El árbol como símbolo en la literatura española
Nota previa: el siguiente trabajo comenzó en 2018 con la intención de llegar a libro o a un artículo publicable. Sin embargo, no pasó de una introducción de tono lírico y nostalgia académica, pues no hacía mucho tiempo de mi época de estudiante universitario. Siete años después, doy por frustrado el ambicioso proyecto y me decanto por algo más modesto.
A continuación, expongo aquella introducción del año 2018, que escribí en los primeros meses de trabajo en aquel instituto de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero recuerdo que se la mostré a mi tutora de prácticas, a quien ni le iba ni le venía todo esto.
Una introducción personal: el lenguaje de los árboles
Mientras buscaba un título para esta obra, se me iban sucediendo unos y otros sintagmas más o menos precisos, hasta que me vino a la cabeza un fragmento de uno de mis intentos de poesía:
Porque a las cuerdas orquestales son las manos
lo que el infinito a la vida.
Y no son las cuerdas vocales lo que habla,
sino el aire que se mueve.
Ver lo eterno es muerte y transformarse
en alto chopo blanco.
No, no se entenderá el Lenguaje
si no se piensa
que no es el viento lo que suena,
sino las hojas de los árboles.
En la línea de algún insigne filósofo, quiero aquí concebir la realidad como lenguaje, ese Lenguaje con mayúscula. Sé que debería leer más sobre filosofía del lenguaje antes de ponerme a escribir esto, pero no hay tiempo. Ya lo editaré más adelante. En cualquier caso, el primer paso a seguir es analizar una de las partes de ese lenguaje. Como Champollion y los primeros que intentaron traducir los jeroglíficos, que se fijaron en los "cartuchos", los símbolos que rodeaban grafías indicando nombres de faraones, me dedicaré a observar un fragmento de la realidad que nos rodea, el mundo de los árboles.
¿Por qué los árboles? Me han fascinado desde siempre. Desde muy joven los dibujaba y guardaba en otoño sus hojas en libros o cuadernos. Nos abastecían para todo, nos proporcionaban herramientas y juguetes, ya fuera a través de una rama o un trozo de corteza caída.
Pero hay algo muy sencillo de lo que nos damos cuenta con los árboles, sin necesidad de leer libros sobre ellos: son más altos que un hombre. Una mente antigua tenía que admirarse ante esa estatura y verticalidad. Los antiguos, además, vivían en comunión con la naturaleza mucho más que nosotros, los supuestos sabihondos de la "sociedad de la información". Para muchas cosas, justo a través de esa conexión, la gente de la antigüedad era más sabia, gracias a la observación meticulosa y profunda, con una enorme capacidad de abstracción. Las cosas no eran, en muchos casos, mera decoración arbitraria, sino que tenían un sentido y significaban algo.
Estamos ya muy lejos de los orígenes del lenguaje o, mejor dicho, de nuestras lenguas históricas, para poder apreciar el largo camino que lleva recorrido cada unidad del código, cada palabra. Nuestras palabras son ya meras herramientas y se han quedado vacías. Pero hace tres, cuatro o cinco mil años no era así, porque la capacidad de comunicarse acababa de forjarse a base de la interacción con el medio, con lo que cada palabra tenía vivas y latentes connotaciones. Por ejemplo, decimos ahora la palabra "amarillo" y solamente pensamos en un color. Como mucho, podemos notar que en muchos casos alude a la 'precaución', por las señales de las obras, o algo que tenga que llamar atención, por los marcadores fluorescentes con los que resaltamos palabras en documentos escritos. Pero un indoeuropeo de hace cinco mil años, que carecía de una sociedad compleja con una cultura anterior en la que basarse, nombraba las cosas con lo que iba encontrando en la naturaleza, con las sensaciones que le transmitían. Así, aunque hubiera flores amarillas, aunque el sol fuera amarillo, lo que le hizo designar este color fue algo sinestésico, la hiel. Al comerse un animal, vería ese tono amarillo junto al hígado, de amargo sabor, en contraste con el resto de sabores de la carne. De ahí esa manera de 'resaltar', la 'advertencia' o 'precaución'. Muy pocos se dan cuenta de que está presente la palabra "hiel" en todas las lenguas para nombrar este color: ing – yellow; pl – żołty; r – жëлтый; al – gelb; it – giallo; y si no es esta sustancia, la bilis, es su sabor amargo: esp – amarillo; lat – amarus; p – amarelo. El amarillo es, por tanto, el color 'amargo', una sinestesia, una simultaneidad de percepciones sensoriales.
Recordemos, pues, que todo el conocimiento inicial de un ser humano tenía que estar construido con lo que veía y experimentaba en la naturaleza. Descartando por ahora el tema del alma y el espíritu, con lo que vivimos y con lo que aprendemos es con el cuerpo. El cuerpo es el instrumento de conocimiento del mundo que, además, es parte de la naturaleza. El ser humano fabrica, hace lo artificial, es un homo faber, pero es un ser natural, procede de la naturaleza. Esto lo tenían muy claro cuando tenían que afrontar la muerte: se enterraban los cadáveres como semillas, para que dieran lugar a una nueva vida, o se llevaban a una alta peña para que las aves carroñeras tomasen sus restos y los llevasen al cielo. Se devolvía lo dado. Como decía J. Manrique en sus Coplas, aunque nos estemos refiriendo al cuerpo, "dio su alma a quien se la dio".
De aquí que todas las palabras con las que se comunicaban los seres humanos, con las que comprendían el mundo, tuvieran que proceder de la naturaleza, en mayor o menor medida. Y no sólo había que nombrar realidades concretas, sino abstractas; no sólo había que nombrar y comprender lo de fuera, sino lo de dentro. Así, el cuerpo, el instrumento de conocimiento del mundo, con lo que se conoce todo lo que está afuera, sirve también para conocer lo que hay dentro, a través de lo que se ve y lo que se siente. Lo que está afuera está adentro. El decorado exterior, el orden natural, servía de plantilla de traducción, de piedra Rosetta, para entender lo que les pasaba a las personas por dentro y así entenderse a sí mismas.
La naturaleza es el espejo de nuestra psique. No entenderemos nunca quiénes somos ni quiénes son los demás si no entendemos el lenguaje primigenio, sus símbolos universales. Es lo que quise decir en el poema, anunciando, además, la manera de intentar comprenderlo: a través de las hojas de los árboles, no fijándonos en el viento. A través de lo tangible y lo visible, no a través de lo inasible. Estos símbolos estarían primero en la jerarquía del código del inconsciente colectivo de C. G. Jung, quien considero que se aproximó a una interpretación de este lenguaje a través de los sueños, los mitos y el arte. Jung (1984: 91-92) habla de “símbolos naturales” (contenidos inconscientes de la psique) y “símbolos culturales” (“verdades eternas”, religiones, imágenes colectivas). Como es natural, tantos siglos o milenios de cultura han dejado su huella en el llamado "inconsciente", sobre todo las religiones, pero, recordemos, lo primero era la naturaleza. Dejo para más adelante la explicación de lo que entiendo por "inconsciente".
De este modo, podemos ver a ese hombre o mujer de la más remota antigüedad mirar la magnífica altura, la majestuosidad y la perfección de un árbol, de fuerte tronco y profundamente amarrado al suelo. Vería algo así:
En ese momento, esa persona se daría cuenta de su inferioridad, de lo minúscula que es y de la grandeza de la naturaleza. Pero, además, estar ahí suponía algo: un vínculo a ese majestuoso abeto, al ser tanto éste como el ser humano hijos de la "madre tierra", mater tellus, y, al estar debajo, estaría sometida a su influjo y protección, el poder de ese árbol. Estar ahí nos revela lo que tenemos nosotros de ese alto y verde árbol. Es un encuentro con esa parte de nosotros, o quizá con algo que deseamos o añoramos, como veremos más adelante.
Un término conocido en antropología es el de la “identidad psíquica” o “participación mística” de los primitivos, que ha sido eliminada en nuestra cultura actual, y es lo que venimos exponiendo. La cultura de los antiguos vehiculaba estos mensajes del "código natural": así, una muchacha, en nombre de todas las mujeres, se sentía “florida”, o “verde” como un pino, o mecida por el viento como un álamo.
Conviene matizar por qué tanta admiración e identificación o búsqueda en los árboles como símbolos. Dice Isabel Uría (1989:103):
Así, desde los tiempos más remotos, el árbol, por su propia forma y sustancia (porque es vertical, crece, pierde las hojas y las recupera una y otra vez), representa -ya sea de manera ritual y concreta, o mítica y cosmológica, o puramente simbólica- al cosmos vivo que se regenera incesantemente, y, como vida inagotable equivale a inmortalidad, [...]
No solamente se trata de su grandeza en el espacio, sino en el tiempo. Los árboles parecían inmortales, sumidos en los eternos ciclos de la naturaleza: tan milagroso podía parecer que muriesen cada otoño y revivieran en primavera, como que estuvieran siempre verdes fuera cual fuera la estación del año. Y a esto, hecho formidable que superaba la limitación humana de su mortalidad, hay que añadir la mencionada verticalidad que señala Uría (1989:104):
[...] el árbol, como símbolo del cosmos, de la vida inagotable, de la realidad absoluta, es también un símbolo del "centro", y por su verticalidad se convierte en el eje del universo, punto de intersección de los niveles cósmicos y, por tanto, capaz de unir el cielo, la tierra y el infierno.
Son un nexo, una interconexión entre lo que está arriba y lo que está abajo, entre la oscuridad de las raíces y la luminosidad del cielo, entre la oscura base de un pozo iniciático y su salida a la luz, entre la oscura cripta de una catedral y sus altas torres que tratan de tocar el cielo. Representa todo un sistema de vida muy en común con la nuestra: la oscuridad de donde nacemos, de la que crecemos, de la que obtenemos alimento, nos ha hecho alzarnos; de ella extendemos la belleza de las ramas y las hojas, incluso los frutos que aportamos al mundo.
No lo he visto en ningún libro, pero me gusta fijarme en las finas ramificaciones de sus copas, que tan bien se ven en invierno en los árboles de hoja caduca. Son como terminales nerviosas, son dendritas que se multiplican para ser lo más sensibles posibles. Como los capilares sanguíneos en los alvéolos pulmonares, como cables que tuvieran que descargar de electricidad estática. Las ramas, ramitas, con todas sus yemas y hojas, son un medio de contacto, son sutiles instrumentos para tocar el cielo. Un cielo unido con la tierra a través de un eje, el tronco, por eso el árbol es el axis mundi.
Espero que estos breves y desordenados apuntes hayan sido suficientes para abarcar la magnitud de la importancia de los árboles, tanto por su valor físico como simbólico. Ahora, como si cada uno fuera una palabra, un jeroglífico lleno de connotaciones y profundidades, iremos viendo uno por uno lo que significan, rastreando su pista en la literatura y en el arte.
JUNG, CARL GUSTAV (1984). El hombre y sus símbolos. Barcelona: Luis de Caralt.
URÍA MAQUA, ISABEL (1989), "El árbol y su significación en las visiones medievales del otro mundo", Revista de literatura medieval, ISSN 1130-3611, Nº 1, 1989, págs. 103-122.
***
El árbol en la poesía
Palabras liminares
Lo primero, pido disculpas a los lectores más exigentes porque, en el momento de escribir estas líneas, llegando el otoño de 2025, ya no me veo capaz de escribir como hace siete u ocho años, cuando acababa de enfrentarme a duros estudios universitarios y unas oposiciones de enseñanza secundaria en Madrid. Por entonces, aunque también con un estilo personal, era capaz de redactar artículos académicos. Ahora, por el contrario, no soy capaz de escribir prácticamente nada que no sea de mis raíces (valga la dendrología o dendrofilia), nada que no esté impregnado de mi ser más profundo, de mi estado emocional del momento, de mis experiencias vitales... Es decir, que a todo le imprimo ya un sesgo autobiográfico. Admito el probable narcisismo, pero hay un motivo real más justificable y dramático, que es que noto que envejezco, que olvido las cosas, que evoluciono a peor, y que voy "contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando" (J. Manrique). Le tengo miedo a la muerte y a desaparecer. Por eso, ahora, escribo como hablo. Alguien podrá leerme cuando ya no esté en el mundo (iba a decir "este mundo", pero soy ateo) y quizá me sienta más vivo así, tal como pienso esta noche de un viernes de septiembre, que en un frío artículo científico.
Ese rumbo autobiográfico que tanto me sale viene aquí al caso porque, un día, en la biblioteca pública de Usera, en la exposición bibliográfica que tenían montada con algún tema de naturaleza, había un bonito libro que trataba de árboles, que es el siguiente:
VV. AA. (2022), La poesía de los árboles. Madrid, Nórdica Libros.
Ilustraciones de Leticia Ruifernández y edición y prólogo de Ignacio Abella.
Me encantó hallar, o que me hallase a mí, un libro de árboles y poesía. La edición es preciosa. Las ilustraciones en acuarela, abundantísimas, casi la mitad del libro, también. Ahora bien, la selección deja mucho que desear, al tratar de abarcar fragmentos de obras literarias de todo el mundo, de indígenas, de chinos, de japoneses, de anglosajones..., metidos ahí por querer ser políticamente correctos, por querer visibilizar a todos los autores, autoras, culturas y pueblos supuestamente excluidos.
En mi caso, considero que lo que se está excluyendo es la literatura española y la hispánica en general, la de nuestra lengua, si bien hay aportaciones interesantes de otras culturas. Nos quedamos a medias con poemas tan heteróclitos. Es como un libro de aves que me compré, que incluía aves de todo el mundo, cuando lo que yo necesitaba era conocer las que tenía a mi alrededor.
Pero a este libro le debo haber retomado este proyecto y el descubrimiento de unos cuantos poemas que sí me interesan. Me propongo leer y comentar libremente cada uno, que no son propiedad de ese libro porque son de autores de dominio público, así como añadir otros que encuentre a través de otras fuentes e incluso alguno mío.
"Árboles hombres", Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-1958)
Ayer tarde
volvía yo con las nubes
que entraban bajo rosales
(grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.
La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
y oí hablar a los árboles.
El pájaro solo huía
de tan secreto paraje,
solo yo podía estar
entre las rosas finales.
Yo no quería volver
en mí, por miedo de darles
disgusto de árbol distinto
a los árboles iguales.
Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oía hablar a los árboles.
Me retardé hasta la estrella.
En vuelo de luz suave
fui saliéndome a la orilla,
con la luna ya en el aire.
Cuando yo ya me salía
vi a los árboles mirarme,
se daban cuenta de todo,
y me apenaba dejarles.
Y yo los oía hablar,
entre el nublado de nácares,
con blando rumor, de mí.
Y ¿cómo desengañarles?
¿Cómo decirles que no,
que yo era sólo el pasante,
que no me hablaran a mí?
No quería traicionarles.
Y ya muy tarde, muy tarde,
oí hablarme a los árboles.
Tomado de «Romances de Coral Gables», en En el otro costado, 1936-1942.
"Carne inmortal", de Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1892 - 1979)
Yo le tengo horror a la muerte.
Mas a veces cuando pienso
que bajo de la tierra he de volver
abono de raíces,
savia que subirá por tallos frescos
árbol alto que acaso centuplique
mi mermada estatura,
me digo: -Cuerpo mío:
Tú eres inmortal.
Y con fruición me toco
los muslos y los senos,
el cabello y la espalda,
pensando: ¿Palpo acaso
el ramaje de un cedro,
las pajuelas de un nido,
la tierra de algún surco
tibio como de carne femenina?
Y extasiada murmuro:
-Cuerpo mío: ¡Estás hecho
de sustancia inmortal!
"Árboles", Federico García Lorca (Fuentevaqueros, 1898-1936)
¡Árboles!
¿Habéis sido flechas
caídas del azul?
¿Qué terribles guerreros os lanzaron?
¿Han sido las estrellas?
Vuestras músicas vienen del alma de los pájaros,
de los ojos de Dios,
de la pasión perfecta.
¡Arboles!
¿Conocerán vuestras raíces toscas
mi corazón en tierra?
"Sólo el hombre", Pablo Neruda (Chile, 1904-1973)
Yo atravesé las hostiles
cordilleras,
entre los árboles pasé a caballo.
El humus ha dejado
en el suelo
su alfombra de mil años.
Los árboles se tocan en la altura,
en la unidad temblorosa.
Abajo, oscura es la selva.
Un vuelo corto, un grito
la atraviesan,
los pájaros del frío,
los zorros de eléctrica cola,
una gran hoja que cae,
y mi caballo pisa el blando
lecho del árbol dormido,
pero bajo la tierra
los árboles de nuevo
se entienden y sé tocan.
La selva es una sola,
un solo gran puñado de perfume,
una sola raíz bajo la tierra.
Las púas me mordían,
las duras piedras herían mi caballo,
él hielo iba buscando bajo mi ropa rota
mi corazón para cantarle y dormirlo.
Los ríos que nacían
ante mi vista bajaban veloces
y querían matarme.
De pronto un árbol ocupaba el camino
como si hubiera
echado a andar y entonces
lo hubiera derribado
la selva, y allí estaba
grande como mil hombres,
lleno de cabelleras,
pululado de insectos,
podrido por la lluvia,
pero desde la muerte
quería detenerme.
Yo salté el árbol,
lo rompí con el hacha,
acaricié sus hojas hermosas como manos,
toqué las poderosas
raíces que mucho más que yo
conocían la tierra.
Yo pasé sobre el árbol,
crucé todos los ríos,
la espuma me llevaba,
las piedras me mentían,
el aire verde que creaba
alhajas a cada minuto
atacaba mi frente,
quemaba mis pestañas.
Yo atravesé las altas cordilleras
porque conmigo un hombre,
otro hombre, un hombre
iba conmigo.
No venían los árboles,
no iba conmigo el agua
vertiginosa que quiso matarme,
ni la tierra espinosa.
Sólo el hombre,
sólo el hombre estaba conmigo.
No las manos del árbol,
hermosas como rostros, ni las graves
raíces que conocen la tierra
me ayudaron.
Sólo el hombre.
No sé cómo se llama.
Era tan pobre como yo, tenía
ojos como los míos, y con ellos
descubría el camino
para que otro hombre pasara.
Y aquí estoy.
Por eso existo.
Creo
que no nos juntaremos en la altura.
Creo
que bajo la tierra nada nos espera,
pero sobre la tierra
vamos juntos.
Nuestra unidad está sobre la tierra.
Del libro Las uvas y el viento [1950-1953] de Pablo Neruda.
"El álamo", Vicente Aleixandre (Sevilla, 1898-1984)
En el centro del pueblo
quedaba el árbol grande.
Era una plaza mínima,
pero el árbol viejísimo
la desbordaba entera.
Las casas bajas como animales tristes
a su sombra dormían. Creeríase
que a veces levantaban una cabeza, alzasen
una noble mirada y viesen aquel cielo de verdor
que hacía música o sueño.
Todo dormía, y vigilante alzaba
su grandeza el gran álamo.
Diez hombres no rodearían su tronco.
¡Con cuánto amor lo abrazarían midiéndolo!
Pero el árbol, si fue en su origen (¿quién lo sabría ya?)
una enorme ola de tierra que desde un fondo reventó, y quédose,
hoy es un árbol vivo. Abuelo siempre vivo del pueblo, augusto
por edad y presencia.
A su sombra yacen las casas, viven,
se despiertan, se abren: salen los hombres, luchan,
trabajan, vuelven, póstrense. Descansan.
A veces vuelven y allí cobijan su postrer aliento.
Bajo el árbol se acaban.
El pueblo está en la escarpa de una sierra.
Arriba la Najarra.
Abajo la llanura, como una sed enorme de perderse.
Despeñado, colgante, quedó el pueblo agrupado bajo el árbol.
Quizá contenido por él sobre el abismo.
Y sus hombres se asoman
en su materia pobre de siglos
y echan sus verdes ojos, sus miradas azules,
sus dorados reflejos, sus limpios ojos claros y oscurísimos,
ladera abajo, hasta rodar en la llanura insomne
y perderse a lo lejos, hasta el confín sin límites que brilla
y finge un mar, un puro mar sin bordes.
El árbol: un álamo negro, un negrillo, como allí se nombra.
El álamo: "Vamos al álamo." "Estamos en el álamo" Todo es álamo.
Y no hay ya más que álamo, que es el único cielo de estos hombres.
"Bosque", Ángel González (Oviedo, 1925-2008)
Cruzas por el crepúsculo.
El aire
tienes que separarlo casi con las manos
de tan denso, de tan impenetrable.
Andas. No dejan huellas
tus pies. Cientos de árboles
contienen el aliento sobre tu
cabeza. Un pájaro no sabe
que estás allí, y lanza su silbido
largo al otro lado del paisaje.
El mundo cambia de color: es como el eco
del mundo. Eco distante
que tú estremeces, traspasando
las últimas fronteras de la tarde.
"Un árbol", Celia Viñas (Lérida, 1915-1954)
Un árbol
sobre mi huesos.
Nada más. No. Nada más.
Silencio...
Si hay un árbol, sabrán todos
que debajo está mi cuerpo.
Los pájaros y los niños
y el mar que gime a lo lejos.
Todo lo demás olvido,
hasta el hombre que quiero.
Gracias.
Enterradme en aquel cerro,
en aquel cerro desnudo,
desnudo y seco,
como yo, sí, como yo,
orfandad de unos hijos que no espero.
Ay, mi corazón,
abuelo
de tus bosques, ciudad mía,
Si me muero -que me muero-,
no me llevéis, no,
al cementerio
con los muertos.
¿Sabéis? Odio las manos cansadas
de los sepultureros.
Que me entierren cuatro niños
cantando un romance viejo.
Sí,
en aquel cerro,
¿lo veis tras de mi ventana?
Todos mis sueños,
pájaros en vuelo
sobre los pinos futuros
y ciertos
de los bosques del mañana, mi Almería.
Si mi muerte te da un árbol, muero.
¡Qué dulce la muerte mía
sobre tus desnudos cerros!
Aunque no esté referido de modo particular a Alhama, recogemos el poema "Un árbol", escrito en diciembre de 1944 y publicado en su primer libro de poemas, Trigo del corazón (1946) que nos muestra su calidad poética, su sentido profetice, su amor a esta tierra y su profundo conocimiento del paisaje almeriense desde el primer momento de su llegada a nuestra ciudad.
"Han descuajado un árbol", Rafael Alberti (Puerto de Santa María, Cádiz, 1902-1999)
Han descuajado un árbol. Esta misma mañana,
el viento aún, el sol, todos los pájaros
lo acariciaban buenamente. Era
dichoso y joven, cándido y erguido,
con una clara vocación de cielo
y con un alto porvenir de estrellas.
Hoy, a la tarde, yace como un niño
desenterrado de su cuna, rotas
las dulces piernas, la cabeza hundida,
desparramado por la tierra y triste,
todo deshecho en hojas,
en llanto verde todavía, en llanto.
Esta noche saldré -cuando ya nadie
pueda mirarlo, cuando ya esté solo-
a cerrarle los ojos y a cantarle
esa misma canción que esta mañana
en su pasar le susurraba el viento.
"Los robles", Rosalía de Castro (Santiago de Compostela, 1837-1885)
Fragmentos:
II
Bajo el hacha implacable, ¡cuán presto
en tierra cayeron
encinas y robles!;
y a los rayos del alba risueña,
¡qué calva aparece
la cima del monte!
Los que ayer fueron bosques y selvas
de agreste espesura,
donde envueltas en dulce misterio
al rayar el día
flotaban las brumas,
y brotaba la fuente serena
entre flores y musgos oculta,
hoy son áridas lomas que ostentan
deformes y negras
sus hondas cisuras.
Ya no entonan en ellas los pájaros
sus canciones de amor, ni se juntan
cuando mayo alborea en la fronda
que quedó de sus robles desnuda.
Sólo el viento al pasar trae el eco
del cuervo que grazna,
del lobo que aúlla.
III
[...]
Árbol duro y altivo, que gustas
de escuchar el rumor del Océano
y gemir con la brisa marina
de la playa en el blanco desierto,
¡yo te amo!, y mi vista reposa
con placer en los tibios reflejos
que tu copa gallarda iluminan
cuando audaz se destaca en el cielo,
despidiendo la luz que agoniza,
saludando la estrella del véspero.
IV
Torna, roble, árbol patrio, a dar sombra
cariñosa a la escueta montaña
donde un tiempo la gaita guerrera
alentó de los nuestros las almas
y compás hizo al eco monótono
del canto materno,
del viento y del agua,
que en las noches del invierno al infante
en su cuna de mimbre arrullaban.
Que tan bello apareces, ¡oh roble!
de este suelo en las cumbres gallardas
y en las suaves graciosas pendientes
donde umbrosas se extienden tus ramas,
como en rostro de pálida virgen
cabellera ondulante y dorada,
que en lluvia de rizos
acaricia la frente de nácar.
¡Torna presto a poblar nuestros bosques;
y que tornen contigo las hadas
que algún tiempo a tu sombra tejieron
del héroe gallego
las frescas guirnaldas!
"Paz", Alfonsina Storni (Argentina, 1892-1938)
Vamos hacia los árboles… el sueño
Se hará en nosotros por virtud celeste.
Vamos hacia los árboles; la noche
Nos será blanda, la tristeza leve.
Vamos hacia los árboles, el alma
Adormecida de perfume agreste.
Pero calla, no hables, sé piadoso;
No despiertes los pájaros que duermen.
"Tres árboles", Gabriela Mistral (Chile, 1889-1957)
Tres árboles caídos
quedaron a la orilla del sendero.
El leñador los olvidó, y conversan,
apretados de amor, como tres ciegos.
El sol de ocaso pone
su sangre viva en los hendidos leños
¡y se llevan los vientos la fragancia
de su costado abierto!
Uno, torcido, tiende
su brazo inmenso y de follaje trémulo
hacia otro, y sus heridas
como dos ojos son, llenos de ruego.
El leñador los olvidó. La noche
vendrá. Estaré con ellos.
Recibiré en mi corazón sus mansas
resinas. Me serán como de fuego.
¡Y mudos y ceñidos,
nos halle el día en un montón de duelo!
"El libro de la naturaleza", César Vallejo (Perú, 1892-1938) - Atención, habla del tilo.
Profesor de sollozo —he dicho a un árbol—
palo de azogue, tilo
rumoreante, a la orilla del Mame, un buen alumno
leyendo va en tu naipe, en tu hojarasca,
entre el agua evidente y el sol falso,
su tres de copas, su caballo de oros.
Rector de los capítulos del cielo,
de la mosca ardiente, de la calma manual que hay en los asnos;
rector de honda ignorancia, un mal alumno
leyendo va en tu naipe, en tu hojarasca,
el hambre de razón que le enloquece
y la sed de demencia que le aloca.
Técnico en gritos, árbol consciente, fuerte,
fluvial, doble, solar, doble, fanático,
conocedor de rosas cardinales, totalmente
metido, hasta hacer sangre, en aguijones, un alumno
leyendo va en tu naipe, en tu hojarasca,
su rey precoz, telúrico, volcánico, de espadas.
¡Oh profesor, de haber tanto ignorado!
¡oh rector, de temblar tanto en el aire!
¡oh técnico, de tanto que te inclinas!
¡Oh tilo! ¡oh palo rumoroso junto al Marne!
"El árbol menos", Pedro Salinas (Madrid, 1891-1951), poema de 1929.
EL ÁRBOL MENOS
En el filo del hacha
me llevaron
un pedazo del mundo.
Ciprés:
largas sombras azules
en un muro encalado,
veo.
El ruiseñor cimero,
cantarín del antojo,
oigo.
Por su masa secreta,
índice vertical
del paisaje seguro,
sé.
En el filo del hacha
me lo llevaron todo.
Cierro los ojos
ante paredes blancas,
se me empapa el silencio
de ruiseñor huido,
tiemblo, inmóvil,
en campiña sin clave.
"En los bosques de Pensilvania", Gloria Fuertes (Madrid, 1917-1998) - Sobre los árboles caídos, muertos, como las grandes hayas y los abetos en Ordesa... Poner alguna foto mía.
Cuando un árbol gigante se suicida,
harto de estar ya seco y no dar pájaros,
sin esperar al hombre que le tale,
sin esperar al viento,
lanza su última música sin hojas
—sinfónica explosión donde hubo nidos—,
crujen todos sus huecos de madera,
caen dos gotas de savia todavía
cuando estalla su tallo por el aire,
ruedan sus toneladas por el monte,
lloran los lobos y los ciervos tiemblan,
van a su encuentro las ardillas todas,
presintiendo que es algo de belleza que muere.
"Chopo de invierno", Dámaso Alonso (Madrid, 1898-1990)
Huso de la hiladora,
a la mañana blanca y nueva,
chopo desnudo y fino:
entre la niebla,
hilas ropas de boda
para la Primavera.
Un arroyito claro
te lame el pie: se lleva
el hilillo que hilas
de tus copos de niebla;
el hilillo que hilas
y que se va cantando
entre la hierba
fresca.
"Existían tus manos", Antonio Gamoneda (Oviedo, Asturias, 1931)
Un día el mundo se quedó en silencio;
los árboles, arriba, eran hondos y majestuosos,
y nosotros sentíamos bajo nuestra piel
el movimiento de la tierra.
Tus manos fueron suaves en las mías
y yo sentí la gravedad y la luz
y que vivías en mi corazón.
Todo era verdad bajo los árboles,
todo era verdad. Yo comprendía
todas las cosas como se comprende
un fruto con la boca, una luz con los ojos.
Antonio Gamoneda en Exentos I (1959-1960 y 2003), incluido en Antología poética (Alianza Editorial, Madrid, 2007).
"¿La vida?", Marcos Ana (Alconada, Salamanca, 1920-2016)
Decidme cómo es un árbol.
Decidme el canto de un río
cuando se cubre de pájaros.
Habladme de mar, habladme
del olor ancho del campo,
de las estrellas, del aire.
Recitadme un horizonte
sin cerradura y sin llave,
como la choza de un pobre.
Decidme cómo es el beso
de una mujer. Dadme el nombre
del amor, no lo recuerdo.
(¿Aún las noches se perfuman
de enamorados con tiemblos
de pasión bajo la luna?
¿O sólo queda esta fosa,
la luz de una cerradura
y la canción de mis losas?).
Veintidós años… Ya olvido
la dimensión de las cosas ,
su olor, su aroma… Escribo
a tientas: “el mar”, “el campo”…
Digo “bosque” y he perdido
la geometría de un árbol.
Hablo por hablar de asuntos
que los años me borraron…
... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
(No puedo seguir, escucho
los pasos del funcionario).
Madrid ha rendido homenaje al poeta Marcos Ana, el preso que más años pasó en las cárceles franquistas. La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ha asistido hoy al acto en recuerdo del autor, que ha tenido lugar en la Imprenta Municipal-Artes del Libro. Allí se ha presentado la edición que esta entidad ha realizado del poema ‘La vida’, que Ana escribió en prisión y en el que expresa sus anhelos de libertad.
Nota 72 del editor de La poesía de los árboles, Ignacio Abella: "Marcos Ana es el seudónimo de Fernando Macarro Castillo, poeta que fue torturado y condenado a muerte por dos veces tras la guerra civil española. Al cumplir los noventa años explicaba que en realidad había cumplido sesenta y siete años de vida, ya que los veintitrés años restantes los pasó en la cárcel. Fue liberado a causa de la presión internacional. Poema incluido en Decidme cómo es un árbol, Madrid: Umbriel, 2007.
Anexo I
Ruta guiada por el parque de Pradolongo (en proceso de redacción)
Debido a mi situación laboral presente, en el momento en que redacto este texto, en el CEPA Orcasitas, la ruta a seguir debería empezar en el lado occidental del parque, aproximadamente donde he puesto la X roja:
Comenzaremos junto a esta columna toscana (que no es dórica porque tiene basa):
Cerca de esa columna hay un ejemplar de un árbol muy frecuente en el parque y en todo Madrid, que no tiene referentes literarios. El almez, Celtis australis.
Almez
Celtis australis. Es bello, resistente y sus frutos se comen cuando están maduros (se ponen de color marrón oscuro o negro). Tardan mucho en madurar y la parte comestible para nosotros es una capa muy fina sobre el hueso o parte dura. A los pájaros no les importa, se los comen enteros.
Arce real o arce noruego
Su nombre científico es Acer platanoides. Lo de "platanoides" quiere decir 'parecido al plátano', al género de árboles Platanus que ya conocían los antiguos griegos, en donde entraría nuestro plátano de sombra o Platanus hispanica, que echa bolas que se convierten en pelos marrones cuando son aplastadas. Este otro no, el Acer platanoides echa semillas aladas.
Tilo
Tilia tormentosa.
Famosa infusión, calma y lentitud en dar flores y frutos.
Famosa calle de Berlín, "Unter der Linden", 'bajo los tilos'.
Olmo
Ulmus.
Buscar poema de Machado, A un olmo seco.
Ahí hay una buena olmeda. Recordar a los alumnos los sustantivos colectivos y El caballero de Olmedo, de Lope de Vega.
Otro buen ejemplar está cerca del huerto Halcones:
No sé si este otro, muy bello, que está junto al fresno de la orilla del lago es otro olmo. Tengo que confirmarlo:
Arce negundo
Acer negundo. Paseo junto al huerto Halcones.
Este otro, de la foto a continuación, no sé si es un arce negundo o es otra cosa.
Dentro del jardín botánico tenemos los siguientes:
Castaño de Indias
Olivo
Hay bastantes poemas y menciones de este árbol en literatura.
Melia
Boj
Buxus
Eucalipto azul
El cartel está bastante desmejorado:
Abeto del Cáucaso
Con nidos de cotorra argentina.
Ciprés
Cuprus, hablar de que su nombre viene de la isla de Chipre, donde nació Afrodita.
Poner el poema del ciprés de Silos y otros que encuentre.
Roble
Hablar del robledal de Corpes del Cantar de Mio Cid y de otros poemas o relatos donde aparezca el roble.
Hablar de los distintivos militares y recordar cómo es la graduación de oficiales en el ejército español.
Mencionar que tal vez el adjetivo "robusto", que ya era igual en latín (robustus), venga de "roble".
Encina
Quecus ilex
Poemas de lírica tradicional. So el enzina.
¿Árbol consagrado a Júpiter, o es el roble?
Sombra de la encina, siempre agradable.
Otras encinas junto a las pistas deportivas:
Las hojas a veces son bastante largas y sin formas puntiagudas. Las bellotas también pueden ser muy diferentes. Recordar a los alumnos de dónde viene la palabra "glande", glandis en latín.
Almendro
Prunus ... algo.
Duraznillo
Cercis canadensis
Fresno
Fraxinus, en la orilla del lago. Era antes uno de mis lugares favoritos, pero lo han podado mucho.
No sé si este otro es otro tipo de fresno. Según el móvil, puede ser un Fraxinus velutina:
Pino
Espléndido paseo bajo los pinos, junto al lago:
Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
El muerto, José Hierro.
Esta foto a continuación no es de Pradolongo, sino del Parque Lineal Palomeras, también en Madrid. Foto de hace años con un móvil antiguo. No la borro por nostalgia de esa época.
Álamo
Populus alba
La forma de las hojas varía bastante entre las partes altas y bajas del árbol.


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