domingo, 19 de febrero de 2023

La experiencia estética de Ordesa

Versión ampliada, con fotografías a color y con notas de diario del autor en el libro en papel:

https://amzn.eu/d/ijR9ykM 

Introducción

El Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, en el Pirineo aragonés, es un grandioso entorno natural de montaña que produce admiración en cualquier observador, en distintos grados y cualidades, pero sin dejar a nadie indiferente. Omitiremos en este ensayo la información meramente expositiva sobre el Parque Nacional, que se puede encontrar en cualquier página web o folleto turístico. Solamente procede mencionar que fue uno de los primeros parques nacionales de nuestro país, concretamente, el segundo. El primero fue el de Covadonga (Asturias), declarado el 22 de julio de 1918, con motivo de la celebración de los 1200 años de la batalla del mismo nombre con la que se inició la Reconquista. Pero muy poco después, el 16 de agosto del mismo año 1918, se declara también mediante Real Decreto el Parque Nacional de Ordesa (Huesca), aunque sus escasos límites no se ampliarían hasta 1982. En el valle de Ordesa no había razones históricas para su protección, sino su singular belleza natural. Por eso en este trabajo consideramos que Ordesa es verdaderamente el primer Parque Nacional. Que de todos los lugares de España eligieran el valle de Ordesa es prueba de que su belleza era (y es) insuperable. No en vano es Reserva de la Biosfera y consignado Patrimonio Mundial por la UNESCO.

Es por este motivo que, en este trabajo, vemos suficiente razón para desarrollar un modesto análisis de estética, en su definición básica de “percepción o apreciación de la belleza”, al igual que podría percibirse ésta en una obra de arte a través de los sentidos. Es por esto que nos serviremos de algunos teóricos clásicos de estética como Kant, Hegel, Adorno y Hartmann, complementándolos con otros más recientes como Byung-Chul Han. En gran medida, nuestro análisis oscilará entre las implicaciones que conlleva lo bello frente a lo sublime kantianos, cuyo dualismo, tanto opuesto como complementario, dará lugar a deducciones propias, que podrán ser desarrolladas o corregidas en futuros trabajos.

Nos hemos apoyado también en la literatura, con autores como Víctor Hugo, Unamuno, Machado, Pedro Salinas, Haruki Murakami y otros, con el fin de ilustrar mejor las ideas que se han expuesto, ya sea para ofrecer un símil con citas suyas o bien aportando las ideas filosóficas objetivas en sus creaciones literarias.

Por último, merece un lugar destacado Lucien Briet, no sólo por sus citas que aquí copiaremos, sino por el agradecimiento que le debemos al ser uno de los principales difusores del valor paisajístico del valle de Ordesa y alrededores. Su visión y su intelecto fueron de los primeros en comprehender la experiencia estética de este magnífico paisaje natural, que supo transmitir gracias a su elocuencia y perseverancia.


Sensibilidad y entendimiento en la experiencia estética de Ordesa

Partiremos del concepto de paisaje que explican Azcárate y Fernández (2017:18) sirviéndose de las acepciones que da la RAE:

  • Parte de un territorio que puede ser observada desde un determinado lugar.
  • Espacio natural admirable por su aspecto artístico.
  • Pintura o dibujo que representa un paisaje.
  • Espacio natural que, por sus valores estéticos y culturales, es objeto de protección legal para garantizar su conservación.

Nos interesa, sobre todo, la segunda por los mismos motivos a los que aluden los autores del manual Geografía de los paisajes culturales: “asocia paisaje a espacio natural con elevado valor artístico, lo que confiere una valoración subjetiva y estética del paisaje”. Mencionan los términos “valor artístico” y “estética”, que serán básicos en el desarrollo de este texto. El arte es la “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros” (RAE), es decir, una creación o una habilidad humana, una techné (arte < lat. ars, artis, y este calco del gr. τέχνη téchnē), por lo que surge la contradicción con el paisaje natural que no ha creado el hombre. 

Sin embargo, la mención de “estética” alude a la percepción sensorial de la belleza, la cual no requiere obligatoriamente que el objeto observado sea de fabricación humana, lo cual hace recaer el peso de la cuestión en la subjetividad. Este concepto lo mencionan Azcárate y Fernández (2017:18) en el comentario de la primera definición de “paisaje”, muy importante en el caso que analizaremos por su variable dinámica: “hay tantos paisajes como lugares de observación y tantos paisajes como observadores. Un paisaje es un objeto y un sujeto de observación que presenta una realidad objetiva, pero también subjetiva en función del observador”.

De modo que un paisaje natural (del que hablaremos aquí, aunque conviva con una adecuada huella antrópica, como senderos y puentes) ofrece prácticamente infinitas realidades de acuerdo con los múltiples puntos de observación, en sus dimensiones espaciales, a las que habría que añadir la cuarta dimensión, la temporal, en todas las cuales se constituye la subjetividad. Echemos un vistazo, de nuevo, al diccionario, para tener presente qué es lo subjetivo: “perteneciente o relativo al sujeto, considerado en oposición al mundo externo” o también “relativo al modo de sentir o pensar del sujeto, y no al objeto en sí mismo”. Ya veremos toda la complejidad que encierra algo tan aparentemente simple como relacionar ese “modo de sentir o pensar” con la belleza, la estética y demás conceptos que se desprenden del paisaje natural.

No obstante, no se puede obviar la dimensión objetiva en un espacio geográfico que se esté mirando. Azcárate y Fernández (2017:20) oponen naturaleza y paisaje: “El término paisaje se conforma por un entramado de relaciones sociales y culturales realizadas sobre la naturaleza”, que ya diferenció Humboldt. Ponen un ejemplo: “Una cordillera es un hecho objetivo de la naturaleza (tiene una definición precisa), es mensurable (tiene una altitud determinada y medible), posee un origen que se puede explicar […] es decir, […] puede ser estudiada en su atributo de elemento natural […]”. Sin embargo, en lo subjetivo, “no puede ser explicada desde el punto de vista sensorial […]. Es un espacio-imagen, de imagen colectiva, fruto de la suma de muchas imágenes individuales y convergentes” (2017:20-21).

Introducimos, pues, la variable que se desprende de la subjetividad que es la cultura. El sujeto observador que va a percibir sensorialmente la belleza está inmerso en una cultura que condicionará el fenómeno estético, la valoración y el disfrute del paisaje como bello. Ese espacio-imagen colectivo, formado por la impresión de imágenes percibidas y sentidas por cada individuo, converge a través de todas esas imágenes individuales en algo que podemos calificar de ideal, con un fuerte poder de connotación, de alusión, de sugestión, realimentado a través de la cultura.

Esta tesis que aventuramos aquí parte de una curiosa bidireccionalidad:

  • La cultura, cuando nos ha enseñado que lo natural es bello, conlleva la valoración del paisaje natural como bello. De hecho, hace que el paisaje natural exista al ser tenido en cuenta en una sociedad: declaración de Parques Nacionales.
  • La valoración del paisaje natural como bello alienta una cultura que, a su vez, se reafirma y evoluciona hacia una serie de valores (morales, estéticos…).

Es decir, hace falta una cultura adecuada para la apreciación estética de un paisaje, a la vez que tal apreciación estética desarrolla el ideario colectivo de una cultura en evolución como, por ejemplo, hacia el ecologismo, el animalismo, la revisión y posible idealización de la historia, una revaloración de las ciencias, etc.

Una determinada cultura enseña a pensar de una manera determinada. Pero cada individuo que piensa contribuye al desarrollo de la cultura en la que habita. Esta forma de habitar la relacionamos con el hábitat que menciona Pedro Salinas en Jorge Manrique o tradición y originalidad (1970:115), no tanto aquí como tradición poética de la que parte un poeta, sino de una tradición “ideológica” o cultura desde la que el individuo forja sus pensamientos.

Arribas Herguedas (2014:80-81) menciona la tesis de la “ecolatría”, derivada de la positive aesthetics, como ejemplo de producto cultural. Argumenta que la noción de “una naturaleza prístina, no modificada por el ser humano, que en ocasiones se postula además como criterio idealizado de valor estético y moral” no existe al no existir ningún espacio natural no modificado por el ser humano, pero sí lo natural como “todos aquellos hechos y procesos que tienen lugar sin que los seres humanos los propicien”, opuesto a lo artificial, lo que ha conllevado que el valor estético de lo natural se haya desarrollado paralelamente a la ciencia sobre lo natural, que es otra manifestación de la cultura (Arribas Herguedas, 2014:81):

Existe un proceso de creación implícito en la actividad científica mediante el cual las categorías para apreciar estéticamente la naturaleza son elaboradas tras haber «descubierto» los objetos y los entornos naturales. En suma, según Carlson, existe una íntima correlación entre el desarrollo de las ciencias naturales y la apreciación estética de la naturaleza. El primero ha permitido que objetos o entornos anteriormente desdeñados o ni siquiera merecedores de atención, como las montañas o las selvas, sean ahora estéticamente apreciados.

Así ocurrió con el tema que nos atañe, el Parque Nacional de Ordesa, con científicos como Ramond de Carbonnières[1], Lucas Mallada[2], Franz Schrader[3], Norbert Casteret[4], Margerie[5], etc.

Como se mencionaba más arriba con la interacción naturaleza y paisaje que planteaban Azcárate y Fernández (2017:20), el hecho objetivo que se puede medir, cartografiar, etc. suscita el interés subjetivo. La riqueza geológica y biológica de Ordesa, por ejemplo, atrajo a naturalistas (o, más preciso: pirineístas, como dice Eduardo Viñuales Cobos, 2001:XVII) que desarrollarían el valor estético como hecho colectivo y propiciarían su protección, como Pedro Pidal, Henry Russell, Charles Packe, Lucien Briet y Felipe Martín Donaire, aparte de los científicos ya mencionados.

Lucien Briet dejó constancia del trato que se le daba a Ordesa antes de que se evidenciara su valor científico y estético:

[…] es lamentable que este valle que debería ser respetado como un parque nacional sirva de teatro a actos vandálicos que entristecen el ánimo. El hacha aragonesa emplea procedimientos extraños: no corta los árboles por la parte del tronco inmediata al suelo, los decapita un poco más arriba, dejando el tronco afeado por muñones medio podridos y de aspecto desagradable. Explícase esta mutilación, contra cuyos autores toda censura, por enérgica que fuese, parecería benévola, por el hecho de que la resina de las raíces, que así quedan intactas, se acumula en ellas […]. Este es el origen de las teas […] (Briet, 2001:18).

[…] sus troncos poderosos se destacaban vigorosamente bajo sus verdes techumbres; uno de ellos, erizado de muñones, causaba lástima: los leñadores le habían arrancado todas sus ramas (Briet, 2001:42).

Yacen en tierra enormes troncos, cortados indudablemente con el designio de aprovecharlos, y abandonados, sin embargo, sin haber sacado de ellos el hombre otro provecho que la gloria de cortarlos. ¿Para qué habrán sido asesinadas estas pobres hayas indefensas, abandonadas en seguida, como cadáveres insepultos, en los lugares mismos en que durante siglos enteros habían crecido? (Briet, 2001:49).

Los ojeadores que llegan por la faja de Pelay arrojan piedras bajo la peña de Duascaro, a fin de espantar la caza; ésta huye por el lado del pico de Diazas, y allí […] se haya apostado un hombre, que hace asimismo un ruido infernal. Los bucardos, atontados, no encuentran otra salida que subir en dirección recta al sitio donde el cazador los aguarda (Briet, 2001:97).

Esther Valdés (2017:6) también partió de esta consideración de evidenciar el valor físico del lugar para convenir el valor estético: “El entretejido de ambos conocimientos [dimensiones física y conceptual del paisaje] pone a nuestro alcance una base teórica cuya finalidad es la creación de bellos lugares”.

Marta Tafalla (2011), en una reseña en Internet sobre uno de sus artículos, trata el tema del resurgimiento de la estética de la naturaleza. Entran en juego los conceptos de estética junto con el sintagma preposicional, genitivo, “de la naturaleza”. Más acorde a lo que hemos desarrollado habría sido “del paisaje natural”. Pero resulta de gran interés lo siguiente, que sí menciona los paisajes:

La estética es una disciplina filosófica que estudia cómo la percepción de la realidad a través de los sentidos da lugar a la apreciación de la belleza y la fealdad. Cuando la teoría estética moderna surgió en el siglo XVIII, gracias a autores como Shaftesbury, Burke, Hume o Kant, esta disciplina abordaba todos los ámbitos de la vida, y analizaba cómo apreciamos la belleza de la naturaleza, de los paisajes o las plantas, de las creaciones humanas como el arte o la artesanía, e incluso del propio cuerpo humano.

Kant será una de las bases en las que nos apoyaremos a lo largo de este trabajo. Antes de explicar por qué Tafalla habla de un “resurgimiento”, que implica que hubo una caída de la estética de lo natural, mencionaremos unas nociones de la estética kantiana, únicamente las relacionadas con lo que nos atañe.

Para el idealista alemán, el desinterés[6] es fundamental: “Lo bello se opone a lo agradable y a lo bueno, puesto que estos dos se hallan sometidos a la facultad de desear […]. Lo bello se opone también a lo útil y a lo perfecto […]. En efecto, lo bello no tiene sino una finalidad subjetiva […]” (Bayer, 1965:210). Además, no es solamente un placer sensible, sino intelectual. De este hecho, dejaremos abierta la posibilidad de que ese placer desinteresado de Kant no sea del todo cierto en nuestro caso: contemplar Ordesa proporciona múltiples beneficios, para el individuo y para la sociedad. Sigue Bayer (1965:208), en relación con lo que hemos dicho sobre la cultura o conocimiento:

Dado que esta armonía es exigida por el conocimiento en general, y dado que el conocimiento es universal y necesario, resulta de ello que el placer puede ser universalmente compartido: éste es uno de los rasgos del placer estético.

Por lo tanto, todo ser humano puede disfrutar del placer estético, y no está vedado ni es el patrimonio de seres “superiores” ni de “genios” (como se pensará más tarde en el Romanticismo).

Bozal (2011:67) también recurre a lo armonioso: “Belleza remite a regularidad y armonía, perfección y unidad de la naturaleza […]. Belleza es la regularidad armoniosa y libre sentida en el kantiano juicio de gusto, en la adecuación del libre juego de las facultades cognoscitivas que suscitan los objetos bellos y la naturaleza […]”. Nótese que Bozal ha usado varias veces el adjetivo “libre”, y es que Kant también analizó la relación entre razón, moral y belleza, como afirma Bayer (1965:208): “Según el primado de la razón práctica […] La libertad se manifiesta por la moral, por la vida; y también se manifiesta simbólicamente por la belleza. Es una representación simbólica de la libertad”. Este punto es complejo de exponer, pero sostenemos que existe una experiencia de libertad paralela a la experiencia estética de paisajes naturales como Ordesa.

Se podría aventurar que el sentimiento de libertad en el sujeto, en su subjetividad, tiene su origen en la armonía del paisaje natural y, por tanto, en una armonía natural, no creada, no artificial y, en consecuencia, libre. La acción humana, por muy buenas intenciones que ponga, no alcanzará ni esa armonía ni esa libertad. Pensemos en un bosque repoblado con su disposición de árboles en hileras: la ordenación humana anula la libertad de la naturaleza y esta anulación se refracta tras la mirada del sujeto. Parece paradójico que rocas, árboles y arroyos que no respondan a algún tipo de ordenación geométrica humana estén dispuestos más armónicamente que si lo hubiéramos hecho nosotros. La armonía de ese aparente caos u orden aleatorio responde a un orden mucho más elevado y armonioso.

Por otra parte, Kant, aparte de emitir su juicio sobre lo bello, establece y contrasta con éste la categoría estética de lo sublime, relacionado con el “aparente caos” de la naturaleza que acabamos de mencionar. Sigamos la explicación de Bayer (1965:210):

Al igual que lo bello, lo sublime descansa en el juicio de gusto, pero la gran diferencia reside en el hecho de que la esencia de lo bello se encuentra en la forma del objeto, por lo que tiene una limitación, mientras que el carácter de lo sublime es lo informe en tanto que infinito: la naturaleza rebasa, cuando la queremos comprehendere, la facultad humana de comprensión. […] Lo sublime no posee atractivos ni es juego, sino que impone respeto y seriedad: es un placer negativo de carácter subjetivo.

De modo que la naturaleza, en nuestro caso un paisaje natural como Ordesa, cumple la teoría kantiana de lo sublime: “Kant ha adscrito la naturaleza a lo sublime y también toda belleza que supera el mero juego formal” (Adorno, 1984:89-90).

Kant diferencia lo sublime matemático (de la magnitud, que sobrepase toda medida de los sentidos) y lo sublime dinámico (que rebasa nuestras fuerzas y nos hace sentirnos humillados, que nos despierta miedo). Cualquier montañero conoce ambas vertientes de lo sublime, que en ciertos casos pueden ir unidas.



            Pensemos en el siguiente esquema de conceptos:

Ahora procede retomar el mencionado resurgimiento de la estética de lo natural que mencionaba Marta Tafalla. Esa belleza que acabamos de notar tan imponente en las paredes de Ordesa, que en el siglo XVIII fue analizada sin dejar de prestar atención también a las creaciones humanas, sería posteriormente velada porque:

[…] a comienzos del XIX, Hegel defendió que la estética debería consagrarse al estudio del arte, que al ser creación del ser humano era superior a la belleza natural. La propuesta de Hegel fue secundada y, con unas pocas excepciones, durante el siglo XIX y buena parte del XX, la estética se redujo a filosofía del arte, y la mayoría de los expertos se olvidaron de la belleza natural y los otros ámbitos de estudio, una realidad que todavía pesa en la investigación y la enseñanza de la estética.

Así lo expone Tafalla (2011), acertadamente, pues hoy en día nos cuesta pensar en estética si no es asociada a una obra de arte[7]. La impronta de Hegel, totalmente fenomenológica, basada en términos ideales como el concepto de espíritu, permanece todavía (Hegel, 1990:9-10):

Según la opinión general, la belleza creada por el arte está muy por debajo de lo bello natural, y lo más meritorio del arte consiste en que se aproxime, en sus creaciones, a lo bello natural. Si esto fuera así, la estética, considerada únicamente como ciencia de lo bello artístico, dejaría fuera de su competencia una gran parte del dominio artístico. Pero creemos que podemos afirmar, en contra de esta manera de ver, que lo bello artístico es superior a lo bello natural, porque es un producto del espíritu. Al ser superior el espíritu a la Naturaleza, su superioridad se comunica igualmente a sus productos y, por consiguiente, al arte. Por ello, lo bello artístico es superior a lo bello natural.

Hegel concibe al ser humano de un modo renacentista, como centro del universo y superior a tal. Ese “espíritu” que deberíamos entender simplemente como ‘mente’, ‘inteligencia’, ‘facultad cognitiva’, como en francés la palabra esprit, Hegel lo magnifica a algo superior a la Naturaleza (con mayúscula, como divinizándola). Parece un concepto metafísico, como una idea platónica, aunque entendida en su concepción de la realidad, de la política, de las ciencias… pues el discípulo de Sócrates concebía el arte como contrario a la verdad, ya que lo entendía como una imitación de ésta.

Este platonismo se percibe también en su siguiente afirmación: “Lo bello artístico debe su superioridad al hecho de que participa del espíritu y, por consecuencia, de la verdad, de suerte que lo que existe sólo existe en la medida en que debe su existencia a lo que le es superior […]” (Hegel, 1990:10-11). Que piense que la verdad de lo que se percibe se deba a que haya sido elaborado por una mente humana (el espíritu) implica el manejo de términos ideales, elevados en su facultad de apriorísticos, no sometidos al empirismo. Este idealismo al imponer la verdad teórica sobre la verdad empírica remite a la comúnmente mal entendida sentencia de Nietzsche de “No hay verdad, sólo interpretaciones”.

Ocurría algo parecido en el Siglo de Oro español al contrastar la literatura (poesía) y la historia, al atribuir al poeta una “inspiración divina”, una capacidad innata o furor poético, tal como expone Arellano Ayuso (1993:538):

En la confrontación de Historia y Poesía se ve bien el rango superior de la Poesía, como descriptora de las cosas no como son, sino como deben ser, alcanzando por tanto un valor universal (no ceñido a las verdades particulares, como la Historia).

El idealista alemán Hegel descubrió en el siglo XIX lo que ya se había pensado dos siglos antes en España, sobre todo con Cervantes. El tópico barroco de que “la realidad es un engaño a los ojos”, donde la belleza puede no ser verdad, donde la verdad puede no ser bella, donde puede cuestionarse la verdad por lo que uno ha visto y otra persona no, así como otros contrastes entre verdad teórica y verdad empírica, se adelantan, al menos en el campo de las artes, no de la filosofía, a la idea hegeliana (y la nietzscheana) de la superioridad en las creaciones del espíritu.

Pero Hegel no opone completamente la belleza natural a la belleza artística, sino que propone un interesante matiz: “Sólo es bello aquello que encuentra su expresión en el arte, en tanto sea creación del espíritu; lo bello natural no merece este nombre más que en la medida en que esté relacionado con el espíritu” (Hegel, 1990:11).

¿Qué quiere decir con que lo bello natural es bello respecto a estar relacionado con el espíritu? Tal afirmación se respalda en la subjetividad, en la consciencia del observador como sujeto y en la forma particular en que está percibiendo un paisaje natural.

El “componente humano” o del espíritu que impone Hegel como indispensable podría entenderse también, en la contemplación de un paisaje natural, como una relación de inclusión del sujeto observador en el objeto contemplado, aportando el ser humano la humanidad (espíritu) que precisa lo observado para ser entendido como bello. La suma del objeto (desfiladeros, cumbres, bosques de hayas) y del sujeto forman así la obra de arte “humana”. El poeta Pablo Neruda decía “Como todas las cosas están llenas de mi alma…”, en relación a esto, dando lugar al común dicho de que “la belleza está en los ojos del que mira”, que se cumple en el arte de la fotografía. O, incluso, se podría llegar a que algo no existe o no “se termina” hasta que no ha sido observado y valorado con el entendimiento humano (aunque esto es fenomenología hegeliana), como le sucedía al poeta Pedro Salinas cuando escribía cartas a su amada Katherine Whitmore, en su llamada “Teoría Alicante-amor 1935” (Salinas, 2002:270-271):

Era un acto de amor incompleto, aún. Al recibirlo con tu alma, ya me he expresado. Eso es lo hermoso, y lo peligroso, del amor: que la consumación y realización plena de nuestros actos no dependen de uno mismo, sino del otro, también. Si tú no leyeras mis cartas con atención de alma, hasta el fondo, mi amor, no el nuestro, no, el mío, se quedaría imperfecto, y lo que yo he pensado y sentido aquí, por hermoso que pudiera ser, en sí, no alcanzaría verdadera realidad.

Lo que venimos a decir con esto es que Ordesa es la carta que escribe Pedro Salinas y Katherine somos nosotros que la leemos, completándola con nuestra obra de contemplarla[8]. Eso mismo parece sugerir el archiconocido cuadro de Caspar David Friedrich[9] (1818):


Este punto, el de experimentar la belleza natural (y la artística también) a través de una interacción del espíritu o del entendimiento, es algo en lo que han ahondado muchísimos autores y es prácticamente la base de la estética.

Hartmann comienza su obra Estética (1977:6) afirmando que una "Estética" no se destina ni al creador ni al contemplador de lo bello, sino sólo al pensador, al que en el párrafo siguiente se refiere como “filósofo”: “El filósofo inicia su tarea donde ambos [creador y contemplador] abandonan el asombro de lo que experimentan a los poderes de la profundidad y del inconsciente”.

Según Hartmann (1977:6), el filósofo, como sujeto que pasará por la experiencia estética, tras abandonar el asombro, “sigue el rastro de lo enigmático, analiza. Pero en el análisis cancela la actitud de la entrega y del éxtasis. La estética es exclusiva de quien tiene una actitud filosófica”. Y, al contrario, las actitudes de entrega y éxtasis perjudican la filosófica. 

Los conceptos opuestos que está manejando podrían esquematizarse así:

Impacto sensorial

Actitud filosófica

Asombro, entrega, éxtasis, ensimismamiento.

Análisis, pensamiento, seguimiento del rastro de lo enigmático.

La actitud filosófica de la experiencia estética podría corresponderse con el “componente humano” que hemos citado antes (metafóricamente, la lectura de una carta por su destinatario/a, que concluye la redacción de dicha carta), es decir, el espíritu de Hegel.

Kant lo había planteado de otra forma, casi antagónica. De acuerdo con la síntesis de su teoría que expone Tatarkiewicz (2015:367), “la experiencia estética no es conceptual (esto diferencia la actitud estética de la cognoscitiva)”, esto es, atribuye a la experiencia estética únicamente lo que hemos llamado “impacto sensorial” en la tabla anterior, mientras que a la parte filosófica le vincula lo que llama “actitud cognoscitiva”.

La teoría que sostenemos aquí es que la experiencia estética de un entorno natural como Ordesa engloba ambas actitudes, la extática y la filosófica, al simultanearse unas veces o sobreponerse la una a la otra según qué ocasiones, debido al intrínseco proceso dinámico que supone la contemplación de un paisaje en movimiento. Es forzosa la acción de caminar mientras se produce la percepción sensorial de la belleza. Esto implica un proceso diacrónico o temporal (pueden ser bastantes horas; también ocurren cambios si se visita en distintas épocas del año), diatópico o espacial (cambia el paisaje a la vez que avanzamos) y lo que podríamos llamar diafásico o circunstancial (distintas situaciones o circunstancias, tanto externas como internas del sujeto observador).

Esto se puede enlazar con la famosa escuela peripatética del siglo IV a. C., fundada por Aristóteles con su costumbre de pensar caminando. Otros tantos filósofos también lo hacían, como Nietzsche, dejando constancia de ello en El paseante y su sombra (1880).

En el acto de caminar o también de correr puede haber, entre muchas, dos actitudes que expondremos aquí, una sensorial, de vacío placentero y, la otra, filosófica, de llenado, de inspiración y enriquecimiento. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr, Haruki Murakami dice (2015:40):

Mientras corro, tal vez piense en los ríos. Tal vez piense en las nubes. Pero, en sustancia, no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío. Es realmente estupendo. Digan lo que digan.

Un montañero o senderista disfruta a menudo de ese estado en el conjunto de percepciones sensoriales que ofrece la acción de caminar y la belleza natural a través de los sentidos. Kant podría vincularlo con el desinterés de la experiencia estética, como si el objeto artístico (vista, paisaje) fuese únicamente una bella imagen despojada de sus connotaciones, lo que enlaza con dos puntos más que señala Tatarkiewicz (2015:367): que la experiencia estética no es conceptual y que hace referencia únicamente a la forma del objeto.

Ahora bien, en cuanto al juicio del gusto kantiano, el placer no sólo estaría basado en la sensación, sino en la imaginación y en el juicio subjetivo de cada mente, de donde se puede obtener la universalidad al darse numerosos juicios estéticos parecidos: la mayoría de los seres humanos juzgan el Parque Nacional de Ordesa como bello porque las mentes humanas están construidas de un modo parecido, como dice Tatarkiewicz (ib.). Todo esto sin tener en cuenta lo sublime, que se saldría de los límites razonables de lo placentero.

Veamos ahora la actitud filosófica, para la que nos serviremos de los apuntes de Lucien Briet:

[…] la vaguada se ofrece como una extensa llanura que sirve para apreciar el triunfo de la Frocata, enorgullecida y ostentosa en su monstruosa gallardía. Como verdaderamente soberana, se aísla en medio de fantásticas murallas; el espectáculo puede compararse al de un templo indio empezado a edificar (Briet, 2001:34).



O bien:

Cuantos han llegado hasta la Lana de Cotatuero han sufrido iguales emociones; se ha escrito, y se ha escrito con acierto: en el valle de Ordesa se encuentran reunidos los aspectos más variados en gradaciones marcadas de vigor, de tonalidades de color, de gracia y de belleza. ¡Cuántas veces, tendido sobre la pradera, verdaderamente extasiado, con la beatitud infinita a que se inclina nuestro espíritu fatigado de la existencia terrenal, he soñado, reconcentrado en mí mismo, ante este palacio de la Naturaleza, cual si me encontrara en el seno de Dios! (Briet, 2001:39)

Y también:

Son finas y exquisitas las fresas de Ordesa; si nos entretenemos en cogerlas, nos olvidaremos de que el tiempo pasa […]. Y es que en esta maravillosa garganta no es posible vagar como por cualquier paseo vulgar, donde nada hable al espíritu ni al corazón. A cada instante se impone el detenerse o distraerse a derecha o a izquierda, el penetrar en el alma de las plantas, el impregnarse del bosque que nos atrae, que nos seduce, que nos embriaga, que nos entusiasma; el bosque, que fue el primer asilo de los hombres; el bosque, que nuestros antepasados honraban con un culto que nosotros hemos dejado extinguir, pero el cual se intenta restaurar, atraídos ya nuestros contemporáneos por la poesía de la vida arborescente y convencidos de su utilidad y de sus beneficios[10] (Briet, 2001:43).



Hay en estos textos del insigne viajero francés un indudable proceso cognitivo simultáneo o consecuente a la percepción sensorial. La belleza estimula el espíritu, en términos hegelianos. La belleza natural tiene un sentido, al menos para los que Hegel clasifica como “sentidos teóricos”: la vista y el oído (Hegel, 1989:40). Byung-Chul Han desarrolla que el gusto y el olfato no se incluyen en el deleite estético y que sólo son receptivos para lo agradable, que no es lo “bello del arte” (Han, 2016:13). Desde nuestro punto de vista, consideramos que la exclusión es algo excesivo y que son más bien complementarios o secundarios. El olfato enriquece la experiencia estética en multitud de ocasiones. En el caso de Ordesa, con el olor del boj en el bosque bajo; no digamos con un día húmedo o lluvioso que haya mojado la tierra. El tacto aporta toda una serie de sensaciones, desde el pisar las hojas caídas en otoño o la nieve recién caída en invierno, hasta pararse un momento a acariciar un mullido musgo o simplemente sentir el viento y la temperatura. El gusto, ciertamente, es un canal minoritario, que se limitaría a la pureza del agua de un manantial o un arroyo al beber, o bien, como cuenta Lucien Briet, a degustar una fresa silvestre o una frambuesa.

No siempre la experiencia estética es mero deleite, sino que en los tres ejes que mencionamos anteriormente, el temporal, el espacial y el circunstancial, puede darse una actitud filosófica de horror o desasosiego. El romántico Víctor Hugo, en su diario Viaje a los Pirineos y los Alpes, escribía en 1842, en Cauterets (Pirineo francés, no llegó a pasar por Ordesa), tras un paseo nocturno, una serie de sensaciones horrorosas: “Un ruido repelente y terrible salía de las tinieblas, allá abajo, en el precipicio, a mis pies; era el grito de rabia del torrente oculto por la niebla” (Hugo, 2012:192), que a las pocas horas, por la mañana, contradecía: “Ningún pensamiento triste, ninguna ansiedad surgía de este conjunto lleno de armonía”, de donde extraía para el destinatario de su carta (Hugo, 2012:193):

Me parece, amigo mío, que las cosas allí son más que un mero paisaje. Es la naturaleza vislumbrada en ciertos momentos misteriosos en los que todo parece soñar, casi he dicho pensar, cuando el alba, la roca, la nube y el matorral viven más visiblemente que a otras horas y parecen estremecerse con el sordo latido de la vida universal.

La subjetividad inherente a la estética origina tal amplitud de la actitud filosófica que no hay fin en la vastedad de pensamientos que podamos tener los seres humanos al contemplar algo. Unamuno, por su parte, jugaba a personificar los distintos elementos del paisaje natural, atribuyéndoles sentimientos, a veces sin ningún sentido lógico, sino exclusivamente subjetivo: “Y si los arroyos y los árboles contemplaban a las rocosas cumbres, también éstas, también las cumbres de roca contemplaban a los arroyos y a los árboles. Acaso éstos envidiaban la excelsitud y hasta la soledad de las cumbres” (Unamuno, 1965:16).

            Desde luego, dar vida a los elementos del paisaje revela un alto grado de valoración de éstos, a los que atribuye belleza, magnificencia, etc. Sin duda, al sujeto observador tales objetos se le han revelado como estéticos, habiendo sido dicho fenómeno estudiado por Hartmann (1977:194):

Así, pues, el objeto natural debe habérsele revelado ya como estético, si puede encontrar en él los aspectos que intenta destacar como esenciales en su representación —en dibujo, pintura, poesía. Esto quiere decir: debe haberse presentado a su conciencia, en la visión y en el placer de lo visto, lo que más adelante habrá de objetivar por su parte en la creación y podrá mostrar a su época.

Esto es un hecho muy destacable, pues incide no solamente en las claves por las que el sujeto reconoce la belleza del paisaje natural, sino en sus consecuentes reflexiones de la mencionada actitud filosófica. Así, la mirada del contemplador de lo bello natural es una mirada de artista[11], en cierto modo, pues detecta lo que se podría representar en las distintas manifestaciones artísticas: arquitectura (como el templo indio que decía Briet al describir la Fraucata, 2001:34), pintura (“en el valle de Ordesa se encuentran reunidos los aspectos más variados en gradaciones marcadas de vigor, de tonalidades de color”, que también decía Briet, 2001:39), literatura (tanto Briet como Víctor Hugo), escultura, etc.

El arte subyace en el imaginario colectivo y, por tanto, individual, como si fuese un lenguaje en su definición de facultad de hablar. La cultura en la que nos hallamos inmersos nos proporciona esa facultad, una especie de “gramática generativa” como la de Noam Chomsky, con unas reglas lógicas e inconscientes. Volvemos a lo dicho de Pedro Salinas, que para la creación literaria hace falta un hábitat que es la tradición literaria. La facultad de “hablar arte” (reconocer contrastes y armonías de colores, armonías de formas, de sustancias, de texturas; la composición adecuada en la disposición de objetos, las magnitudes, las distancias, la perspectiva…) es una más de las vertientes de la razón humana, como el lenguaje verbal, el cálculo, la lógica, etc. La mirada de artista hace comprehender (en su acepción primera, ‘abrazar, ceñir o rodear por todas partes algo’, que decía Bayer, 1965:210) el objeto artístico que, en este caso, es el paisaje de Ordesa.

No faltan ocasiones en las que, por ejemplo, nos quedamos absortos divisando borrosos contornos azules en las montañas de la lejanía, al verlas desde una cumbre (por ejemplo, la Punta Acuta, 2248 m, verdadera atalaya de lo más asequible de subir para contemplar cumbres y valles todo alrededor) y percatarnos de que ese azul difuso de las siluetas se corresponde con la técnica del sfumato que desarrolló Leonardo da Vinci en el Renacimiento.

            Sostenemos que hay características comunes en la apreciación estética del paisaje natural que deben estar ya implícitas en la mente humana, configurada durante siglos o milenios con creaciones y contemplaciones artísticas[12]. No es posible, por otra parte, que siempre haya habido expresiones artísticas que hayan sembrado la mente de esas reglas lógicas y gramática para apreciar la belleza, sino que debió haber momentos tempranos en los que la cultura era pobre en manifestaciones y los individuos reconocían per se la belleza natural, hasta cierto punto, pues no la respetaban como se respeta hoy un parque nacional. En todo caso, una cultura mayor o menor sirve de estructura sobre la que se erige la facultad de reconocimiento de lo bello natural y, de ahí, su inherente actitud filosófica.

            Se pueden mencionar, con relación a esto, hechos insólitos en Ordesa como alguna persona caminando con un altavoz escuchando reaggetón en lugar de disfrutar del silencio o de escuchar los pájaros; de alguno fumando en lugar de respirar la pura humedad del aire junto a una cascada; de otros vandalizando la corteza de hayas milenarias con navajas en vez de contemplar su tersura, su plateado gris, sus retales de musgo. A tales personas, que no deberían estar allí, les ha faltado una mayor inmersión en lo más valioso de nuestra cultura para despertarles la sensibilidad estética, tanto en su parte pasiva (impacto sensorial) como en la activa (actitud filosófica).

            Kant no menciona explícitamente la necesidad de un ideario colectivo que posibilite la mirada de artista, aunque sí una cognición que proporcione tanto una intuición como un concepto. En la actividad de la elaboración del concepto tras la intuición, propia de la experiencia estética, está la actitud filosófica de Hartmann, a la que hemos añadido esa base de lenguaje artístico. Enfatizamos esa vertiente de actividad del entendimiento frente a la pasividad de la sensibilidad, como explica Malcolm Budd (2014:54):

La identificación del placer distintivo de lo bello invoca la distinción entre sensibilidad (pasiva) y entendimiento (activo), entendiendo lo sensual como opuesto a lo intelectual, lo dado en la percepción opuesto a lo que es “pensado”, y constituyendo lo primero una relación “inmediata” con el objeto en su singularidad, lo segundo, referido al objeto “mediatamente” a través de una característica universal, una que un número de objetos podrían tener en común.

Relacionamos a continuación la pasividad y la actividad de Malcolm Budd con la positividad y la negatividad de Byung-Chul Han, y su concepto de distancia. El alemán coreano explica cómo en Kant hay un juego libre de facultades ante la belleza, entre la intuición de los datos sensoriales (la imaginación) y el entendimiento, pero que “este juego libre no es del todo libre, no carece de objetivo, pues es un preludio al conocimiento en cuanto que trabajo. […] La belleza presupone el juego. Tiene lugar antes que el trabajo” (Han, 2016:34). Para él, los cánones de belleza actuales, muy táctiles y muy agradables, no ofrecen ninguna negatividad, sino que son positivos, para arrancar un “me gusta” como es costumbre en las publicaciones bonitas de las redes sociales. La pasividad de Budd sería positiva; el entendimiento, negativo. Lo positivo no se enfrenta a ninguna resistencia. Por eso Byung-Chul Han acabará defendiendo lo sublime frente a lo bello, al no ser lo sublime algo para complacer a priori, sino una experiencia estética más compleja, con más trabajo.

Lo bello agrada al sujeto porque estimula el concierto armónico de las facultades cognoscitivas. El sentimiento de lo bello no es otra cosa que el “placer por la armonía de las facultades cognoscitivas” […], la cual es esencial para el trabajo del conocimiento. […] Aunque lo bello no produce por sí mismo conocimiento, sin embargo, entretiene y mantiene a punto el mecanismo cognoscitivo. En presencia de lo bello, el sujeto se agrada a sí mismo. Lo bello es un sentido autoerótico (Han, 2016:34-35).

Byung-Chul Han asocia esa apreciación de la belleza en sentido autoerótico con la positividad, opuesta a la negatividad de la alteridad del Eros[13], que precisa una distancia, siendo la falta de ésta lo que destruye el sentimiento erótico, que aquí podemos también relacionar con la apreciación estética. T. W. Adorno también aludió a la alteridad u otredad que es necesaria para traspasar lo superficial de lo bello: “Esto formal, que obedece a legalidades subjetivas sin consideración de su otro, mantiene su carácter agradable sin ser quebrantado por eso otro: la subjetividad disfruta ahí inconscientemente de sí misma […]” (Adorno, 1984:70).

            Es muy llamativa esta relación existente entre el disfrute de la belleza con el disfrute erótico, hablando directamente del goce, ya que nos encontramos todavía en el plano de lo bello, no lo sublime. El erotismo se ha simbolizado desde mucho tiempo atrás con la diosa Afrodita/Venus, que en la decoración de los palacios renacentistas cobró una nueva significación derivada del disfrute amoroso, como una extensión connotativa de éste:

Fueron muchos los dioses que entraron en los palacios del Renacimiento para explicar tantas cosas que es imposible recogerlos. Entre ellos las Venus habitaron jardines y colecciones, asociadas al disfrute de la naturaleza y, en definitiva, a los sentidos. De hecho, muchas de las escenas mitológicas con desnudos transcurren en la naturaleza (Urquízar/Cámara, 2017:88).

La diosa Venus está en el goce de los sentidos. Hay, por tanto, un disfrute erótico, de gusto o de placer, en la recepción positiva de la belleza, a través de la percepción sensorial, en el juego de facultades de imaginación y entendimiento.

Relativamente en contra de la actitud “de condena” de Byung-Chul Han ante lo bello, sostenemos que no hay nada de “malo” en esto, salvo en que dicha actitud puede resultar incompleta y consumible. El senderista que pasee por Ordesa sin traspasar el umbral de lo sublime, o de realizar un trabajo más profundo y complejo en su juego cognoscitivo, se llevará únicamente sensaciones agradables, probablemente capturadas en unas cuantas fotografías para enseñar a los amigos. El sentido autoerótico está en gustarse a sí mismo/a estando allí, o por haber estado allí, con algunas fotografías en las que figura él o ella. La experiencia es consumible por necesitar verse de nuevo en otro sitio, en una erotomanía de consumo turístico siempre voraz de sitios nuevos, o de los mismos sin conocerlos realmente.

Pero ya se ha mencionado que tras la sensibilidad viene el entendimiento, la actitud filosófica, donde las impresiones sentidas que estimulan la intuición desencadenan una cognición o reflexión, como el placer de abandonarse al cansancio y quedarse dormido, para consecuentemente soñar y despertarse manejando ideas nuevas. Nietzsche, como los peripatéticos, seguramente paseaba y canalizaba esas sensaciones físicas para desarrollar sus ideas, que luego plasmaría por escrito. Volviendo a Venus, podríamos asociar la percepción sensorial con el erotismo y la actitud filosófica con el amor, de donde uno surge del otro, como en La llama doble de Octavio Paz.

De estos pensamientos que se generan ante un espectáculo natural como Ordesa, ocurre que a veces surgen no tanto de lo bello sino de lo sublime, ante las proporciones gigantescas, las formas insólitas, las distancias, el ángulo de visión… Aunque se trate del Pirineo francés, el circo de Gavarnie está bastante cerca y así lo veía Víctor Hugo (2012:195-196):

En medio de las curvas sin ritmo de las montañas, llenas de ángulos obtusos y de ángulos agudos, aparecen súbitamente líneas rectas, simples, calmas, horizontales y verticales, paralelas o cortándose en ángulo recto, y combinadas de tal manera que de su conjunto resulta la figura resplandeciente, real, penetrada por el azul y por el sol, de un objeto imposible y extraordinario.

¿Es una montaña? ¿Pero qué montaña ha presentado nunca esas superficies rectilíneas, esos planos regulares, esos paralelismos rigurosos, esas extrañas simetrías, ese aspecto geométrico?

¿Es una muralla? Hay, efectivamente, unas torres que la apuntalan y la apoyan, por aquí están unas almenas, por allá las cornisas, los arquitrabes […].

Es una montaña y una muralla a la vez; es el edificio más misterioso del más misterioso de los arquitectos; es el coliseo de la naturaleza: es Gavarnie.




Imaginemos encontrarnos ante tal espectáculo de la naturaleza sin haber visto jamás nada parecido, ni siquiera en fotografías. De hecho, más adelante desarrollaremos lo inútil de las fotografías para la experiencia estética del paisaje natural. Víctor Hugo no ha descrito el circo de Gavarnie con adjetivos como “bello”, sino más como “extraordinario”, “imposible”, “geométrico”… Se encontraba ante lo sublime en su original definición kantiana. Hartmann, ante una imagen así, niega el juego libre de las facultades y lo califica de “involuntario, aunque no por ello surgido casualmente” (Hartmann: 1977:196). La sugestión o implicatura de la imagen está presente y es lo que genera la inferencia, en términos de la pragmática lingüística de H. P. Grice[14]. Y no surge casualmente por los rasgos comunes que sugiere para que en la inferencia se nos presenten ideas, conceptos o imágenes bajo unas relacione lógicas. Sería una forma de abstracción similar a la que realiza un lector ante figuras como el símil, la metáfora o el símbolo, pero, curiosamente, aquí es al revés: un símbolo, como el pino, es un poema lírico un elemento que pertenece a un decorado imaginario, simbólico, para hablar de un concepto real en el sujeto lírico, que sería la juventud (lo que siempre está verde). En cambio, un paisaje de montaña, siendo un elemento real, va a simbolizar algo imaginario, como el vigor, la fortaleza, la vejez, lo sagrado, etc.

            Lo que sucede aquí, en una experiencia de lo sublime, es que tal grandeza provoca una impresión de distancia. El sujeto que observa, que anteriormente dijimos que participa en cierto modo en la escena, colaborando con su percepción y su comprensión, como quien lee una carta que recibe y así ésta se “termina” de escribir, no toca lo sublime. Pablo Neruda, al decir que “todas las cosas están llenas de su alma”, no se atrevería a decirlo ante las gigantescas murallas de Gavarnie o de Ordesa. Se debería sentir pequeño. Afortunado de ver aquello, por supuesto. Pero uno no se siente partícipe de tal espectáculo de grandeza, sino un invitado, un honorable huésped, un agradecido visitante, como aquél que entra en un majestuoso templo que ha sobrevivido a los siglos y que aún recibe feligreses, vinculados a él y que sí que forman parte de él, como serían en Ordesa los seres vivos que allí habitan.



            Así ocurre, por ejemplo, ante la mirada de un rebeco que el caminante descubre súbitamente, deteniéndose para no asustarlo. La fascinación no deja sitio a una comunicación con el objeto estético. No es del ámbito humano. Se puede humanizar o poetizar todo, como habrían hecho Unamuno o Machado, pero en realidad hay una sensación de extrañeza que también señaló Hartmann (1977:199):

Ahí se mezcla peculiarmente algo muy subjetivo con algo muy objetivo, sin estorbarse uno a otro; el sentimiento de la naturaleza y el sentimiento de uno mismo se enlazan ahí en una unidad que no debilita la oposición, sino que la recoge como esencial condición previa. Así como el hombre humaniza todo, así humaniza también la indiferencia de la naturaleza, es decir, en cierta medida, su inhumanidad. La experimenta como una especie de disposición y, a saber, como una disposición hacia él. Pero a la vez esta disposición le es extraña en lo más profundo del alma. Pues él, el hombre, no es capaz de tal indiferencia. Y así experimenta esta disposición hacia él —es decir, la inhumanidad percibida en ella justo por la humanización— como su extrañeza e impenetrabilidad, como aquello que él no es capaz de comprender en ella.

Es por ello una experiencia incomparable. Lo que no ha hecho el ser humano guarda una parte de misterio, lo impenetrable e incomprensible, e inasible como un sarrio en las empinadas laderas de Ordesa. Sera ésta una de las facetas de la distancia que queremos describir, esa extrañeza a la par que sensación de minoridad, inferioridad o pequeñez, que a la vez es de gratitud por poder estar ahí. La distancia es, en este sentido, intercorporal, entre entidades, donde hay una distancia de incertidumbre que nunca se llega a traspasar, como explica Byung-Chul Han en la alteridad del Eros con lo que llama “distancia originaria” (Han, 2021:36-37).

            No obstante, también se puede mencionar el efecto estético de la distancia objetiva, la que consta en la mirada del sujeto al estar realmente allí, recorriendo la Faja Racón, ascendiendo al Tozal del Mallo o a la Faja de las Flores, superando el desnivel de las Gradas de Soaso para encontrarse frente a frente con la gran llanura con el Monte Perdido y el Soum de Ramond al fondo. Esa distancia conmociona de una manera que ninguna fotografía ni reproducción en una superficie plana, ya sea un papel o una pantalla, puede igualar. Ante una fotografía hay una falta de distancia total, que obliga al cristalino del ojo y a sus músculos a contraerse de una manera no natural, no antropológica, pues nuestros ancestros pasaron muchos miles de años, cientos de miles, mirando más en lontananza que superficies planas cerca de los ojos. La sensación de libertad es cierta e intensa ante la grandiosidad de un paisaje como es el de Ordesa.

            Para finalizar, como dice Esther Valdés (2017:40), “merece la pena recordar las palabras de Agustín Berque cuando explicaba que la locución china shanshui (paisaje), cuyos dos ideogramas significan montaña-agua[15], recoge un sentido profundo que hace referencia a la naturaleza humana unida a la naturaleza cósmica”. Casualmente, en las paredes del centro de visitantes de Torla, donde hay escritas frases célebres de viajeros, científicos, poetas y filósofos, aparece:

La palabra china “san shui” significa “el agua que fluye desde la montaña” y simplemente “paisaje”.

            Los orientales ya contaban, muchos siglos antes que nosotros los occidentales, con una cultura que les proporcionaba una intuición para reconocer el valor de la estética de la naturaleza. La sensación de libertad y de agradecimiento ante paisajes y momentos insólitos produce esa unión a la “naturaleza cósmica” que recuerda E. Valdés a través de Berque. Por eso saber mirar un paisaje natural único como Ordesa es tan valioso, o más, que saber apreciar una obra de arte hecha por el ser humano.

 

Conclusiones

Son dos los actos, conceptualizados en sus verbos en infinitivo, que se objetivan en la contemplación del paisaje dinámico –por desplazarnos en él y por verlo repetidas veces en diversas épocas, no siendo nunca igual- del Parque Nacional de Ordesa: sentir y pensar, que son, nunca mejor dicho, las dos laderas de una misma montaña.

Ambos se originan en la misma experiencia de estar ahí, o incluso del dasein (ser-ahí) de Heidegger. No es esto bello del paisaje, de sus formas y sensaciones, el “placer desinteresado” de Kant (o no completamente), sino un placer que se nutre de profundizar en la búsqueda de lo misterioso, o incluso de lo absoluto (como en la poesía de Juan Ramón Jiménez) o incluso de un vínculo primigenio con la naturaleza en general, donde también nos encontraríamos nosotros mismos.

Se ha hablado de libertad en la percepción del “armonioso caos” que es el orden natural, una libertad que se contagia al sujeto en su apreciación estética. Esa intuición consiste en comprender sin saber conscientemente por qué se comprende, como al percibir un símbolo. Al igual que Unamuno asociaba las tradiciones populares y la fe religiosa a un paisaje natural en San Manuel Bueno, mártir, se puede relacionar la soberbia riqueza natural de Ordesa a algo unificador en el ser humano como esas tradiciones en una sociedad. Juan Victorio hablaba de la lírica popular, basada en la naturaleza como símbolo, como “aquello que permitía al individuo reconocerse positivamente en su colectividad” (Victorio, 2001:9), de manera que se rompe la jaula de la individualidad para sentirse partícipe de un lenguaje universal, común y extensísimo, donde uno se siente libre, no encerrado. Sirviéndonos de la célebre bimembración de Simónides de Ceos, ut pictura poesis/ut poesis pictura, el paisaje es “poesía muda”, con toda la fuerza de su simbolismo como un acto ilocutivo del lenguaje.

Por otra parte, en la experiencia sensorial, la sensitiva, la que Byung-Chul Han relega a un plano inferior como positiva, que se correspondería con la apreciación de la belleza de Kant, hallamos también un posible crecimiento o sanación mediante un goce que consista en no pensar, como Murakami cuando describía su acción de correr. No es tanto que sentir, haciendo referencia a la “atención plena” o mindfulness, implique el no pensar, sino que ese no-pensar es una forma de pensar. Es un esfuerzo también para purgar o sanear la mente (el espíritu hegeliano) con un pretendido vacío que permita desreconocerse, quitarse la identidad que a uno lo encierra, y llenarse de la poesía visual que lo libera.

En lo sublime, el pensar se ha adelantado al sentir, que también está, pero subordinado a la aparición de sugestiones cognitivas por ese estado de shock. La irrupción de la actitud filosófica ante un espectáculo que nos supera es otra genialidad de la naturaleza como artista. Nos impone un trabajo, esa negatividad que ensalza Byung-Chul Han, que es verdaderamente una experiencia, tanto estética como vital.



Bibliografía

Adorno, Theodor W. (1984), Teoría estética. Barcelona: Orbis. Pp. 87-88 y ss.

Azcárate Luxán, Blanca; Fernández Fernández, Antonio (2017), Geografía de los paisajes culturales. Madrid: UNED.

Arribas Herguedas, Fernando (2014), “Ecología, estética de la naturaleza y paisajes humanizados”, en Enrahonar. Quaderns de Filosofía, nº 53, pp. 77-91. UAB.

Bayer, Raymond (1965), Historia de la estética. México: Fondo de Cultura Económica.

Bozal, Valeriano (2011), Categorías estéticas de la modernidad: sublime y patético. Ministerio de Cultura.

Briet, Lucien (2001), Bellezas del Alto Aragón. Prólogo de Eduardo Viñuales Cobos. Madrid: Organismo Autónomo de Parques Nacionales.

Budd, Malcolm (2014), La apreciación estética de la naturaleza. Madrid: Machado.

Domínguez Caparrós, José (2009), Teoría de la literatura. Madrid: Centro de Estudios Ramón Areces.

Han, Byung-Chul (2021). La agonía del Eros. Barcelona: Herder.

-          (2016). La salvación de lo bello. Barcelona: Herder.

Hartmann, Nicolaï (1977). Estética. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

Hegel, G. W. F. (1990), Introducción a la estética. Barcelona: Península.

-          (1989), Lecciones de estética, vol. I. Barcelona: Ediciones 62.

Lacasta, Miguel (2019), “La estética de la naturaleza”, en Axonométrica (blog). Recuperado de: https://axonometrica.blog/2019/10/15/la-estetica-de-la-naturaleza/

Marchán Fiz, Simón (1994). Del arte objetual al arte de concepto. Madrid: Akal. Fluxus: pp. 205-206.

Marder, Michael (2022), “A portrait of plants as aesthetic agents”. Seminario menor de estética y teoría del arte. Madrid: UNED.

Menéndez Peláez, J., Arellano Ayuso, I., Caso González, José M., Martínez Cachero, J. M. (1993). Historia de la literatura española, volumen II, Renacimiento y Barroco. León: Everest.

Murakami, Haruki (2015). De qué hablo cuando hablo de correr. Barcelona: Tusquets.

Salinas, Pedro (2002), Cartas a Katherine Whitmore (1932-1947). Barcelona, Tusquets.

-          (1970), Jorge Manrique o tradición y originalidad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

Tafalla, Marta (2005), “Por una estética de la naturaleza: la belleza natural como argumento ecologista”, en Isegoría, nº 32, pp. 215-226. CSIC.

-          (2011), “El resurgimiento de la estética de la naturaleza”, en UAB Divulga (web). Barcelona: UAB. Recuperado de: https://www.uab.cat/web?cid=1096481466568&pagename=UABDivulga%2FPage%2FTemplatePageDetallArticleInvestigar&param1=1315461451132 (Es una reseña.)

Tatarkiewicz, Władisław (2015). Historia de seis ideas. Madrid: Tecnos.

Unamuno, Miguel de (1965). Paisajes del alma. Madrid: Revista de Occidente.

Urquízar Herrera, Antonio; Cámara Muñoz, Alicia (2017). Renacimiento. Madrid: Centro de Estudios Ramón Areces.

Valdés Tejera, Esther (2017), La apreciación estética del paisaje: naturaleza, artificio y símbolo. Tesis doctoral. Madrid: Escuela Técnica Superior de Arquitectura.

Victorio, Juan (2001), El amor y su expresión poética en la lírica tradicional. Madrid: La Discreta.

 





[1] Louis François Elisabeth, barón Ramond de Carbonnières (1755-1827), pionero explorador de Ordesa, fue zoólogo, botánico, físico y geólogo. Se le considera el mayor naturalista del Pirineo. Comenzó el conocimiento geográfico de la cordillera pirenaica con la obra Observaciones hechas en los Pirineos (1789).

[2] Lucas Mallada (1841-1921), oscense, fundador de la paleontología en España. Realizó la descripción física y geológica de Huesca.

[3] Jean Daniel François (Franz) Schrader (1844-1924), cartógrafo y pintor, realizó el mapa del Monte Perdido en 1874.

[4] Norbert Casteret (1897-1987), espeleólogo, exploró las grutas pirenaicas descubriendo muchas desconocidas y yacimientos prehistóricos.

[5] Emmanuel de Margerie (1862-1953), geólogo que dio a conocer la compleja composición geológica del Monte Perdido. Autor de una carta geológica en colaboración con Schrader.

[6] Malcolm Budd (2014:72-74) expone detalladamente en qué consiste ese desinterés. “Kant mantiene que el placer expresado en un juicio de gusto puro es desinteresado.” Léanse las páginas referidas.

[7] Más adelante se desarrollará este punto a través de Hartmann.

[8] No deja de coincidir esto con la estética de la recepción de H. R. Jauss en crítica literaria: “En efecto, la literatura y el arte sólo se convierten en proceso histórico concreto cuando interviene la experiencia de los que reciben, disfrutan y juzgan las obras” (Jauss, apud Domínguez Caparrós, 2009:387).

[9] Podría cumplir una función parecida el hombre situado en la puerta del fondo en Las Meninas de Velázquez, como observador global de todo el conjunto y que da el sentido de totalidad.

[10] La ecología derivada de la apreciación estética de los bosques que planteaba Briet sembró un precedente que llegaría hasta la actualidad, con puntos en contacto con teóricos como Michael Marden en sus trabajos sobre la estética del mundo vegetal: “Our moulding of the world is an inverted image of its vegetal creation: we fill the air with CO2, deplete the soil, prompt global warming, make the desert expand. The human art of world-creation verges on world-destruction, diminishing the concrete possibilities for future life. Conversely, plants are the architects of the environment who expand the liveable realm both through their crafting of climates and through their activities of growth and decay” (Marder, 2022:4).

 

[11] Puede desarrollarse este punto con la obra de John Berger (2016), Modos de ver, Barcelona: Gustavo Gili, que comienza con la afirmación “La vista llega antes que las palabras”. La mirada artística a la que nos referimos es una especie de intuición previa a un razonamiento consolidado, un código de un lenguaje que subyace al lenguaje.

[12] Este hecho también coincide con la estética de la recepción de Jauss, en el caso de la literatura: “El lector contemporáneo compara la obra leída con otras antes leídas (implicación estética)”, en Domínguez Caparrós, 2009:385.

[13] Concepto que desarrolla en su libro La agonía del Eros (2018), ed. Herder, Barcelona.

[14] Véase Grice, H. P. (1975). «Lógica y conversación». En Valdés, L. La búsqueda del significado. Madrid: Tecnos/Universidad de Murcia, 1991, pp. 511-530.

[15] Es muy curioso que ese esquema coincida con el escenario cargado de misticismo que utilizó Miguel de Unamuno en San Manuel Bueno, mártir.