sábado, 26 de agosto de 2017

Qué es meditar. El Almanzor y el "momento presente"



Esta entrada debí haberla escrito hace tiempo. Me comprometí a hacerlo, más para otra persona que para mí, porque la idea surgió estando con ella. La pereza, vieja compañera mía, no me ayudó a escribir. Sin embargo, ahora, cuando el pasado es tan doloroso y cobra tanta fuerza, es el momento de hablar del presente.

Como muchos de los que quizá lean esto, tuve mi época de afición por el “mindfulness”, esa moda tan en auge y que no deja de dar beneficios, sobre todo, a los oportunistas que imparten cursos. Siempre me sale la vena crítica, disculpad; pero es que te venden esa técnica como si fuera la panacea y no lo es. Habrá a quienes le funcione, pero es solamente un camino entre muchos otros. Cada uno debe encontrar el suyo, y puede ser, o no, uno ya hecho por ciertos “sabios”, y para ello tengo que explicar lo que aprendí, en el proceso en que fueron llegando a mí estas cosas. No será igual, ni parecido, a la experiencia de otros, pero creo que a alguien le servirá.

En un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, nos enseñaron a “meditar”. Pero, como comprobé al poco tiempo, ni ellos sabían lo que era eso, porque se trataba el término “meditación” con gran ambigüedad. En esta organización se pretendía que realizásemos una especie de oraciones de una religión inventada para que se cumpliesen las peticiones que hiciésemos, siempre altruistas, buenas y “posibles”. Suena muy bonito, y hasta se puede dudar de su eficacia cuando te hablan del “egrégor” y da la casualidad de que alguna petición se cumple.

A ese tipo de meditación hay que llamarla, más correctamente, visualización. En un ejercicio mental de momentánea evasión, de ubicación imaginaria en un escenario que nos cause paz y regocijo (se desprende alguna hormona, como cuando nos acude algún intenso recuerdo feliz), se encuentra uno en un estado tan valioso, íntimo, que algunos creen que tiene cierto poder sobre la realidad exterior. De ahí que digan que, al encontrarse así, se pueda esperar esa felicidad en otros, o en ti mismo en el futuro si es bueno para todos, visualizando eso deseable, la petición realizada, sin bajar de ese estado de regocijo. 

Descubrí que es mentira, no somos magos que podamos cambiar la realidad así. Por muy nobles y buenas que sean tus aspiraciones, a veces se cumplen y a veces no, independientemente del esfuerzo que pongas en esa “meditación”. Además, decían los escritos de esos mangutas que no bastaba con meditar, que primero había que hacer lo humanamente posible: por ejemplo, si se te pierde un perro, no vale con rezar, sino que primero hay que llenar la calle de carteles con su foto. O si tienes un pariente enfermo, primero llévalo al hospital. Díganme dónde está la magia en eso. 

Pero no está mal como ejercicio y como purga, porque cuando deseas que se te escuche para cambiar algo, tienes que ser lo bastante digno. En eso hay una introspección, una evaluación de lo que eres. En eso nos acercamos a lo que es en realidad la meditación.

La meditación, en palabras de mi amigo Merlín, es el encuentro entre tus dos partes. Lo antes referido del regocijo para visualizar deseos tiene una parte de emocional y otra de mental, de racional. Nuestro cerebro está dividido en dos, todo nuestro cuerpo se basa en el dos, en la dualidad. De esto ya hay mucho escrito, pero baste por ahora recordar que estamos formados por dos mentes, dos “personalidades” totalmente independientes y opuestas entre sí, la emocional, generalmente femenina, y la racional, generalmente masculina (en mi caso es al revés, pero no es normal). Normalmente hacemos más caso a una de ellas que a la otra, o incluso dejamos que nos controle. Porque no somos dos, sino tres: eres tus dos partes y tú, la entidad superior que las abarca y las dirige. Eres el carro y ellos son tus dos caballos. Eres el jefe y ellos tus empleados. No puedes hacer nada sin ellos, porque son los que trabajan, ellos son parte de ti.

En una meditación bien hecha tenéis que estar los tres. Ellos dos dicen lo que tienen que decir, pero tú eres el moderador y no puedes dejar que hable uno solo. Una vez hecho esto, hay que callarlos. Sí, hacerlos callar. Es lo que Merlín llama “el cero”, y los budistas, el vacío.

Aquí volvemos al mindfulness. Los mismos que me enseñaron la “visualización”, un día me dieron un curso de esto. Tanto en aquélla como en la “plena atención”, y como en la meditación de Merlín, es indispensable una adecuada técnica de respiración. También hay mucho dicho sobre eso, pero voy a exponer algunas cosas útiles:

- Se respira lenta y pausadamente, intentando prestar atención al diafragma, llenando el abdomen. Cabe mucho más aire en la parte baja de los pulmones que arriba. Lo normal es cerrar los ojos, pero puedes tenerlos abiertos si dominas la técnica y puedes hacer otra cosa a la vez.
- Hay que hacer un esfuerzo en no pensar, no articular pensamientos, ni en palabras ni en imágenes. Es lo que Thich Nhat Hanh llama “apagar la radio”. Nuestra mente está constantemente parloteando (es nuestra parte racional). 
- Para dejar de pensar, hay que sentir. Aguzaremos los oídos, prestaremos atención a la superficie de nuestra piel, al aire que entra y sale de nuestra nariz. Notaremos que siempre entra más aire por un agujero de la nariz que por el otro.

Una vez respirando y estando vacíos de actividad mental, del ego, se puede hacer también lo que llaman un “body scan”: prestar plena atención a cada parte de nuestro cuerpo, desde los pies hasta la cabeza. 

Pero la nota constante de todo esto del mindfulness es centrarse en el presente, porque el presente también es el cero, es el vacío, el no-tiempo. La respiración es lo más presente que hay, es el presente por antonomasia, de ahí su fuerza simbólica para trasladarlo a todo. No hace falta decir que desde siempre se le ha atribuido connotaciones místicas: de su raíz viene la palabra espíritu, por ejemplo. Lo intangible siempre es una realidad difusa y que merece nuestra atención. Podría decirse que en el aire que respiramos está el interior de todo aquel que respira, que toma prestado aire y lo devuelve a nuestro espacio común. Ese aire ha pasado por dentro de miles de personas vivas, luego tiene que conservar algo de ellas. Su espíritu, quizá. Y también de todas aquellas que ya no están vivas. Respirar es algo más importante de lo que parece, o al menos según el sentido que queramos darle.
Al liberarnos así, momentáneamente, de la esclavitud del tiempo, de precipitarnos al futuro o anclarnos en el pasado, se observa que todo está en movimiento y nada permanece. Es muy budista esto. Todo lo bueno, y todo lo malo, pasa como una nube en el cielo.

En mindfulness, por eso, se recuerda constantemente la impermanencia. Es archiconocido este poema de Yalal ad-Din Muhammad Rumi, La casa de huéspedes.

El ser humano es una casa de huéspedes.
Cada mañana un nuevo recién llegado.
Una alegría, una tristeza, una maldad
cierta conciencia momentánea llega
como un visitante inesperado.
¡Dales la bienvenida y recíbelos a todos!
Incluso si fueran una muchedumbre de lamentos,
que vacían tu casa con violencia.
Aun así, trata a cada huésped con honor.
Puede estar creándote el espacio
para un nuevo deleite.
Al pensamiento oscuro, a la vergüenza, a la malicia,
recíbelos en la puerta riendo
e invítalos a entrar.
Sé agradecido con quien quiera que venga
porque cada uno ha sido enviado
como un guía del más allá.

Todo pensamiento, por malo que sea, se irá. Ningún estado emocional es eterno, a no ser que queramos sufrir conscientemente. Como la nube, como el agua, como lo que no se detiene, como el presente, nuestro cometido es fluir. 

Pero, como decía, el mindfulness no va a curarnos de un problema. Los problemas racionales hay que sanarlos con soluciones racionales. Es sólo un ejercicio más para controlar nuestra mente. “Para llenar una taza de té, primero tiene que estar vacía”, dicen los budistas. De ahí que convenga, al menos a quienes necesitamos profundizar en nosotros mismos, realizar cualquier forma de meditación, llegar al cero, vaciarse.

La última vez que me vinieron estos pensamientos fue en Gredos, en una excursión al Almanzor con quien era mi novia, una chica a quien quería con locura. Fue una experiencia concentrada, en tan solo dos días y una noche. Desde que llegamos a Hoyos del Espino, y nos sentimos libres de la rutina y de las obligaciones, nuestro mayor entretenimiento fue hablar de nuestro pasado. Lo que descubrí acerca de mi compañera me agitó las entrañas, porque nunca lo había imaginado. Aquello no me apartó de ella, sino que la quise aún más, pero con una duda acuciante sobre el futuro, porque el pasado de alguien es el mejor pronóstico de su futuro. Todo el tiempo, toda la línea temporal de una vida se pliega en el presente y se expande a todas partes, como un teseracto. Sabía que no había manera de crecer juntos. No había futuro. Pero no quería verlo.

El rosado amanecer produjo reflejos de luz en las aguas del río, al poco de subir desde la Plataforma. Nuestra conversación se fue apagando al ser sobrepasada por la belleza del paisaje. Fuimos plenamente libres del tiempo y del temor al contemplar el majestuoso circo de escarpadas cumbres, la Laguna grande, reflejando en su inmaculada superficie los colosos de roca. Alguna cabra nos miraba desde lejos. En las verdes orillas de la laguna, croaban las ranas y se zambullían en el agua cuando pasábamos a su lado.


Pico Almanzor y su reflejo en la Laguna Grande. Foto mía.


Como era natural en nosotros, nos equivocamos ligeramente en el camino (véase la ascensión al Tendeñera). Hay que subir por la Portilla Bermeja, pero no llegar hasta arriba, sino desviarse antes por la Portilla del Crampón. Nosotros subimos hasta el final de la Bermeja y nos mareamos un poco buscando la manera de ascender el tramo final. Allí, como una señal de nuestro futuro, estaba extraviado un gran mastín negro, sin dueño, atontado, siguiendo a la gente unos metros y luego dándose la vuelta, hasta seguir a otros. No caímos en la cuenta de que necesitaba agua. Seguramente moriría, porque dimos aviso y nadie se hacía cargo de él, desde hacía tres días.

A la bajada fuimos por la Portilla del Crampón. Entonces fue cuando, sin darme cuenta, medité. 

Andar por una pedrera requiere cierta técnica. Las piedras se mueven, algunas resbalan, otras se mueven en un pequeño alud que te arrastra. Pero la velocidad y el equilibrio pueden ayudarte a bajar deprisa y con poco riesgo de caerte. Mi atención se centró en mis pies, en las fuerzas que se distribuían por mis tobillos y rodillas, en la sensación de las piedras en la planta de los pies. Mi tranquilidad era infinita y mi respiración adecuada, automática, fluida. No pensaba en nada, salvo en mis pasos por la pedrera. Una familia de cabras, a nuestra izquierda, parecía seguirnos desde lejos. De vez en cuando se paraban y miraban. Quizá porque, aun siendo torpes seres humanos, bajábamos a la misma velocidad.

Ese momento fue de vacío. No me importaba nada ni pensaba en nada. No pensaba en mí ni en mis preocupaciones racionales. Era lo que tenía que ser: un cuerpo, temporalmente habitado, que camina con destreza por la montaña. Estaba haciendo lo que tenía que hacer.

Haruki Murakami explica algo parecido en su ensayo De qué hablo cuando hablo de correr (ed. Tusquets, p. 40):

Mientras corro, tal vez piense en los ríos. Tal vez piense en las nubes. Pero, en sustancia, no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío. Es realmente estupendo. Digan lo que digan.

Me da la sensación de que todo el mundo funcionaría mejor si hallásemos esta manera de fluir, de saber ser, de ser lo que tenemos que ser en cada momento. No es ser una piedra, sino líquido, agua. Como decía Bruce Lee, “be water, my friend”. No hay que temer al cambio, todo es transformación constante. A cada momento ya no somos los mismos que antes. Y lo que se va ya no volverá. Mi chica se fue, para bien o para mal, y el dolor que sufrí también se irá. Nada es permanente.

A Merlín no hay que perderlo de vista. Es el Loco, es un viajero, un peregrino, es Santiago eternamente caminando hacia sí mismo. Su sabiduría no está en los libros, sino en la intuición. Es el conocimiento de Hermes. Y Hermes es Mercurio, lo que fluye y se expande en infinitas bolitas. Santiago, Hermes, Mercurio, Merlín. ¿No veis que en las iglesias las piletas de agua tienen forma de concha, como la de Santiago? El agua fluye, y nos recuerdan que nosotros también debemos hacerlo.




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