, etc. Trajo él mismo naranjos del Mediterráneo y una planta que le fascinaba, el arrayán, también propio de la Alhambra y del Generalife. 



Las baldosas del suelo se asemejan a las típicas de Levante. Al mismo tiempo, cumple con su vocación por las artes con la presencia de esculturas al estilo clásico. 






 












miércoles, 11 de octubre de 2023

Ruta por el barrio de las Letras

 

LOPE DE VEGA, CERVANTES, QUEVEDO Y GÓNGORA. Ruta por el Barrio de las Letras.

Nos situamos en los Siglos de Oro: siglos XVI y XVII, Renacimiento y Barroco, máximo esplendor de la literatura española, al mismo tiempo que crisis, corrupción y declive del Imperio español. Cuanto más difícil sea abrirse camino en la sociedad, mayor será el reto de un escritor que intente conseguirlo. Y unos pocos lo consiguieron, sobre todo Miguel de Cervantes, el más atrevido y original, que alcanzó su merecida fama.

HISTORIA: España logró la hegemonía en Europa con Carlos V de Habsburgo (1500-1558), quien heredó tantos territorios por parte de sus padres (Felipe el Hermoso y Juana la Loca), que tuvo que guerrear toda su vida para defender sus posesiones de la ambición de Francia, de Inglaterra y de las poderosas ciudades italianas, además de defender el catolicismo en las Guerras de Religión contra los protestantes. Ya sin título imperial y separado de la rama familiar austríaca, le sucedió Felipe II (1527-1598), que logró anexionarse Portugal y su territorio de ultramar, llegando a decir aquello de que España era “el imperio donde no se ponía el sol”, aunque perdiera batallas como la de su “Grande y felicísima armada” (1588) contra Inglaterra. Su hermanastro Juan de Austria fue un formidable general, cuya victoria en la batalla de Lepanto (1571) consiguió frenar el expansionismo turco y la piratería en el Mediterráneo. Pero tras los “Austrias mayores” vienen los “Austrias menores”: Felipe III, Felipe IV y Carlos II, con los que pierde casi todo en Europa, aunque con los dos primeros, Felipe III y IV, se llega a la cumbre de las artes. Felipe III (1578-1621) delegó en su valido, el duque de Lerma, ya que se dedicaba más a la caza y a las artes. Creció la inflación en la economía. El duque de Lerma, en su interés, trasladó la corte a Valladolid (1601-1606). Hubo que expulsar a los moriscos en 1609 (300000 musulmanes “conversos” en Levante que colaboraban con los turcos). Bajo el reinado de Felipe III escribieron Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Góngora. Con Felipe IV (1605-1665) se da la mayor inestabilidad y ocurren las peores tragedias para España: la guerra de los Treinta Años (1618-1648), de contexto religioso, pero también de lucha por la hegemonía, ocasiona la pérdida definitiva de los Países Bajos, entre otros importantes territorios. Es también cuando más soldados españoles mueren en combate. Los famosos Tercios, los ejércitos que durante décadas habían sido invencibles, son derrotados. Felipe IV intenta con la Unión de Armas (1626) que no sólo sea Castilla quien dote al ejército de soldados, lo que desata las sublevaciones de Cataluña y Portugal (1640), con la independencia de éste, que había estado sesenta años unido a España. Felipe IV había delegado en su valido el conde-duque de Olivares, que acabó renunciando de su cargo. Con este rey, mecenas de las artes, pintó Velázquez y escribió Quevedo.

SOCIEDAD: La monarquía era absoluta y la sociedad seguía siendo estamental, si bien la burguesía tenía bastante poder, sobre todo en Europa, como los banqueros suizos (los Fúcar). Los estamentos privilegiados eran la nobleza y el clero. Para ascender en la escala social, había que entrar en alguno de ellos. Un cargo en la Iglesia, mediante estudios de Teología, era garantía de bienestar de por vida. También en alguna orden religiosa o militar: la más prestigiosa era la Orden de Santiago. Era indispensable la limpieza de sangre (no tener antepasados judíos) para ocupar cargos públicos. Se daba gran importancia al linaje, incluso de la baja nobleza (hidalgos), porque podían cobrar rentas y vivir sin trabajar. Pero la mayoría de la gente trabajaba y era pobre y analfabeta. Por eso, otra vía de ascenso era ser hombres de letras, estudiando Derecho, y así ocupar cargos en la corte o en la administración. De este modo surgieron grandes escritores, tanto laicos como clérigos, educados en el buen gusto literario de la época y respetados por sus obras. No sólo escribían por ganarse el favor de los poderosos, sino también por amor a las artes. Tenían vocación, pero a la vez necesitaban a alguien que los mantuviese para poder dedicarse a escribir: el conde de Lemos a Cervantes y los duques de Sessa a Lope de Vega, por ejemplo.

Las mujeres eran muy importantes porque de ellas dependía la reputación de los hombres y de toda la familia: ser un cornudo o dejar que un “don Juan” desflorase a una hija era una deshonra para todos. Muchas mujeres acababan en conventos de clausura y muchos “seductores” eran asesinados o desterrados. Las mujeres rara vez tenían acceso a la educación, ni estaba bien visto que escribieran, pero alguna hubo: María de Zayas, sor Juana Inés de la Cruz y Marcela Lope de Vega y Luján (Marcela de San Félix).


Alrededores de la Casa-Museo Lope de Vega



1. Casa de Lope: Félix Lope de Vega Carpio (1562-1637) nació en Madrid, aunque era hijo de cántabros. Estudió el bachillerato en Alcalá de Henares. Inició otros estudios, y no era mal estudiante, pero pronto destacó como brillante escritor, muy prolífico, y se dedicó a lo que más dinero daba, el teatro, convirtiéndose en el mejor autor de comedias, que además renovó en forma y contenido. Se le llamó el “Fénix de los ingenios” y Cervantes se refirió a él como “Monstruo de la naturaleza”, y se llevaban bien al principio, pero luego Lope se volvió un acérrimo enemigo de él. Se le atribuyen más de mil obras, sin contar poemas, pues también fue un genial poeta. Participó en la expedición de la Grande y felicísima armada (la “Armada Invencible”) de Felipe II. Fue también famoso por su agitada vida sentimental: tuvo múltiples amantes y se casó dos veces. Sus hijos eran reconocidos y enviaba dinero para mantenerlos, aunque en esa época muchos niños morían. En su madurez, se hizo sacerdote, lo que no le impidió convivir con otra mujer. Se compró la casa que hoy estamos visitando, tras haber vivido de alquiler en varios lugares. Se llegó a decir que algo “era de Lope” cuando era bueno, como sus comedias. Y en su gran comitiva fúnebre alguien dijo “Este entierro es de Lope”, a lo que otro respondió: “Acierta usted dos veces”. Pasó su féretro ante el convento de las Trinitarias para que lo viera su hija.
En cuanto a sus restos, aunque fue enterrado con todos los honores en la iglesia de san Sebastián, los descendientes de los duques de Sessa dejaron de pagar el mantenimiento de la tumba y los párrocos echaron sus huesos a una fosa común, donde se perdieron para siempre. La floristería en la calle Huertas, en la que hay un gran olivo, y que está justo al lado de la iglesia de san Sebastián, es ese lugar donde estaba la fosa común.






2. Casa de Quevedo y de Góngora. Francisco de Quevedo (1580-1645) nació en Madrid, se formó con jesuitas y en la Universidad de Alcalá. Estuvo en Valladolid mientras fue capital de España, donde conoció a Góngora y comenzó su enemistad. Tenía problemas de visión y cojera, pero eso no le impidió ser un brillante escritor y espía al servicio del duque de Osuna. Con su caída, fue desterrado a la torre de Juan Abad y encarcelado en Uclés. Fue encarcelado varias veces. Apenas tuvo aventuras amorosas, aunque escribió poemas de amor bellísimos. También textos misóginos, sobre mujeres feas, interesadas o hipócritas. Sus mejores poemas son sobre el paso del tiempo y la muerte, pero se ha hecho más famoso por sus poemas satíricos, sobre todo contra Góngora, y por su humor escatológico, por ejemplo, Gracias y desgracias del ojo del culo. Su famosa rivalidad con Góngora se debía, en parte, a la competitividad por el reconocimiento en la corte, pero también por su mutuo rechazo por sus estilos literarios diferentes: el conceptismo de Quevedo y el culteranismo de Góngora.


Luis de Góngora y Argote, nacido en Córdoba y de gran cultura, (1561-1627) acusó a Quevedo, mucho más joven que él, de imitar sus poemas durante su estancia en Valladolid. Su ascenso social en la Iglesia también le valió la envidia de Quevedo: Góngora fue nombrado capellán real por Felipe III. Fue retratado por Velázquez (imagen de la derecha). Su estilo literario, el culteranismo, fue una innovación formal, no de contenido, que consistía en una compleja sintaxis con múltiples referencias cultas. Escribió así bellos sonetos y libros complicados como Soledades. También supo hacer poemas al estilo popular, como hacía también Lope de Vega. A pesar de su cargo y aspecto, era un gran vividor: siempre soltero y con amoríos, jugador de cartas, bebedor, aficionado a los toros… Quevedo aprovechó sus estrecheces económicas para comprar la casa en la que vivía alquilado (la casa que tenemos delante) y esperar a que no pudiera pagar un mes para así desahuciarlo, cosa que ocurrió. Góngora volvió en su tierra, en extrema pobreza, con una enfermedad que le hizo perder la memoria, donde moriría de apoplejía (ictus cerebral).


3. Convento de las Trinitarias DescalzasLa Orden de los Trinitarios surgió en Francia y se extendió a otros países, arraigando en España. Los monjes y monjas trinitarios desempeñaban importantes obras de caridad, entre las que destaca el rescate de cautivos. En las constantes guerras contra piratas berberiscos y otomanos en el Mediterráneo, era muy frecuente que los musulmanes capturasen vivos a los cristianos y pidieran rescate. Si se rebelaban o intentaban escapar, los mataban por empalamiento. Si no eran importantes, los usaban como esclavos de galeras. Si lo eran, pedían rescates elevadísimos. Los trinitarios iban haciendo colectas y recaudando para poder pagar estos rescates. Este convento es de estilo barroco y está consagrado a san Ildefonso.

4. Casa de Cervantes. Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) nació en Alcalá de Henares y estudió en Madrid. Vivió durante un tiempo en Italia, absorbiendo el arte y las costumbres del país. Fue soldado durante unos años, participando en la batalla de Lepanto (1571), donde fue herido. En 1575, cuando volvía a España, fue apresado por los turcos junto a su hermano. Durante cinco años sufrió el cautiverio en Argel, hasta que en 1580 unos frailes trinitarios pagaron su rescate. A la vuelta a España vivió en diversas ciudades: Valladolid y Madrid, sobre todo. De sus ocupaciones, destacó su trabajo de comisario de abastos (recaudador de impuestos) para hacer la “Armada Invencible”, con lo que conoció muchas gentes y lugares de La Mancha y Andalucía, y que le supuso otra estancia en la cárcel por un supuesto caso de corrupción o error de cuentas. Escribió novelas (el Quijote, la primera parte de 1605), poesías y obras de teatro, pero no ganó mucho dinero. El negocio del teatro estaba monopolizado por Lope de Vega, quien además participó en el Quijote apócrifo (de “Avellaneda”) para desprestigiar a Cervantes, lo que le movió a escribir la segunda parte, de 1615. Murió en Madrid de hidropesía el 23 de abril de 1616.

5. Calle Huertas: lectura de letreros en el suelo y paneles a los lados. Nos detenemos en el de María de Zayas.

6. Iglesia de san Sebastián y floristería de detrás, en calle Huertas. Hablamos del entierro de Lope y de la fosa común que había bajo la actual floristería.

Pasamos a la iglesia de San Sebastián, si no hay misa, y vemos el lugar donde estuvo enterrado Lope:



7. Por último, bajando por Atocha, pasamos junto a la Sociedad Cervantina, que fue la imprenta de Juan de la Cuesta, donde se imprimió la primera parte del Quijote, en 1605.

















sábado, 5 de agosto de 2023

Diario de películas y series

Luces rojas

Red lights, Rodrigo Cortés, 2012, España, con actores y escenarios estadounidenses.

http://www.filmaffinity.com/es/film524761.html

Comentarios:

El comienzo es innovador, desde el que se entrevé un recurso narrativo o novelesco. La acción avanza en esos minutos muy rápidamente, sin darle al espectador tiempo para asumir lo inquietante que es lo que van a hacer, sin saber muy bien qué hacen ahí los científicos. “Te lo crees”, te asusta el espiritismo. Sin embargo, se desacelera todo cuando la niña revela que ella golpeaba el armario. Ya te “descoloca” eso, y en la siguiente escena, en la clase universitaria, se descubre que todo era un engaño, y que los científicos se dedican a desenmascarar farsantes que fingen ser mentalistas. A partir de aquí, la estructura se desarrolla normalmente, con buenas dosis de suspense y un agigantado temor hacia el enigmático “Silver”, temor afrontado y superado por el héroe-protagonista, el joven físico, que vencerá al mentalista en público en el sorprendente final.

Se lleva la ciencia a primer término, pero en nuestra cultura occidental, encabezada por EE. UU., siempre se contrapone a las creencias religiosas y sobre fenómenos paranormales, quedando ésta siempre inerme como teoría en la que basar la existencia. Ocurre lo mismo en “Orígenes”, que pretende demostrar la realidad de la reencarnación. 

En esta película la ciencia parece sacar amplia ventaja en la mayoría de las ocasiones: el desenmascaramiento de la “peluquera”, el farsante escénico pseudo-religioso que consiguen meter en la cárcel, el profesor crédulo que creía en la adivinación de cartas y la doctora demuestra que se reflejaban en sus gafas, etc. Hay una frase esencial en la película: “sólo hay dos tipos de mentalistas: “los que creen realmente tener poderes (y no los tienen) y los que saben que nadie puede descubrir sus trucos”. Como se ve, el temido Silver pertenece al segundo grupo; sin embargo, los becarios del físico protagonista lo descubren, a la vez que éste, tras ser aporreado en los baños del teatro, demuestra que Silver no es ciego al tirarle una moneda.

Queda por resolver, entonces, de dónde venían los inexplicables poderes de Silver: los teatros destrozados, aparatos eléctricos reventados, pájaros que se estrellan contra cristales…

Como es inevitable en nuestra sociedad, tiene que darse al público un “más allá” al que aferrarse. Después del esfuerzo de muchos filósofos, incluso tras reconocerse que “Dios ha muerto”, se sigue fomentando en el arte mass-media la existencia de estos fenómenos, tras gran parte del guion del filme tratando de convencer de que los poderes místicos no existen. Sin embargo, sí que se ha hablado de una base científica en la revelación final, la anagnórisis del físico, único causante de todos los fenómenos paranormales, con sus supuestos poderes. Jung sostenía que desde nuestro subconsciente se produce la “sincronicidad”, que podía provocar muy extrañas coincidencias, como la súbita aparición de una bandada de pájaros (que se estrellen contra cristales, como en la película, es exagerado), la parada de un reloj, la avería de un aparato electrónico, la alteración de cierto comportamiento de una persona, etc. 

El detalle insoslayable es que los mentalistas farsantes hacen gala pública de sus “poderes”, e insisten en que “ya es hora de que la humanidad asuma la existencia de poderes paranormales”, mientras que el que los tiene realmente, el físico, que ni siquiera concebía que los tenía, no lo muestra en público, o así se sobreentiende al final de la película.

Texto escrito en el año 2015.


Si la cosa funciona

Whatever Works, Woody Allen, 2009, EE. UU.

http://www.filmaffinity.com/es/film550645.html

Comentarios: 

Es enormemente llamativo el componente teatral de la película. Es teatro llevado al cine. De hecho, no sorprende que efectivamente hayan hecho por lo menos una obra de teatro con el mismo título (de José Luis Gil). El protagonista es a la vez narrador, dirigiéndose al público, y en la escena final llega incluso a hacerlo en presencia de los demás personajes.

Sorprende cómo Woody Allen saca ideas de la realidad cotidiana, jugando en cierto modo a lo inverosímil (es imposible que una joven guapísima pida refugio a un viejo cojo), pero con genialidad, humor, brillantes diálogos. No trata de hacer con el cine una recreación de la realidad, sino otra realidad, igual que el teatro. El teatro no es real, es teatro; pero es inmensamente emotivo, absorbe la atención, divierte, enseña, hace pensar, como toda buena obra de arte. Así es el cine de W. Allen: no es real, aunque lo parezca, y eso es lo menos. Lo que importa es lo ingenioso de sus ideas.

En cuanto a ideas, parece revelarse que ciertos personajes, como la chica, son ideas. La frase esencial de la película es “a veces un tópico es lo más exacto para describir una persona”. Los personajes que representan tópicos, que actúan como lo que se conoce en novela como “personajes-tipo”, son internos de la configuración mental del propio protagonista. El científico (la ciencia es una gran protagonista en nuestra era, respetada y asumida por todos) es un hombre pobre, maltratado por la vida, siempre malhumorado, con hábitos muy extraños, hipocondríaco, y destaca por su poco tacto al emitir juicios negativos sobre los demás: para él, todo el mundo es estúpido, la humanidad es despreciable. Por eso en su realidad se reflejan, en forma de “alegorías”, sus ideas en conflicto. Como en los cuadros del Renacimiento, una muchacha joven y bella representa una idea bella, como se sigue haciendo con las representaciones de la libertad o la justicia. El amor y el entusiasmo por la vida que el científico tiene reprimido dentro de sí es la muchacha rubia, del sur, tonta (que luego no es tan tonta). La visión práctica y la actuación productiva ante las circunstancias están en su amigo el profesor de filosofía: la madre de la chica, que es conservadora ultrarreligiosa, en lugar de parecerle despreciable como al científico, le gusta porque tiene “un buen trasero”. 

Hay un claro componente de crítica social ante el conservadurismo tradicional americano, de represión de libertades del individuo por parte de la religión. Como se ve, toda la familia de la chica del sur “explota” en su insostenibilidad de su forma social impuesta: la chica se escapa de casa y los padres se divorcian. De éstos, es graciosa la transformación de los dos: la madre abandona su credo, se hace artista de fotos fuertemente eróticas, se convierte en bígama. El padre descubre que era homosexual y se empareja con otro. Nueva York (cómo no) es el lugar idóneo para la liberación de toda persona que ha crecido en un lugar de represión social.

Texto escrito en el año 2015.


Her

2013, Spike Jonze, EE. UU.

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El análisis diacrónico de una relación amorosa ya obtuvo una de sus máximas cotas en 500 días de verano, aunque pueden encontrarse más muestras en el cine moderno. En este caso, se consigue el original logro de aunar dicho análisis, el proceso evolutivo interno de los personajes en su conocimiento y autoconocimiento amoroso, con los últimos avances tecnológicos de inteligencia artificial.

Como en muchas obras introspectivas o “de personaje”, que casi rozan el ensimismamiento y el narcisismo si no se interpretan bien, todo gira en torno al protagonista, que está presente en todas las escenas. No hay ni una sola secuencia a sus espaldas. Todo lo que presencia él lo presencia el espectador, como si estuviésemos experimentando lo que él, como si estuviésemos en su cabeza. De hecho, los flashbacks están muy logrados al ser, como realmente son los recuerdos semiconscientes, “fugaces”. Esos recuerdos son rápidas secuencias de imágenes sin sonido, como los recuerdos ya difusos, ensordecidos. 

El personaje central es también prototípico: soltero, educado, con un trabajo más o menos estable, que hace más o menos tiempo ha terminado una relación cuya herida no ha terminado de cerrarse. Hay algunas relaciones con el que interpreta Ben Stiller en La vida secreta de Walter Mitty (2013, el mismo año), donde se puede destacar la soledad y la necesidad sexual. Stiller usaba páginas de citas (lo cual es muy realista en estos tiempos); Joaquim Phoenix directamente acude a “encuentros virtuales casuales”, auditivos, donde otro toque realista es la muestra del “picotazo mental” que tiene mucha gente que utiliza esos servicios, humorísticamente plasmado en la mujer que desea que la estrangule con un gato muerto mientras realizan el coito.

El sistema operativo súper inteligente tiene numerosos antecedentes, pero que sea tan omnipresente en la vida del personaje no es tan frecuente. En el segundo volumen de la saga de Ender del novelista de ciencia ficción Orson Scott Card, el protagonista también tiene con quien conversar en todo momento. El sistema operativo con voz y pensamiento de mujer que organiza todos los archivos en soporte digital del protagonista va aprendiendo a amarlo, evolucionando en relación con su usuario (quizá un día Windows haga lo mismo), en una interacción psicológica de lo más íntimo y complejo, exactamente como si fuese una persona. 

Se alude al conocido proceso amatorio de “crecer juntos”, clave para el nacimiento del amor en una pareja. Este ingrediente esencial en la representación dramática o cinematográfica del proceso amatorio tiene una larga historia, siendo algunos de sus analistas Goethe (Las afinidades electivas), Chéjov (La dama del perrito), Milan Kundera (El libro de los amores ridículos), Juan Valera (Pepita Jiménez), Stefan Zweig (Carta de una desconocida), Joyce (Exilados) y sobre todo Lawrence Durrell, en Justine, obra definida como “psicológica”, donde menciona explícitamente la importancia de "crecer juntos", es decir, evolucionar paralelamente al tiempo que a los amantes los une el nexo afectivo.

El amor auténtico y honesto que existía entre el hombre y el sistema operativo (“Samantha”) pasa por distintas fases, cuyas dificultades son habitualmente la propia barrera del hombre que se impone al concebir a la máquina como máquina. No obstante, ¿quién es superior? El hombre tiene cuerpo, existe como tal, pero la máquina es omnipresente y omnisciente, con una mente privilegiada, sensibilidad artística, moral, valores, etc. La siguiente y definitiva crisis vendrá cuando Samantha interactúe simultáneamente con miles de otros sistemas operativos, enamorándose a la vez de muchos otros, y cuya causa de la ruptura con su primer y humano amante será la no exclusividad, que no puede concebir el hombre. Ella está enamorada de 641 sistemas operativos como ella.

La gran idea, que debe hacernos pensar, es que el amor no tiene por qué ser exclusivo para una sola persona. Se puede estar enamorado de muchos. De hecho, así se consigue el gran logro de la unión con el todo, de sentirse parte de un todo. Por eso todos los sistemas operativos dejan de funcionar al final de la película: se han fundido en uno solo, se han borrado las identidades de cada uno. Esto quizá tenga algo que ver con la filosofía de Byung-Chul Han en La agonía del Eros y la anulación del ser individual y consciente de la poesía de Pedro Salinas: amar es morir, para vivir “en el otro”. O, yendo mucho más atrás, lo que planteaba Platón del amor como "idea", tras haber conocido muchos amores concretos.

Texto escrito en el año 2015.


El profesor

Detachment, 2011, Tony Kaye, EE. UU.

https://www.filmaffinity.com/es/film831815.html

El tema del profesor ejemplar se mezcla con la tendencia actual del énfasis en el sufrimiento del individuo, en el trauma personal de cada uno. Como el síndrome de la “fábula personal” (creer que lo que a uno le pasa es único y nadie lo comprende, propio de adolescentes), pero dado la vuelta, porque no es ninguna fábula. Lo original del filme no es la heroica superación de los problemas, sino el final abrupto en plena decadencia, después del fatal derrumbamiento, lo cual es un choque con la realidad. ¿Qué pretende enseñarnos? La magia del protagonista está en su consciencia de los sentimientos y del extravío vital de los demás, que son espejo de él mismo. Todos sufren: la directora, la orientadora, la pelirroja… Es clave la imagen del extraño profesor agarrado a la verja, balanceándose de desesperación: no hay futuro. Todo es, como en el extracto final de Poe, La caída de la casa de Usher

Formalmente, destaca el uso frecuente del primer plano; fotografía de momentos significativos, con música instrumental emotiva (la fotografía se acompaña con un método metafílmico, con las fotografías que hace la alumna suicida); planos cortos del LED rojo del contestador automático; animaciones simbólicas de los sentimientos de los personajes por medio de los dibujos en la pizarra, siempre dolorosos.

Sociológicamente, llama la atención que ese grandioso instituto vaya a ser cerrado, o que esté decayendo con instalaciones tan valiosas. Tendrían que ver los yanquis algunos institutos públicos españoles de hace quince años… No faltan las banderas de EEUU en multitud de escenas, por supuesto.

La película no deja de ser muy buena por su efecto catártico y concienciador en cuanto a realidad en las aulas. El futuro de los alumnos es desesperante, aunque el esfuerzo de los profesores es digno de ser valorado. Y no hay otro medio que ellos para intentar enmendar la situación.

Texto escrito en el año 2015.