domingo, 11 de junio de 2017

El pico Tendeñera y la lógica del peligro


A menudo me preguntaba qué sentido tiene exponerse conscientemente al peligro en determinadas situaciones, tanto en cuanto a arriesgar la integridad física como en cuanto al ámbito de la legalidad, como puede ser transgredir normas para exponerse a ser detenido o multado. Respecto a lo segundo, en la mayoría de los casos, uno transgrede para obtener lo que no podría siguiendo las normas. Por ejemplo, robar algo cuyo precio es muy elevado; superar límites de velocidad para llegar antes al destino; saltar o cruzar algo prohibido para conseguir un propósito, etc. En estos casos, siempre hay una utilidad práctica tangible, racional. En el primer caso, el de la integridad física, salvo si es para otro propósito igual de práctico, como subir a un tren en marcha porque si no lo perdemos, no está muy claro por qué se hace, sobre todo entre los jóvenes. 
Se suele decir, popularmente, que uno busca el riesgo para "buscar emociones", para explorar sentimientos. Al pensarlo desde esa óptica, no deja de parecer un argumento egoísta. Para "buscar emociones" se pueden hacer muchas cosas perjudiciales para los demás. Uno puede buscarlas robando, hiriendo, engañando y traicionando, por ejemplo. Pero si un sujeto con esta idea alega que sólo arriesga su cuerpo o intelecto mediante una conducta individual, sin incluir a nadie, tampoco está siendo del todo justo. La razón es que todos formamos parte de una sociedad que nos ha facilitado todos los medios para desarrollarnos, y por tanto, le "debemos la vida". Tenemos esa deuda y obligación hacia los que nos han proporcionado todos los recursos para estar fuertes y sanos. Si nos lesionamos o matamos mediante una conducta temeraria, sin otro fin que "buscar emociones" (combatir el aburrimiento), estamos violando ese pacto, estamos despreciando el trabajo de nuestros padres que nos han alimentado, de la sociedad que nos ha dado salud, educación, etc. Nuestra vida se debe al trabajo de muchos.
Otra cosa sería exponerse al peligro para salvar a otros, como haría un bombero, o a contaminarse para subsanar una catástrofe ecológica. Sería otra vez "para" algo, con una utilidad práctica y racional.
Sin embargo, he llegado a la conclusión de que, en muchos casos y con una determinada predisposición, la exposición al peligro físico tiene mucho sentido, y es la razón a la que se atienen muchos de los que buscan emociones sin saber explicar por qué. La emoción, además, es un producto secundario que tiene unos efectos muy benéficos, y veremos más adelante cuáles son.
La exposición a situaciones límite de manera voluntaria, con riesgo de lesión o muerte, ha existido siempre en la historia de la humanidad y en todas las culturas. Pero curiosamente también está en los animales: sin ir más lejos, puede verse en los gatos. Un gato que tuve tenía la costumbre de saltar o trepar a los sitios más difíciles de la casa. No había manera de razonar con él (intenté explicárselo): una vez que se le metía una idea en la cabeza, la quería realizar con todo su empeño. En sus devaneos por la casa, se fabricaba un propósito y no paraba de intentarlo hasta que lo conseguía. Por ejemplo, saltar a lo alto de la hoja de la puerta, desde el sofá, y mantener ahí arriba el equilibrio. Sus golpes y caídas eran espectaculares.
Un inciso en esta imagen del gato. Este fin de semana estuve haciendo una excursión en el Pirineo aragonés, para intentar subir un pico que no había subido nunca, el Tendeñera. Desde Torla, se llega en coche por pista hasta San Nicolás de Bujaruelo (el famoso puente medieval, al que por cierto siempre fui andando), y allí empieza la marcha. Por la izquierda del puente, sin tener que cruzarlo, sale un camino que coge otra pista forestal cerrada al tráfico, por donde se llega al valle de Otal, que es un lugar precioso y recóndito, con verdes prados, un río serpenteante y algunas graciosas marmotas, cuyos agujeros en la tierra están por todas partes. En una hora y media, desde que salimos, llegamos a la cabaña-refugio de Otal, que es una ruinosa cabaña de pastores en un estado lamentable, con basura y otros desechos humanos dentro. No se puede dormir allí, pero sí se podría acampar por los alrededores, en verano. Ahí se acaba la pista, pero se distingue un tenue camino con las señales rojas y blancas del GR-11 que asciende a otra pradera verde más arriba, también bucólica, con un pequeño vallado que debió ser un corral de ganado.

Valle de Otal (foto: E. M. C.).
Ahí perdimos el camino y comenzamos lo que sería un grave error. A falta de camino y de indicaciones, sin guía y sin internet (no hay cobertura), no habiéndonos informado suficientemente sobre la ruta de la ascensión, subimos por donde nos llevó el sentido común: por un canal hacia el collado, para luego ir por la cresta hasta la cumbre. 
Pues bien, sucedió que ese canal con arroyos y neveros estaba formado por rocas sueltas que resbalaban y se desprendían. La pendiente de la subida era cada vez más pronunciada. Varias veces nos preguntamos si el camino era realmente ése. 
Había que usar las manos constantemente, buscando asideros que no se desprendiesen o moviesen. Todas las piedras estaban fisuradas y se movían. Nos alegramos de que no hubiese absolutamente nadie allí porque lo habríamos matado, de tantas piedras que hacíamos rodar y caer despeñadas, chocando unas con otras, al buscar apoyo en los pies. Estábamos muy cerca uno del otro para que, si nos tirábamos piedras, no hiciesen daño, pero una de las piedras involuntariamente caídas por mi acompañante, en cierto momento, me cayó en un dedo. Fue cuando me di cuenta de que estábamos haciendo algo peligroso.

Fue ya muy cerca del collado, a pocos metros, cuando nos atascamos en un paso bastante difícil. El canal se había puesto casi vertical y con una hendidura profunda en medio. Estábamos en uno de los lados y podíamos caernos a la zanja y rompernos la crisma. Todo resbalaba de piedras sueltas y arena. Mi compañera estaba mal sujeta y ya estaba advirtiendo que se iba a caer. 

Ascensión por canal para intentar alcanzar el collado (foto: E. M. C.).

Nunca jamás en la montaña he sufrido o asistido a un accidente. Me sacudí esa idea de la cabeza: eso no podía pasar. Yo también estaba mal sujeto y me resbalaba, pero no podía admitir que me pasara nada, ni a mi amiga tampoco. Como no podía bajar, subí más, tirando de brazos y escalando con dos dedos, apoyando bien los pies, para pasar a un sitio más estable y desde el cual se podía bajar a la zanja. La bajada por la hendidura fue incluso divertida: en escalada se llama eso "chimenea", porque bajas usando las dos paredes, con la espalda y los pies, como sea. Allí abajo pude ir "al rescate" de mi acompañante, que bajó por sí sola pero quizá gracias a la seguridad de estar yo para sujetarla (en ese caso, nos habríamos matado los dos, seguramente).
Renunciar a subir el pico fue algo que tardamos en concebir, porque mientras bajábamos más y más lo subido, íbamos buscando otros posibles caminos. Pero se empezó a nublar, se hizo tarde y no vimos ningún posible camino para subir. La vía de ascenso tenía que ir por otro sitio muy diferente y lejos de por donde fuimos.


Mientras bajaba, ya en la pista camino de Bujaruelo, escuchando las esquilas de las vacas, pensaba en la estupidez de haberse expuesto así a un accidente, hasta que me acordé de mi gato. Y entonces todo cobró sentido. Lo que hacen los gatos, desde jóvenes, implica a menudo riesgo físico y llegar al límite de esfuerzo. ¿Por qué un animal llega a su límite? Está claro: para entrenar, y entrenan para estar preparados para situaciones similares, si se presentan. Todo aquel que se haya expuesto a un peligro, y lo haya superado, se vuelve experto, en el sentido etimológico: "peligro" viene de "periculum", cuya base "peri-" está en "pericia", "perito", "experiencia". Como defienden las teorías de la Educación, las competencias o habilidades (sigo diciendo que en español deberían ser lo mismo, porque en inglés se nombran ambas como "skills") se consiguen haciendo. No se aprende nada hasta que no se hace. Aunque se pueda accidentar uno, el esfuerzo siempre vale la pena si se trata de llegar al límite, porque no estar preparado para algo no es práctico socialmente: si queremos (o debemos) ser útiles para la sociedad y contribuir a que ésta sobreviva, también tenemos que sobrevivir nosotros.
Y en esta superación de peligros en donde se desarrollan habilidades, mediante la experiencia, se generan emociones irrepetibles. Son emociones intensas que tienen dos utilidades inestimables: una, que hacen que nunca te olvides de lo que te sucedió, de la experiencia vivida, con todo el miedo, adrenalina, etc. que te invadió; y otra, todavía más importante, que es que te hacen valorar la vida y el momento presente. Cuando has estado a punto de descalabrarte, se te quitan muchas tonterías. Reorganizas tus concepciones de la realidad y de la existencia. Ves lo bueno de todas las cosas, valoras lo bueno en todo, las personas, lo que tienes y, en general, lo único y especial que es todo. En definitiva, arriesgar la vida hace valorarla.

En el Quijote (II, XVII), dice Cervantes: 

"Pero el andante caballero busque los rincones del mundo, éntrese en los más intricados laberintos, acometa a cada paso lo imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos, que buscar estos, acometer aquellos y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios." 

Si medio en broma Cervantes proponía que el mundo sería mejor con caballeros andantes, a lo mejor tiene de cierto que nuestra sociedad sería mejor si fuésemos valientes y experimentados.




Enlaces de interés (lo que hay que leer bien antes de intentar subir al Tendeñera):





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