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Introducción
El Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, en el Pirineo aragonés, es un grandioso entorno natural de montaña que produce admiración en cualquier observador, en distintos grados y cualidades, pero sin dejar a nadie indiferente. Omitiremos en este ensayo la información meramente expositiva sobre el Parque Nacional, que se puede encontrar en cualquier página web o folleto turístico. Solamente procede mencionar que fue uno de los primeros parques nacionales de nuestro país, concretamente, el segundo. El primero fue el de Covadonga (Asturias), declarado el 22 de julio de 1918, con motivo de la celebración de los 1200 años de la batalla del mismo nombre con la que se inició la Reconquista. Pero muy poco después, el 16 de agosto del mismo año 1918, se declara también mediante Real Decreto el Parque Nacional de Ordesa (Huesca), aunque sus escasos límites no se ampliarían hasta 1982. En el valle de Ordesa no había razones históricas para su protección, sino su singular belleza natural. Por eso en este trabajo consideramos que Ordesa es verdaderamente el primer Parque Nacional. Que de todos los lugares de España eligieran el valle de Ordesa es prueba de que su belleza era (y es) insuperable. No en vano es Reserva de la Biosfera y consignado Patrimonio Mundial por la UNESCO.
Es por este
motivo que, en este trabajo, vemos suficiente razón para desarrollar un modesto
análisis de estética, en su definición básica de “percepción o apreciación de
la belleza”, al igual que podría percibirse ésta en una obra de arte a través
de los sentidos. Es por esto que nos serviremos de algunos teóricos clásicos de
estética como Kant, Hegel, Adorno y Hartmann, complementándolos con otros más
recientes como Byung-Chul Han. En gran medida, nuestro análisis oscilará entre
las implicaciones que conlleva lo bello
frente a lo sublime kantianos, cuyo
dualismo, tanto opuesto como complementario, dará lugar a deducciones propias,
que podrán ser desarrolladas o corregidas en futuros trabajos.
Nos hemos
apoyado también en la literatura, con autores como Víctor Hugo, Unamuno,
Machado, Pedro Salinas, Haruki Murakami y otros, con el fin de ilustrar mejor
las ideas que se han expuesto, ya sea para ofrecer un símil con citas suyas o
bien aportando las ideas filosóficas objetivas en sus creaciones literarias.
Por último,
merece un lugar destacado Lucien Briet, no sólo por sus citas que aquí
copiaremos, sino por el agradecimiento que le debemos al ser uno de los
principales difusores del valor paisajístico del valle de Ordesa y alrededores.
Su visión y su intelecto fueron de los primeros en comprehender la experiencia estética de este magnífico paisaje
natural, que supo transmitir gracias a su elocuencia y perseverancia.
Sensibilidad y entendimiento en la experiencia estética de Ordesa
Partiremos del concepto de paisaje que explican Azcárate y Fernández (2017:18) sirviéndose de las acepciones que da la RAE:
- Parte de un territorio que puede ser observada desde un determinado lugar.
- Espacio natural admirable por su aspecto artístico.
- Pintura o dibujo que representa un paisaje.
- Espacio natural que, por sus valores estéticos y culturales, es objeto de protección legal para garantizar su conservación.
Nos interesa, sobre todo, la
segunda por los mismos motivos a los que aluden los autores del manual Geografía
de los paisajes culturales: “asocia paisaje a espacio natural con elevado
valor artístico, lo que confiere una valoración subjetiva y estética del
paisaje”. Mencionan los términos “valor artístico” y “estética”, que serán
básicos en el desarrollo de este texto. El arte es la “Manifestación de la actividad
humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con
recursos plásticos, lingüísticos o sonoros” (RAE), es decir, una creación o una
habilidad humana, una techné (arte < lat. ars, artis, y
este calco del gr. τέχνη téchnē), por lo que surge la contradicción con
el paisaje natural que no ha creado el hombre.
Sin embargo,
la mención de “estética” alude a la percepción sensorial de la belleza, la cual
no requiere obligatoriamente que el objeto observado sea de fabricación humana,
lo cual hace recaer el peso de la cuestión en la subjetividad. Este
concepto lo mencionan Azcárate y Fernández (2017:18) en el comentario de la
primera definición de “paisaje”, muy importante en el caso que analizaremos por
su variable dinámica: “hay tantos paisajes como lugares de observación y tantos
paisajes como observadores. Un paisaje es un objeto y un sujeto de observación
que presenta una realidad objetiva, pero también subjetiva en función del observador”.
De modo que un
paisaje natural (del que hablaremos aquí, aunque conviva con una adecuada
huella antrópica, como senderos y puentes) ofrece prácticamente infinitas
realidades de acuerdo con los múltiples puntos de observación, en sus dimensiones
espaciales, a las que habría que añadir la cuarta dimensión, la temporal, en
todas las cuales se constituye la subjetividad. Echemos un vistazo, de nuevo,
al diccionario, para tener presente qué es lo subjetivo: “perteneciente
o relativo al sujeto, considerado en oposición al mundo externo” o también
“relativo al modo de sentir o pensar del sujeto, y no al objeto en sí mismo”. Ya
veremos toda la complejidad que encierra algo tan aparentemente simple como
relacionar ese “modo de sentir o pensar” con la belleza, la estética y demás
conceptos que se desprenden del paisaje natural.
No obstante,
no se puede obviar la dimensión objetiva
en un espacio geográfico que se esté mirando. Azcárate y Fernández (2017:20)
oponen naturaleza y paisaje: “El término paisaje se conforma por
un entramado de relaciones sociales y culturales realizadas sobre la
naturaleza”, que ya diferenció Humboldt. Ponen un ejemplo: “Una cordillera es
un hecho objetivo de la naturaleza (tiene una definición precisa), es mensurable
(tiene una altitud determinada y medible), posee un origen que se puede explicar
[…] es decir, […] puede ser estudiada en su atributo de elemento natural […]”.
Sin embargo, en lo subjetivo, “no puede ser explicada desde el punto de vista
sensorial […]. Es un espacio-imagen, de imagen colectiva, fruto de la suma de
muchas imágenes individuales y convergentes” (2017:20-21).
Introducimos,
pues, la variable que se desprende de la subjetividad que es la cultura.
El sujeto observador que va a percibir sensorialmente la belleza está inmerso
en una cultura que condicionará el fenómeno estético, la valoración y el
disfrute del paisaje como bello. Ese espacio-imagen colectivo, formado
por la impresión de imágenes percibidas y sentidas por cada individuo, converge
a través de todas esas imágenes individuales en algo que podemos calificar de ideal,
con un fuerte poder de connotación, de alusión, de sugestión, realimentado a
través de la cultura.
Esta tesis que aventuramos aquí parte de una curiosa bidireccionalidad:
- La cultura, cuando nos ha enseñado que lo natural es bello, conlleva la valoración del paisaje natural como bello. De hecho, hace que el paisaje natural exista al ser tenido en cuenta en una sociedad: declaración de Parques Nacionales.
- La valoración del paisaje natural como bello alienta una cultura que, a su vez, se reafirma y evoluciona hacia una serie de valores (morales, estéticos…).
Es decir, hace falta una cultura
adecuada para la apreciación estética de un paisaje, a la vez que tal
apreciación estética desarrolla el ideario colectivo de una cultura en
evolución como, por ejemplo, hacia el ecologismo, el animalismo, la revisión y
posible idealización de la historia, una revaloración de las ciencias, etc.
Una
determinada cultura enseña a pensar de una manera determinada. Pero cada
individuo que piensa contribuye al desarrollo de la cultura en la que habita.
Esta forma de habitar la relacionamos con el hábitat que menciona Pedro
Salinas en Jorge Manrique o tradición y originalidad (1970:115), no
tanto aquí como tradición poética de la que parte un poeta, sino de una
tradición “ideológica” o cultura desde la que el individuo forja sus
pensamientos.
Arribas
Herguedas (2014:80-81) menciona la tesis de la “ecolatría”, derivada de la positive
aesthetics, como ejemplo de producto cultural. Argumenta que la noción de “una
naturaleza prístina, no modificada por el ser humano, que en ocasiones se
postula además como criterio idealizado de valor estético y moral” no existe al
no existir ningún espacio natural no modificado por el ser humano, pero sí lo
natural como “todos aquellos hechos y procesos que tienen lugar sin que los
seres humanos los propicien”, opuesto a lo artificial, lo que ha conllevado que
el valor estético de lo natural se haya desarrollado paralelamente a la ciencia sobre lo natural, que es otra
manifestación de la cultura (Arribas Herguedas, 2014:81):
Existe un proceso de creación
implícito en la actividad científica mediante el cual las categorías para
apreciar estéticamente la naturaleza son elaboradas tras haber «descubierto»
los objetos y los entornos naturales. En suma, según Carlson, existe una íntima
correlación entre el desarrollo de las ciencias naturales y la apreciación
estética de la naturaleza. El primero ha permitido que objetos o entornos
anteriormente desdeñados o ni siquiera merecedores de atención, como las
montañas o las selvas, sean ahora estéticamente apreciados.
Así ocurrió con el tema que nos
atañe, el Parque Nacional de Ordesa, con científicos como Ramond de
Carbonnières[1],
Lucas Mallada[2],
Franz Schrader[3],
Norbert Casteret[4],
Margerie[5],
etc.
Como se
mencionaba más arriba con la interacción naturaleza y paisaje que
planteaban Azcárate y Fernández (2017:20), el hecho objetivo que se puede
medir, cartografiar, etc. suscita el interés subjetivo. La riqueza geológica y
biológica de Ordesa, por ejemplo, atrajo a naturalistas (o, más preciso: pirineístas,
como dice Eduardo Viñuales Cobos, 2001:XVII) que desarrollarían el valor
estético como hecho colectivo y propiciarían su protección, como Pedro Pidal,
Henry Russell, Charles Packe, Lucien Briet y Felipe Martín Donaire, aparte de
los científicos ya mencionados.
Lucien Briet
dejó constancia del trato que se le daba a Ordesa antes de que se evidenciara
su valor científico y estético:
[…] es lamentable que este valle que
debería ser respetado como un parque nacional sirva de teatro a actos
vandálicos que entristecen el ánimo. El hacha aragonesa emplea procedimientos
extraños: no corta los árboles por la parte del tronco inmediata al suelo, los
decapita un poco más arriba, dejando el tronco afeado por muñones medio
podridos y de aspecto desagradable. Explícase esta mutilación, contra cuyos
autores toda censura, por enérgica que fuese, parecería benévola, por el hecho
de que la resina de las raíces, que así quedan intactas, se acumula en ellas
[…]. Este es el origen de las teas […] (Briet, 2001:18).
[…] sus troncos poderosos se
destacaban vigorosamente bajo sus verdes techumbres; uno de ellos, erizado de
muñones, causaba lástima: los leñadores le habían arrancado todas sus ramas
(Briet, 2001:42).
Yacen en tierra enormes troncos,
cortados indudablemente con el designio de aprovecharlos, y abandonados, sin
embargo, sin haber sacado de ellos el hombre otro provecho que la gloria de
cortarlos. ¿Para qué habrán sido asesinadas estas pobres hayas indefensas,
abandonadas en seguida, como cadáveres insepultos, en los lugares mismos en que
durante siglos enteros habían crecido? (Briet, 2001:49).
Los ojeadores que llegan por la faja
de Pelay arrojan piedras bajo la peña de Duascaro, a fin de espantar la caza;
ésta huye por el lado del pico de Diazas, y allí […] se haya apostado un
hombre, que hace asimismo un ruido infernal. Los bucardos, atontados, no
encuentran otra salida que subir en dirección recta al sitio donde el cazador
los aguarda (Briet, 2001:97).
Esther Valdés (2017:6) también
partió de esta consideración de evidenciar el valor físico del lugar para
convenir el valor estético: “El entretejido de ambos conocimientos [dimensiones
física y conceptual del paisaje] pone a nuestro alcance una base teórica cuya
finalidad es la creación de bellos lugares”.
Marta Tafalla
(2011), en una reseña en Internet sobre uno de sus artículos, trata el tema del
resurgimiento de la estética de la naturaleza. Entran en juego los
conceptos de estética junto con el sintagma preposicional, genitivo, “de
la naturaleza”. Más acorde a lo que hemos desarrollado habría sido “del paisaje
natural”. Pero resulta de gran interés lo siguiente, que sí menciona los
paisajes:
La estética es una disciplina
filosófica que estudia cómo la percepción de la realidad a través de los
sentidos da lugar a la apreciación de la belleza y la fealdad. Cuando la teoría
estética moderna surgió en el siglo XVIII, gracias a autores como Shaftesbury, Burke,
Hume o Kant, esta disciplina abordaba todos los ámbitos de la vida, y analizaba
cómo apreciamos la belleza de la naturaleza, de los paisajes o las plantas, de
las creaciones humanas como el arte o la artesanía, e incluso del propio cuerpo
humano.
Kant será una de las bases en las
que nos apoyaremos a lo largo de este trabajo. Antes de explicar por qué
Tafalla habla de un “resurgimiento”, que implica que hubo una caída de la
estética de lo natural, mencionaremos unas nociones de la estética kantiana, únicamente
las relacionadas con lo que nos atañe.
Para el
idealista alemán, el desinterés[6]
es fundamental: “Lo bello se opone a lo agradable y a lo bueno, puesto que
estos dos se hallan sometidos a la facultad de desear […]. Lo bello se opone
también a lo útil y a lo perfecto […]. En efecto, lo bello no tiene sino una
finalidad subjetiva […]” (Bayer, 1965:210). Además, no es solamente un placer sensible, sino intelectual. De este hecho, dejaremos abierta la posibilidad de que
ese placer desinteresado de Kant no sea del todo cierto en nuestro caso:
contemplar Ordesa proporciona múltiples beneficios, para el individuo y para la
sociedad. Sigue Bayer (1965:208), en relación con lo que hemos dicho sobre la
cultura o conocimiento:
Dado que esta armonía es exigida por
el conocimiento en general, y dado que el conocimiento es universal y
necesario, resulta de ello que el placer puede ser universalmente compartido:
éste es uno de los rasgos del placer estético.
Por lo tanto, todo ser humano
puede disfrutar del placer estético, y no está vedado ni es el patrimonio de seres
“superiores” ni de “genios” (como se pensará más tarde en el Romanticismo).
Bozal
(2011:67) también recurre a lo armonioso: “Belleza remite a regularidad y
armonía, perfección y unidad de la naturaleza […]. Belleza es la regularidad
armoniosa y libre sentida en el kantiano juicio de gusto, en la adecuación del
libre juego de las facultades cognoscitivas que suscitan los objetos bellos y
la naturaleza […]”. Nótese que Bozal ha usado varias veces el adjetivo “libre”,
y es que Kant también analizó la relación entre razón, moral y belleza, como
afirma Bayer (1965:208): “Según el primado de la razón práctica […] La libertad
se manifiesta por la moral, por la vida; y también se manifiesta simbólicamente
por la belleza. Es una representación simbólica de la libertad”. Este punto es
complejo de exponer, pero sostenemos que existe una experiencia de libertad
paralela a la experiencia estética de paisajes naturales como Ordesa.
Se podría
aventurar que el sentimiento de libertad en el sujeto, en su subjetividad,
tiene su origen en la armonía del paisaje natural y, por tanto, en una armonía
natural, no creada, no artificial y, en consecuencia, libre. La acción humana,
por muy buenas intenciones que ponga, no alcanzará ni esa armonía ni esa
libertad. Pensemos en un bosque repoblado con su disposición de árboles en
hileras: la ordenación humana anula la libertad de la naturaleza y esta
anulación se refracta tras la mirada del sujeto. Parece paradójico que rocas,
árboles y arroyos que no respondan a algún tipo de ordenación geométrica humana
estén dispuestos más armónicamente que si lo hubiéramos hecho nosotros. La
armonía de ese aparente caos u orden aleatorio responde a un orden mucho más
elevado y armonioso.
Por otra
parte, Kant, aparte de emitir su juicio sobre lo bello, establece y contrasta
con éste la categoría estética de lo sublime, relacionado con el “aparente
caos” de la naturaleza que acabamos de mencionar. Sigamos la explicación de
Bayer (1965:210):
Al igual que lo bello, lo sublime
descansa en el juicio de gusto, pero la gran diferencia reside en el hecho de
que la esencia de lo bello se encuentra en la forma del objeto, por lo que
tiene una limitación, mientras que el carácter de lo sublime es lo informe en
tanto que infinito: la naturaleza rebasa, cuando la queremos comprehendere,
la facultad humana de comprensión. […] Lo sublime no posee atractivos ni es
juego, sino que impone respeto y seriedad: es un placer negativo de carácter
subjetivo.
De modo que la naturaleza, en
nuestro caso un paisaje natural como Ordesa, cumple la teoría kantiana de lo
sublime: “Kant ha adscrito la naturaleza a lo sublime y también toda belleza
que supera el mero juego formal” (Adorno, 1984:89-90).
Kant diferencia
lo sublime matemático (de la magnitud, que sobrepase toda medida de los
sentidos) y lo sublime dinámico (que rebasa nuestras fuerzas y nos hace
sentirnos humillados, que nos despierta miedo). Cualquier montañero conoce
ambas vertientes de lo sublime, que en ciertos casos pueden ir unidas.
Pensemos en el siguiente esquema de conceptos:
Ahora procede retomar el
mencionado resurgimiento de la
estética de lo natural que mencionaba Marta Tafalla. Esa belleza que acabamos
de notar tan imponente en las paredes de Ordesa, que en el siglo XVIII fue
analizada sin dejar de prestar atención también a las creaciones humanas, sería
posteriormente velada porque:
[…] a comienzos del XIX, Hegel
defendió que la estética debería consagrarse al estudio del arte, que al ser
creación del ser humano era superior a la belleza natural. La propuesta de
Hegel fue secundada y, con unas pocas excepciones, durante el siglo XIX y buena
parte del XX, la estética se redujo a filosofía del arte, y la mayoría de los
expertos se olvidaron de la belleza natural y los otros ámbitos de estudio, una
realidad que todavía pesa en la investigación y la enseñanza de la estética.
Así lo expone Tafalla (2011),
acertadamente, pues hoy en día nos cuesta pensar en estética si no es asociada
a una obra de arte[7]. La
impronta de Hegel, totalmente fenomenológica, basada en términos ideales como
el concepto de espíritu, permanece todavía (Hegel, 1990:9-10):
Según la opinión general, la belleza
creada por el arte está muy por debajo de lo bello natural, y lo más meritorio
del arte consiste en que se aproxime, en sus creaciones, a lo bello natural. Si
esto fuera así, la estética, considerada únicamente como ciencia de lo bello
artístico, dejaría fuera de su competencia una gran parte del dominio
artístico. Pero creemos que podemos afirmar, en contra de esta manera de ver,
que lo bello artístico es superior a lo bello natural, porque es un producto
del espíritu. Al ser superior el espíritu a la Naturaleza, su superioridad se
comunica igualmente a sus productos y, por consiguiente, al arte. Por ello, lo
bello artístico es superior a lo bello natural.
Hegel concibe al ser humano de un
modo renacentista, como centro del universo y superior a tal. Ese “espíritu”
que deberíamos entender simplemente como ‘mente’, ‘inteligencia’, ‘facultad
cognitiva’, como en francés la palabra esprit,
Hegel lo magnifica a algo superior a la Naturaleza (con mayúscula, como
divinizándola). Parece un concepto metafísico, como una idea platónica, aunque
entendida en su concepción de la realidad, de la política, de las ciencias…
pues el discípulo de Sócrates concebía el arte como contrario a la verdad, ya
que lo entendía como una imitación de ésta.
Este
platonismo se percibe también en su siguiente afirmación: “Lo bello artístico
debe su superioridad al hecho de que participa del espíritu y, por
consecuencia, de la verdad, de suerte que lo que existe sólo existe en la
medida en que debe su existencia a lo que le es superior […]” (Hegel,
1990:10-11). Que piense que la verdad
de lo que se percibe se deba a que haya sido elaborado por una mente humana (el
espíritu) implica el manejo de términos ideales, elevados en su facultad de
apriorísticos, no sometidos al empirismo. Este idealismo al imponer la verdad
teórica sobre la verdad empírica remite a la comúnmente mal entendida sentencia
de Nietzsche de “No hay verdad, sólo interpretaciones”.
Ocurría algo
parecido en el Siglo de Oro español al contrastar la literatura (poesía) y la
historia, al atribuir al poeta una “inspiración divina”, una capacidad innata o
furor poético, tal como expone
Arellano Ayuso (1993:538):
En la confrontación de Historia y
Poesía se ve bien el rango superior de la Poesía, como descriptora de las cosas
no como son, sino como deben ser, alcanzando por tanto un valor universal (no
ceñido a las verdades particulares, como la Historia).
El idealista alemán Hegel descubrió
en el siglo XIX lo que ya se había pensado dos siglos antes en España, sobre
todo con Cervantes. El tópico barroco de que “la realidad es un engaño a los
ojos”, donde la belleza puede no ser verdad, donde la verdad puede no ser
bella, donde puede cuestionarse la verdad por lo que uno ha visto y otra
persona no, así como otros contrastes entre verdad teórica y verdad empírica,
se adelantan, al menos en el campo de las artes, no de la filosofía, a la idea
hegeliana (y la nietzscheana) de la superioridad en las creaciones del
espíritu.
Pero Hegel no
opone completamente la belleza natural a la belleza artística, sino que propone
un interesante matiz: “Sólo es bello aquello que encuentra su expresión en el
arte, en tanto sea creación del espíritu; lo bello natural no merece este
nombre más que en la medida en que esté relacionado con el espíritu” (Hegel,
1990:11).
¿Qué quiere
decir con que lo bello natural es bello respecto a estar relacionado con el
espíritu? Tal afirmación se respalda en la subjetividad,
en la consciencia del observador como sujeto y en la forma particular en que
está percibiendo un paisaje natural.
El “componente
humano” o del espíritu que impone Hegel como indispensable podría entenderse
también, en la contemplación de un paisaje natural, como una relación de
inclusión del sujeto observador en el objeto contemplado, aportando el ser
humano la humanidad (espíritu) que precisa lo observado para ser entendido como
bello. La suma del objeto (desfiladeros, cumbres, bosques de hayas) y del sujeto
forman así la obra de arte “humana”. El poeta Pablo Neruda decía “Como todas
las cosas están llenas de mi alma…”, en relación a esto, dando lugar al común
dicho de que “la belleza está en los ojos del que mira”, que se cumple en el
arte de la fotografía. O, incluso, se podría llegar a que algo no existe o no
“se termina” hasta que no ha sido observado y valorado con el entendimiento
humano (aunque esto es fenomenología hegeliana), como le sucedía al poeta Pedro
Salinas cuando escribía cartas a su amada Katherine Whitmore, en su llamada
“Teoría Alicante-amor 1935” (Salinas, 2002:270-271):
Era un acto de amor incompleto, aún.
Al recibirlo con tu alma, ya me he expresado. Eso es lo hermoso, y lo
peligroso, del amor: que la consumación y realización plena de nuestros actos
no dependen de uno mismo, sino del otro, también. Si tú no leyeras mis cartas
con atención de alma, hasta el fondo, mi amor, no el nuestro, no, el mío, se
quedaría imperfecto, y lo que yo he pensado y sentido aquí, por hermoso que
pudiera ser, en sí, no alcanzaría verdadera realidad.
Lo que venimos a decir con esto
es que Ordesa es la carta que escribe Pedro Salinas y Katherine somos nosotros
que la leemos, completándola con nuestra obra
de contemplarla[8].
Eso mismo parece sugerir el archiconocido cuadro de Caspar David Friedrich[9]
(1818):
Este punto, el
de experimentar la belleza natural (y la artística también) a través de una
interacción del espíritu o del entendimiento, es algo en lo que han ahondado
muchísimos autores y es prácticamente la base de la estética.
Hartmann
comienza su obra Estética (1977:6)
afirmando que una "Estética" no se destina ni al creador ni al
contemplador de lo bello, sino sólo al pensador,
al que en el párrafo siguiente se refiere como “filósofo”: “El filósofo inicia
su tarea donde ambos [creador y contemplador] abandonan el asombro de lo que
experimentan a los poderes de la profundidad y del inconsciente”.
Según Hartmann
(1977:6), el filósofo, como sujeto que pasará por la experiencia estética, tras
abandonar el asombro, “sigue el rastro de lo enigmático, analiza. Pero en el análisis
cancela la actitud de la entrega y del éxtasis. La estética es exclusiva de quien
tiene una actitud filosófica”. Y, al contrario, las actitudes de entrega y
éxtasis perjudican la filosófica.
Los conceptos
opuestos que está manejando podrían esquematizarse así:
Impacto sensorial |
Actitud filosófica |
Asombro,
entrega, éxtasis, ensimismamiento. |
Análisis,
pensamiento, seguimiento del rastro de lo enigmático. |
La
actitud filosófica de la experiencia estética podría corresponderse con el
“componente humano” que hemos citado antes (metafóricamente, la lectura de una
carta por su destinatario/a, que concluye la redacción de dicha carta), es
decir, el espíritu de Hegel.
Kant lo había
planteado de otra forma, casi antagónica. De acuerdo con la síntesis de su teoría
que expone Tatarkiewicz (2015:367), “la experiencia estética no es conceptual (esto diferencia la
actitud estética de la cognoscitiva)”, esto es, atribuye a la experiencia
estética únicamente lo que hemos llamado “impacto sensorial” en la tabla anterior,
mientras que a la parte filosófica le vincula lo que llama “actitud
cognoscitiva”.
La teoría que
sostenemos aquí es que la experiencia estética de un entorno natural como
Ordesa engloba ambas actitudes, la extática y la filosófica, al simultanearse unas
veces o sobreponerse la una a la otra según qué ocasiones, debido al intrínseco
proceso dinámico que supone la contemplación de un paisaje en movimiento. Es
forzosa la acción de caminar mientras se produce la percepción sensorial de la
belleza. Esto implica un proceso diacrónico o temporal (pueden ser bastantes
horas; también ocurren cambios si se visita en distintas épocas del año),
diatópico o espacial (cambia el paisaje a la vez que avanzamos) y lo que
podríamos llamar diafásico o circunstancial (distintas situaciones o
circunstancias, tanto externas como internas del sujeto observador).
Esto se puede
enlazar con la famosa escuela peripatética del siglo IV a. C., fundada por
Aristóteles con su costumbre de pensar caminando. Otros tantos filósofos también
lo hacían, como Nietzsche, dejando constancia de ello en El paseante y su sombra (1880).
En el acto de
caminar o también de correr puede haber, entre muchas, dos actitudes que
expondremos aquí, una sensorial, de vacío
placentero y, la otra, filosófica, de llenado,
de inspiración y enriquecimiento. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr, Haruki Murakami dice
(2015:40):
Mientras corro, tal vez piense en los
ríos. Tal vez piense en las nubes. Pero, en sustancia, no pienso en nada.
Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de
ese coqueto y artesanal vacío. Es realmente estupendo. Digan lo que digan.
Un montañero o senderista
disfruta a menudo de ese estado en el conjunto de percepciones sensoriales que
ofrece la acción de caminar y la belleza natural a través de los sentidos. Kant
podría vincularlo con el desinterés
de la experiencia estética, como si el objeto artístico (vista, paisaje) fuese
únicamente una bella imagen despojada de sus connotaciones, lo que enlaza con dos
puntos más que señala Tatarkiewicz (2015:367): que la experiencia estética no
es conceptual y que hace referencia únicamente a la forma del objeto.
Ahora bien, en
cuanto al juicio del gusto kantiano,
el placer no sólo estaría basado en la sensación, sino en la imaginación y en
el juicio subjetivo de cada mente, de donde se puede obtener la universalidad al darse numerosos juicios
estéticos parecidos: la mayoría de los seres humanos juzgan el Parque Nacional de Ordesa como bello porque las mentes
humanas están construidas de un modo parecido, como dice Tatarkiewicz (ib.). Todo esto sin tener en cuenta lo
sublime, que se saldría de los límites razonables de lo placentero.
[…] la vaguada se ofrece como una
extensa llanura que sirve para apreciar el triunfo de la Frocata, enorgullecida
y ostentosa en su monstruosa gallardía. Como verdaderamente soberana, se aísla
en medio de fantásticas murallas; el espectáculo puede compararse al de un
templo indio empezado a edificar (Briet, 2001:34).
O bien:
Cuantos han llegado hasta la Lana de
Cotatuero han sufrido iguales emociones; se ha escrito, y se ha escrito con
acierto: en el valle de Ordesa se encuentran reunidos los aspectos más variados
en gradaciones marcadas de vigor, de tonalidades de color, de gracia y de
belleza. ¡Cuántas veces, tendido sobre la pradera, verdaderamente extasiado,
con la beatitud infinita a que se inclina nuestro espíritu fatigado de la
existencia terrenal, he soñado, reconcentrado en mí mismo, ante este palacio de
la Naturaleza, cual si me encontrara en el seno de Dios! (Briet, 2001:39)
Y también:
Hay en estos textos del insigne
viajero francés un indudable proceso cognitivo simultáneo o consecuente a la
percepción sensorial. La belleza estimula el espíritu, en términos hegelianos.
La belleza natural tiene un sentido, al menos para los que Hegel clasifica como
“sentidos teóricos”: la vista y el oído (Hegel, 1989:40). Byung-Chul Han
desarrolla que el gusto y el olfato no se incluyen en el deleite estético y que
sólo son receptivos para lo agradable, que no es lo “bello del arte” (Han,
2016:13). Desde nuestro punto de vista, consideramos que la exclusión es algo
excesivo y que son más bien complementarios o secundarios. El olfato enriquece
la experiencia estética en multitud de ocasiones. En el caso de Ordesa, con el
olor del boj en el bosque bajo; no digamos con un día húmedo o lluvioso que
haya mojado la tierra. El tacto aporta toda una serie de sensaciones, desde el
pisar las hojas caídas en otoño o la nieve recién caída en invierno, hasta
pararse un momento a acariciar un mullido musgo o simplemente sentir el viento
y la temperatura. El gusto, ciertamente, es un canal minoritario, que se
limitaría a la pureza del agua de un manantial o un arroyo al beber, o bien,
como cuenta Lucien Briet, a degustar una fresa silvestre o una frambuesa.
No siempre la
experiencia estética es mero deleite, sino que en los tres ejes que mencionamos
anteriormente, el temporal, el espacial y el circunstancial, puede darse una
actitud filosófica de horror o desasosiego. El romántico Víctor Hugo, en su diario
Viaje a los Pirineos y los Alpes,
escribía en 1842, en Cauterets (Pirineo francés, no llegó a pasar por Ordesa),
tras un paseo nocturno, una serie de sensaciones horrorosas: “Un ruido
repelente y terrible salía de las tinieblas, allá abajo, en el precipicio, a
mis pies; era el grito de rabia del torrente oculto por la niebla” (Hugo,
2012:192), que a las pocas horas, por la mañana, contradecía: “Ningún
pensamiento triste, ninguna ansiedad surgía de este conjunto lleno de armonía”,
de donde extraía para el destinatario de su carta (Hugo, 2012:193):
Me parece, amigo mío, que las cosas
allí son más que un mero paisaje. Es la naturaleza vislumbrada en ciertos
momentos misteriosos en los que todo parece soñar, casi he dicho pensar, cuando
el alba, la roca, la nube y el matorral viven más visiblemente que a otras
horas y parecen estremecerse con el sordo latido de la vida universal.
La subjetividad inherente a la
estética origina tal amplitud de la actitud filosófica que no hay fin en la
vastedad de pensamientos que podamos tener los seres humanos al contemplar
algo. Unamuno, por su parte, jugaba a personificar los distintos elementos del
paisaje natural, atribuyéndoles sentimientos, a veces sin ningún sentido
lógico, sino exclusivamente subjetivo: “Y si los arroyos y los árboles
contemplaban a las rocosas cumbres, también éstas, también las cumbres de roca
contemplaban a los arroyos y a los árboles. Acaso éstos envidiaban la
excelsitud y hasta la soledad de las cumbres” (Unamuno, 1965:16).
Desde
luego, dar vida a los elementos del paisaje revela un alto grado de valoración
de éstos, a los que atribuye belleza, magnificencia, etc. Sin duda, al sujeto
observador tales objetos se le han
revelado como estéticos, habiendo
sido dicho fenómeno estudiado por Hartmann (1977:194):
Así, pues, el objeto natural debe
habérsele revelado ya como estético, si puede encontrar en él los aspectos que
intenta destacar como esenciales en su representación —en dibujo, pintura,
poesía. Esto quiere decir: debe haberse presentado a su conciencia, en la
visión y en el placer de lo visto, lo que más adelante habrá de objetivar por
su parte en la creación y podrá mostrar a su época.
Esto es un hecho muy destacable,
pues incide no solamente en las claves por las que el sujeto reconoce la belleza
del paisaje natural, sino en sus consecuentes reflexiones de la mencionada
actitud filosófica. Así, la mirada del contemplador de lo bello natural es una mirada de artista[11],
en cierto modo, pues detecta lo que se podría representar en las distintas manifestaciones
artísticas: arquitectura (como el templo indio que decía Briet al describir la
Fraucata, 2001:34), pintura (“en el valle de Ordesa se encuentran reunidos los
aspectos más variados en gradaciones marcadas de vigor, de tonalidades de color”,
que también decía Briet, 2001:39), literatura (tanto Briet como Víctor Hugo), escultura,
etc.
El arte
subyace en el imaginario colectivo y, por tanto, individual, como si fuese un
lenguaje en su definición de facultad
de hablar. La cultura en la que nos hallamos inmersos nos proporciona esa
facultad, una especie de “gramática generativa” como la de Noam Chomsky, con
unas reglas lógicas e inconscientes. Volvemos a lo dicho de Pedro Salinas, que
para la creación literaria hace falta un hábitat que es la tradición literaria.
La facultad de “hablar arte” (reconocer contrastes y armonías de colores,
armonías de formas, de sustancias, de texturas; la composición adecuada en la
disposición de objetos, las magnitudes, las distancias, la perspectiva…) es una
más de las vertientes de la razón humana, como el lenguaje verbal, el cálculo,
la lógica, etc. La mirada de artista hace comprehender
(en su acepción primera, ‘abrazar, ceñir o rodear por todas partes algo’, que
decía Bayer, 1965:210) el objeto artístico que, en este caso, es el paisaje de
Ordesa.
No faltan
ocasiones en las que, por ejemplo, nos quedamos absortos divisando borrosos
contornos azules en las montañas de la lejanía, al verlas desde una cumbre (por
ejemplo, la Punta Acuta, 2248 m, verdadera atalaya de lo más asequible de subir
para contemplar cumbres y valles todo alrededor) y percatarnos de que ese azul
difuso de las siluetas se corresponde con la técnica del sfumato que desarrolló Leonardo da Vinci en el Renacimiento.
Sostenemos
que hay características comunes en la apreciación estética del paisaje natural
que deben estar ya implícitas en la mente humana, configurada durante siglos o
milenios con creaciones y contemplaciones artísticas[12].
No es posible, por otra parte, que siempre haya habido expresiones artísticas
que hayan sembrado la mente de esas reglas lógicas y gramática para apreciar la
belleza, sino que debió haber momentos tempranos en los que la cultura era
pobre en manifestaciones y los individuos reconocían per se la belleza natural, hasta cierto punto, pues no la
respetaban como se respeta hoy un parque nacional. En todo caso, una cultura
mayor o menor sirve de estructura sobre la que se erige la facultad de
reconocimiento de lo bello natural y, de ahí, su inherente actitud filosófica.
Se
pueden mencionar, con relación a esto, hechos insólitos en Ordesa como alguna
persona caminando con un altavoz escuchando reaggetón
en lugar de disfrutar del silencio o de escuchar los pájaros; de alguno fumando
en lugar de respirar la pura humedad del aire junto a una cascada; de otros
vandalizando la corteza de hayas milenarias con navajas en vez de contemplar su
tersura, su plateado gris, sus retales de musgo. A tales personas, que no
deberían estar allí, les ha faltado una mayor inmersión en lo más valioso de
nuestra cultura para despertarles la sensibilidad estética, tanto en su parte
pasiva (impacto sensorial) como en la activa (actitud filosófica).
Kant
no menciona explícitamente la necesidad de un ideario colectivo que posibilite
la mirada de artista, aunque sí una cognición que proporcione tanto una
intuición como un concepto. En la actividad de la elaboración del concepto tras
la intuición, propia de la experiencia estética, está la actitud filosófica de
Hartmann, a la que hemos añadido esa base de lenguaje artístico. Enfatizamos
esa vertiente de actividad del
entendimiento frente a la pasividad de la sensibilidad, como explica Malcolm
Budd (2014:54):
La identificación del placer
distintivo de lo bello invoca la distinción entre sensibilidad (pasiva) y
entendimiento (activo), entendiendo lo sensual como opuesto a lo intelectual,
lo dado en la percepción opuesto a lo que es “pensado”, y constituyendo lo
primero una relación “inmediata” con el objeto en su singularidad, lo segundo,
referido al objeto “mediatamente” a través de una característica universal, una
que un número de objetos podrían tener en común.
Relacionamos a continuación la pasividad y la actividad de Malcolm Budd con la positividad y la negatividad
de Byung-Chul Han, y su concepto de distancia.
El alemán coreano explica cómo en Kant hay un juego libre de facultades ante la
belleza, entre la intuición de los datos sensoriales (la imaginación) y el
entendimiento, pero que “este juego libre no es del todo libre, no carece de
objetivo, pues es un preludio al
conocimiento en cuanto que trabajo.
[…] La belleza presupone el juego.
Tiene lugar antes que el trabajo”
(Han, 2016:34). Para él, los cánones de belleza actuales, muy táctiles y muy
agradables, no ofrecen ninguna negatividad, sino que son positivos, para
arrancar un “me gusta” como es costumbre en las publicaciones bonitas de las
redes sociales. La pasividad de Budd sería positiva; el entendimiento,
negativo. Lo positivo no se enfrenta a ninguna resistencia. Por eso Byung-Chul
Han acabará defendiendo lo sublime frente a lo bello, al no ser lo sublime algo
para complacer a priori, sino una
experiencia estética más compleja, con más trabajo.
Lo bello agrada al sujeto porque
estimula el concierto armónico de las facultades cognoscitivas. El sentimiento
de lo bello no es otra cosa que el “placer por la armonía de las facultades
cognoscitivas” […], la cual es esencial para el trabajo del conocimiento. […] Aunque lo bello no produce por sí
mismo conocimiento, sin embargo, entretiene
y mantiene a punto el mecanismo
cognoscitivo. En presencia de lo bello, el sujeto se agrada a sí mismo. Lo
bello es un sentido autoerótico (Han, 2016:34-35).
Byung-Chul Han asocia esa
apreciación de la belleza en sentido autoerótico con la positividad, opuesta a
la negatividad de la alteridad del Eros[13],
que precisa una distancia, siendo la falta de ésta lo que destruye el
sentimiento erótico, que aquí podemos también relacionar con la apreciación
estética. T. W. Adorno también aludió a la alteridad u otredad que es necesaria
para traspasar lo superficial de lo bello: “Esto formal, que obedece a
legalidades subjetivas sin consideración de su otro, mantiene su carácter
agradable sin ser quebrantado por eso otro: la subjetividad disfruta ahí
inconscientemente de sí misma […]” (Adorno, 1984:70).
Es
muy llamativa esta relación existente entre el disfrute de la belleza con el
disfrute erótico, hablando directamente del goce, ya que nos encontramos
todavía en el plano de lo bello, no lo sublime. El erotismo se ha simbolizado
desde mucho tiempo atrás con la diosa Afrodita/Venus, que en la decoración de
los palacios renacentistas cobró una nueva significación derivada del disfrute
amoroso, como una extensión connotativa de éste:
Fueron muchos los dioses que entraron
en los palacios del Renacimiento para explicar tantas cosas que es imposible
recogerlos. Entre ellos las Venus habitaron jardines y colecciones, asociadas
al disfrute de la naturaleza y, en definitiva, a los sentidos. De hecho, muchas
de las escenas mitológicas con desnudos transcurren en la naturaleza (Urquízar/Cámara,
2017:88).
La diosa Venus está en el goce de
los sentidos. Hay, por tanto, un disfrute erótico, de gusto o de placer, en la
recepción positiva de la belleza, a
través de la percepción sensorial, en el juego de facultades de imaginación y
entendimiento.
Relativamente
en contra de la actitud “de condena” de Byung-Chul Han ante lo bello,
sostenemos que no hay nada de “malo” en esto, salvo en que dicha actitud puede
resultar incompleta y consumible. El senderista que pasee por Ordesa sin
traspasar el umbral de lo sublime, o de realizar un trabajo más profundo y
complejo en su juego cognoscitivo, se llevará únicamente sensaciones
agradables, probablemente capturadas en unas cuantas fotografías para enseñar a
los amigos. El sentido autoerótico está en gustarse a sí mismo/a estando allí,
o por haber estado allí, con algunas
fotografías en las que figura él o ella. La experiencia es consumible por
necesitar verse de nuevo en otro sitio, en una erotomanía de consumo turístico
siempre voraz de sitios nuevos, o de los mismos sin conocerlos realmente.
Pero ya se ha
mencionado que tras la sensibilidad viene el entendimiento, la actitud
filosófica, donde las impresiones sentidas que estimulan la intuición desencadenan
una cognición o reflexión, como el placer de abandonarse al cansancio y
quedarse dormido, para consecuentemente soñar y despertarse manejando ideas
nuevas. Nietzsche, como los peripatéticos, seguramente paseaba y canalizaba
esas sensaciones físicas para desarrollar sus ideas, que luego plasmaría por
escrito. Volviendo a Venus, podríamos asociar la percepción sensorial con el
erotismo y la actitud filosófica con el amor, de donde uno surge del otro, como
en La llama doble de Octavio Paz.
De estos pensamientos que se generan ante un espectáculo natural como
Ordesa, ocurre que a veces surgen no tanto de lo bello sino de lo sublime, ante
las proporciones gigantescas, las formas insólitas, las distancias, el ángulo
de visión… Aunque se trate del Pirineo francés, el circo de Gavarnie está
bastante cerca y así lo veía Víctor Hugo (2012:195-196):
En medio de las curvas sin ritmo de las montañas, llenas de
ángulos obtusos y de ángulos agudos, aparecen súbitamente líneas rectas,
simples, calmas, horizontales y verticales, paralelas o cortándose en ángulo
recto, y combinadas de tal manera que de su conjunto resulta la figura
resplandeciente, real, penetrada por el azul y por el sol, de un objeto
imposible y extraordinario.
¿Es una montaña? ¿Pero qué montaña ha
presentado nunca esas superficies rectilíneas, esos planos regulares, esos
paralelismos rigurosos, esas extrañas simetrías, ese aspecto geométrico?
¿Es una muralla? Hay, efectivamente,
unas torres que la apuntalan y la apoyan, por aquí están unas almenas, por allá
las cornisas, los arquitrabes […].
Es una montaña y una muralla a la
vez; es el edificio más misterioso del más misterioso de los arquitectos; es el
coliseo de la naturaleza: es Gavarnie.
Imaginemos encontrarnos ante tal
espectáculo de la naturaleza sin haber visto jamás nada parecido, ni siquiera
en fotografías. De hecho, más adelante desarrollaremos lo inútil de las
fotografías para la experiencia estética del paisaje natural. Víctor Hugo no ha
descrito el circo de Gavarnie con adjetivos como “bello”, sino más como
“extraordinario”, “imposible”, “geométrico”… Se encontraba ante lo sublime en su original definición
kantiana. Hartmann, ante una imagen así, niega el juego libre de las facultades
y lo califica de “involuntario, aunque no por ello surgido casualmente”
(Hartmann: 1977:196). La sugestión o implicatura de la imagen está presente y
es lo que genera la inferencia, en términos de la pragmática lingüística de H.
P. Grice[14].
Y no surge casualmente por los rasgos comunes que sugiere para que en la
inferencia se nos presenten ideas, conceptos o imágenes bajo unas relacione
lógicas. Sería una forma de abstracción similar a la que realiza un lector ante
figuras como el símil, la metáfora o el símbolo, pero, curiosamente, aquí es al
revés: un símbolo, como el pino, es un poema lírico un elemento que pertenece a
un decorado imaginario, simbólico, para hablar de un concepto real en el sujeto
lírico, que sería la juventud (lo que siempre está verde). En cambio, un
paisaje de montaña, siendo un elemento real, va a simbolizar algo imaginario,
como el vigor, la fortaleza, la vejez, lo sagrado, etc.
Así
ocurre, por ejemplo, ante la mirada de un rebeco que el caminante descubre
súbitamente, deteniéndose para no asustarlo. La fascinación no deja sitio a una
comunicación con el objeto estético. No es del ámbito humano. Se puede
humanizar o poetizar todo, como habrían hecho Unamuno o Machado, pero en
realidad hay una sensación de extrañeza que también señaló Hartmann (1977:199):
Ahí se mezcla peculiarmente algo muy
subjetivo con algo muy objetivo, sin estorbarse uno a otro; el sentimiento de
la naturaleza y el sentimiento de uno mismo se enlazan ahí en una unidad que no
debilita la oposición, sino que la recoge como esencial condición previa. Así
como el hombre humaniza todo, así humaniza también la indiferencia de la
naturaleza, es decir, en cierta medida, su inhumanidad. La experimenta como una
especie de disposición y, a saber, como una disposición hacia él. Pero a la vez
esta disposición le es extraña en lo más profundo del alma. Pues él, el hombre,
no es capaz de tal indiferencia. Y así experimenta esta disposición hacia él —es
decir, la inhumanidad percibida en ella justo por la humanización— como su
extrañeza e impenetrabilidad, como aquello que él no es capaz de comprender en
ella.
Es por ello una experiencia
incomparable. Lo que no ha hecho el ser humano guarda una parte de misterio, lo
impenetrable e incomprensible, e inasible como un sarrio en las empinadas
laderas de Ordesa. Sera ésta una de las facetas de la distancia que queremos
describir, esa extrañeza a la par que sensación de minoridad, inferioridad o
pequeñez, que a la vez es de gratitud por poder estar ahí. La distancia es, en
este sentido, intercorporal, entre entidades, donde hay una distancia de
incertidumbre que nunca se llega a traspasar, como explica Byung-Chul Han en la
alteridad del Eros con lo que llama
“distancia originaria” (Han, 2021:36-37).
No
obstante, también se puede mencionar el efecto estético de la distancia
objetiva, la que consta en la mirada del sujeto al estar realmente allí,
recorriendo la Faja Racón, ascendiendo al Tozal del Mallo o a la Faja de las
Flores, superando el desnivel de las Gradas de Soaso para encontrarse frente a
frente con la gran llanura con el Monte Perdido y el Soum de Ramond al fondo.
Esa distancia conmociona de una manera que ninguna fotografía ni reproducción
en una superficie plana, ya sea un papel o una pantalla, puede igualar. Ante
una fotografía hay una falta de distancia total, que obliga al cristalino del
ojo y a sus músculos a contraerse de una manera no natural, no antropológica,
pues nuestros ancestros pasaron muchos miles de años, cientos de miles, mirando
más en lontananza que superficies planas cerca de los ojos. La sensación de
libertad es cierta e intensa ante la grandiosidad de un paisaje como es el de
Ordesa.
Para
finalizar, como dice Esther Valdés (2017:40), “merece la pena recordar las
palabras de Agustín Berque cuando explicaba que la locución china shanshui
(paisaje), cuyos dos ideogramas significan montaña-agua[15],
recoge un sentido profundo que hace referencia a la naturaleza humana unida a la naturaleza cósmica”. Casualmente, en
las paredes del centro de visitantes de Torla, donde hay escritas frases
célebres de viajeros, científicos, poetas y filósofos, aparece:
La palabra china “san shui” significa “el
agua que fluye desde la montaña” y simplemente “paisaje”.
Los
orientales ya contaban, muchos siglos antes que nosotros los occidentales, con
una cultura que les proporcionaba una intuición para reconocer el valor de la
estética de la naturaleza. La sensación de libertad y de agradecimiento ante
paisajes y momentos insólitos produce esa unión a la “naturaleza cósmica” que
recuerda E. Valdés a través de Berque. Por eso saber mirar un paisaje natural
único como Ordesa es tan valioso, o más, que saber apreciar una obra de arte
hecha por el ser humano.
Conclusiones
Son dos los actos,
conceptualizados en sus verbos en infinitivo, que se objetivan en la
contemplación del paisaje dinámico –por desplazarnos en él y por verlo
repetidas veces en diversas épocas, no siendo nunca igual- del Parque Nacional
de Ordesa: sentir y pensar, que son, nunca mejor dicho, las
dos laderas de una misma montaña.
Ambos se originan en la misma
experiencia de estar ahí, o incluso del dasein
(ser-ahí) de Heidegger. No es esto bello
del paisaje, de sus formas y sensaciones, el “placer desinteresado” de Kant (o
no completamente), sino un placer que se nutre de profundizar en la búsqueda de
lo misterioso, o incluso de lo absoluto (como en la poesía de Juan Ramón
Jiménez) o incluso de un vínculo primigenio con la naturaleza en general, donde
también nos encontraríamos nosotros mismos.
Se ha hablado
de libertad en la percepción del “armonioso caos” que es el orden natural, una
libertad que se contagia al sujeto en su apreciación estética. Esa intuición
consiste en comprender sin saber conscientemente por qué se comprende, como al
percibir un símbolo. Al igual que Unamuno asociaba las tradiciones populares y
la fe religiosa a un paisaje natural en San
Manuel Bueno, mártir, se puede relacionar la soberbia riqueza natural de
Ordesa a algo unificador en el ser humano como esas tradiciones en una
sociedad. Juan Victorio hablaba de la lírica popular, basada en la naturaleza
como símbolo, como “aquello que permitía al individuo reconocerse positivamente
en su colectividad” (Victorio, 2001:9), de manera que se rompe la jaula de la
individualidad para sentirse partícipe de un lenguaje universal, común y
extensísimo, donde uno se siente libre, no encerrado. Sirviéndonos de la
célebre bimembración de Simónides de Ceos, ut
pictura poesis/ut poesis pictura,
el paisaje es “poesía muda”, con toda la fuerza de su simbolismo como un acto
ilocutivo del lenguaje.
Por otra
parte, en la experiencia sensorial, la sensitiva, la que Byung-Chul Han relega
a un plano inferior como positiva,
que se correspondería con la apreciación de la belleza de Kant, hallamos también un posible crecimiento o sanación
mediante un goce que consista en no
pensar, como Murakami cuando describía su acción de correr. No es tanto que
sentir, haciendo referencia a la
“atención plena” o mindfulness,
implique el no pensar, sino que ese
no-pensar es una forma de pensar. Es un esfuerzo también para purgar o sanear
la mente (el espíritu hegeliano) con un pretendido vacío que permita
desreconocerse, quitarse la identidad que a uno lo encierra, y llenarse de la
poesía visual que lo libera.
En lo sublime,
el pensar se ha adelantado al sentir, que también está, pero subordinado a la
aparición de sugestiones cognitivas por ese estado de shock. La irrupción de la actitud filosófica ante un espectáculo que
nos supera es otra genialidad de la naturaleza como artista. Nos impone un
trabajo, esa negatividad que ensalza
Byung-Chul Han, que es verdaderamente una experiencia, tanto estética como
vital.
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Juan (2001), El amor y su
expresión poética en la lírica tradicional. Madrid: La Discreta.
[1]
Louis François Elisabeth, barón Ramond de Carbonnières (1755-1827), pionero
explorador de Ordesa, fue zoólogo, botánico, físico y geólogo. Se le considera
el mayor naturalista del Pirineo. Comenzó el conocimiento geográfico de la
cordillera pirenaica con la obra Observaciones hechas en los Pirineos
(1789).
[2]
Lucas Mallada (1841-1921), oscense, fundador de la paleontología en España.
Realizó la descripción física y geológica de Huesca.
[3]
Jean Daniel François (Franz) Schrader (1844-1924), cartógrafo y pintor, realizó
el mapa del Monte Perdido en 1874.
[4] Norbert
Casteret (1897-1987), espeleólogo, exploró las grutas pirenaicas descubriendo
muchas desconocidas y yacimientos prehistóricos.
[5]
Emmanuel de Margerie (1862-1953), geólogo que dio a conocer la compleja composición
geológica del Monte Perdido. Autor de una carta geológica en colaboración con
Schrader.
[6] Malcolm Budd (2014:72-74)
expone detalladamente en qué consiste ese desinterés. “Kant mantiene que el
placer expresado en un juicio de gusto puro es desinteresado.” Léanse las
páginas referidas.
[7] Más adelante se
desarrollará este punto a través de Hartmann.
[8] No deja de coincidir esto
con la estética de la recepción de H. R. Jauss en crítica literaria: “En
efecto, la literatura y el arte sólo se convierten en proceso histórico
concreto cuando interviene la experiencia de los que reciben, disfrutan y juzgan
las obras” (Jauss, apud Domínguez
Caparrós, 2009:387).
[9]
Podría cumplir una función parecida el hombre situado en la puerta del fondo en
Las Meninas de Velázquez, como
observador global de todo el conjunto y que da el sentido de totalidad.
[10] La
ecología derivada de la apreciación estética de los bosques que planteaba Briet
sembró un precedente que llegaría hasta la actualidad, con puntos en contacto
con teóricos como Michael Marden en sus trabajos sobre la estética del mundo
vegetal: “Our moulding of the world is an inverted image of its vegetal
creation: we fill the air with CO2, deplete the soil, prompt global warming,
make the desert expand. The human art of world-creation verges on
world-destruction, diminishing the concrete possibilities for future life.
Conversely, plants are the architects of the environment who expand the
liveable realm both through their crafting of climates and through their
activities of growth and decay” (Marder, 2022:4).
[11]
Puede desarrollarse este punto con la obra de John Berger (2016), Modos de ver, Barcelona: Gustavo Gili,
que comienza con la afirmación “La vista llega antes que las palabras”. La
mirada artística a la que nos referimos es una especie de intuición previa a un
razonamiento consolidado, un código de un lenguaje que subyace al lenguaje.
[12]
Este hecho también coincide con la estética de la recepción de Jauss, en el
caso de la literatura: “El lector contemporáneo compara la obra leída con otras
antes leídas (implicación estética)”, en Domínguez Caparrós, 2009:385.
[13] Concepto que desarrolla
en su libro La agonía del Eros
(2018), ed. Herder, Barcelona.
[14] Véase Grice, H. P.
(1975). «Lógica y conversación». En Valdés, L. La búsqueda del significado. Madrid: Tecnos/Universidad de Murcia,
1991, pp. 511-530.
[15] Es muy curioso que ese
esquema coincida con el escenario cargado de misticismo que utilizó Miguel de
Unamuno en San Manuel Bueno, mártir.
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