Me siguen
llegando correos de mi amigo con relatos más o menos autobiográficos, bajo ese
heterónimo suyo, Heliodoro Peces. Por dejadez, a veces no los leo. Como me dijo
una mujer a quien se los enseñé, siempre tratan de lo mismo. No aporta nada;
quejas y más quejas de un insatisfecho en la vida, y lo digo con todo el cariño
porque es amigo mío. Podría hasta pensarse que lo que quiere es buscar la
atención de algunos con ese típico regodeo en el fracaso o en el victimismo,
que es muy normal en los introvertidos. Pero no creo que sea tanto el caso,
después de tantas batallas y con sus casi o sin casi cuarenta tacos. Me parece
que tiene más que ver con hacer lo que le sale y lo que sabe hacer, más o menos
como los ayayay de La historia interminable, que a base de llorar
construían complejas estructuras de filigranas de plata.
En esto,
queridos lectores, mi amigo me da envidia, envidia sana. Yo no tengo nada que
decir. Más vale poder hablar uno de sus laberintos que no tener absolutamente
nada que contar, dejando que la vida pase como en el silencio de una habitación
vacía, habitada por un alma solitaria, a su vez vacía.
***
Verano de 2020
El verano de
Heliodoro se estaba haciendo largo y áspero como un campo seco de pajas y de
cardos. Así quedan los solares de la ciudad cuando los siegan para que no arda
la maleza seca. No había verdad ni esperanza, ni tesón ni rutina, ni luna ni
estrellas. Algo de naturaleza había habido en fugaces recorridos por los
Pirineos y los Alpes, sin llegarle a los talones a Víctor Hugo en su diario de
aquel viaje, ni a todo aquel de otro tiempo en que se podían contemplar
verdaderamente las cosas. Otra vez estaba en su casa, sin haberse dado cuenta
de que el verano expiraba, de que tenía un año más y de que nada de lo vivido
volvería. Como si hubiera quedado atrapado en el país de los lotófagos, sin un
Odiseo que le arrastrase a las naves para continuar el viaje.
Había
descubierto una manera de motivarse para levantarse un poco antes e intentar
(sólo intentar) aprovechar un poco más las horas del día. Se lo debía a Teresa
que, a diferencia de él, que se sumergía en silencio, a menudo ponía la
televisión en su casa para que le hiciese compañía, como tenían por costumbre
muchos de nuestros padres. Y, a horas tempranas de la mañana, como toda la
vida, ¡había dibujos animados! ¿Cómo era posible que los niños madrugasen sin
esfuerzo para verlos? En gran parte, pensaba Heliodoro, porque sabían que había
mucho por ver y descubrir; entre otras cosas, los propios dibujos, que eran
bonitos, entretenidos, con música, paisajes y tanto por enseñar y conmover.
Con sus casi
cuarenta años, en el verano machadiano de su vida, Heliodoro Peces, ataviado
únicamente con un viejo pantalón de atletismo manchado de pintura, se llevaba
el café y la tostada al salón para desayunar viendo los dibujos, realizando,
sin darse cuenta, un acto de veneración de lo sagrado, como el árbol de la vida
de las civilizaciones arcaicas, el axis mundi que unía el cielo y la tierra
alzando sus ramas y hundiendo sus raíces. La niñez vivía en las raíces, el
espíritu crecía en la madurez del ramaje. “Cuánto quedaba por ver y por saber a
través de lo ya visto y vivido”, pensaba él, en un arrebato de tocar el sol de
la esperanza, que parecía, a veces, ese corto segmento de áureo sol a punto de
desaparecer en el horizonte ya oscuro, “aunque no quede nada nuevo, sino lo que
vi sin darme cuenta de que vi”. El incentivo de vivir, de madrugar y de
aprovechar el día ya no era descubrir, como su primo y él de pequeños en la
casa de su abuela, por ejemplo, ansiosos por ver un nuevo episodio de Los
caballeros del zodiaco o de Óliver y Benji, sino redescubrir; ver
presentarse la realidad de nuevo ante los ojos mucho tiempo después, porque,
aunque se presente igual, al ser uno diferente, la realidad es diferente. Sin
querer creer en las prerrogativas psicologistas nietzscheanas de que la
realidad se limita a las interpretaciones, nuestro ermitaño debía admitir que
lo visto es otro cuando el que observa es otro.
Primero vio David,
el gnomo. Los trolls siempre estaban acechando y causando males horribles a
gnomos y animales, con la intención de matar y destruir. Lo curioso es que
habitaban el bosque desde tiempo inmemorial, al igual que los gnomos. Una
eterna lucha donde lo perjudicial a la vida se representa feo y grotesco,
malvado siempre, con esos seres peludos, mocosos, con ojos sin pupilas. El
gnomo generoso, optimista e infatigable trabajador, a lomos del alegre zorro
tan veloz y, a la vez, tan vulnerable, le conmovían y le servían como guía.
A continuación,
solían echar Heidi. Esos dibujos japoneses, que sorprendentemente se
ambientaban en Suiza y Alemania, no habían despertado tanto su interés cuando
tenía la edad de verlos, por creerlos más bien destinados a las niñas y por
parecerle ñoños. Sin embargo, algo le habían calado desde entonces, por los
bellos paisajes, los personajes y porque, indudablemente, su apariencia ñoña se
erguía sobre unos pilares básicos y fundamentales para la vida.
Por un
momento, Heliodoro Peces Burgos -ya era hora de presentarlo con sus dos
apellidos- pensó qué pensaría de él cualquier persona inteligente y competente
en la sociedad si supiera que veía Heidi algunas mañanas. Un tío con canas
en la barba, de casi cuarenta años, con un trabajo medianamente importante y
bienes materiales mediocres pero considerables. Una persona adulta en la que
se delega responsabilidad ve dibujos animados ñoños por la mañana. Si se
supiese, si se supiesen muchas cosas de muchos de nosotros, qué confusión, desconfianza
y prejuicios habría. Al pensarlo, lejos de avergonzarse, se afianzaba más en su
descubrimiento de sí mismo, como un científico que encuentra una nueva veta por
la que investigar, más cercano que los demás de los ignotos vericuetos de la
mente humana. Esa mente en general, además, en caso de no comprenderla, poco le
importaba, porque la que le importaba era la suya.
Simultáneamente,
se alegraba de la privacidad, bendita privacidad, bendita puerta cerrada y
persianas bajadas. Tan importante era que a uno se le viera como que no se le
viera, que sepan de uno tanto como que no sepan.
La captura de
pantalla de Heidi y Pedro corriendo a un aislado promontorio, que le envió la
siempre constante Teresa, parecía tener un claro paralelismo, como planteaba
ella, con un conocido lugar del Parque Nacional de Ordesa, la cumbre del Tozal
del Mallo. Hasta en detalles como ése estos dibujos le hacían a Heliodoro
mantenerse atento, ajeno a la vida mundana, concentrado en sensaciones y
recuerdos.
El capítulo
que echaban uno de esos días le conmovió más que de costumbre. Era una historia
archiconocida pero que él había olvidado hacía mucho. Era el de la torre del
campanario, en Frankfurt. Para quien no lo recuerde, la tía Dete, que al
principio de la serie está al cargo de Heidi, la lleva al único pariente que
puede hacerse cargo de ella, su abuelo, en los Alpes, porque ella, la tía, ha
conseguido un trabajo y no quiere o no puede ocuparse de su sobrina. El abuelo
es aparentemente un hombre misántropo y de mal carácter, que vive solo en su
cabaña en plena montaña alpina. Sin embargo, aun llevándose mal con Dete,
acepta la responsabilidad y acoge a la niña, que, a su vez, va a arraigar en
ese entorno idílico sin querer conocer otra cosa, pues es completamente feliz. Sin
embargo, la tía Dete contacta con una rica casa de Frankfurt, cuyo dueño tiene
una niña minusválida y desea acoger a otra niña para que haga compañía a su
hija. Sin dudarlo, Dete retorna a Suiza y le despoja al abuelo, “el viejo de
los Alpes”, de su querida nieta, con quien estaba recuperando la felicidad.
El encierro en
una casa regentada por una severa institutriz, la célebre señorita Rottenmeier,
es traumático para Heidi. La otra niña, Clara, es amable, pero también es
posesiva con Heidi, a quien no quiere dejar escapar ya que es su única alegría (esto
lo relacionaba Heliodoro con la parte más oscura de Teresa). En el capítulo
referido, Heidi sale de la casa sin permiso para buscar un lugar alto desde
donde poder ver sus queridas montañas. Es ahí cuando consigue subir al
campanario de una iglesia o catedral, altísima, pero donde se lleva la
decepción de no ver nada más que casas y casas, vasta ciudad que se pierde
hasta el horizonte, sin el menor atisbo de montañas. Así, sin esperanza, veía
Heliodoro muchas cosas.
La misma
escena se describe en el libro de Johanna Spyri, donde coincide con la serie
japonesa en el valor que se le da al paisaje. El paisaje es el protagonista
esencial tanto del libro como de la serie. Todo ello condujo a Heliodoro a
reflexionar sobre el paisaje.
***
El paisaje… Se
había quedado esa idea en el aire mucho tiempo, sin que pudiera aprehenderla y
plasmarla en la reveladora placa que es el lenguaje. Cuántas cosas se quedan
sin ser comprendidas del todo al no traducirse al sistema de signos con el que
funciona el cerebro, la razón humana. Es mentira que haya cosas que se
comprenden sin palabras; quizá, pero así se vive en un plano de ignorancia,
como un animal, que sabe lo que hay que hacer pero no sabe contar lo que siente
o piensa, porque lo que uno no sabe contar es como si no existiera.
Así podía
disfrutar Heliodoro del paisaje, una y otra vez, cuando el ánimo se lo
permitía, muchas veces gracias a la compañía insostenible pero necesaria de
Teresa López de Haro. Se llenaba de ríos, valles, bosques y montañas como los
pulmones de oxígeno, como la tierra seca absorbe el agua cuando se la riega.
Todo ello vibraba de algún extraño modo en su ser con los dibujos de Heidi, con
las montañas y desfiladeros colosales que imaginaban los dibujantes japoneses,
que él conoció parecidos en los Pirineos y, siendo muy joven, en un viaje a los
Alpes con su familia. Además, suele ocurrir que la recreación de algo a través
del recuerdo o la imaginación de alguien, en este caso doble, por la novela de
Johanna Spyri y luego por los dibujantes, agita y reverbera más que la mera
fotografía, quizá por aquello que decía Hegel de que el arte es superior a la
naturaleza porque éste se hace con el alma.
Entonces, tras
muchos días de ver Heidi, ya absorbido por la condena laboral que recomenzaba cada
año en septiembre, casi olvidando el sentido de esas láminas delgadas y
quebradizas de una oscura mina que son los recuerdos, Heliodoro Peces recordó
algo con una conversación con un viejo amigo del anterior trabajo, cuando era
obrero:
-¿…Cómo éramos
cuando pasaba una mujer por allí? ¿Te acuerdas? -decía.
-Mirábamos
siempre que podíamos. Me acuerdo de estar contigo allí en lo alto en una
carretilla elevadora, viendo a una ingeniera pasar. Comentábamos cómo era, cómo
andaba, lo que tenía mejor de su cuerpo y lo feliz que sería yo con una mujer
así.
-Y lo mejor
era esto: que éramos felices mirándola, allí desde lo alto, sin ser vistos. Era
un alivio poder verla entre todo aquello feo del hangar, todo tíos. La
visión de la belleza nos aliviaba.
Recordó una
iglesia moderna de su barrio con un cartel enorme de un Jesucristo con los
brazos abiertos y la frase “Yo os aliviaré”. Pero nuestro personaje era un
hereje, porque su alivio estaba en la contemplación de la belleza, que igualaba
a la divinidad, ya fuera desde una torre, una carretilla elevadora o a nivel
del suelo. Era curioso que fue principalmente la belleza de la ya extinguida
“señorita Kundera” lo que le atrajo y lo que le dio ese ansiado alivio, y a la
vez el mayor engaño, pues todo en ella resultó ser un engaño y un posterior
desengaño.
El paisaje
bello de verdad, el de una mujer de verdad o el de un paisaje de montaña,
inalterable y salvaje, puro y auténtico, llena el alma como el agua fresca una
garganta sedienta. Es el consuelo del que sufre y el alivio del que está
encerrado, como Heidi en Frankfurt. Por eso quería subir a la torre de la
catedral, para llenarse de lo que más necesitaba. La libertad, como un engaño,
como un sueño que nos eleva un instante, puede entrar por los ojos. Sin ver la
belleza no se puede vivir. Los ojos son dos ventanas en ambas direcciones: como
la luz, el alma del paisaje atraviesa nuestros vidrios irisados para entrar en
nuestro templo, mientras que al mismo tiempo nuestra alma también los traspasa
para liberarse de su prisión.
Y esos
paisajes tan arraigados en el recuerdo más profundo, a veces conservados desde
la infancia, deben mantenerse inalterables para poder volver a verlos como un
ciervo que vuelve a beber a la misma fuente. Que le alteren a alguien un
paisaje es como si le matasen un amigo. Se va para siempre. Así lo hacen los
que ignoran que ciertas casas de los pueblos, ciertas parcelas, prados, árboles
han alimentado las almas de algunas personas desde hace mucho tiempo. Así
destruyen esas fuentes los que garabatean pintadas vandálicas en las casas de
los pueblos, los que talan los árboles de los caminos, los que construyen
indiscriminadamente, los que se creen dueños de cada sitio por el que pasan, o
incluso que habitan temporalmente, ignorando los cientos o miles de vidas, de
generaciones, que habitaron allí antes sin estropear nada por capricho o
codicia.
Qué amarga
soledad cuando va quedando menos que contemplar, cuando un paisaje muere con el
recuerdo de quien lo vio. El olvido se abre paso secándolo y vaciándolo todo,
como la Nada de La historia interminable.
***
Otoño de 2020
Se sucedieron
muchos sucesos irrelevantes, pero hubo uno relevante en el mundo interior de
nuestro objeto, o sujeto, de estudio.
Se habían
sucedido tantas crisis con Teresa, que Heliodoro y ella tuvieron que volver a
verse en secreto para no preocupar a los amigos y familia de él, aunque quizá
esto mismo, la clandestinidad, era lo que más debía preocupar. Pero tenía que
ser así. Admitieron que su relación era intermitente, como un aparato que no
funciona y se enciende y apaga solo. Él no estaba preparado para abandonarla,
fuera cual fuese la naturaleza del vínculo que tuvieran. Ella, por su parte, no
estaba dispuesta a dejarlo ir.
De este modo,
vivía el extraviado ser que era nuestro personaje en dos mundos, el que tenía
con ella, inexistente para los demás, y el que tenía él con los demás, sólo
existente por lo que él le contaba, que era bastante, pero no todo. Sin
embargo, esta indisolubilidad de realidades daba lugar a una tercera, necesaria
para él, como un refugio forjado a su medida, seguro, que en el fondo había
tenido desde siempre.
Esa
imaginación entreverada con una esperanza o potencial en las cosas, en una
aspiración a algo que tal vez conduzca a un fracaso, pero que es mejor no ver
con antelación, es lo que le permitió la amable elevación que fue soñar
despierto con la señorita Kundera. Una mujer imposible que creyó posible por un
tiempo. A veces volvía a hablar de ella con su amigo Yago Feliz, mientras
desayunaban un café y una tostada en el bar debajo de su casa:
-Lo que te
pasó no es tan malo. Tenías algo en lo que pensar, tenías una ilusión. Mirabas
la luna como se mira a ella, como ermitaño que eres -dijo riendo, pues se
tomaba muy a pecho los arcanos del tarot-. Ahora, ¿habrías derrochado tantos
pensamientos creativos en ella de haber sabido que te esperaba un muro con el
que estrellarte?
-Seguramente
sí. Cada cosa que hago suele darse en unas circunstancias en las que no podía
haber hecho otra cosa.
-Pues sí,
hiciste lo que debías. Cuando estás así, estás dando al mundo lo que estás
hecho para dar. Ya te lo he dicho muchas veces: ¡escribe! ¡Y ve al Ateneo de
una vez!
-Todavía tengo
que curarme un poco más para ir a esos sitios. No tengo nada que aportar.
-Anda ya. Lo que
tienes que hacer es deshacerte de tus cargas. Sabes lo que precipitó que la
Kundera te dejara de hablar, ¿verdad?
-Teresa
-contestó Heliodoro, bajando la mirada.
-No es
solamente lo que le dijera, sino que tú no eres tú si sigues dependiendo de
ella. Las tías te huelen.
Recordó
vagamente el último mensaje de la Kundera: “No quiero tener nada que ver con
historias personales de desconocidos… Que os vaya bien a los dos”. Y no volvió
a escribir nunca más, ni seguramente leyera el relato que versaba sobre ella.
A veces
olvidaba ese refugio o no sabía sacar provecho de él. Sin eso, sin momentos de
contemplación e introspección como cuando veía los dibujos el verano pasado, no
podía prácticamente vivir. Vivía como un autómata, preso de su impotencia de
voluntad de hacer y de sus vicios, vicios solitarios tanto censurables como
comprensibles, que mermaban su potencial como persona en sociedad. No había
nadie con acceso a sus hábitos y costumbres que pudiera hacerle mejorar, ni
siquiera la intermitente Teresa, que hacía lo que podía. Sin embargo, todo su
esfuerzo que ella hacía por él quedaba arruinado por los bloqueos de
comunicación de Heliodoro y por la propia testarudez de éste, o pereza, o
facultades físicas, o lo que fuese que le impidiera desarrollarse sin ayuda
externa.
Así que, en
uno de esos momentos de encuentros clandestinos tan necesarios, siempre los
fines de semana, Teresa y Heliodoro se dirigían a una pequeña localidad del sur
de Madrid donde se ubicaba un castillo que perteneció a la familia del poeta
Garcilaso de la Vega. Alternaban excursiones culturales, de pueblos, castillos
e iglesias, con otras de senderismo. Era lo más provechoso que tenían y los
mejores momentos de felicidad que compartían, siempre que no surgiese un tema
de conversación doloroso o un agente externo que rompiese la armonía.
Esa mañana, en
aquel pueblo, llovía. No demasiado, pero lo suficiente para hacerles sacar del
maletero un feo paraguas con publicidad que llevaban para momentos de
emergencia. Deambularon así por el pueblo, donde encontraron algunas
referencias al poeta en una fuente construida en una vaguada, junto a un
arroyo, donde crecían delicadas algas verdes y había en sus orillas arena como
la de la playa. Se internaron también en un oscuro pasadizo de un edificio de
ladrillo en ruinas, donde sólo había basura, pero que supuso la superación del
miedo a entrar. Por fin, localizaron el castillo, tras una amplia verja cerrada
y con un seto de arbustos, en lo que era una gran parcela, y reconocieron
decepcionados que era una propiedad privada, con un restaurante que ese día
estaba cerrado. Ni siquiera se podían acercar para hacer una buena foto.
Cerca de una
pequeña iglesia, afeada por inadecuados cubos de basura emplazados junto a
ella, donde también cerca había un antiguo edificio de ladrillo de una nave,
como si fuera un edificio auxiliar de un convento del siglo XVII o XVIII,
ocurrió algo inesperado. Oyeron primero los maullidos. Luego vieron el joven
gato, que resultó ser gata, acercándose confiadamente a ellos, sobre todo a
Heliodoro. Se vio que debía refugiarse en la vieja nave de ladrillo, cuya
puerta de madera tenía un agujero en una de sus esquinas inferiores. La gata,
de color pardo muy claro, algo anaranjado, con algunas vetas blancas, estaba
sucia, mojada de la lluvia y con un pequeño agujero con una costra en la cabeza,
como si la hubiese picado un pájaro grande, quizá una urraca. Se dejaba coger y
acariciar.
-Será de
alguien -dijo Heliodoro. Y siguieron paseando por el pueblo.
A la siguiente
vuelta, la gata seguía allí y maulló de nuevo, con un maullido raro, de gato
que no sabe cómo se hace, pero con el que mostraba desesperación. Siguió a
Heliodoro casi como si fuera un perro, alejándose demasiado de su lugar de residencia,
el jardín posterior a una casa y la vieja nave de ladrillo. Heliodoro,
entonces, la cogió en brazos y preguntó a varias personas de allí si era de
alguien.
-Si te la
llevas -comentó una mujer-, nos haces un favor. Aquí hay muchos gatos.
Y así cambió
la vida de Heliodoro, definitivamente y sin vuelta atrás. Cuando se dirigió al
coche, la gata no se resistió en sus brazos, sino que cerró los ojos y hundió
su hociquito en la axila de su San Cristóbal. Al meterse en el vehículo, tuvo
que pasársela a Teresa, que la acogió sobre sus piernas y la tranquilizó con
las manos. La gata seguía ocultando la cabeza donde podía, como si dijera “No
sé adónde me lleváis, tengo miedo, pero confío en vosotros”.
Pararon en un
centro comercial. Heliodoro compró los elementos básicos para instalarla en su
casa, mientras Teresa cuidaba de ella en el coche. Fue la única vez que
trasladaron un felino sin transportín, y puede hacerse, tal como hizo Heidi al
irse de la iglesia cuya torre había subido, y donde la decepción de la vista
fue compensada por el regalo de un gato.
Tuvo que
reorganizar la casa para evitar que tirase, arañase o rompiese objetos. Pero
fue su objeto de atención y su más constante compañía desde el primer día.
Teresa le dedicó bellos escritos en prosa, relacionándola con las leonas de los
palacios del Antiguo Oriente. Heliodoro, por su parte, inspirado por la
veterinaria que la esterilizó, que les reveló el tono exacto de su color, compuso
un soneto muy parecido a éste:
La gata de color albaricoque,
cuando quiere subirse a la
encimera,
sube y sube cual remo de galera,
la muy terca, cabeza de
alcornoque.
Esta gata no quiere que la
toque;
si alguien toca, es ella la
primera,
cuando juega se pone hecha una
fiera,
sin dejarme tarea en que me
enfoque.
A veces ronronea, otras muerde,
unas condena, otras compañía
amable a su manera un poco
ingrata,
no hay quien la paz con ella
siempre acuerde;
tan pronto angelical como
bravía,
sus ojos de ámbar dicen: soy tu
gata.
Le costó una
semana ponerle nombre. Pensó en el poeta Garcilaso de la Vega, y con “Vega” se
acordó de la constelación de la Lira, pues así se llamaba su estrella más
brillante. Como “Lira” tenía dos sílabas fáciles, es también atributo de poetas
y un rasgo identificativo de Apolo, uno de sus dioses favoritos, Heliodoro la
llamó así, “Lira”. Sus ojos de oro también apuntaban a su relación con la divinidad.
También dudó
mucho en llamarla “Miga”. Quizá ese nombre lo tiene en un universo paralelo,
donde todas las cosas ocurren de manera parecida, pero no igual. O muy
distintas.
Al verano
siguiente, hubo un grave incendio alrededor del pueblo donde la recogieron,
donde una espesa nube de humo obligó a desalojar las casas. Quizá salvaron
realmente la vida de aquella gata.
Invierno de 2020-2021
Es un hecho
histórico, real, en el que se enmarcan las siguientes líneas ficticias, la gran
nevada de la primera semana de enero del año 2021. Lo llevaban avisando, pero
pocos realmente creían que fuera a nevar tanto en Madrid y en buena parte de
España. Todos los que lean esto sabrán que se trata del temporal nombrado
Filomena.
Heliodoro me
pidió, como editor de todos estos fragmentos, que incluyese aquí un célebre
fragmento de las cartas de Pedro Salinas a Katherine Whitmore, porque ni él ni
yo sabremos jamás escribir mejor sobre la nieve.
La
nieve
(Pensamientos
de Thanksgiving Day, para mi amada.)
Tú de seguro estás
acostumbrada a la nieve desde tu infancia, y la costumbre nos quita muchas
veces el filo de la sensibilidad. Pero para mí la nieve ha sido un
objeto, una realidad mental, casi, hasta ahora. Di niño soñaba
con la nieve. En los cuentos infantiles, muchos de ellos de origen nórdico,
todo ocurre entre la nieve. En Navidad, en el Nacimiento, en encantaba echar
bórax, en las montañas de corcho, para fingir la nieve. Y las pocas veces que
nevaba en Madrid yo me quedaba detrás de mi balcón, en asombro. Era un acontecimiento,
¿sabes?; ese día yo no iba al colegio, porque hacía mucho frío, de modo que ya
eso marcaba el día excepcional. Y pedía que me llevaran a algún jardín público,
para ver la nieve en los árboles. Pero la nieve de la ciudad es una nieve impura,
manchada, pisoteada, a quien no se deja cumplir su destino de nacer blanca y
morir blanca, o a lo sumo sonrosada vagamente por el sol que la funda, sin
tocarla. El caso es que por una cosa o por otra, como siempre que he vivido en
países fríos estaba en ciudades, la nieve nunca ha sido para mí una presencia
absoluta y pura, como lo es ahora. Total: he descubierto la nieve, ahora, a mis
años, darling. ¿Te da risa? He descubierto, sobre todo, lo que me gusta
descubrir en todas las cosas del mundo: su magia, su poder secreto. La nieve es
el mejor dibujante del mundo, ¿no te parece? Dibujante magistral, a veces tiene
la finura de trazo, la implacable delicadeza de un Pisanello o un Ingres, al
dibujar los contornos de las cosas. La nieve al posarse en los árboles, en los
edificios, los delinea, y parecen su plano, su idea. Es una operación
platónica, reducir las cosas del mundo, sus realidades, a ideas. Pero además de
captar los perfiles, las siluetas de las cosas, nos da algo más: el sentido
dramático del claro-oscuro, mucho mejor que Rembrandt. Fíjate en un árbol
nevado y verás cómo entre los sitios donde se ha posado la nieve y los demás
hay unos contrastes de blanco y negro o verde, maravillosos, que producen un
sentimiento de profundidad, no ya de contorno. Dibuja entonces la nieve no como
los japoneses sino como Miguel Ángel. Pero además la nieve va sutilmente,
delicadamente, subrayando mil detalles de cosas que no se veían. En esto
se parece a los primitivos flamencos (en lo prosaico), o a Blake (en lo
poético). Una ramita alta en ese árbol, una cornisa en esa casa, el caballete
de una tapia, se convierten en objetos de atención, gracias a la nieve. ¡Cómo
revela! ¡Qué de encantadores descubrimientos se hacen de ella! Por eso me gusta
tanto, creo, Katherine. Me gusta en este mundo todo lo que revela algo, todo lo
que tiene detrás de su apariencia una magia reveladora, todo lo que deja traslucir
algo. (¡Qué hermosas palabras, traslucir, trasluz!) Más que
verdades busco revelaciones, Katherine. (Y por eso adoro tu cuerpo, porque
desde que lo vi aquella noche en Barcelona, por don tuyo, me pareció que traslucía
algo que tenía una transparencia misteriosa, una luz oculta, que era en suma,
como ha sido, una revelación, alma de mi vida. Todo se une en mi espíritu, y
hoy hablando de la nieve pienso en esa maravilla que tú me das, por la misma
razón.) Lo estupendo de la nieve es además su doble poder, simplificador y
detallador, ¿no te parece? Por un lado, con su blancura unánime da a la tierra
una grandeza como el mar: se ve la tierra en grandes planos, en perspectivas
enormes, por ella. Pero por otro lado si la miras de cerca, si la ves posada en
una rama, en tu traje, es delicada y primorosa, fina como un encaje, como una
colmena. A veces cansa lo grandioso y a ratos empalaga lo bonito y primoroso,
pero la nieve te lleva de una cosa a otra, llena el ánimo. Sirve para perderse
en lo distante, en su clara y abierta inmensidad, como en los horizontes
marinos, y luego para encontrarse en la delicada textura que se aprecia cuando
se la mira cerca. Y luego, da a la atmósfera tres cosas estupendas. Silencio,
invitación a entenderse sutilmente, a apagar los gritos. Sencillez, suprimiendo
accidentes del terreno. Y dignidad, sobre todo. Qué digno parece el mundo con
la nieve, qué sin pecado, sin mancha. Y por último, qué hermosa la muerte
natural de la nieve. Es una metamorfosis, como en los seres mitológicos. ¿Vida,
no ves tú todo eso en la nieve?
Pedro te lo manda.
Salinas, Pedro
(2017). Cartas a Katherine Whitmore. Ed. Enric Bou. Barcelona: Austral.
Carta 126, pp. 292-294.
La conexión
que tenía Helidoro con Pedro Salinas, en su forma de ver e interpretar las
cosas, seguía siendo imponderable. Es como si lo llevara dentro. Cada una de
sus palabras la hacía suya, al sentirla igual, sin dejar de emularlo en sus
correos y comentarios en las redes sociales. No dejó de leer este fragmento a
sus amigos y familiares, ni de publicar extractos breves en sus cuentas de las
mencionadas redes. No obstante, vio que no era el único que lo conocía, y
algunas famosas plataformas se quedaban con toda la difusión y el reconocimiento.
Mucho se ha
hablado, escrito y fotografiado sobre aquella nevada en Madrid. La tarde
anterior ya fueron cayendo los primeros copos, que sólo lograron mojar y
encharcar el suelo. Por la noche debió seguir, a ratos, nevando. A la mañana
siguiente, cuajaba una fina capa en las superficies más agradecidas para la
nieve, como los árboles y la hierba de los jardines, aunque fuera escasa.
Heliodoro
seguía incrédulo.
-No va a
cuajar. En Madrid no puede haber nieve, o muy poca, que se encargarán de
destrozar enseguida todos en la calle. No cuaja, es aguanieve -le decía a su
hermano por teléfono.
Pero siguió
nevando el día entero y, contra pronóstico, sí parecía que cuajaba en el suelo
mojado, en las aceras y en el asfalto. Heliodoro empezó a ilusionarse, observando
en bata por la ventana, sacando las manos para tocar los copos, que se fundían
al tocar la piel. En el bloque de enfrente, los ya familiares
hispanoamericanos, conocidos de tanto verlos en la época del confinamiento,
hacían lo mismo.
Los copos de nieve,
para él, tenían algo de mágico. Causaban un extraño efecto en la dimensión
temporal, algo hipnótico y sobrenatural que absorbía los sentidos. Moldeaban el
tiempo. Causaban un efecto óptico parecido al de los radios de una rueda en
movimiento, cuya magia quizá querían simbolizar los antiguos con las esvásticas
y los trisqueles. No se podía concentrar la mirada en uno solo ni en todos a la
vez. Pasaban despacio y a la vez deprisa. Los copos de nieve cayendo integraban
lo efímero con lo constante y eterno, lo que siempre continúa, como sugería
Luis Rosales (“Ciego por voluntad y por destino”, La casa encendida,
1949):
Sí, he vuelto de la calle, estoy
sentado;
la nieve de empezar a ser
bastante
sigue cayendo,
sigue cayendo todo, sigue
haciéndose igual,
sigue haciéndose luego,
sigue cayendo,
sigue cayendo todo lo que era
Europa, lo que era mío y había llegado a ser más
[importante que la vida…
Pero para
Heliodoro la nieve no era un símil de una existencia trágica, o no quería verla
como algo así. Nevaba en Madrid, después de muchos años. Y nevaba mucho. El
suelo, los tejados, los árboles (pobres árboles), los coches… estaban blancos,
como si el niño que fue Pedro Salinas se hubiese pasado con el bórax. Era,
además, la nieve recién caída, como siempre suele serlo, purísima e impoluta.
Heliodoro anotó en sus papeles: “La nieve, compartiendo el otro rasgo que suele
acompañar a la belleza, es efímera. La nieve es puro presente. Lo que ahora es
todo blanco inmaculado, mañana será barro y destrozo. Pero a los ojos, o a esa
parte de nosotros que no entiende de tiempo, se nos queda esta blancura que
parece ocultar, aunque sea momentáneamente, toda la materia rutinaria y
desgastada”.
Era una mañana
blanca y pura en la que la fatalidad de Heliodoro iba a dejar una huella sucia.
Se había reconciliado con Teresa sin entender muy bien por qué, pero una parte
tenía que ver con compartir con ella la experiencia de la nieve. Se calzaron
las botas como si fueran a una de sus excursiones a la sierra y bajaron a la
calle. Ya había huellas que abrían pequeños caminos transitables. Algunos
desenterraban sus coches inútilmente, pues había como medio metro de nieve en todas
las carreteras, menos en las autovías de circunvalación que estaban siendo
despejadas con quitanieves. El panorama era tremendamente bello, pero a la vez
desolador si se era medianamente consciente: ¿cuántos eran los daños
materiales? ¿Qué pasaría los próximos días cuando la nieve se endureciese? ¿Qué
comerían los pájaros en ese tiempo? ¿Y el daño económico que suponía tener la
ciudad paralizada? ¿Y los árboles? Los árboles mostraban una belleza dolorosa,
tan cargados de nieve, pues muchos tenían ramas tronchadas de tan dobladas,
apoyadas en el suelo, y algunos otros, pinos incluso centenarios, se habían
volcado dejando al aire sus raíces. Heliodoro vio con claridad el ingenio
evolutivo de los abetos y otras coníferas, cuyas ramas nunca se parten por el peso
de la nieve.
El lago del
parque estaba semicongelado y con cornisas de nieve en sus paredes de hormigón.
Sería más hermoso de no ser por los trozos de nieve, hielo y piedras que la
gente había ido arrojando sobre su placa helada.
A medida que
avanzaba la mañana, se multiplicaban los niños que hacían muñecos de nieve con
sus padres. Empezó a haber muñecos de nieve por todas partes. También, como si
la nieve fuera un disolvente que hiciese desaparecer las cosas (lo cual nunca
hace), empezaron a yacer en su blanco lecho latas de cerveza y cagadas de
perro.
En este paseo,
ocurrieron dos cosas con Teresa: la primera fue que se le cayó el teléfono
móvil en la nieve, de canto, sin que lo notase en el momento, quizá al
guardárselo en el bolsillo. Hubo que buscarlo durante media hora y avisar a las
personas que por allí andaban por si lo veían. Heliodoro se quedó angustiado
por la mala suerte de su compañera, que le afectaba a él también. “Quizá he
hecho mal en hacerla venir”, se dijo, porque además las comunicaciones en metro
no eran muy fiables, para cuando tuviese que volver a su casa.
Afortunadamente,
el móvil de ella apareció, y además funcionaba. Pero lo siguiente que ocurrió
fue culpa íntegra de Heliodoro, que no pudo evitar enviar algunas de las bellas
fotos que estaba haciendo a otra mujer, una relativamente reciente amiga y
confidente que no entrañaba peligro alguno, pero que causó un nuevo desastre.
Mientras
Teresa sostenía el móvil de él para hacer mejores fotos que con el suyo, puesto
que su cámara era mejor, entró algún mensaje de ella. Teresa, nuevamente
destrozada y emanando turbación, le dijo a Heliodoro, afligida, suspirando:
-¿Quién es
Luz?
***
Antes de
volver a la nieve, es necesario recordar la situación de Heliodoro, siempre
preso de su infortunio amoroso. Como eterno indeciso, incapaz de renunciar a lo
no elegido si había elegido otra cosa, seguía en un estado de abandono casi
risible. Muchas veces se preguntaba qué habría hecho él en lugar de Paris en el
famoso juicio. De hecho, tiempo atrás, había elegido: conociendo ya la naturaleza
celosa de Teresa y sus implacables reacciones, en un viaje al monasterio de
Silos con ella, dejó caer una moneda en un estanque, donde pronunció en
silencio: “Hera”. Así, entre Atenea, Hera y Afrodita, eligió a Hera, porque era
la esposa que le daría cualquier bien sobre la tierra: riquezas, tierras, poder. Valía
la pena sufrir sus ataques de celos si le proporcionaba un sustrato en el que
crecer, ya fuera prosperando en su trabajo, ya en las artes o en cualquier
ámbito donde fuera reconocido y ascendiese en la escala social. Parecía de una
mentalidad frívola, pero ¿no es lo que hacía todo el mundo? El Lazarillo de
Tormes lo dejaba claro: hay que medrar.
Sin embargo,
no había elegido bien, porque en el fondo no quería eso, o una parte de él no
lo quería. Paris había sido educado como un pastor, rústicamente, a lo que se
añadía su juventud e inexperiencia. Por eso eligió a Afrodita, que le
proporcionaría la mujer más bella del mundo. ¿No era Heliodoro más parecido a
Paris que a cualquier otro personaje? ¿No anteponía la belleza, como él, a
ningún otro objetivo? Desde luego, aunque le fuera mal, Paris fue sincero
consigo mismo, cosa que debía haber hecho Heliodoro.
¿Y Atenea, no
era también muy necesaria para él? La sed de conocimiento la tenía desde
siempre. El poderío que ofrendaba, mediante el ingenio y las herramientas para
la victoria con el uso de la inteligencia, era tan necesario como el poder de
la esposa de Zeus y como el infinito regocijo del amor pleno de la hija de
Cronos. Él no habría entregado la manzana de oro a ninguna, sino que la habría
devuelto a la Discordia y habría rogado el favor de las tres diosas.
Sin embargo,
si el héroe troyano hubiese actuado así, probablemente ofendería a las tres y
sería castigado no solamente con el eterno desdén de ellas, sino que le habrían
casado con su elección: la Discordia.
Heliodoro
Peces Burgos, al no elegir o elegir mal constantemente, no hacía más que causar
y recibir discordia. Valdría para un argumento de una película de humor de un
gusto peculiar, algo extraño, no para todo el mundo. No es tan triste como para
poder reírse abiertamente. Además, la perspectiva desde el interior del sujeto
de escarnio le quita bastante la gracia a una burla, como hizo un pintor que
retrató a Don Quijote enjaulado dentro del carro, que sucede en el capítulo
XLVII de la primera parte.
Lo que le
ocurrió a Heliodoro, también cautivo pero de sí mismo, unos días antes de la
nevada, fue que se vio con una guapa compañera de trabajo. Fue bastante
increíble, hasta donde la realidad permitió. Nunca pasaba nada en el trabajo,
pero esa joven, que se incorporó en septiembre, era realmente amable. Se
llamaba Luz, era rubia, tenía un cuerpo fabuloso que se intuía por sus atuendos
discretos pero elegantes, pero lo que más atraían eran sus ojos, de un color azul
verdoso. Con el uso obligado de las mascarillas, por la pandemia, ocurría un
curioso fenómeno asimilable a la mentalidad islámica, para personajes como el
nuestro, que consistía en que, al tapar la mitad inferior de la cara, los ojos
resaltan mucho más, o quizá es que así toda la atención se dirige a los ojos.
“Si hubiera otra pandemia en la que hubiera que taparse los ojos, nos
fijaríamos en las bocas”, pensaba Heliodoro.
Pero, en aquel
momento, cuando se cruzó con ella en la calle una mañana, entre dos edificios
de su lugar de trabajo, y el sol, el dios Sol, que muestra con claridad las
cosas, hizo brillar los cristalinos ojos de Luz, enmarcados en fabulosas
pestañas, como preciosas gemas surgidas del más valioso tesoro de la tierra.
Los había visto bastantes veces en el interior, siendo consciente de su
belleza, pero tuvo que ser el sol quien se los revelase en todo su esplendor.
Intentó escribirle un soneto, pero fracasó, al enrevesarse en una sintaxis
complicada y acabar no hablando de ella, sino de sí mismo viéndola a ella.
Luz estaba muy
lejos de las aspiraciones de Heliodoro. Era una muchacha de veintiséis o
veintisiete años, muy sociable, con un particular afecto a los niños y
adolescentes, lo que le daba una naturaleza más sostenible y de mayor calado
social que la de los misántropos. Lo suyo era lo contrario, la filantropía.
Siempre estaba acompañada de alguien, incluso en los trayectos al trabajo, como
si todos los que la rodeaban necesitaran algo de la luz que parecía proyectar.
Como los muertos del Hades que se acercan a Odiseo, en busca de Tiresias,
cuando éste les ofrece sangre de animales sacrificados: los muertos añoran lo
que no tienen.
Durante unos
meses antes y después de la nevada de enero, Heliodoro escribió sobre ella. Se
sintió vivo, como un muerto momentáneamente reanimado, como Perséfone cuando la
dejan salir a la superficie. Tenía ilusión. Tenía un objetivo que perseguir.
Tenía ganas de cantar a la belleza, la consiguiese o no, y eso era que nadie
podía comprender, subirse a un tren de ilusión que no va a ninguna parte y del
que se sale más pobre, pero quizá contento. Ya tempranamente se declaró a ella,
alabándola en todos sus rasgos, y ella conectó con él en la situación parecida
de insatisfacción amorosa, cosa que hinchó los deseos de Heliodoro, aunque
estaba preparado para una tibia amistad sin contacto físico.
Hizo bien en
hacerse a la idea. Quizá Luz lo que quería era hablar con alguien siempre
disponible, quizá ver que había alguien en una situación peor que la de ella
(su novio la dejaba plantada y se iba con otras descaradamente, aunque hubiesen
pactado la relación abierta), quizá identificarse en parte con un ser también
deseoso de ilusiones y de volcar afecto sin ataduras de nadie, quizá le subía
la autoestima que se le declarase un hombre trece o catorce años mayor que
ella… El caso es que a los cautos y educados cumplidos de Heliodoro, y a las
revelaciones de sus sentimientos, jamás respondía con claridad ni
correspondencia.
¿Qué
significaba aquello? Si Heliodoro hubiera sido listo, habría entendido que ella
no quería nada, sino que le escuchaba con cariño, sin darle una contundente
negativa, para no dañarle. Cualquier otra mujer da ese tipo de negativas. Luz,
no; ella dejaba que se desahogasen, que se expresasen, siempre y cuando no la
invadiesen ni le exigiesen nada. Parecía consolar como una madre a un niño que
llora pero al que no va a dar de comer, porque no es suyo.
Le pidió a
Heliodoro el cuaderno en el que escribía sobre ella. No estaba completo, pero
se lo dio. No sabía cuál era claramente la intención de ella: ¿para qué quería
un diario de un enamorado al que no quería? ¿Para coleccionarlos? Él no creía
que tuviera ella maldad alguna, sino inconsecuencias. Con el tiempo había visto
que no era perfecta, ni siquiera en el cuerpo, que tanto admiraba. Era extraño,
una inconsecuencia, o una fusión de términos irreconciliables, el hecho de
querer a alguien sin quererlo del todo, y por ello no querer deshacerse de él.
¿No era exactamente lo mismo que le pasaba a Heliodoro con Teresa?
Luz no era
capaz de entregarse completamente a un solo hombre, aunque cumpliese con su
voto de fidelidad. Su infidelidad consistía en anteponer su curiosidad,
impulsos o deseos con otras personas a la tranquilidad de su “pareja”. Rompió
con el siguiente novio que tuvo por ese motivo: no contestar al momento sus
mensajes, quedar con alguien sin consultar primero con él… Exactamente como
Helidoro hacía con Teresa.
Lo máximo que
consiguió Heliodoro con su Luz fue esa quedada la víspera de la gran nevada.
Habían acordado verse por el centro de Madrid. Ella llegó tarde, al tener que
venir de más lejos, cosa que Heliodoro tenía previsto: las mujeres guapas
suelen llegar tarde. Compraron un libro que quería ella, uno de una escritora
británica famosa, que a Heliodoro no le atraía mucho, pero entendía que debía
de ser importante. Luego, tomaron un té en una cafetería (ella no bebía
alcohol, o no con él) y por fin se quitó ella la mascarilla: ese desvelo (nunca
mejor dicho) siempre traía sorpresas, muchas veces decepcionantes, revelando
algo peor de lo que se espera. Su mentón estaba levemente adelantado,
con una llamativa barbilla que no era exactamente la escultura grecorromana que
Heliodoro tenía preconcebida. Aun así, la habría besado con ganas si hubiera
podido.
Para lograr
todo eso, toda esa comunicación y cita infructuosa con su compañera Luz,
Heliodoro había tenido que cortar comunicación nuevamente con Teresa, en
distintos intervalos de diciembre y enero. Así eran sus ciclos: a veces, era un
motivo real, otras, eran sospechas infundadas de ella las que propiciaban el
bloqueo de Heliodoro. Sin embargo, tras el desengaño de Luz, de la falsa luz
que no traía salud ni fuerza, que no alimentaba más sus esperanzas, que quedaba
en una fina lámina de contacto por mensajería de teléfono para compartir
desavenencias con parejas o compañeros de trabajo, Heliodoro cometió el recurrente
acto patológico de acudir a Teresa para compartir algo bello, como era la
nieve.
***
-¿Quién es Luz? -quería saber Teresa, envenenándose.
Siempre era así, en parte por su propia naturaleza de inseguridad, de
necesitar fidelidad absoluta, pero también en parte por los antecedentes de los
devaneos de Heliodoro. Teresa sabía que cualquier mujer con la que hablase él
no era una vulgar conocida, sino alguien que le importaba y con la que aspiraba
a conseguir algo. Por eso, en cuanto detectaba alguna posible nueva mujer en la
órbita de Heliodoro, Teresa generaba su atmósfera tóxica de turbación, con la
que se envenenaba a ella y lo envenenaba a él. Su enfado no era una mera
protesta a la supuesta injusticia de no recibir el mismo amor fiel que daba
ella, sino que exigía la revocación de esa situación por la fuerza, como si
amonestase a Heliodoro como a un niño desobediente. Lo que quería era que
dejase de hablar con esa, con la otra y con la otra, que las bloquease en las
redes sociales y en el teléfono, que hiciese saber a todos y a todas que era un
hombre con pareja, claramente, y que aniquilase todo atisbo de libidinosidad en
su persona.
Naturalmente, Heliodoro no podía cumplir sus deseos. Siempre había sido
así, con una rica vida erótica interior. Era un sátiro. Pero, además, era un
soñador, y en eso se basaba su inocencia, más que en su patológica satiromanía:
había una larga franja de incertidumbre en el coqueteo, como aprendió en La
insoportable levedad del ser de Milan Kundera. En esa incertidumbre, se
podía ir y venir, se podía disfrutar sin saber qué iba a pasar; sin culpa,
incluso, pues tan pronto puede haber posibilidades como ser todo engañoso y no
haberlas. Era como entrar a una tienda por si hubiera algo que necesitase y, al
no encontrarlo, ya quedarse curioseando allí y comprar otra cosa.
Le habría gustado poder explicarle a Teresa, largamente, inspirado, sin
interrupciones, cuáles eran sus motivos para estar siempre haciendo lo mismo.
Entendía que desde fuera pareciera peligroso. Desde luego, si su padre lo
hiciera estando con su madre, estaría feo según qué circunstancias. Pero esgrimiría
siempre el argumento de: “Todavía no he hecho nada. No ha pasado nada. Sólo
estoy hablando”, y tratar de contener los contraataques más orgullosos como
“¿Es que no puedo hablar con quien quiera?”, que en sus frecuentes discusiones
no podía evitar.
Pero Teresa insistía en que era una enfermedad, que tenía que ir a un
psicólogo y tratárselo, que no podía ir detrás de las mujeres siempre.
En parte, llevaba razón. Heliodoro sería una persona mucho más valiosa en
sociedad si mitigase esa faceta suya. Si dedicase el potencial de su cerebro,
que no era mucho pero que le había llevado lejos, a otros menesteres, si no
fuera tan monotemático con su constante búsqueda de la amada perfecta, tal vez
avanzaría mucho en las ciencias o las artes, o incluso algún deporte.
Era una lástima que Teresa no le sirviera ya. Estaba todo corrompido y
desvirtuado con ella. La imagen que había dado de ella a todos sus amigos y
familiares era la de una loca, cuando posiblemente cosas iguales o peores pasan
en muchas parejas y se ocultan a los demás. Se sacudían los cimientos de la
estructura amorosa tanto en lo público como en lo privado. Si una de las dos
cosas fuera sólida, tal vez aguantaría, pero no era así.
Fue una de tantas veces que se despidió de la gata, siendo ella la única
persona aparte de Heliodoro en quien la felina confiaba.
Lo que más le dolió a Heliodoro fue haber estropeado el recuerdo de la
nevada. Duró la nieve muchos días más, causando incluso un grato retraso en su
reincorporación al trabajo presencial, pero la sorpresa de la inesperada
frescura impoluta de nieve recién caída, ese crujir de las botas sobre la nieve
en polvo, había quedado ensuciado por su desacierto doble, tanto por pretender
a Luz, como por seguir recurriendo a Teresa para salvarse de la soledad.
Escribió en un cuaderno:
“No se trata
solamente del olvido, de perder los recuerdos, sino de perder el amor a los
recuerdos. Al despojarlos de la emoción que suscitaban, empleando un tipo de
razón perjudicada por agentes externos o algún devenir patológico, los
recuerdos mueren, causando un dolor extraño, casi como un golpe en la boca del
estómago. Lo que significaba algo, ahora ya no significa nada. ¿Cómo ha
sucedido? Con esa terrible palabra para nombrar un paso más en el recorrido
vital, haciéndonos más maduros pero también más muertos en vida: el desengaño.”
Más tarde añadiría el soneto de Luis Rosales que descubrió en una placa en
el Mirador de los poetas, en el Puerto de la Fuenfría:
El pozo ciego
Bien sé que la tristeza no es
cristiana,
que ayer siempre es domingo y
que te has ido,
ahora debo reunir cuanto he
perdido,
nieve niña eras tú nieve
temprana.
Jugando con el sol de la mañana,
nieve, señor, y por la nieve
herido
vuelve a sentir mi sangre su
latido,
su pozo ciego de esperanza humana.
¿No era la voz del trigo mi
locura?
Ya estoy solo, señor, y ahora
quisiera
ser de nieve también y
amanecerte,
hombre de llanto y de tiniebla
oscura
que espera su deshielo en
primavera
y esta locura exacta de la
muerte.
Luis Rosales
***
Primavera de 2021
El destrozo
causado por la nevada en el parque de Pradocorto, que así se llamaba, fue
rematado por la drástica actuación de los empleados del ayuntamiento, poco
dotados de medios y quizá de formación, a ojos de Heliodoro, que tampoco era un
gran conocedor del tema. Sin embargo, la manera en que terminaban de romper
ramas tirando de ellas en vez de cortarlas, o de hacer lo mismo con el tronco
medio roto de un árbol y de talar o cortar todo lo dañado en vez de intentar
reparar algo, le parecieron malas formas de trabajar. Se decía que en Madrid el
temporal Filomena había causado la pérdida de un millón de árboles; quizá más
de cien mil se podrían haber salvado invirtiendo medios para ello.
Con la rápida
marcha del invierno y la paulatina, pero también adelantada, llegada de la
primavera, Heliodoro empezó a bajar a correr al parque.
Correr no era
un ejercicio que le gustase especialmente. Podía hacer ejercicio en casa
siguiendo instrucciones de aplicaciones del móvil o viendo vídeos de Internet.
Pero bajar a correr al parque implicaba cierta obligación, ya que estaba ahí,
vestido con pantalones cortos y camiseta deportiva, con lo que daba una vuelta
bastante amplia al parque y tardaba cerca de veinte minutos. Ese tiempo, que no
parece mucho, daba para desentumecer el cuerpo entero y sudar bastante.
Otro motivo
que tenía para bajar era obligarse a salir de casa. A casa no venía nadie, no
ocurría nunca nada, no había nada que pudiese llamarle la atención. El mundo
estaba fuera. Es cierto que el parque de al lado de su casa no era ver mucho
mundo, pero era mucho más que las paredes de su casa (“Oh las cuatro paredes de
la celda”, que decía el poema de César Vallejo), o el pasillo (“…has sentido la
extrañeza de tus pasos / que estaban ya sonando en el pasillo antes de que
llegaras”, que decía Luis Rosales). Salir de casa es terapéutico, casi siempre.
Pero no es fácil vencer la pereza.
Nuestro
hombrecillo delgado y algo encorvado empezaba a trotar, primero por un amplio
espacio pavimentado con unos olivos en el centro; luego, buscaba los caminos de
tierra para no cansar los pies. En ese primer momento solía haber vecinos
sentados en los bancos, normalmente con niños y con perros. Evitaba el huerto
comunitario en el que colaboró una temporada, pero al que ya no iba. Observaba
los árboles, porque algunos estaban muy bonitos con las hojas recién salidas, o
floridos como los almendros y los cerezos. En las zonas dejadas al natural,
crecían cerrajas, dientes de león, malvas, amapolas y toda la espectacular riqueza
que da la tierra cuando se la deja en paz, para que recordemos que la
naturaleza es inigualable. En esos meses en que crecen tantas plantas
silvestres, Heliodoro acudiría a libros y aplicaciones del móvil para
identificar plantas y flores y aprender de ellas. A veces, simultaneaba ambas
cosas: bajaba a correr con el móvil y se paraba unos instantes a
fotografiarlas. Le daba igual que le viese algún vecino hacer cosas raras.
Abundaban
allí, naturalmente, las grandes familias con niños y la gente con perros, a
veces todo a la vez y, como en cualquier parque de Madrid, ancianos sentados en
los bancos. Este parque, también por causas razonables, estaba altamente
ocupado y concurrido por hispanoamericanos, que eran mayoría en la zona y son
dados a hacer vida en grupo. Alguna vez se fijaba en las muchachas, que aunque
muchas veces no respondieran a los ideales de belleza con los que soñaba
Heliodoro, no estaban nada mal, incluso lucían sus cuerpos con audaces prendas,
como esos pantalones cortísimos. Pero eso le servía para pensar un poco, al
verlas en manada con su gente, ya fuera sentados o tumbados en el césped, con
carritos de bebés y botellas de coca-cola, o jugando al voleibol todos ellos,
con una red de los colores de la bandera de Colombia, Venezuela o Ecuador -se
preguntó si existirían redes con la de España, y de qué serviría-, con lo que
se figuró entre ellos y se decía: “Si yo estuviera con una de esas chicas,
tendría que jugar al voleibol o estar tumbado en el suelo rodeado de niños,
perdiendo el tiempo”. Así que le venía bien ese contacto con la realidad, para
despejarse un poco de tanto idealismo y recordar que una mujer viene con sus
allegados, sus usos y sus costumbres sociales. De igual modo descartaba a otras
que sí que iban solas, paseando al perro, a menudo fumando, y siempre, siempre,
hablando por el móvil, probablemente horas. Eran hermosas, pero ¿querría
Heliodoro una mujer así, parloteante, que profería insultos y maldiciones a su
perro, al que no sabía educar, que tiraba el plástico de la cajetilla de tabaco
al aire en vez de a la papelera y que, sin pretender prejuzgar, muchos
catalogarían de “choni”? No, tampoco, por bellos ojos que tuviera, por buen
arco de culo (como diría Escohotado) de que gozase, turgentes muslos y suaves
caderas.
“Ninguna de
estas mujeres leería mis escritos”, se decía, recordando algo de Kafka que leyó
una vez, no recordaba de qué libro, donde decía que para él era indispensable
que la mujer que fuera su pareja leyera y tuviese sincero aprecio por su obra
literaria. A Heliodoro le gustaría que alguna mujer interesante le leyese, sí,
pero no le parecía tan necesario que le gustase lo que escribía, si su
evaluación era inteligente. Las críticas constructivas le ayudarían a mejorar.
Una mujer así sería estupenda.
Pero ¡qué
difícil era conectar con alguien, que además tuviese un cuerpo deseable! Casi
sobra explicar lo importante que era el cuerpo para Heliodoro, tan sumergido en
su confusión como estaba. No quería aprender de la prerrogativa del Barroco de
que la realidad es un engaño a los ojos. Los cuerpos le atraían como la luz a
una polilla, no llegando a estrellarse, únicamente, por el poco raciocinio al
que se podía aferrar. Creía que las formas, lo que se muestra por fuera, es
síntoma de alguna virtud oculta, por descubrir, algo que pudiera aparecer por
una fugaz mirada, por un encuentro entre almas que se conectan a través del
cuerpo. Pero el cuerpo era lo que propiciaba y permitía ese encuentro superior
de lo incorpóreo. Lo esencial era lo corpóreo. Lorca se atrevía a decirlo
disimulando con un personaje que ridiculizaba y sacrificaba, en su farsa El
amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín:
BELISA.- ¿Para qué quiero tu alma?, me dice
[Perlimplín]. El alma es patrimonio de los débiles, de los héroes tullidos y
las gentes enfermizas. Las almas hermosas están en los bordes de la muerte,
reclinadas sobre cabelleras blanquísimas y manos macilentas. Belisa, ¡no es tu
alma lo que yo deseo!, ¡sino tu blanco y mórbido cuerpo estremecido!
Y más adelante,
cuando Perlimplín está moribundo:
PERLIMPLÍN.- Perlimplín me mató... ¡Ah, don Perlimplín!
Viejo verde, monigote sin fuerza, tú no podías gozar el cuerpo de Belisa..., el
cuerpo de Belisa era para músculos jóvenes y labios de ascuas... Yo, en cambio,
amaba tu cuerpo nada más..., ¡tu cuerpo!, pero me ha matado... Con este ramo
ardiente de piedras preciosas.
Miraba, al
lado del parque, una iglesia que había estado en ruinas y habían restaurado en
los últimos años. Era una Nea, igual que las iglesias bizantinas de la Segunda
Edad de Oro, de planta centralizada, con una cúpula sobre tambor octogonal y
con linterna. Era perfecta y equilibrada. Era una forma que obedecía a unos
ideales de proporción, distancias, volúmenes. ¿Por qué la belleza humana tenía
que ser engañosa, decepcionante y destructiva? ¿Por qué no podía ser algo que
la evolución ha llevado a la perfección, igual que el arte de la arquitectura
llegó a dar esas obras, esas formas, que se reproducían parecidas por el mundo,
por haber llegado a la cumbre de su perfección? No podía obviar la forma, fuera
cual fuese el contenido. Como Platón: el universo de las ideas se manifiesta a
través de las formas.
Así llegó a
pensar que, para comenzar a atajar la depresión o la ansiedad que le mermaba
cada día, las horas perdidas inactivo o tentando la paciencia de amigos o
amigas a quienes escribía en ese estado, como desahogo o en busca de ayuda,
debía salvarse a través del cuerpo. Anotó en la pizarra de la cocina, cuando
volvió de correr: “Salvación por el cuerpo”, y añadió “Si hay vida, hay
esperanza”. Esas palabras, las primeras, le bullían en la cabeza, no sabía de
dónde le habían venido, pero no podían ser suyas. Efectivamente, mucho tiempo
después, se lo recordaría Teresa: era el título de un poema de Pedro Salinas,
de Razón de amor.
El poema, bastante largo, pero
sin que sobre ni una palabra, comienza así:
¿No lo oyes? Sobre el mundo,
eternamente errante
de vendaval, a brisas o a
suspiro,
bajo el mundo,
tan poderosamente subterránea
que parece temblor, calor de
tierra,
sin cesar, en su angustia
desolada,
vuela o se arrastra el ansia de
ser cuerpo.
Todo quiere ser cuerpo.
Mariposa, montaña,
ensayos son alternativos
de forma corporal, a un mismo
anhelo:
cumplirse en la materia,
evadidas por fin del desolado
sino de almas errantes.
Los espacios vacíos, el gran
aire,
esperan siempre, por dejar de
serlo,
bultos que los ocupen.
Horizontes
vigilan avizores, en los mares,
barcos que desalojen
con su gran tonelaje y con su
música
alguna parte del vacío inmenso
que el aire es fatalmente;
y las aves
tienen el aire lleno de
memorias.
¡Afán, afán de cuerpo!
Querer vivir es anhelar la
carne,
donde se vive y por la que se muere.
Se busca oscuramente sin saberlo
un cuerpo, un cuerpo, un cuerpo.
[…]
Salinas, Pedro
(1974), La voz a ti debida. Razón de amor. Madrid: Castalia. Pp.
181-182.
Heliodoro
sentía una conmoción al releer ese poema, pero se quedaba atascado en la
verbalización de lo que significaba para él. Cumplirse en la materia… Querer
vivir es anhelar la carne… eran enunciados que le hacían vibrar fibras muy
profundas, no sólo en su eterna búsqueda del amor y del erotismo, sino de los
mismísimos misterios de la existencia humana, particularmente de la suya. Algo
le recordaba a aprendizajes olvidados, por considerarlos falaces, de las sectas
que husmeó en su día, años atrás, de masones y rosacruces. La materia es la
culminación de la formación del cosmos, era la parte más importante de la
tríada cuerpo, alma y espíritu, era lo que verdaderamente le daba existencia al
“ser”. La Creación bíblica también se manifestaba a través de la materia.
Platón, en El banquete, decía a través de Sócrates, y éste citando a
Diotima, que al amor se llega a través de la belleza. Y bien, ¿qué es la
belleza sino algo que deba apreciarse a través de los sentidos? La belleza,
aunque hubiera ideas bellas, tenía que ser esencialmente física, según creía Heliodoro
en ese momento.
Un amigo suyo,
un gran filósofo y erudito, Augusto Herrero, le comentó, acerca del poema: “¡Qué
maestría! Una maravilla cómo nos describe la percepción de la materia, del
cuerpo solitario, y de la necesaria comunión de los mismos, hasta llegar a la
"carne transcorpórea", al cuerpo del amor: "Ese que inútilmente
esperan las tumbas." Materializa el espíritu para finalmente
espiritualizar la materia en una especie de vaivén poético cartesiano”.
Sin embargo,
la “comunión de los cuerpos” no era posible. A Teresa la había apartado el
propio Heliodoro. No había ninguna mujer en el horizonte, ni mucho menos que
pudiera conectar con él en algo. Tuvo entonces una revelación con una
sorprendente imagen que pudo ver en el parque: el perro con tres patas.
Bajaba un
pequeño terraplén de tierra junto a la verja de la “Nea”, de la antigua iglesia
que estaban convirtiendo en un centro de interpretación de naturaleza o algo
así. Todavía no habían acabado las obras. Junto a la bonita iglesia habían
erigido un feo edificio gris de aspecto ultramoderno. Se encaminaba hacia la orilla
del lago, para ver el atardecer, momento que intentaba disfrutar si le dejaban
los adolescentes que iban profanándolo todo con la música horrorosa de sus altavoces
portátiles. Pero en ese momento fueron ladridos de perros lo que le hicieron
girar la cabeza. Dos o tres canes correteaban por la hierba, bastante escasa,
junto sus dueños hispanoamericanos que los dejaban sueltos. Uno de ellos corría
a trompicones y mucho más despacio que los otros. Le faltaba una pata,
seguramente perdida por algún horroroso accidente. Sin embargo, ese perro
mutilado intentaba seguir a sus colegas, de un lado para otro, moviendo el
rabo, ladrando y jadeando con la lengua fuera, como cualquier perro.
Heliodoro se
quedó atónito. No cupo en su admiración ante los animales y, por extensión,
ante la exorbitante sabiduría de la naturaleza. La naturaleza no se andaba con
tonterías. Apostaba todo por la vida. Sabía lo que hay que hacer. Un animal
mutilado no dejaba de querer vivir, aunque jamás llegase a correr como antes,
ni jamás alcanzase a sus colegas sanos. El corazón de ese perro latía con
fuerza, quería correr como pudiese, disfrutar lo que pudiese, comer, beber,
jugar, pelear, incluso copular si se presentaba la ocasión. Ese perro sabía que
había que vivir, aunque le faltase una pata.
Heliodoro, si
fuera un perro mutilado, se tumbaría y lloraría. Pero la naturaleza le estaba
enseñando algo. Los seres humanos, que realmente somos animales también,
olvidamos que procedemos de la naturaleza. No nos fabrican, sino que partimos
de células vivas, tan naturales como las de un roble o de un erizo. La
naturaleza, programada para hacer que la vida se abra camino, es racional y
jamás irracional. Los seres vivos no cuestionan su existencia ni se secan
porque quieren, salvo las plantas de Tiberio Feliz, que según él decidían morir
a veces. La naturaleza es razón, no sinrazón. Deberíamos tener más en común con
ese perro que con los románticos, los existencialistas, los idealistas en
general o personajes novelescos como Harry Haller, Raskólnikov o los hermanos
Karamázov.
La clave,
pensó Heliodoro, estaba en el cuerpo. Un perro o un gato no tienen más que
cuerpo. Si se van de casa, se van sin absolutamente nada. No se llevan ningún
objeto en la boca que les pueda hacer falta, ni acuden a otro ser vivo para
decir que se van. Recordó a Espronceda:
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
“Que es mi
barco mi tesoro…”, repetía el pirata. Lo único que tiene un pirata es su barco,
como Jack Sparrow. Y el mar, como decía siempre Juan Victorio, el viejo
profesor de Heliodoro, son las pasiones amorosas o las emociones en general.
Para navegar por las emociones lo único que hace falta es nuestra cáscara de
nuez, el cuerpo, y aprender a manejarlo como un marinero maneja las velas y el
timón, conociéndolo y sintiendo a través de él. “El cuerpo es el instrumento de
conocimiento del mundo”, le había enseñado algún místico, de modo que sin un
cuerpo óptimo no sería capaz de alcanzar el conocimiento. Desconocer el cuerpo
equivalía a desconocer el mundo.
Conectó esa
idea con la búsqueda del amor corporal que promovía Salinas. Le pareció haber
hallado un trasfondo común: el verdadero amor tiene un origen corporal; el
verdadero conocimiento tiene un origen corporal. “Conócete a ti mismo”, decía
Apolo, que era también médico. Debía de haber un hilo conductor entre el amor y
el cuidado (en su sentido etimológico de cogitare, ‘pensar’) del cuerpo
de uno mismo con la capacidad de conexión con el cuerpo de otras personas, que
daría lugar al sexo, al erotismo y al amor, en esa escala que explicaba Octavio
Paz en La llama doble, como si fueran la basa, el fuste y el capitel que
sostuvieran el templo de la felicidad, según Heliodoro.
El camino de
la oscuridad hacia la luz empezaba en el cuerpo.
***
Heliodoro y
Teresa fueron yendo y viniendo, como de costumbre. Cuando Heliodoro retomaba la
comunicación con ella, él sentía una especie de alivio momentáneo, al volver a
lo conocido, y ella era completamente feliz. Resplandecía como si gozase de un
cosmos en perfecto orden, como si todo estuviese en su sitio y las cosas fueran
como deben ser.
Un día del mes
de mayo pareció alinearse todo como si un gran arquitecto del universo lo
hubiese trazado con la perfección de un compás. Era una excursión nueva y
desconocida, inusitada al no ser a ningún sitio de la sierra, sino al sur, a un
lugar entre Chinchón y Titulcia, cuyas fotos eran famosas en las redes
sociales: las Minas del Consuelo, unas cavidades artificiales en una ladera,
originadas por una antigua explotación minera de una especie de polvo blanco
apelmazado, abandonada, donde los turistas se hacían llamativas fotos bajo
aquellas bóvedas grises.
Sin embargo,
además del camino por un pequeño cañón con jaras y encinas, era especialmente
bonito el manto de amapolas que se extendía por laderas, barrancos y llanuras,
especialmente en los bordes de un campo de cultivo de colza. Heliodoro y Teresa
se sentaron en unas pacas de paja que estaban apiladas para indicar el camino
de subida a la mina, pero que además era un lugar fabuloso para abstraerse
contemplando el campo de alta y verde colza, con las vainas de semillas largas
e hinchadas, el Parque Warner a lo lejos, bien apartada su ridiculez, allá
diminuta, y el gran pivot de riego del cultivo alineado a lo largo del camino.
Y, sobre todo, delante, como una hilera de peones ante las figuras más altas
que están detrás, las amapolas rojas, espléndidas, radiantes, con sus cuatro
pétalos como símbolo de perfección y de equilibrio, con sus pequeñas manchas
negras pintadas en torno al centro. Eran todas iguales, pero a la vez todas
diferentes. Quiso Heliodoro pensar que, si las rosas son símbolo del amor,
siendo este amor el estereotipado por la poesía refinada de los autores cultos,
al ser la rosa cultivada en jardines, la amapola, por su parte, había de ser
símbolo de un amor natural y salvaje, lejos de los cánones renacentistas, la
flor que encarna un amor que no se cultiva, sino que nace donde quiere.
Bebieron un
café delicioso, como tenían acostumbrado, de un termo en unas tazas de
plástico, sentados en las balas de paja, por las que transitaban hormigas en
busca de alguna miga de magdalena que cayese.
Cualquier otro
día, Teresa descubría alguna nueva seguidora de Helidoro en sus redes sociales,
incluso algún efusivo comentario de ésta en público a alguna de sus
publicaciones, y la cariñosa respuesta de él. Siempre eran mujeres nuevas. Le
entraban los siete males, de bullía lo más hondo del estómago y le parecía que
todo daba vueltas. La perfección del mundo se tambaleaba y se desmoronaba.
Cuando no era eso de las redes sociales, era aquella pérfida Luz de la que
estaba prendado Heliodoro, con la que hablaba todos los días, sin darse cuenta
él de que estaba siendo utilizado por ella para crecerse con otro adulador más.
No dejaba de
encontrar mujeres en torno a Heliodoro, que se multiplicaban y renacían como
cabezas de la Hidra de Lerna. Era imposible liberarle de ellas. Le habría
gustado ser como Ulises cuando regresa a Ítaca y acuchilla a todos los
pretendientes de Penélope, que además se estaban beneficiando de la comida y
bebida de su hacienda -pues es así como se aprovechan las mujeres de Heliodoro,
robándole su tiempo-, pero no podía hacerlo. Esa Penélope que era Heliodoro no
tejía y destejía esperando castamente, sino que coqueteaba con todos los
pretendientes que podía, despreciando el reino que había construido con Ulises.
No tardó en
llegar otro bloqueo de Heliodoro. Su foto en las aplicaciones del teléfono móvil
se volvió gris. “Ya no puedes enviar mensajes a este contacto. Toque para más
información”, decía la pantalla.
A pesar de sus
crisis nerviosas, sus gritos en sueños, sus intensos llantos en su humilde piso
alquilado, Teresa tenía una gran fuerza de voluntad y capacidad de
recuperación. No se le escabullía el tiempo entre las manos como a Heliodoro.
Leía gran cantidad de horas al día, en los viajes en Metro al trabajo y en
casa; estudiaba la carrera universitaria que empezó con él, Arqueología, salía
a correr algún día que otro, reunía ganas para visitar algunos lugares de
Madrid relacionados con historia o literatura, y le daba todos los cuidados del
mundo a su gata Ursa, una carey, más negra que parda, pero con un pardo
blanquecino en la barbilla que le daba un aire de vieja sabia, alentado por sus
ojos grandes de mirada inquisitiva y paciente. A esa gata, no muy grande, a
pesar de llamarse Ursa, le colgaba el pellejo del vientre, eso que llaman
“bolsa primordial” -podríamos justificarnos así muchos humanos tripudos-, que,
añadido a que sus patas no eran muy largas, le hacía asemejarse en su manera de
correr a una marmota.
La gata, el
estudio, las obligaciones y el placer de aprender empujaban a Teresa a no
desfallecer, incluso se había procurado una psicóloga, cosa que no dejaba de
recomendar a Heliodoro. No obstante, Teresa seguía adelante con un autoengaño
muy poderoso, pero eficaz, que los griegos clasificaron como el último de los
males del mundo que estuvo a punto de liberar Pandora, y que igualmente nos
daña aunque se quedase en el ánfora: la esperanza. Teresa, sin ser religiosa,
se repetía unas palabras de su homónima la santa de Ávila, que aprendió en otra
espléndida excursión con Heliodoro a dicha ciudad:
Nada te turbe, nada te espante;
todo se pasa, Dios no se muda;
la paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene nada le
falta.
Sólo Dios basta.
Santa Teresa de Jesús
Ojalá
Heliodoro tuviera algo a lo que asirse igual que Teresa, porque el desdichado,
que creía ser más libre y sufrir menos anulando a Teresa, sufría mucho más que
ella. La soledad le carcomía. El trabajo le mantenía activo, pero a la vez le
mataba. ¡Quería pensar, quería escribir, quería tiempo! A lo único a lo que
podía aferrarse, por ridículo que le pareciese a alguien con la vida completa,
era a su propio cuerpo. “Salvación por el cuerpo”, decía la pizarra de la
cocina, sin que la borrase desde hacía meses y meses.
La gata Lira
le ayudaba a mantener constante el fluir del cuerpo a través del tacto.
Normalmente no se dejaba tocar mucho. Mordía, sin hacer mucho daño,
inmediatamente en cuanto se le ponía una mano encima. Otra cosa era cogerla y
pegar la cara a su lomo o a su cabeza. Ronroneaba débilmente, como solía hacer
cuando estaba a gusto. Heliodoro le pasaba su corta barba por el cielo de su
cabeza, sus laterales, los muslos de las patas traseras, hasta que la gata se
inquietaba y le apartaba la cara con las patas delanteras, posando sus cálidas
y rosas almohadillas en los labios de Heliodoro. Otras veces, lanzaba un
mordisco en el umbral de lo soportable justo en su nariz.
La gata, que
era de ese color que en los gatos llaman albaricoque, que no es otra cosa que
marrón claro entreverado de beige, le llevaba a Heliodoro a pensar en el color
rosa. Su naricita era rosa. Las almohadillas de las patas también. Las orejas
por dentro, también, sobre todo cuando las traspasaba la luz. La palidez y la
delicadeza eran los ideales de belleza de Heliodoro. Se acordaba de la tierna
piel de una muchacha que conoció hace mucho, mucho tiempo, a través de unos
amigos de su familia, cuando se bañaba en una piscina y, haciendo el pino bajo
el agua, alzaba en la superficie sus largas piernas tan blancas que eran
rosadas, como los bordes de los pétalos de las rosas blancas. Así era el
hociquito de Lira, el interior de su boca y sus acolchados dedos, como la suave
piel de una mujer deseada y nunca conseguida, encarnada en un pequeño y bonito
felino, como si fuera el resultado de una de las Metamorfosis de Ovidio.
La gata
materializaba la soledad venidera de su vida. Su aparición vaticinaba una
compañía constante, corporal, y excluyente de cualquier otro tipo de compañía
femenina. La única mujer a quien no bufaba era a Teresa, pero Teresa no podía
estar. Los bellos ojos de mujer que deseaba Heliodoro que le mirasen, como el
bello fraude que fue Luz, nunca volvieron, y en su lugar estaban los dorados
ojos de Lira mirándole todo el rato. Heliodoro, ante esta situación, se quedaba
dolorido y a la vez consolado.
No pudo
Heliodoro evitar acordarse de nuevo de Pedro Salinas contemplando su gata
rosada. Los últimos versos de La voz a ti debida decían: “…esta
corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”. Al releer el
poema, se quedó absorto, pues parecía que hablaba de Teresa y de él, cada uno
abrazando a su gata. Hasta entonces no le había dado esa asociación a
“desmelenadas fieras”:
¿Las oyes cómo piden realidades,
ellas, desmelenadas, fieras,
ellas, las sombras que los dos
forjamos
en este inmenso lecho de
distancias?
Cansadas ya de infinidad, de
tiempo
sin medida, de anónimo, heridas
por una gran nostalgia de
materia,
piden límites, días, nombres.
No pueden
vivir así ya más: están al borde
del morir de las sombras, que es
la nada.
Acude, ven conmigo.
Tiende tus manos, tiéndeles tu
cuerpo.
Los dos les buscaremos
un color, una fecha, un pecho,
un sol.
Que descansen en ti, sé tú su
carne.
Se calmará su enorme ansia
errante,
mientras las estrechamos
ávidamente entre los cuerpos
nuestros
donde encuentren su pasto y su
reposo.
Se dormirán al fin en nuestro
sueño
abrazado, abrazadas. Y así
luego,
al separamos, al nutrirnos sólo
de sombras, entre lejos,
ellas
tendrán recuerdos ya, tendrán
pasado
de carne y hueso,
el tiempo que vivieron en
nosotros.
Y su afanoso sueño
de sombras, otra vez, será el
retorno
a esta corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su
infinito.
Las gatas,
Ursa y Lira, eran esas desmelenadas fieras a punto de no existir. “Tiéndeles
tus manos, tiéndeles tu cuerpo”, como hacían él y ella, pegándose a ellas en la
cama, en la mesa del ordenador. “Las estrechamos ávidamente entre los cuerpos
nuestros.” Parece que esas gatas “vivieron en nosotros”, pensó Heliodoro. Y ese
extraño ciclo como un uróboros de sueño y realidad era esa irrealidad con
tendencia a cumplirse en la materia, a la vez que la corporeidad mortal y rosa
retorna al sueño de sombras.
El ciclo
infinito del amor no realizado, como un bucle en el tiempo interno, pero
corriendo en el externo, se había revelado en suaves y leales felinas que
dormían pegadas a sus cuerpos desnudos, cada una al suyo.
Entre tanto,
en la eterna búsqueda, Heliodoro llegó a pensar en que todo era el cumplimiento
de una ordenación cósmica donde se cumplía el precepto estoico del suum
cuique, a cada cual lo suyo. Todo estaba ordenado por la naturaleza con su
infinita sabiduría. El amor se cumplía cuando las personas en ese estado tenían
algo que dar al mundo, y no cuando se trataba de almas yermas, estériles, que
ya habían cumplido su misión con existir individual y aisladamente. Con la
certeza de un orden cósmico, se acordó también de la inexcusable cita con la
muerte que todos pasaremos, y escribió:
Diario de
Heliodoro, miércoles 14/4/2021
Estaba
pensando en el tópico del ave en la mano en la escultura funeraria. Me dan
ganas de ser una escultura así, atemporal y estática, convertido el tiempo en
tiempo eterno.
Qué hermosa
manera de expresar el abandono del alma del cuerpo. Una mariposa está bien
también. Pero un pájaro es cálido, suave, delicado y mira con ojos parecidos a
los nuestros, y canta, y ama, y sufre… En un pájaro se concentra toda la vida
de la Tierra. La vida es efímera y voluble, tan imprevisible en su llegada como
en su partida, igual que la victoria para los griegos, la “Niké”, representada
con alas para aludir a su rápida caída del cielo sobre los guerreros. De ahí
pasaría a los ángeles en el mundo cristiano, anhelados anfitriones del más
allá.
Tan rápido
vienen como se van, las aves, allá a lo inalcanzable, a lo alto. De allí viene
el Espíritu Santo, como descendiente paloma; allí suben las almas para los
parsis.
Un pájaro
debió traerme, quizá un gorrión. Cuánto me gustaría, en absoluta paz, sin
mente, sin cuerpo, dejarlo ir. Se uniría a aquellos del poeta que decía: “Y yo
me iré, y seguirán los pájaros cantando”. Cuánto me gustaría deshacerme en no
uno, sino en cientos de pájaros, de gorriones que poblasen los árboles y el
cielo…
Pájaros,
pájaros, alimentar y proteger pájaros… Eso debe de ser dar el alma a quien nos
la dio.
***
Verano de 2021
Canis panem
somniat, piscator pisces. “El perro sueña con
pan, el pescador con peces”, decía el dicho latino, que citaba a menudo Jung.
Al soñar Heliodoro con alguna mujer, que en sueños nunca ofrecía resistencia en
la conquista, sino que le besaba por voluntad propia, tuvo una asociación de
ideas. Relacionó, al despertar, la poesía mística, concretamente la Noche
oscura del alma de San Juan de la Cruz, con esos sueños amorosos o eróticos
en los que había contacto físico con una mujer, en su caso como hombre. No le
había dado importancia, en ese poema, a la clara referencia con que se alude al
sueño: “Estando ya mi casa sosegada”, es decir, estando mi cuerpo, la casa del
alma, dormida. Se le presentó nuevamente C. G. Jung: si San Juan hablaba de una
mujer, como alma femenina que se encuentra con un ser masculino (Dios, en su
caso), cuando en un sueño el encuentro místico es con una mujer, entonces lo
que escapa del cuerpo es el “ánimus”, el alma masculina según Jung. ¿Sería eso?
Como en el
poema de San Juan, en la estrofa del clímax, tras ese encuentro en las nubes
del sueño, el alma queda “transformada”:
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
Por eso, al
tener esos sueños, a Heliodoro le parecía haber tenido una experiencia vital
intensísima, de cariz divino, donde lo sobrenatural se hace ver y notar. Una
mujer hermosa y deseada que le mira directamente a los ojos, que se acerca a él
sin dudar y se entrega con resolución es algo del más allá, una experiencia
mística.
Echaba de
menos hablar de todo esto con alguien. Teresa no podía ser. Yago Feliz, su
amigo más cercano, no le dejaba ni explicárselo, porque en cuanto mencionaba la
literatura se burlaba encarnizadamente de él, mofándose de sus pensamientos.
Afuera, el
verano comenzaba. El trabajo, en el que Heliodoro se dejaba arrancar su talento
para dárselo a los ciudadanos, como funcionario estatal que era, iba
aminorándose en su carga. Se acercaban los ansiados dos meses de vacaciones, un
periodo quizá demasiado largo para saber aprovecharlo. En un primer momento, en
junio, todavía cumpliendo su horario laboral pero sin demasiadas obligaciones,
tuvo la oportunidad de retomar su búsqueda. Se llevó un previsible chasco con
otra compañera de trabajo, a la que tiró la caña por si acaso, ya que no le
quedaba mucho de verla. No fue tan dulce como Luz en su rechazo, sino que le
dedicó unas palabras hostiles. ¡Qué diferencia entre las mujeres de la realidad
y las de los sueños!
Siguió bajando
al parque de Pradocorto, no tanto para ver el atardecer, pues a esa hora estaba
concurrida la orilla que miraba a poniente, sino simplemente por andar, pensar
y, a veces, provisto de una esterilla, hacer algo de gimnasia. Necesitaba
varios días para volver a bajar, al chocar también con la realidad circundante.
Un día que pensaba en las pobres palomas, el ave de Venus, el Espíritu Santo y
otras nobilísimas atribuciones, se encontró a una de ellas muerta, colgada de
una rama de un pino, entre otras vivas posadas en esa rama. ¿Cómo pudo morir y
quedar colgada cabeza abajo? ¿Por qué no la bajaban de ahí? En otro momento,
cerca de donde se disponía a hacer gimnasia, otra paloma muerta estaba siendo
devorada por avispas. El mundo se mostraba con toda su crudeza. Así moría, tal
vez, el amor de don Perlimplín por Belisa, de Lorca, devorado por avispas. O,
como el poeta, atravesado de un balazo.
Otro día se
acercó al lago y se quedó perplejo: el lago no estaba. Lo habían desecado a
propósito, supuso, para ahorrar agua ante la tenaz sequía del verano y por
salubridad, para que no proliferasen las espesas algas que brotan con el calor.
Sin embargo, esta solución dejaba un extenso lecho de lodo podrido, hediondo,
que casi aturdía, con el desolador panorama de las aves transitando ese barro
intentando beber en algún charco de agua sucia y apestosa. Qué distintas las
aves que se figuraba en las esculturas funerarias que recordó hacía poco, las
idealizadas en sus recuerdos y sus lecturas, frente a las enfermas y medio
desplumadas que iban muriendo en parques de ese tipo.
En cambio, la
especie humana no sufría ningún estrago. Las multitudes disfrutaban siendo
libres con su música alta, sus fiestas de cumpleaños, sus bailes que ocupaban
toda una avenida y acompañados de fuertes altavoces que invadían cualquier
rincón de paz… Heliodoro se sentía expulsado ante estas hordas, porque gozaban
de libertad mientras que él no. “La democracia”, pensó, “que enarbola siempre
la libertad, no es otra cosa que la dictadura de la mayoría, es decir,
anarquía, donde la libertad la tiene el grupo más numeroso”. Aunque en Aurora
roja, de Baroja, los anarquistas precisamente condenaban la ley de las
mayorías y los votos. Pero la anarquía teórica e idílica es precisamente eso,
charlatanería. La real era la que propiciaba la democracia.
Otra pareja,
con una niña pequeña, se entretenían tirando piedrecitas a una farola, cuyo
repiqueteo metálico y el siempre inquietante vuelo de piedras lanzadas molestó
irritantemente a Heliodoro, que trataba de leer a Baroja en un banco cercano.
Se tuvo que levantar e irse a otra parte.
Otra pareja de
jóvenes, el varón con gorra y camiseta de tirantes y la hembra con un pantalón
muy corto, transitaban en patinete eléctrico con su popular música altísima de
ritmos machacones. Supuso Heliodoro que pretendían así mostrar lo felices que
eran ellos y encaramarse en el orgullo de aniquilar a las especies en extinción
como él, o expulsarlas, porque todos los que no aplaudiesen esa “cultura”
debían desaparecer, como el protagonista de la novela Soy leyenda de
Richard Matheson, cuando asume que el mundo es definitivamente de los vampiros
y él no ocupa ya ningún lugar en él.
Seguía
brotando música en otro sitio. Un grupo de unos veinte adolescentes, todos con
gorras, sombreros, camisetas negras de tirantes, con el indudable aspecto de
miembros de bandas callejeras, tenían colonizada esa zona del parque, con su nutrida
presencia y su música, junto a una papelera que rebosaba botellas, latas y
demás basura, esparcida por el suelo. Había que vadear ampliamente el grupo
para pasar. Era una especie de atmósfera tóxica para Heliodoro, que debía irse
de nuevo a otro sitio. No lo veía justo: ellos sí podían respirar su atmósfera,
pero no él la suya, como si fuera metano o amoníaco. Eran seres que se nutrían
de algo radicalmente distinto y que a su vez generaban ese producto en cada
parte que colonizaban, como el hongo que hacía pudrirse una naranja.
De nada valía
pensar en ello. Había que adaptarse. La calle es de todos, se decía antes, y
ellos son más. Si él quería un lugar limpio, cuidado, silencioso, con pájaros,
tendría que irse a otra parte. O madrugar y bajar a las siete de la mañana,
como los abuelos que caminaban sin camiseta a esas horas.
Al no poder
disfrutar mucho de la naturaleza y la vegetación fuera, se esmeró un poco más
en cultivar plantas en casa. Mejoró el sistema de riego automático de los
tiestos en su ventana. Trasplantó las pequeñas encinas que había obtenido de
bellotas, recogidas con Teresa en una excursión a Mangirón, cerca de Buitrago.
Limpió y arregló las matas de uña de gato, una planta muy resistente. También
recolocó los limoneros y el manzano. En una mesa de dentro, mantenía
cuidadosamente dos orquídeas, un ficus y un plectranthus o “planta del
dinero”.
Simultáneamente
a retomar la afición por las plantas, redescubrió la de la bicicleta. Empezó a
volver a dar uso a su vieja bicicleta de carretera de 1985, con cambios en el
cuadro, que no funcionaban muy allá. Un día fue a comprar una maceta con la
bici a un bazar chino, sin prever que no tenía mochila ni bolsa. Como la maceta
era de plástico y del diámetro de un cráneo, se la colocó en la cabeza. Por un
momento creyó tener el mérito de ser primer ciclista de la historia que
circulaba con una maceta en la cabeza, tan original como Don Quijote con una
bacía de barbero en lugar de un yelmo. Un niño, cogido de la mano por su madre,
le señaló boquiabierto. Tuvo un leve recargo de conciencia al recordar un
cuento de El conde Lucanor donde un rey descubre la innovación de
practicar un agujero más en las flautas (un “forado”) para lograr más notas,
pero se da cuenta de que a un rey se le ha de recordar por sus grandes hazañas,
no por un “forado”, con lo que cambia de actitud. Nuestro personaje ni siquiera
aportaba al mundo un nuevo diseño de flauta. Si Heliodoro no tuviera tan
atrofiado el sentido del ridículo ni una patológica percepción de la realidad,
se habría dado cuenta de las tamañas estupideces que podía llegar a hacer y las
consecuencias que tenían sobre su reputación.
Aunque
detestaba identificarse con Raskólnikov, por parecerle aún más mentalmente
adolescente e improductivo que él, lo cierto es que ambos personajes compartían
ciertos rasgos. La morbosidad que reconocía el personaje de Dostoyevski a la
hora de pensar y actuar en cierto modo constaba en la de nuestro funcionario
madrileño. Véase, por ejemplo, otro día en el que Heliodoro compró unos amplios
semilleros a lomos de su bicicleta, que naturalmente no cabían en su mochila,
pero que pudo mantener sujetos y sobresaliendo por detrás de su cabeza. En un
pequeño grado le preocupaba que le viera alguien conocido, pero le vio
solamente el mismo niño que se admiraba boquiabierto junto a su madre. Al coger
velocidad, el aire silbaba por los agujeros de drenaje del semillero,
produciendo un efecto muy curioso. Recordó a los húsares alados de Polonia en
el siglo XVII, que llevaban un soporte en la espalda con plumas de pájaro que
silbaban al galope, como seña distintiva para intimidar a los enemigos. El
ridículo quedó subyugado al placer de ese pensamiento, en una felicidad
momentánea de ámbito íntimo que nada tenía de interpersonal ni social.
No eran del
todo irracionales estas ocurrencias de nuestro excéntrico sujeto, sino que las
realizaba anteponiendo la economía a la reputación u otros riesgos. Iba en
bicicleta a diversos lugares, incluso a hacer compras que difícilmente podía
transportar, por economía: ahorraba tiempo y dinero, al no tener que ir andando
ni moviendo el coche. Y con el coche también trataba de ahorrar incurriendo en
riesgos. En sus viajes solitarios durante el verano, le ocurrió en Asturias que
los calcetines de su botas amanecieron todavía mojados del día anterior, cuando
se iba de un hostal y pretendía hacer una marcha ese mismo día, de modo que
pinzó sendos calcetines en sendas ventanillas traseras de su pequeño Renault
Clío, como si fueran pequeñas orejas o coletas del vehículo, acordándose de la
furgoneta-perro del memorable cortometraje Dos tontos muy tontos, para
que el aire de impacto del viaje terminase de secar las importantes prendas.
En otra
ocasión, se arriesgó mucho más pero la hazaña fue épica: volvía de Francia,
tras un viaje a la región de Saboya, haciendo distintas escalas en hostales de
buena relación calidad-precio y tratando de ahorrar combustible, pues es más
caro en el país galo. En una ciudad llamada Ugine había llenado el depósito y
pretendía llegar sin repostar hasta España. Y así lo hizo. Desde la ciudad de
Narbona, la última etapa para llegar a un pueblo del Pirineo aragonés donde iba
a pasar unos días, emprendió el viaje con un cuarto de depósito o menos, y con
el problema añadido de que el Tour de Francia pasaría a partir de las once de
la mañana por las carreteras de Saint Lary, justo por donde tenía que pasar él.
Al ir llegando, se dio cuenta de que no le llegaría el combustible, o muy
justo, pero no quiso parar por no perder ni un minuto ante el riesgo de que
cortasen la carretera para los ciclistas. Tampoco paró a orinar por el mismo
motivo, tras cuatro horas de viaje. En St. Lary se agolpaban las multitudes
para recibir a los competidores, y fue el coche de Heliodoro, con todos sus
bichos muertos salpicando la luna delantera, el único que cruzaba esas calles
apartando a la gente. Detrás de él circulaban dos coches de policía que
seguramente iban a cortar el tráfico. Al pasar aquello, respiró aliviado, pero
ya no había ninguna gasolinera en adelante y se encendió el aviso de reserva
del depósito. Varios camiones y bastantes ciclistas aficionados, que circulaban
por ahí causando gran estorbo, le infligían a Heliodoro mayor preocupación y
gasto de combustible, cuyo indicador seguía avisando. Al subir el puerto hacia
el túnel de Aragnouet-Bielsa, de nuevo adelantando ciclistas, con el depósito
indicando dos guiones y la luz ámbar de estar vacío, Heliodoro, aguantaba su
hambre, sed y ganas de orinar, con el corazón al galope. Al fin, vio la llanura
y las grandes montañas al fondo donde empezaba el túnel. Llegó y varios
vehículos estaban esperando ante el semáforo en rojo que regulaba el paso.
Heliodoro paró el vehículo y orinó allí al lado como si no hubiera mañana, con
la micción más larga de los últimos veinte años. Todavía se preocupaba por si
no arrancaba el coche o, peor aún, que se le parase en pleno túnel, con lo que
le pondrían una multa que recordaría el resto de su vida. Pero afortunadamente
el coche arrancó y el túnel tenía pendiente cuesta abajo, así que puso punto
muerto, como los taxistas cubanos. Entró en España y siguió bajando y bajando,
hasta llegar a la gasolinera de Bielsa, que se le antojó como el mismo Cielo.
Guardó el ticket del repostaje como recuerdo de la hazaña, que no volvería a
intentar nunca más. Luego se preguntaba qué necesidad real tenía de exponerse a
todo ese riesgo por ahorrar unos euros de gasoil.
Quizá guardaba
relación todo esto con la inversión en el trato con personas. Intentaba suplir
su falta de relaciones interpersonales, sobre todo las del sexo opuesto, con
aplicaciones de citas del móvil, para ahorrar tiempo en desplazamientos. Posteriormente,
si entablaba una conversación sostenible con alguna, seguía por otras
aplicaciones de mensajería, que son el triunfo del capitalismo para mantener a
la gente enganchada a sus dispositivos electrónicos, en vez de verse y hablarse
en persona. Debería recordar que lo barato es caro, o incluso que cuando algo
es gratuito el producto es el usuario.
Augusto
Herrero, su amigo erudito, con quien ocasionalmente jugaba al ajedrez a través
del móvil, aludiendo a esta batalla perdida del individuo, decía:
- Ahora todo
se atrapa en una pantalla, desde el juego solitario de ajedrez más avanzado
hasta las relaciones sociales más banales y sofisticadas, desde las más altas
expresiones del espíritu hasta las más viscosas expresiones carnales. Quizá
debamos cambiar la célebre frase de Ortega por esta otra: “Yo soy yo y mi
pantalla, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.
El ajedrez era
su gran asignatura pendiente de toda la vida. Nunca ganaba. Sufría pensando.
Siempre se equivocaba. Uno normalmente se dedica a las materias en las que es
competente, pero Heliodoro seguía dándole una oportunidad al ajedrez con cierta
frecuencia, igual que a las mujeres. No se daba cuenta de que es un juego
puramente racional y memorístico, que son precisamente facultades de las que
carecía, al no hacer buen uso de la razón ni de la memoria. Quizá con las
relaciones era parecido.
La mayor parte
del tiempo se le iba en las aplicaciones de citas. Había instalado cuatro o
cinco de ellas en su teléfono. Retocaba las fotos y el texto de su perfil una y
otra vez, por si acaso había algún infortunio que fuese causa del universal
rechazo que sufría por las hembras. Cambiaba de vez en cuando la búsqueda de
“relación seria” a “amistad con derecho a roce”, sin gran diferencia en el
resultado. Sí que ocurría, con la opción de las relaciones temporales o
abiertas, que se dieran conversaciones de este tipo:
- Hola, qué
bonitas fotos, ¿es la segunda del Mirador de los Poetas en Cercedilla? A mí
también me gustan los gatos, etc., etc., -comenzaba diciendo Heliodoro.
- ¿Qué buscas
por aquí? -decía la destinataria, que vamos a llamar aquí Urticaria.
Heliodoro ya
había pasado por eso muchas veces.
- Cuando me
hacen esa pregunta, se ha terminado -contestaba él, ya sin pretender agradar ni
un ápice-, porque yo te diré que no lo sé, o que estoy abierto a cualquier tipo
de relación, o lo que surja, y nada de eso te gustará. Tú quieres que te mienta
y que te diga que busco algo serio, desde ahora mismo, sin conocerte siquiera,
lo cual es absurdo. Que te vaya bien y encuentres a alguien para mentiros
mutuamente.
Segundos
después, aparecía el mensaje “este contacto ya no está disponible”.
Otras veces
dejaban de hablar sin razón aparente, bloqueándole o no. Heliodoro tenía en
cuenta que seguramente cada mujer hablaba con cincuenta hombres a la vez y
elegía los que más le gustasen, y que había muchos para elegir y muchos eran
mejores que él.
Cuando tenía
éxito con alguna, casi siempre tratándose de una mujer sin mucho atractivo, de
pocos estudios y sin muchos ingresos, a veces añadido a estar separada y con
hijos, las conversaciones no eran muy enriquecedoras. Sí que no era tan tonto
ni tan soberbio como para despreciar a otras personas por su físico o sus
circunstancias, con lo que siempre aprendía algo o encontraba momentos de estar
a gusto en compañía, pero sopesaba el tiempo y esfuerzo invertido y veía que no
era muy rentable. Cuando tenía que hablar muy a menudo con una de estas
mujeres, recordaba lo que los economistas llaman “coste de oportunidad”:
mientras estaba hablando con una de éstas, no lo intentaba con otras. Cuando
tenía, además, que escuchar la música que les gustaba a estas mujeres, por
ejemplo “Melosen”, “Empalagosen”, “Cursilowan”, con anuncios pesados en Youtube
y con el insistente primer plano del guaperas de turno que cantaba bonito sin
decir nada, y sin ni siquiera ser musicalmente destacables, Heliodoro se
decidía a dedicarle menos tiempo a esas mujeres.
También las
había que, aunque tuviesen gustos que él no compartía o que en su fuero interno
despreciaba, le venían bien como compañeras para poder hablar con alguien.
Alguna se convirtió en apoyo psicológico y consejera de amores. Heliodoro la
clasificó como una de las Magas. Determinaba como “maga” o, al menos, como
“aprendiz de maga” a una mujer con aptitudes de psicóloga, a veces psicóloga de
profesión real, que tuviera cierto interés por conocer los laberintos mentales
de Heliodoro y quisiera internarse con él para intentar ayudarle, aportando
pequeñas enseñanzas y consejos. La magia para él era inherentemente
psicológica: no se puede alterar la realidad, pero sí la manera en que alguien
la percibe y opera sobre ella, lo que casi equivale a cambiarla. Los magos
cambian la realidad haciendo ver a las personas otra realidad posible, según
dicen.
El nombre de
una de estas mujeres, el de la que en el fondo era más amiga, no importaba en
esta historia, porque Heliodoro le puso uno muy apropiado: Hipea, la centaura.
Era una mujer diez años más joven que él, con la solidez de ideas de una
persona adulta y, a la vez, con el idealismo y las pasiones de la juventud. Se
conocieron años atrás en un mal momento de Heliodoro, estando éste afectado por
sus crisis con Teresa y aprovechando el apoyo que le ofrecía Hipea. Se
acostaron unas cuantas veces mientras se conocían, en lugar de conocerse bien
primero. Así, sucedió que fueron apareciendo profundas divisiones de
pensamiento, pero mayor división fue la de que Heliodoro no era capaz de
desligarse de Teresa, lo cual acabó por agotar a Hipea.
No obstante,
en los momentos buenos solía decir ella: “somos monógamos, pero no fieles”. Era
una afirmación que parecía tener todo el sentido para gente como ellos, no como
Teresa o Yago Feliz, quienes reprobaban severamente la infidelidad.
Heliodoro, ante juicios tan dispares, comprendió que la realidad es múltiple,
según la naturaleza de cada uno, y que por ello no hay una sola verdad.
Hipea no es
que fuera una belleza, pero fue como un trago de agua fresca ante la estrechez
de la enferma relación con Teresa, dos años atrás. Sonreía y besaba bien, aun
dejando un regusto amargo al final, seguramente por el tabaco. Sus dientes
incisivos eran grandes y estaban algo separados, como es propio de su
naturaleza equina. Los ojos estaban enmarcados por ojeras, pero su cabello, sus
negras crines, eran espléndidamente largos y libres, como su indomable
naturaleza de animal salvaje. Sus pechos no eran grandes, pero estaban bien
constituidos, en armonía con todo su cuerpo bastante bien proporcionado y con
suficientes curvas. Lo mejor era su piel, muy suave al tacto, ni morena ni
pálida, con algún lunar. Solamente tenía algunas marcas en la parte más baja de
las piernas, sobre los tobillos, de rascarse y morderse. Los tobillos, por
cierto, los tenía operados y los hacía chascar ostentosamente.
Fueron muchas
las veces en las que le recomendó encarecidamente a Heliodoro que no volviese
con Teresa, por mucho que la necesitase:
-Volver con
Teresa = heroína a 3 € -le escribía ella.
Lo decía todo
con eso. A veces las magas saben ser muy escuetas sin dejar de ser muy
expresivas. Le explicaba también que, aparte de que se quedaría insatisfecho,
le seguiría causando un gran daño a ella, al darle esperanzas de la relación
ideal que quería cuando Heliodoro seguiría siendo igual de inconstante. Pero se
cansaba de explicárselo. Le llegó a decir: “tío, haz lo que quieras”. Ella
había encontrado ya un hombre un poco necio pero muy bien dotado, caballuno
como ella, con quien iba a vivir en una ciudad muy cerca de la Sierra de
Guadarrama. Como decía Lorca:
Verde que te quiero verde,
verde ramo, verde rama,
el barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Otra maga se
llamaba Begoña, que era psicóloga de verdad. Era muy amable al dedicar tiempo y
atención a Heliodoro sin recibir nada a cambio. A veces hablaban por teléfono
de viva voz. Coincidía con Hipea en bastantes cosas, aunque no en la poligamia
no consensuada si se está en una relación de pareja, sin alterarse tampoco
mucho por las infidelidades, que consideraba muy frecuentes y muy humanas. Un
día se vieron en persona en una terraza de Príncipe Pío, cerca de donde ella
vivía con su pareja y, al verla, Heliodoro se sorprendió de estar ante una
verdadera hechicera: sus rasgos eran finos, rectos, casi cincelados, en un
rostro de trazos más angulosos que ovales, pero con una particular belleza
despojada de atractivo femenino. La nariz era fina, los labios finos, aunque
muy expresivos cuando hablaba… No recordaba muy bien los ojos, quizá porque no
era capaz de mirarlos mucho. El cuello era esbelto, delicado, pero con duros
músculos que se adivinaban dentro. Llevaba todo tipo de prendas ligeras y
cómodas, finas, sedosas: algo en torno al cuello y sobre el pecho, una especie
de blusa, unos pantalones amplios… No había ni una sola forma que se adivinase
y que estimulase el apetito, para Heliodoro, siempre pendiente del erotismo.
Seguramente ella se cuidaba bien de ello. Se sorprendió de ver unas cuantas
pulseras en sus muñecas, una de la Guardia Civil. Le explicó ella que era de
algo de familia, no porque fuera simpatizante.
"Bego" era alta,
muy alta. Eso le daba mucha autoridad y carácter. Los altos siempre son una
especie superior. Jugaba al baloncesto cuando era joven, mejor que todas sus
compañeras del colegio de monjas de Valladolid, de donde era originaria, pues
era castellana vieja y su fenotipo así lo corroboraba. El quince de septiembre
celebraría el Día del Nombre de Castilla, seguramente. Pero, como suele
ocurrir, sus vacaciones las pasaba más en el mar y en las islas que en su
tierra, que no tenía ningún atractivo para ella. ¡Cómo le habría gustado a
Heliodoro tener una novia o amiga castellana, con raíces y familia, con algún
pueblo que apareciese en las crónicas medievales!
Ante los
laberintos de él sobre Teresa, su dependencia de ella por su compañía en viajes
y aprendizaje, ella le decía:
- Mira, yo
tenía en la universidad un amigo con el que coincidía en muchísimas cosas y que
era el candidato idóneo para ser mi pareja. De hecho, fuimos novios un tiempo.
Pero algo no marchaba. Era algo intuitivo, con lo que me daba cuenta de que no
lo quería. Algo tan raro y sencillo como el olor. Cuando conocí a mi actual
pareja, vi que la conexión era la buena, aunque no tengamos mucho que ver en
gustos y aficiones. A él le gustan los coches, por ejemplo, que a mí no me
interesan absolutamente nada.
A Heliodoro le
pareció bien. Tal cosa, lo del olor y la conexión con gustos dispares, era lo
que le ocurrió con una relación anterior, una que lamentó mucho cuando la
perdió. Sin embargo, “Positibego”, que así se llamaba cuando se anunciaba esta
psicóloga como autónoma, no llegaba a convencer a Heliodoro en situaciones como ésta:
- Estoy harto
de hacer cosas solo, cada vez tengo menos ganas -decía él-. Me siento ridículo
saliendo a andar solo, a la sierra solo, a ver monumentos de Madrid solo,
incluso de viaje solo. Me parece un desperdicio darme esos lujos, a veces, para
mí solo, consumiendo recursos y no pudiendo compartir esos recuerdos.
- ¿Por qué es
ridículo ir uno solo? Yo salgo sola muchas veces. Me encanta ir a andar sola.
Tienes que aprender a estar solo.
Heliodoro pensaba rencoroso que eso lo decía
una persona que no vivía sola, que estaba feliz con su pareja, que dormía y se
ayuntaba con ella, con quien se iba de viaje y con quien se veía con amigos.
“Así”, pensaba Heliodoro, “yo también salgo a andar solo”. Sin embargo, fue solamente una de muchas de sus recaídas en las que perdía el uso de la razón, pues más valía hacer algo solo que con alguien con quien acabaría mal.
Otra maga, que
conoció también mediante redes sociales, una versión grotesca de Ártemis, por
su fisionomía que recordaba a un botijo, pero con inmensos ojos azules o
grises, le ayudó a reafirmarse en la condena de esa postura hipócrita, pues
siempre afirman que hay que aprender a estar solos los que menos solos están.
Como la diosa Artemisa, que se desnuda para que la vean y luego inflige un
castigo, le dejó a Heliodoro a dos velas, aparte de lanzarle alguna
consideración poco acertada de una intimidad que éste le confesó. Pero fue
amable al escucharle y acompañarle, una vez más, en sus laberintos en torno a
Teresa:
- ¿Pero ella
cumplía tus expectativas de sexo?
- Sí,
bastante. Pero su cuerpo no cumplía alguna exigencia mía, lo cual es
desagradecido por mi parte. Y luego esa vulnerabilidad emocional suya… -contaba
él.
- De modo que
en sexo sí, en físico no, pero en la mente sí.
Heliodoro se
aprendió esa interesante tríada: sexo, físico y mente. O espíritu, mejor. Los
conocimientos, la visión del mundo, el afecto que se genera a través de todo
ello. Era uno de los ejes de una representación tridimensional en X-Y-Z, el
causante de que el vínculo no desapareciese. Los otros eran el sexo y el
cuerpo, o el físico, aunque habría que añadir una materia esencial, que
envolviera a todas, que sería la correspondencia de afecto. Era una lástima que
Teresa nunca ocupase un lugar central y Heliodoro tuviese que andar buscando
siempre cómo conseguir un equilibrio, ya fuera en una mujer o en varias, o
añadiendo un eje más, el del tiempo, la cuarta dimensión, para que el camino
medio de muchos vaivenes fuese una línea imaginaria que pasara por el centro de
ese largo túnel cuatridimensional.
Heliodoro
Peces mantuvo la reciente afición a la bicicleta que comenzó antes del verano.
El advenimiento del ciclismo a nivel de aficionado, casi de paseo, de trayectos
cortos, fue forzoso por diversos motivos: seguía creyendo en la salvación por
el cuerpo, ya únicamente por el suyo, pues no lograba conectar con ningún otro,
de manera que pedalear le hacía mantenerse mínimamente en forma. Era un
sustituto de la gimnasia en el parque más agradable, menos costoso en cuanto al
esfuerzo y menos ridículo. No requería casi ninguna inversión, pues tenía la ya
mencionada vieja bicicleta de carretera que le había regalado un amigo hacía
años. Se avanzaba más deprisa que andando y que corriendo, de modo que se
llegaba más lejos en menos tiempo y eso le permitía ver lugares de Madrid que
no habría visitado nunca andando ni en otros medios de transporte. Era una
experiencia muy diferente a caminar: se iba más deprisa, con el placer del
mayor alcance, el viento en la cara y refrescando el cuerpo, el sentido del
equilibrio… pero no se podía uno distraer mirando algo, ni parar mucho para
contemplar o hacer fotos. También, aunque castigaba las cervicales y la
entrepierna, le parecía más saludable que correr, áspero deporte en el que se
castigan todos los miembros a base de impactos de los pies contra el suelo. La
bicicleta era un caballo, con la ventaja que tendrían los jinetes a lomos de
sus magníficos animales frente a los soldados de infantería.
Pero el
principal motivo para coger la bici era la soledad. No podía quedarse en casa
varios días enteros, sobre todo con el tórrido verano castellano. Tampoco
quería coger el coche, que le parecía un desperdicio de gasto, al mover el
vehículo para él solo, junto con el estrés y la incomodidad del tráfico, pues
tenía poca paciencia para los atascos y para buscar aparcamiento. La bicicleta
tenía un reducido radio de acción, pero liberaba de todas las molestias del
coche.
La bicicleta
es uno de los deportes que menos precisa de compañía. ¿Para qué, si no se puede
hablar? Hay quienes lo hacen, yendo en manada, ocupando todo el carril bici o
media carretera, egoístamente, molestando a todos. Los que van en grupo, o
parejas, y son educados, van uno detrás de otro. Suponía Heliodoro que eso
también debía de ser bonito, pues en algún momento se para a beber agua o a
hacer una foto y se charla, pero una sola persona también podía parar, hacer
una foto, enviársela a alguien por teléfono y chatear con esa persona un
momento. Y sin tener que adaptarse a ella en caso de que fuera su compañía
ciclista presencial. Dar paseos en bicicleta se convirtió en un filón que
explotar, que siempre le satisfacía y con el que no dependía de nadie. Era un
milagro dada la dependencia emocional de Heliodoro Peces.
Le gustaba
mucho circular por Madrid Río, admirando no solamente la magnífica vista de la
ciudad y el río, sino de muchas transeúntes femeninas que por allí transitaban,
ya fueran corredoras, patinadoras, ciclistas o meras paseantes. Lo más
peligroso de las patinadoras era que ocupaban mucho espacio en el carril,
despatarrándose en su forma de locomoción, a menudo insegura. Contemplaba por
el camino los viejos edificios del Matadero, los modernos puentes sobre el río,
los más antiguos como el de Toledo y el de Segovia, donde en este último miraba
la Almudena y el Palacio Real, la cúpula de San Francisco, el gran edificio de
ladrillo junto a ella que es el Seminario, los jardines del Campo del Moro, las
viejas y bonitas casas de la Ribera del Manzanares… Le gustaba llegar a la
Moncloa, a veces más lejos. Intentaba no alejarse del río, pero no encontró la
manera de mantenerse pegado a él. Tampoco pudo llegar al Pardo, que intentó
varias veces, porque se perdía. Descubrió un día algo muy tonto que determinó
sus siguientes salidas: meterse a la Casa de Campo a la altura del Puente del
Rey, por el Paseo del Embarcadero. Allí solía dar una vuelta al lago y sentarse
en un banco a ver el atardecer, leyendo El árbol de la ciencia de Pío
Baroja. Luego llevaría un pequeño ajedrez electrónico que tenía desde 1988, al
que nunca pudo ganar. Otras veces exploró un poco más la Casa de Campo, pasando
por donde empieza -o termina- el teleférico, por plazoletas presididas por
algún “árbol singular”, por lugares altos desde donde se veía una buena parte
de Madrid y la Sierra al fondo, pasó por la puerta del Zoo, por los estanques
del Puente de la Culebra… Pero siempre tenía el problema de la densidad de
viandantes, patinadores y ciclistas en Madrid Río, que llegó hasta la trifulca
con alguno. Así que también exploró el río en la otra dirección, por el Parque
Lineal Manzanares, hacia la Caja Mágica. Un camino que cogía era el que subía
por Entrevías, cruzando un fabuloso pinar, subiendo por el Parque Lineal
Palomeras, también hermoso, hasta Moratalaz y vuelta. O lo alargaba hasta
Valdebernardo. Pero ese tramo de río hasta el final escondía más buenas rutas,
las del larguísimo carril bici hasta San Martín de la Vega, a veintiséis
kilómetros, que ida y vuelta eran más de cincuenta, según explorase sitios. Por
el camino estaba Perales del Río, con una iglesia en restauración con una gran
espadaña, una glorieta con un magnífico avión militar antiguo, un Casa 212
Aviocar, y allí cerca un parquecito con una fuente para beber y un restaurante
con terraza, llamado El Cordero.
En ese parque
se sentaba a veces a escribir pequeñas disertaciones como la que sigue.
Diario de
Heliodoro, domingo 15 de agosto de 2021
La gente va a
la fuente a beber, a saciarse la sed. Es muy simbólico: sed de amor, sed de
conocimiento, sed de Dios. El simbolismo de la fuente ha servido en todos los
ámbitos.
Hoy iba yo a
beber, adelantándome a dos ciclistas que estaban aparcando sus bicis de montaña
al lado. Nos hicimos gestos de dejarnos beber primero. Finalmente, ellos me
cedieron a mí el paso. Con eso, empecé una conversación con ellos. Y así me
revelaron el camino para llegar en bici por asfalto y sin peligro al Cerro de
los Ángeles, una ruta más que deseaba hacer y cuyas indicaciones aún no
conocía. Al final no bebí de la fuente, pues tenía agua de sobra en mi botella,
pero el conocimiento me fue más útil.
La fuente es
un símbolo de varias capas: se satisface directamente un tipo de sed, pero
indirectamente otras por el vínculo que se genera entre las numerosas almas que
se arremolinan en ella (como en el romance de Fontefrida: “donde van todas
las aves / a buscar consolación”). La fuente es fuente de conocimiento porque
primero lo es de agua.
***
Así pedaleaba
y pensaba Heliodoro. Un día, más tarde, adelantándonos al otoño que vendría
después, en una pequeña prolepsis, compaginaría una vez más su afición por las
plantas con la del ciclismo y transportó en la mochila una maceta de
pensamientos. En esa cómoda soledad, soltería, “solitud” que decían también
entonces, recordó los versos de Lope de Vega:
A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para venir conmigo
me bastan mis pensamientos.
Su forma
física, sorprendentemente, no mejoraba ni un ápice. Sus piernas no estaban más
fuertes. De hecho, cada vez le costaba más hacer ese deporte. Le hacía bien
salir, el aire en la cara, moverse, pero algo hacía mal a lomos de su vieja
bicicleta “Galgo” (así la llamó finalmente, dudando mucho con “Dardo”), que le
causaba dolor en las cervicales y que se le durmiesen los dedos de las manos,
sin mencionar el resentimiento del perineo.
Se dio cuenta
de que el camino de la salvación por el cuerpo estaba cortado. No había
mucho más adonde llegar, al menos en su caso. Su cuerpo era limitado y
envejecía. Como cuando Haruki Murakami, corredor de maratones aparte de
escritor, notaba disminuir sus logros y sus demás facultades y, al preguntarle
a un médico si conocía un remedio contra la presbicia, éste se reía de él.
Envejecemos irreversiblemente.
Pero un día,
en casa de sus padres, estaban echando la vieja película de Ghost, con las
clásicas escenas de la erótica pringue de arcilla entre Demi Moore y Patrick
Swayze, el paso de éste a través de paredes y de vagones del metro… Y, cómo no,
la aparición del formidable personaje del suburbano, que podría corresponder a
algún maestro salvador de teóricos del cuento o mitólogos como Joseph Campbell
o Vladímir Propp: el curioso y malhumorado morador del metro, feo, con calva y
pelo rizado, que sabía tocar y mover objetos del mundo de los vivos, el mundo
físico, cuando esa facultad es imposible para los fantasmas.
-No puedes
actuar con tu cuerpo porque ya no tienes cuerpo -decía, más o menos, este
personaje de la película-. Somos mente. Tienes que mover el objeto desde tus
entrañas…-o algo así, que ya resultaba menos creíble.
“Somos mente”,
pensó Heliodoro. Esto le caló hondo. Lloró una vez más con la película, por
cierto. Ojalá hubiera cielo y algún tipo de existencia para el espíritu tras la
muerte, aun a riesgo de haber también infierno.
“Somos mente”.
El cuerpo tiene un límite, es un espacio pequeño, es un instrumento de conocimiento
del mundo esencial pero limitado. Sobre todo cuando un cuerpo no es destacable
ni valioso en el competitivo mundo darwiniano. Cambia tanto la percepción de la
realidad como la participación activa en ella. Por eso, para conocer el mundo,
hay que conocerse primero a uno mismo, como constaba en templo de Apolo en
Delfos, lo que conlleva conocerse también desde las coordenadas del cuerpo.
Seguía Heliodoro recordando aquel estudio de una universidad norteamericana en
la que descubrieron que el rasgo corporal más decisivo para la elección de
hombres por parte de mujeres era la longitud de las piernas, caso en el que Heliodoro
fallaba, al ser de baja estatura y tenerlas ligeramente cortas en proporción al
cuerpo.
Poco después
vio un vídeo de la espléndida historiadora Eva Tobalina sobre el dios Apolo.
Explicaba, entre muchas otras cosas, que la célebre sentencia de γνῶθι σεαυτόν,
más conocida en latín, gnosce te ipsum, no era tanto la instancia a la
introspección psicológica de la actualidad, más motivada por los libros de
autoayuda y la psicología, sino algo mucho más propio de los griegos de la
época clásica, preocupados por el orden social. Apolo era un dios
particularmente severo en castigar a quien le desafiaba, como hizo con el pobre
Marsias, que quiso superarle en talento musical. Lo que significa ese gnosce te
ipsum es “conoce tus límites”, es decir, una advertencia: no trates de
igualarte a los dioses, no trates de ser más de lo que eres. La siguiente frase
del templo iba en sintonía con lo mismo: “nada en exceso”, también referida a
la ambición y a la soberbia. Los únicos que se lo pueden permitir son los dioses.
Aunque, pensaba Heliodoro, al no haber dioses, salvo para ejemplificar
relaciones humanas en los mitos y la literatura, los que se lo podían permitir
eran los poderosos en la escala social, que inculcan valores de humildad en los
de más abajo para que no asciendan.
Cuando le
comentó este descubrimiento que desmentía la típica interpretación del gnosce
te ipsum a Augusto Herrero, su amigo filósofo, éste le consolidó la
reflexión con una de sus muchas citas certeras y veraces:
Quien pretenda ser feliz no debe ocuparse de muchas cosas, ni en
lo público ni en lo privado, ni elegir actividades que excedan su propia
capacidad y naturaleza, sino tener la precaución como para, en caso de que la
suerte le sonría y lo lleve al parecer, demasiado lejos, renunciar y no querer
llegar más allá de sus posibilidades. La moderación es más segura que el exceso.
Demócrito,
B.3.
Era una
enseñanza muy útil. Lo malo fue que Heliodoro lo tradujo como una nueva llamada
a volver con Teresa. “Somos tal para cual”, pensó, “cada uno con nuestras taras,
limitados como somos”. No quería ver que no era una relación basada en la
atracción mutua, sino en la necesidad y en el consuelo al no haber podido encontrar
nada mejor. El edificio se tambaleaba siempre desde sus bases.
Hipea debía de
estar relinchando nerviosa al presentir que Heliodoro cometía el mismo error. “Positibego”
dejó de seguir las cavilaciones de Heliodoro siendo cada vez más parca y por
estar ocupada con sus grupos de meditación. Artemisa tenía problemas mayores
que él y no podía ayudarle.
Teresa estaba
exactamente igual. Fueron un día a coger moras. Estuvieron tres horas, en las
que sólo en la primera fue grata la tarea, pues el sol y los pinchos cansaban.
Otro día fueron a Rascafría, a una ruta conocida, y fue mejor, aunque a
Heliodoro se le antojó mucho más bonita la primera vez que fueron. La tercera
vez fueron a Sepúlveda, donde también fue todo bastante bien -aunque con la
monotonía de lo conocido- salvo por el inevitable escollo que es el choque del
mundo de la belleza de Heliodoro con el mundo censor y celoso de Teresa. Fue la
última vez que se vieron en mucho tiempo.
El infortunio
fue como sigue: por el camino de las Hoces del Duratón, siempre bonito, poblado
de altos chopos, sobrevolado por magníficos buitres, pasa una pareja joven y
guapa con un galgo. El chico, alto y pelirrojo, bien constituido y de finos
rasgos, iba acompañado de una fantástica mujer de porte atlético, de pelo largo
negro, de bellísimo rostro. Saludaron amablemente cuando Teresa y Heliodoro los
adelantaron en el estrecho sendero. Al pasar, Heliodoro sonrió cuando el galgo
le olisqueó la mano. Esos perros le encantaban. Se acordó de su delgada
bicicleta gris, como aquel perro.
-Qué bonita
pareja -comentó Heliodoro, cuando ya estaban lejos -. Qué guapos los dos. La chica
tenía buen culo, por cierto -le salió, sin pensarlo.
Ese tipo de
comentarios que le salían a veces al estar tranquilo, en compañía de algún
amigo, no tenía cabida en el entendimiento de Teresa.
-Ese pantalón
tan ajustado es incomodísimo -comentó ella-. Además, llevaba tanga, que es de
lo más incómodo también, nada adecuado para hacer senderismo.
Heliodoro, que, por cierto, no había percibido la prenda interior en la que había reparado Teresa, ya
estaba viendo una vez más el rencor de ella y la privación de su disfrute de la
belleza, incluso tratándose de lo más inocuo. Pero quiso probar una vez más en
qué se fundamentaba el razonamiento de ella.
-Bueno, supongo
que no estará tan incómoda. Lo lleva porque puede. Muchas llevan pantalones
ajustados y esas prendas en la montaña, en el trabajo o en donde quieran. Si
fuera tan incómodo, no lo llevarían, ¿no? No es un cilicio…
-Pues yo soy
una mujer y sabré más que tú de eso. Es muy incómodo.
Le habló ella
de su experiencia en el tema y de una antigua amiga suya, que todos llamaban “la
Tóxica”, que era obesa y se ponía esas prendas íntimas para llamar la atención,
soportando la supuesta incomodidad.
-No sé si
alguna estará cómoda -continuaba ella-, pero la mayoría de las mujeres que
llevan tangas es para llamar la atención y para que las miren, incluso en la
montaña.
Heliodoro seguía
discrepando.
-Yo creo que
no puede ser incómodo o no lo llevarían. Y lo harán por sentirse guapas, más
para ellas mismas que para los desconocidos mirones que se puedan encontrar.
Además, esta chica iba con su novio. ¿Qué necesidad tiene de querer que la
miren otros?
Acordaron brevemente
que hay fisionomías de mujer que permiten llevar esa prenda más cómodamente que
otras, cuya disposición de las carnes en esa zona impide la comodidad del delgado
tejido. Pero esto fue peor todavía y dejó ver la verdadera causa de testarudez
de ella:
-Entonces
lleva tanga porque tiene mejor culo que yo. Lo que pasa es lo de siempre, que no
llego a los estándares -le reprochaba ella.
-Yo no digo
que tu culo me guste menos, mujer. Además, seguramente ella no llegue a los
estándares de cultura que necesito y que tú tienes, al saber tanto de Luis
Martín Santos, de Baroja y de todo lo que hemos hablado antes.
El embrollo
era tan cenagoso y tan ridículo que cansaba. A Heliodoro le habría bastado con
una conversación así: “Tiene buen culo”, “Pues sí”. Y ya está. A ella le habría
bastado con “Tiene un buen culo pero no tan bonito con el tuyo, que es el mejor
y que estoy deseando disfrutar en cuanto lleguemos a casa”. Pero ése no sería
Heliodoro.
Cuando ella
rompió en gritos y en llantos, en el coche de vuelta, le instigaba a pedirle
perdón y que lo arreglase. Heliodoro ya había pasado por eso muchas veces y se encogía
de hombros. Con respuestas pacientes y poco amorosas hizo tiempo hasta dejarla
en su casa. Una ruptura más con la insostenible Teresa, compañera para la soledad,
para los estudios y para breves viajes sin cruzarse con nadie, pero no para una
convivencia pacífica y natural, sin forzar ser cada uno lo que no es. “Conócete
a ti mismo”, “conoce tus límites”… se repetía Heliodoro.
Esa tarde, ya noche, algo aliviado al estar de nuevo solo, pero turbado por la culpa de haber
recurrido a ella y por la soberana ridiculez de todo el episodio nalgal, necesitó
recuperarse como hacía años atrás cuando se encontraba muy mal o se lo pedía el
cuerpo, que era tumbarse en la bañera en la oscuridad o en penumbra sujetando
la ducha con la manos, vertiendo el agua en el centro de su pecho, con los ojos
cerrados, mientras se llenaba la bañera. Ponía siempre la misma lista de
reproducción de música de Spotify, “This is Chromatics”, cuya música electrónica
suave con dulces voces de mujeres le relajaba y le liberaba de sí mismo. Cuando
el agua le cubría el pecho, lo que era un cuarto o un tercio de bañera, cerraba
el grifo con el pie. No quería gastar mucha más agua. La gata Lira le miraba extrañada
desde una esquina de la bañera. Le posaba una pata en la cabeza mientras
olisqueaba y ronroneaba muy bajito. Luego se iba al otro lado y le tocaba un
pie.
Ese ritual no era nada arbitrario, sino que se fundamentaba en concepciones simbólicas y filosóficas de gran arraigo en Heliodoro. El agua y la oscuridad, en paz, en solitario y en un entorno seguro y protegido eran su hábitat de regeneración. Las semillas germinan en la humedad, la oscuridad y la quietud. El embrión se desarrolla con esos mismos factores. Las voces femeninas, dulces, de muchachas núbiles que recuerdan que hay un mundo de belleza, que se regenera a sí mismo a través de la mujer y el principio generador femenino, que a su vez cabe en amor, le creaban una sensación sinestésica al calar en él como el color verde, el del crecimiento y el de la esperanza. La oscuridad promete el verde del embrión que germina.
Cuando el agua
se estaba ya enfriando, Heliodoro se levantó. Estaba mejor.
Se dispuso a
escribir en su cuaderno, pero se entretuvo releyéndolo. Vio unas páginas que le
despertaron curiosidad. Las había escrito viajando en metro hacía más de un
mes, pero las había olvidado.
Diario de
Heliodoro, viernes 23 de julio de 2021
Hoy he visto
una mujer en el metro que me ha llamado mucho la atención. Me gustan muchas,
demasiadas; quedo admirado con la belleza corporal, muchas veces destacada con
la escasa vestimenta veraniega, como la hembra que pude ver esta mañana en el
Decathlón, con un vestidito azul de falda cortísima, espalda descubierta, piel
blanca y cabello negro; toda su figura bien torneada de buena salud y ejercicio.
Pero esa mujer no podría ser nunca para mí. Disfruto algo más de la ficción
cuando hay una remota posibilidad real.
La mujer que
vi en el metro, primero en el andén, luego en el vagón y finalmente a la
salida, pues se bajó en la misma estación que yo, era como la mujer que en mis
aspiraciones concibo para pasar cuatro o cinco años juntos. Era una mujer lo
suficientemente guapa para alegrarme la vista y tenerme satisfecho; lo
suficientemente normal como para ser para mí, en el mismo rango los dos, personas
sencillas que no llamamos la atención. Era bajita, de unos pocos centímetros por
debajo de mi estatura. Su pelo, recogido por detrás, aunque no recuerdo que
hubiera una larga coleta, no era negro, tampoco rubio. No sé por qué no
recuerdo muy bien el color del pelo. Lo que sí recuerdo era su abultada frente,
más relevante al tener ella un contorno del cuero cabelludo como con leves
entradas a los lados del pico de viuda. Pero esa gran frente convexa no era
fea.
Sus ojos eran
bonitos. Grandes, en sus grandes cuencas oculares, con largas pestañas negras y
una gruesa línea azul en los párpados. Era como si quisiese disimular con ese
azul el color tan común, tan mundano, pardo oscuro de los ojos. Ese artificial
azul iba a juego con las falsas piedras de las pulseras en sus muñecas. Sin
embargo, lo claramente falso, declaradamente inofensivo, inocente y pueril, de
sencillo adorno, era muy bonito en ella.
La mascarilla
ocultaba su nariz, boca, mejillas y barbilla, pero se me antojaba todo armónico
y sensual.
La camiseta de
tirantes, creo que blanca, dejaba ver unos hombros estrechos, sencillos,
frágiles. Daban ganas de posar las manos en ellos. De pecho no estaba mal,
pero, como todos sus rasgos, en eso tampoco llamaba la atención.
Lo mejor,
quizá, eran piernas. Con un pantaloncito a rayas finas horizontales blancas y
negras, cortísimo, pero dentro de los límites de lo que algunos llaman
decencia, las piernas desnudas mostraban su esplendor. Los muslos eran gruesos,
fuertes, pero no musculados ni atléticos, seguramente amablemente blandos al
tacto. Las rodillas y las pantorrillas estaban muy bien proporcionadas. Los
tobillos eran lo bastante gruesos en proporción al resto, no con ese grosor
hipertrófico que tienen muchas. Los bonitos pies iban en sandalias, mostrando
las uñas pintadas con esmalte negro desconchado.
Las piernas,
símbolo del atractivo erótico por antonomasia, fueron magnéticas para mis ojos
unos momentos. Se notaban los poros de los folículos pilosos, no siendo una
piel, por tanto, de una raza superior, sino de alguien real y alcanzable,
aunque bien cuidada al no haber ni un solo pelo. Había incluso un rubor
rosáceo, sutil, irregular, que la hacía más humana, no como esas otras ya
referidas tan perfectas que parecen de plástico, saliéndose del alcance de los
hombres sencillos, y que además muchas veces arruinan con tatuajes. Los
tatuajes son una agresión a la creación divina, es decir, a todo lo que hace de
la naturaleza. Pintar con garabatos la corteza de un árbol, una roca en el
campo, el pelo de los animales… todo ello, aunque no me queda otra que
acostumbrarme, me parece sacrílego. Aunque creo que tengo que arreglarme y
aprender a aceptarlo y disfrutarlo: el mundo es así, las mujeres son así.
Las piernas de
mis ojos, sin embargo, estaban impolutas, como vinieron al mundo; si acaso se
traslucía alguna leve marca blanquecina de viejas cicatrices.
Cuánto me
habría gustado decirle algo a esa mujer, hecha para mí, y pasar con ella cuatro
o cinco inolvidables años.
***
Heliodoro pensó
en lo feliz que fue durante ese rato pensando en una desconocida que había
visto en el metro. No se trataba de disfrutar del estímulo visual y de la
aspiración, sino de haber sabido, por un momento, lo que quería. Saber lo que
uno quiere es como encontrar un camino perdido.
Se trataba de
eso: de reorientarse, de encontrar algunas referencias, una estrella Polar, una
señal. Alejada de nuevo la nube de Teresa, a la que, en el fondo, le dedicaba
una especie de Canto como hizo Espronceda a la suya en El diablo mundo, despejado el camino quizá
definitivamente, zafado de una vez por todas de su peor dependencia, Heliodoro se puso rumbo a lo desconocido.