jueves, 15 de agosto de 2024

Diario de la playa del Albir

 

Sábado 5 de agosto de 2023, Alfaz del Pi.


Una playa de Altea. No hay apenas sitio para ponerse cerca del agua, y donde hay hueco es por una razón: los blancos cantos rodados de estas playas forman un empinado talud una vez en el agua, siendo muy incómodo y difícil entrar y salir con la fuerza del oleaje, puesto que se lastima uno los pies con las duras piedras. Esto de las playas de cantos y guijarros tiene la ventaja de no mancharse de arena, pero la contrapartida de poder romperse un dedo del pie si no se tiene bastante cuidado.
No soy muy de playa, pero no puede no gustarme el mar, ni a mí ni a nadie. Todo el mundo debe agradecer estar aquí. El mar siempre es bello, sea donde sea. Esto no será una playa virgen, de aguas cristalinas, como las de otras costas de la península Ibérica. El agua no tiene el color del cristal de la turquesa, pero sí de la aguamarina. No es transparente, pero sí de un color intenso, salpicado de fugaces destellos blancos, todo luz. Dan muchas ganas de pintarlo, como lo han hecho millones de grandes y pequeños artistas.
A veces se critica el gusto simple de la gente de ir a la playa en vacaciones y no hacer nada más útil. Bañarse y tomar el sol y gastar en los chiringuitos. Pero es lícito, claro que es comprensible. No hacen falta más razones que estar delante del mar. Ver una ola tras otra romperse en la orilla, las gaviotas con sus magistrales vuelos, los veleros en el horizonte le dejan a uno sano de cuerpo y de mente, satisfecho con la vida. Y no digamos el entretenimiento que es observar -o contemplar- el género humano, a quien le interese. Es un lugar de exhibición, de desfile, pero no tanto hacia los demás, sino también para cada uno o cada una. Yo también me siento bien aquí con un bañador. Sigo agradecido con mi humilde cuerpo de famélico cuarentón, sin masa muscular alguna y con mi abdomen abultado. Cada uno luce lo que tiene y se luce. Estamos todos vivos. Y el mar, que estará turbio, cuyo bello azul pasa a gris parduzco en la orilla, es nuestro mar. Es el de siempre, al que siempre volver, el testimonio de toda nuestra historia, quien nos contempla generación tras generación. El Mare Nostrum.



Domingo 6 de agosto de 2023

Qué cantidad de mujeres con los pechos al aire, tremendamente guapas muchas de ellas. Algunas están con sus parejas y sus hijos, otras sólo con sus novios, otras con una o más amigas, formando una pléyade de fantásticas nereidas. Según mi criterio estético, son más bellas sin tatuajes, pero no vamos a hacerle ascos a las que ya tienen algunos. 
No voy a hablar de simplezas. Nunca pierdo de vista lo que nos enseñó el Barroco español: nada es lo que parece. La realidad es un engaño a los ojos. De hecho, es más fiable el oído, porque con la voz (creían) se expresa el alma. A mí me gusta más hablar del espíritu, en su sentido de inteligencia, conocimiento, cultura y personalidad. Y lo que veo o escucho ahora es que toda la exhibición de corporeidad y de exuberancia física es un nimio decorado meramente circunstancial. Pienso que hay un paralelismo entre este ambiente de baño y el de los baños romanos, donde hombres desnudos, y algunas mujeres en secciones femeninas también, aprovechaban el pretexto del baño, como rutinaria situación placentera, para hablar de temas de importancia, ya fuera de política o de sesudo intercambio de conocimiento. No es el caso aquí, ni es del todo auténtico ese tópico de las termas, pero sí que ocurre que el par de mujeres bellísimas que tengo al lado no han dicho ni una palabra de amor, ni de relaciones, ni de belleza física, ni de nada parecido, sino que conversan de sus trabajos, sus turnos, sus historias de ese tipo igual que si estuvieran vestidas, en una parada de autobús.
Quería dejar así constancia, más para mí que para quien lea esto, de lo mucho que hay que apartar de la cabeza el deseo basado en lo físico, porque todo es psique, por mucho que luzcan los cuerpos.




Lunes 14 de agosto de 2023. Playa del Albir.

Qué deprisa pasan los días. Y no escribo casi nada, ni soy capaz de hacer buenas excursiones. Todos los días me levanto tarde, al acostarme también muy tarde. Me entretengo chateando con alguna conocida o desconocida: en ambos casos son charlas bastante inútiles. Me cuesta cortar cuando me hablan. Pero ya lo solucionaré. Y prefiero eso a que no me hable absolutamente nadie, o tenga que ser yo el que empiece una conversación y se note a la legua que me están contestando por cortesía.
No sé si ya he dicho que veo una analogía entre la cuenta atrás de los días de vacaciones y la cuenta atrás de la vida. Lástima no haberme traído el libro de Quevedo. Viene bien leer sus poemas a menudo y tener siempre presente el memento mori. Funciona como una chispa de encendido de cavilaciones que nunca se agotan, que nunca dejan de estar vigentes: ¿qué hacer con una vida tan breve, con una juventud o vigor tan escasos, con un cuerpo tan frágil, con un cerebro tan caduco y perezoso, con tanta degradación, desolación, ruina lenta y paulatina? Todo se va incoerciblemente, sin que valga de nada intentar apresurarse ni buscar ser quien uno no puede ser. Parece que lo único que queda es estar al sol en esta playa, escuchando romperse las olas, olas que van depositando y erosionando guijarros blancos y redondos, que parecen una gran obra de arte.
Entra y sale la gente del agua, los viejos, los niños y los que pronto serán viejos, como las piedras que arrastran las olas. El mar todo se lo lleva y lo trae de nuevo, como en un ciclo de regeneración hindú.
También a mí me tocará volver al mar como una piedra entre tantas, insignificante, anónima, igual que todas las demás, como los éidola en el Hades. Empiezo a ver mal la tentación de llevarme algunas de estas piedras a casa, como he hecho ya varias veces y hacen muchos. Su lugar está aquí. Deben quedarse cerca del agua.
Cuánta poesía me ha cruzado la mente en estas líneas: Rosalía de Castro, con las olas, "una tras otra besándola expiran"; León Felipe, con la piedra, "Como tú, piedra pequeña..."; Miguel Hernández, "Cerca del agua te quiero llevar / por que tu arrullo trascienda del mar". 
Parece que contemplar y pensar son el único freno ante el vertiginoso galope de la muerte.


(Sí, ese "por que" en el poema de Miguel Hernández se escribe separado, aunque todos lo pongan mal).



Viernes 18 de agosto de 2023. Playa del Albir, delante del "Goa".



Hay una pareja de gaviotas pequeñas, de patas muy rectas, pecho blanco, alas gris claro, pico naranja oscuro delgado y recto y una mancha negra, redonda, en los lados de la cabeza, detrás del ojo. [En casa, por la noche, dediqué tiempo a buscar la especie concreta: gaviota reidora, Chroicocephalus rudibundus, que aún no tienen su típico capuchón negro al ser ejemplares jóvenes, o quizá el capuchón sea el plumaje nupcial.] Llevan un buen rato ahí, sin moverse, vigilándome con cierta inquietud, al ver que las estoy mirando. Me pregunto con qué objeto estarán ahí, sin hacer nada. Quizá disfruten simplemente el hecho de estar ahí (o ser-ahí, dasein), mirando al mar.
Me quedan muy pocos días de estar aquí. Podría irme mañana, incluso, para truncar más rápidamente el sufrimiento de ver acabarse las vacaciones. Se supone que va mi hermano mañana a regarme las plantas e hidratarme las hormigas que me quedan, las Messor barbarus (en julio murió mi colonia de Lasius niger, de sed y calor). Debí haber metido las plantas dentro, como me dijo mi madre, y haberme traído las hormigas. Pero era complicado traerme el delicado hormiguero. Debería haberles puesto más agua, aunque se quedara toda la tierra embarrada.
[Esa misma noche fue mi hermano y estaba todo vivo, afortunadamente.]
Quería dejar anotadas un par de anécdotas divertidas que me sucedieron hace unos días.
Una es que llevaba días viendo que en la gran cantidad de tumbonas y sombrillas azules de la playa del Albir llegaba la gente y se tumbaba sin más, haciéndome pensar que eran gratuitas. Siempre había pensado que eran de pago. Pero ponía en las sombrillas "Ayuntamiento de Alfaz del Pi" y, al ver tan libremente a la gente tumbarse, pensé que quizá era un bien público, como los bancos de la calle. Así que extendí mi toalla en una y me tumbé, mucho mejor que sobre las duras piedras. Y no pasó nada. Una mujer gordita y atractiva de una pareja de extranjeros, que estaban ahí también, me guiñó un ojo mientras su novio dormitaba, intrigándome un instante. Hice mi ciclo normal de bañarme y secarme al sol, leyendo un poco mi libro de cuentos de Javier Marías, y me fui.
Lo hice un par de días más, feliz de haber hallado la forma de tumbarme cómodamente y sin tener que transportar más que la toalla, aunque ya sin interacciones con nadie. Hasta que, por fin, un día en que me tumbé en una de esas hamacas por la tarde, sobre las siete, con el sol cayendo detrás de los edificios y las sombras de las palmeras alargándose sobre la playa, vi que se acercaba un hombre con una riñonera, un bloc de tickets y camiseta blanca, formal, con cierta pereza y parsimonia, que dijo, pasando hojitas del bloc:
-¿Una tumbona?
Y yo me reí por dentro, alegre con mi inocente transgresión.
-¡Ah! ¿Son de pago? Pensé que eran públicas, del ayuntamiento...
-No, son 6,50 €.
Yo ya estaba recogiendo las cosas y el hombre guardaba el bloc y el bolígrafo.
-Pues ya me voy, disculpe.
Y tengo que decir que en ningún sitio hay un cartel que diga el precio ni nada. Debe de ser algo archiconocido en la cultura playera. Y tampoco vigilan muy bien, al haberme tumbado en ellas tres días gratis. 
De lo que no dejo de reírme, además, es de la manera en que me dijo aquello de "¿una tumbona?". Con una pequeña pausa de expectación: "¿una... tumbona?" Y algo nasal, como Ralph de los Simpsons, y con mucha relajación en la última sílaba, casi como si omitiese la "n": "¿una...tumbo'a?" No dejo de recordar la formalidad rutinaria del empleado en el contexto de mi "simpa" y me parto de risa.

La otra cosa fue más fea, de lo más escatológico, pero también para reírse y casi un espectáculo memorable. Nunca había ido a bañarme en una playa nudista y hacía días había encontrado una, muy cutre, pero a la que podía llegar en bicicleta. Es la playa de la Solsida, al final de Altea, después de una playa para perros. Fui para allá y encontré lo que esperaba: un puñado de viejos, todos de sesenta y muchos o setenta y tantos años, en pelotas, obviamente, algunos en pareja y otros solos. Sí que había un hombre joven, solo, al final de la playa, que se estaba yendo cuando llegué. Y llamar a eso "playa" es un eufemismo, porque es una fina franja de piedras cubiertas totalmente de un lecho de algas rotas y secas, de color pardo grisáceo, como hierba seca que se pega a todo lo que esté mojado. Me costó limpiarme los pies y las zapatillas cuando salí. Eso sí, el agua estaba tan mansa como la de una piscina, al estar al resguardo de una pequeña ensenada. Los escarpines son indispensables para transitar el fondo de grandes y resbaladizas piedras. Y aquí viene lo bueno, la naturaleza en su apogeo. Mientras me secaba, me giré para comprobar que seguía ahí mi bici (la había atado a una gran rama rota, al no haber otro asidero) y cerca de ella se había puesto un viejo calvo, con su tripón y su chorra al aire, a mear ahí, en el suelo de algas secas. Pero lo peor era la manera en que meaba. Meaba a cortos intervalos. Deberían hacer una fuente así, que sería realista, homenajearía a los fallos de próstata, haría reírnos de la vejez y además ahorraría agua. Volví a mirar al mar. Esperé un momento y miré otra vez mientras guardaba las cosas en las alforjas. Seguía orinando chorritos cortos y agonizantes, mientras contemplaba placenteramente exangüe, a la vez que impertérrito, el islote de la Olla (qué mala rima tiene).
Me largué con una mezcla de risa y de asco, reflexionando sobre cómo llega uno a tomarse toda la libertad posible y que le resbale todo lo que puedan decir o pensar los demás. A lo mejor acabo haciéndolo yo mismo.

Sábado 19 de agosto de 2023. Playa de siempre.

No sé qué hacer y voy en modo automático a hacer lo mismo todos los días: coger la bici con las cosas de la playa, el plátano, la botella de agua, el libro de Javier Marías y este cuaderno. Pero no ha sido muy buena idea hacerlo hoy. Es sábado y hay bastante más gente, con muchos niños. No estoy muy tranquilo. Lo que quería anotar era que mi impulso a ir al mar y no intentar otra cosa se debe a lo placentero de poder mirar a lo lejos, de tener una vasta extensión de superficie natural, aunque sea de agua, hacia cuya distancia poder relajar la mirada, con esa sensación tan diferente a la de mirar una superficie de cerca. No hay nada más patético que una foto del mar, aunque yo haga muchas, por ser tan carente  de todo lo que tiene en realidad, en su presencia, en su presente, que casi se podría llamar "espíritu", si nos ponemos místicos.

Lunes 21 de agosto de 2023. Playa de siempre.

Hoy he estado mirando a una pareja muy feliz, de cuerpos sanos y hermosos, ella sin bikini, con bellísimos pechos. Sabían que yo los miraba, que escuchaba sus risas, que admiraba como siempre, con gusto y con pena, el culazo perfilado con el fino bañador de ella, y sus caderas, y su amable, bonito y divertido rostro.
He pensado primero que era una especie de burla del mundo que se regodeaba de lo feliz que se puede ser con una bella y simpática mujer, para ensañarse con mi soledad y mi tristeza. Pero luego he pensado si sería más feliz yo viendo la desgracia ajena, a una pareja triste o discutiendo o peleándose, y de cierto que no, que no sería tan sádico ni tan psicópata para alegrarme de eso por estar yo mejor.
Prefiero que sea así, que haya gente feliz, en pareja o en cualquier compañía, a gusto, quizá enamorados, aunque nunca más me toque a mí.

Miércoles 23 de agosto de 2023. La misma playa (Goa).

Último día de playa. Me he comprado una colchoneta amarilla y una bomba de aire, aunque se pueda hinchar a pulmón, pero no estoy para ese tipo de esfuerzos. La compré porque la feliz pareja del otro día tenía una colchoneta así y se lo pasaban bien. He experimentado la navegación tumbado en ella. Se va deprisa y se rema bien con las manos. Es fácil volcarse al intentar colocarse en ella, eso sí.
En tierra, me he logrado situar bastante bien, junto a una mujer sola en topless, de grandes pechos, piel morena y cara de búlgara, rumana o polaca del sur. Tiene tatuajes, pero no demasiados ni muy feos. Un par de viejos un poco más allá la miran más descaradamente que yo, charlando entre risas.
Ha pasado bien la mañana, con mi balsa, el ejercicio de nadar, lo saludable de secarme al sol y la lectura de otro cuento de Javier Marías. No hace falta más.

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Viernes 13 de octubre de 2023. Otra vez playa del Albir, cerca del Goa, donde las tres banderas.

Aquí estoy otra vez, en esta engañosa escapada de tres días escasos, en el concurrido puente de octubre. El problema son las carreteras, de tantos miles de personas desplazándose, pero esto, Alfaz, Altea, está bien. Nada que ver con el verano. Hasta hay silencio aquí en la playa, cuando no se pone nadie cerca a hablar. Casi no pasan motoras ni las malditas motos de agua. Se oyen las olas, nada más. Es una bendición. Corre brisa, pero el sol quema todavía. El agua está en calma. Está fría, pero es soportable. Está más fría el agua de la piscina. He podido nadar un rato, en lo que llamo yo "navegación de cabotaje", a lo largo de la costa, pasando revista desde el agua a las mujeres interesantes, aunque las veo en escorzo, como el Cristo de Andrea Mantegna. 
Cuando me dirigía hacia aquí con la bici, después de ir a Cap Negret y a la presilla de la unión de los dos ríos, he vuelto a sentir la pesadumbre de la maldición de amores que sufro. Digo "maldición" porque creo que me han echado una, que es un merecido castigo por lo que hice con A**. Pienso en su hermano, que tanto iba de líder, que consumía drogas y consentía su venta siendo Guardia Civil, a quien pretendí perjudicar. Pero él a mí no me hizo ningún mal directo, creo. Hace siete u ocho años ya de eso y sigo echando de menos la estimulación erótica que sentía con A**. Aquello era buen sexo y el tipo de compañía culta que necesitaba. La perdí por mi inseguridad, celos y actos de soberbia. Pero sigo alegando al supuesto orden cósmico que hay, ese Logos, que ya he aprendido la lección, que la recordaré, y clamo que me liberen de la maldición. 
Déjame libre ya, A**, o mujer múltiple y sin rostro, porque creo que todas sois la misma. Ya no quiero más represión que me mate a mi Eros. Quiero vivir otra vez.

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Sábado 24 de febrero de 2024 y domingo 25 de febrero de 2024. Alfaz del Pi.

Sigo aquí, igual, o algo peor, habitando mis ruinas. Son tales las circunstancias, que he desbloqueado a B**, de lo que me arrepentiré en breve.
No logro concentrarme para decir lo que quería de los paisajes de esta tarde, con esa luz del sol brillando en los penachos de las cañas. 
La palabra era evocación. Todos los componentes de la imagen deben confluir en eso, que es uno de los fines últimos de la vida, la contemplación evocadora. Es más importante que muchos asuntos mundanos que, por mucho que nos agiten, son fútiles, intranscendentes. 

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Miércoles 7 de agosto de 2024. Alfaz del Pi, playa.

Estoy nuevamente en la playa del Albir, en la zona de las tres banderas, pero un poco más hacia Altea, frente a un local llamado "Tequila in love". Pero dan igual los locales porque cambian cada poco tiempo.
Hubo una visita a este lugar, no sé cuándo ya, pero hace muchos meses, en la que invité a B**. Vino de madrugada en autobús y fui a buscarla a la estación de autobuses de Benidorm. Y aquella vez no nos fue mal, no discutimos. Fue un buen merecido final de este lugar para ella, porque ya nunca más volvió, ni yo la he vuelto a ver desde la última vez en mayo, creo, porque aquí en Alfaz tuvimos tristes y tontas discusiones. Esa última vez fue un bálsamo curativo en el recuerdo.
Ahora estoy solo, con mi soledad escogida, para lo bueno y para lo malo. Con mi gata, que es un problema para cualquier compañía en un espacio reducido como es la casa de Alfaz.
Pero ahora, en la playa, estoy de nuevo ejerciendo mi libertad, una libertad minúscula y cobarde. Fíjense: me gusta ponerme un bañador de natación en vez de tipo pantalón corto, cosa que ningún hombre normal hace aquí en la playa. Lo hago porque me resulta más cómodo, se seca antes, se nada mejor, ocupa menos en las alforjas de la bici y, además, reconozco que me gusta que se me pongan las piernas morenas en toda su extensión. Algún día esto se pondrá de moda entre los hombres y yo habré sido un pionero. Mientras tanto, estoy haciendo el ridículo, pero me da igual porque nadie me conoce. 
Por eso soy libre aquí, aunque la libertad, realmente, es abrirse camino ante fuerzas de oposición, y donde no hay nadie o nadie te conoce no hay ninguna oposición. Por eso mi libertad es fútil y cobarde. Esto no lo hago en la piscina de la urbanización.

Cuando vengo con la bici aquí y busco dónde asentarme, suelo ponerme relativamente cerca de una mujer sola y que sea lo bastante guapa. Sí, lo admito, soy un viejo verde, un indeseable falocrático machista y depravado que habría que exterminar, pero no molesto, no se nota que miro y no está prohibido todavía. Me encanta rodearme de belleza. Me encanta mirar al mar y ver sus ondas encrespadas de luna, su azul turquesa y, a lo lejos, cobalto; sus veleros en el horizonte y, en esta playa de redondos y pulidos cantos blancos, a media distancia, una o más mujeres al sol exhibiendo su también pulido cuerpo, suave a la vista, con sus bañadores mínimos arriba y abajo, a veces sólo abajo. Las que se quitan lo de arriba suelen ir acompañadas de sus hombres y a veces de sus hijos, pero da igual para lo que quiero, que es mirarlas desde lejos, como un observador de aves.
¿Por qué hago esto? Veo que me evoca una costumbre ancestral y antropológica, que es la de la seguridad de estar cerca de una fuente de vida, como estar cerca de un río, de una fuente, de unos árboles o de algo verde. Verde que te quiero verde. Estar cerca de una bonita mujer tomando el sol es como sentarse cerca de una fuente o de la orilla de un río, aunque no se haya ido a beber.

Jueves 8 de agosto de 2024. Playa de siempre.

Bandera amarilla, fuertes olas llenas de algas. No me baño mucho. Casi nadie lo hace.
Miro dos chicas bajo una sombrilla, parecidas, ambas blancas de piel, guapas, aunque con bañadores muy castos. Sólo una tiene tatuajes, no muchos. No me miran ni una sola vez.
Veo una gaviota posarse cerca. Es bonita. Me mira. Su plumaje es suave. Miro alternativamente a las chicas y a la gaviota. Con esto, deduzco que no estoy tan mal. También me interesa mirar a la gaviota.

Viernes 9 de agosto de 2024. Ídem.

Estoy escribiendo días después y no recuerdo detalles de lo que ocurrió ese viernes. Fue esa tarde cuando quedé con Víctor. Tras dejarle en Benidorm y volver a Alfaz, me metí por una calle de "sólo vehículos autorizados" siguiendo las indicaciones de Google Maps, y con una cámara que captó mi matrícula. Estuve varios días preocupado por la posible multa.

Sábado 10 de agosto de 2024. Ídem. 

Ubicación apoteósica en la playa. Tres mujeres en topless a distancia contemplable pero prudente, una madura, muy decente, a un lado, de las que un amigo mío diría que "tiene un pepinazo", y tres muchachas de veintitantos o treinta años al otro, dos de las cuales, como se ha dicho, mostrando sus pechos. La del centro, más blanca, era perfecta. Pero ninguna, naturalmente, se habría fijado en mí de ningún modo. Yo estaba antes allí y, cuando llegaron, se pusieron cerca por considerarme inofensivo, tal vez. Estuvieron bastante rato manipulando sus móviles y creo que me hicieron fotos.

Domingo 11 de agosto de 2024. Ídem.

Mala ubicación. Una madre y su hija a un lado y una pareja de homosexuales al otro. Los gays son más divertidos. Hay bandera amarilla con fuertes olas y los dos hombres fuertes, delgados, de cabeza rapada, se bañan sometiéndose a las fuerzas de la naturaleza. Yo también lo he hecho. Llevan bañadores de natación, pequeños, como el mío. La gente me confundirá con otro mariquita, pero me la suda.
La madre coge todas las bolsas que tenía a un lado de la sombrilla y las pone al otro, privando a mi visión de parte del cuerpo de su hija. Yo no he mirado apenas, pero sé que lo ha hecho a propósito. Las madres con hijas guapas son un absoluto aburrimiento y un tostón de censura. Son peores que los padres, que deberían ser más celosos frente a otros machos. Recuerdo hace años que sí que lancé lujuriosamente alguna mirada a una bella joven y me encontré con la madre clavándome la mirada inquisitorialmente, como una felina vieja custodiando su prole.

Lunes 12 de agosto de 2024. Ídem.

Se está bien aquí. Las piedras son maravillosas, todo un mundo que observar, curiosear, coger y tocar. Son una realidad física más sólida que la arena, que se desliza entre las manos. Esto es más real, más duradero. Y son todas diferentes. De vez en cuando, uno encuentra una curiosa, ya sea por su color, textura o forma. Hoy he cogido una piedra casi esférica.
Hay bandera verde. El mar está que da gusto para bañarse apaciblemente. Las olas son moderadas. Sólo oigo las olas, con esa cadencia constante como lentos latidos, los latidos del mar. Con el tiempo, o cuando se está enfrascado en la lectura, no se oyen o no se sienten, como el pulso de uno mismo. Parece que así uno está más unido al mar y a sí mismo, y el tiempo no importa.

Jueves 15 de agosto de 2024. Ídem.

Esto que voy a apuntar no es una ocurrencia de hoy, sino de otro día. Me estaba bañando en el mar, como todos los días. Estaba nublado, por fin, pero el mar no estaba muy agitado y había bandera verde. La superficie del mar se ondulaba en muchas pequeñas olas, rápidas y frecuentes, que no se rompían aún, y que se curvaban ya rotas en blanca espuma justo al llegar a la orilla.
El caso es que yo flotaba; subía y bajaba levemente, ingrávido, en ese apacible oleaje. Y me vino a la cabeza el famoso verso:

"Bajo el cielo volar"

El de Machado, el de Serrat, de los Proverbios y cantares, cuando se refiere a las pompas de jabón. Qué hermosa polisemia, porque yo pensaba -y me encajaba- que las pompas de jabón son las vanas ilusiones, como las de los cuadros barrocos del tópico vanitas, ilusiones que no son nada, hermosuras irisadas que desaparecen al instante, pero que enriquecen la vida, que nos mueven.

Y, sin embargo, el que volaba era yo, en el mar. Nadar es lo más parecido a volar como se vuela en los sueños de la juventud, flotando. Y todo eso, la mágica ingravidez, el estar con nuestro cuerpo más que nunca por no estar pegados al suelo, el ser cuerpo, ya sea en sueños o en la realidad, es efímero.

La pompa de jabón que vuela, que en cualquier momento se desvanece, soy yo.

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Estoy ahora viendo las nubes en el cielo enormes sobre la sierra de Bernia, como un gran pandero, o panza, o algo grande y abombado que cuelga. He pensando en la "bolsa primordial" de mi gata, su gran tripa colgante de tejido adiposo. Y veo así una conexión en toda la naturaleza, como si mi gata fuera también el cielo y, el cielo, mi gata.

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Añado ahora algo que no escribí en el cuaderno, pues ocurría mientras escribía los párrafos anteriores. Volvía a estar en una posición fantástica de contemplación de bellas mujeres. Tenía a una mujer madura y deportista solitaria, con el pelo algo gris, con buen cuerpo y a ratos en topless, pero que carecía de atracción erótica, no sé por qué. El semblante era rígido, como si fuera una jefa. Pero, un poco más lejos que ella, se instalaron dos chicas guapísimas de unos treinta años, con tatuajes, una con el pelo recogido y con una prenda que no supe discernir qué era, pues parecía una camiseta negra ajustada, pero por abajo se metía entre las piernas como un provocativo bañador, que tal vez realmente lo era y encima llevaba la mencionada camiseta. Esa chica se sentó en una silla plegable y no se bañó ni se quitó más ropa. La otra era un poco más alta, unos años mayor, rubia, de pelo suelto, tatuajes igualmente en un solo brazo, atlética, de nalgas perfectas, con un bañador verde claro del que se quitaba a ratos la parte de arriba, mostrando sus perfectos pechos.

Pero lo más desconcertante era que parecían mirarme, sobre todo la del bañador verde, que hacía cosas desenvueltamente, como enseñarle a su amiga cosas de la zona de su pubis, y se colocaba medio tumbada con las piernas hacia mí, mostrándome todo su encanto. Y, repito, mirándome distraídamente mientras hablaba, muchas veces. Yo intentaba leer a Arturo Barea y no me concentraba. Se me iba la mirada del libro hacia ellas. Bebían latas de cerveza y fumaban. La de la silla cogió el paquete de tabaco con un pie, con bastante habilidad. De igual manera cogió el mechero. Charlaban de cosas de trabajo, que creo que era de hostelería, quizá eran dueñas del negocio.

Llegó un momento en que, mientras volvía a mirar con incipiente comunicación no verbal a la rubia tremenda, me encontré con que intercambiaban algunas palabras más bajo y me miraban las dos ya muy directamente, y a mí se me formó la típica sonrisa de encontrarte con un vecino en el supermercado. La joven del pelo recogido, la de la silla, dijo en voz alta algo de monos en la cara, señalándosela haciendo un círculo. Era la suya una sonrisa afable, pero de un situación incómoda. Curiosamente, la otra, que era más responsable de mi desvergüenza visual, no intervino en la llamada de atención. Yo hice un gesto de disculpa y me tumbé hacia el otro lado para seguir leyendo, y fue entonces cuando pude avanzar un poco la lectura.

Me dio la hora de irme, me vestí y recogí las cosas en las alforjas de la bici. La rubia se había puesto el bikini, supongo que por mi culpa, aunque también se había nublado y tal vez fuera por eso. Me acerqué con las alforjas en la mano a unos dos metros, las dejé en el suelo, me quité la gorra, que sujeté con ambas manos junto al pecho como un paleto, y dije algo así: 

-Hola, disculpad si os he incomodado. No era mi intención. Estaba un poco confuso porque no sabía si os parecía yo simpático o algo...

No pude hablar mucho porque ya me estaban interrumpiendo amablemente, haciendo gestos de quitarle importancia al asunto. Lo malo era que hablaba la joven, que era la que menos me interesaba.

-Es que me estaba rayando -decía, sonriendo.
-Bueno, es que te pareces mucho a una chica que conocí hace tiempo, y me estabas trayendo recuerdos -contesté. Y la verdad es que se daba un aire a un amor platónico de mi juventud, "Nata". 

Pude ver de cerca a la rubia, a la que creo que interesé de algún modo. Era fantástica, más alta que yo, cosa que pude notar aunque estuviese medio tumbada, con pequeñas pecas y manchitas en la piel que no había notado desde lejos, y una expresión de la cara de experiencia y seguridad, aunque fuera desconcertante con tanta comunicación visual para nada. Su boca y sus dientes eran perfectos. 

Me alejé hacia la acera y mi bici. Cuando estaba desatándola de la farola, miré hacia las chicas e hice un gesto con la mano, y la rubia me lo devolvió.

Yo sí que me rayé en las horas siguientes. ¿Qué tenía que haber hecho? Seguramente fueran una pareja de lesbianas y no tuvieran interés alguno, o no eran lesbianas del todo, por lo menos la rubia. Se formó tarde en mi imaginación la frase que podía haber dicho: "¿Tenéis Instagram o algo para poder seguir viéndoos sin molestaros?", o bien tratar de romper el hielo con alguna otra pregunta amable que nos encaminase hacia algo.

Pero la realidad es que no hay nada que hacer, que soy un tío de cuarenta y tres años, bajito y sin atractivo, con sueño y con pereza para todo, y que lo mejor es que no pase nada.


Lunes 19 de agosto de 2024. Ídem.

Tengo que irme de aquí. Esto es un balneario donde dorarse al sol y tonificar algo el cuerpo con la natación en el mar, pero es un balneario engañoso. Estoy peor que estaba. No construyo nada; me destruyo. Se me ha desmoronado todo aquello en lo que había avanzado algo. Me quedo embobado viendo cuerpos bonitos y no me ha reportado eso ningún beneficio, absolutamente ninguno, sino todo pérdidas.
Lo asocio con "La ruleta de la fortuna" de la película Rainman. Tom Cruise y Dustin Hoffmann están ganando a las cartas en el casino, pero el autista D. Hoffmann, "Rainman", se queda obnubilado con la ruleta, porque le gustaba verla en un estúpido programa de televisión, y quiere jugar. Y ahí pierden dinero los dos hermanos, puesto que es un juego completamente de azar, donde la formidable memoria de Rainman no tiene eficacia alguna. 
Debería hacer algo yo con mi memoria en los ámbitos de la vida donde me reporte beneficio, y no perder tiempo en "atracciones" donde ganan sólo los que tienen suerte.
La suerte no es para mí. Lo mío es el trabajo.

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