Me envía un amigo en un correo
electrónico un curioso relato. No es original, pero a mí me ha sorprendido
bastante, aunque mi juicio no sea objetivo. Le pregunté si lo iba a publicar en
algún sitio y, tras barajar varias opciones, determinamos que lo publicase yo
para que él pudiese seguir en el anonimato, pues tal es su deseo de no darse a
conocer. Sin embargo, a mí me ha encantado la labor de editor y poder subir a
mi blog un nuevo texto que se parece extrañamente a los míos.
Como profesor de lengua, por
deformación profesional, no he podido evitar corregir el leísmo, unas pocas
tildes y permitirme alguna corrección de estilo.
***
El solitario
filósofo -no ostentaba tal profesión, pero le gustaba considerarse así en su
fuero interno- pasaba día tras día sin hacer nada en su casa, en pijama y bata.
Eran unas circunstancias de sobra conocidas en las que todo el mundo debía
quedarse recluido en su casa, salvo los que tuvieran que salir para cumplir con
obligaciones indispensables para la sociedad. El trabajo de Heliodoro Peces,
que así se llamaba nuestro hombre, no era indispensable, o al menos no lo era
presencialmente, de modo que, muy a su placer, podía quedarse en casa. Era muy
sorprendente, a la par que bien avenido por él, que se hubiese convertido en
obligatorio algo que a él no le costaba nada y que le agradaba. ¡Quedarse en
casa, sin tener que elegir qué ropa ponerse, ni planchar camisas, ni lustrar
zapatos, ni arreglarse la barba, ni mucho menos arrancarse con pinzas los pelos
de los pómulos! No solamente uno es más feliz sin tener que mostrarse arreglado
al público, como si estuviera en venta, sino que además es económico. El cubo
de la ropa sucia sólo contenía dos o tres pijamas, calcetines y un juego de
ropa de cuando fue a comprar la última vez. No hacía falta ni poner la
lavadora. Si no fuera porque estaba muriendo gente ahí fuera, deberían imponer
esta medida del confinamiento un mes al año -pensaba él-, para dejar que la
Tierra se recuperase del peor virus que ha existido jamás: el ser humano.
Sin embargo,
tras quince o más días en su cueva, en su bata de tonos grises y ocres, como si
fuera un hombre prehistórico ataviado con pieles, empezaba a acusar los efectos
de la soledad. No del confinamiento, sino de la soledad, la típica falta de un
alivio para el alma cuando quiere darse a otra alma. En la costumbre popular de
aplaudir a los sanitarios a las ocho de la tarde, cuando salía -al decimoquinto
día cayó en la cuenta de que el único que se asomaba en bata era él-, no podía
evitar, mientras aplaudía, echar alguna mirada que otra a una vecina de
enfrente, que por cierto también vestía igual todos los días, pero con el
decoro propio de su edad y su sexo: una camisa rosa bajo un jersey negro,
abierto unos botones. Disculpen las lectoras por este prejuicio y clasificación,
pero otro sujeto de su mismo sexo justo encima, de mucha más edad, que no salía
a aplaudir, a veces se asomaba por las mañanas con rulos en el pelo y un espejo
a arrancarse pelos faciales. Y aquella señora sí iba en bata, en la eterna bata
“guatiné” que inventó Amancio Ortega al empezar su negocio. Procede aquí
recordar no sé qué humorista que había nacido en Guinea Ecuatorial cuando era
colonia española, en cuyo DNI ponía “Nacido en Bata”, porque tal era el caso,
exagerando un poco, de personajes como aquella señora o nuestro Heliodoro
Peces.
De modo que
nuestro monsieur enrobé empezaba a sentirse solo, aunque no hacía mucho
que había terminado una relación. Consumía una relación tras otra, o le
consumían a él, sin remedio para aligerar la catástrofe de cada ruptura. La
desdichada, esta vez, era una moza de su edad, no muy agraciada pero sana,
trabajadora y muy compatible en afinidades con él, y además con gran devoción
por el infeliz gandul hogareño, la cual habría bastado de no ser por las
tormentas de celos que ella arrojaba como fuego y azufre cada vez que él
manifestaba interés por otras mujeres. ¡Qué alivio haberse librado de ella! Y
no podía evitar algún que otro vistazo al siguiente pensamiento macabro: qué
oportuna la pandemia para no tener que verla.
Pero no, no se
sentía cómodo con ese pensamiento. Algo debía haberse hecho mejor. Quizá aún
estaba a tiempo de convenir un acuerdo pacífico con ella. No es que la quisiera
todavía, para nada: después de todas las desavenencias sufridas, no le inducía
ni una gota de erotismo. Como Zeus en la Ilíada, “amontonaba las nubes” del
erotismo cuando hacía falta, pero ya sabía que esas mismas nubes hacían llover
fuego y azufre. No podía retomar la relación con ella, en suma. Pero era
importante, de algún modo. Sentía como que con ella debía haber un cambio
definitivo respecto a las anteriores, no por ella, sino por él, por un
agotamiento vital: ¿por qué cada ruptura tenía que ser con un pacto de
hostilidad eterna, para no hablarse jamás? ¿Por qué siempre la misma historia,
una y otra vez? Era una fatalidad que lo arrastraba mientras le iba robando los
años y la esperanza. Esperanza de no sabía qué.
No, no quería
volver con ella, aunque no la olvidase. Al contrario, tenía ganas de agua
fresca, de saciarse de algo nuevo, de ilusionarse. Tal vez no de una mera
sustituta con quien recorriese el mismo transido camino, sino ilusionarse con
varias, con muchas. Cada una es un mundo. Cada sonrisa un cielo. Le costaba ya
cada vez más verlo, por todos los peligros conocidos y dolores sufridos,
incluso de algunas potenciales amantes que no llegaron a tales, por pugnas
verbales de naturaleza ideológica. Su expareja, pues así debía llamarse, lo
prevenía contra las huestes de arpías que había en el mundo, aludiendo a la experiencia
del propio Heliodoro, que ella conocía bien, pues él se lo había contado todo,
a lo que sumaba lo presente y posible futuro con los trágicos conocimientos de
las vivencias de ella.
Pero Heliodoro
Peces no quería concebir el mundo que le mostraba Teresa López de Haro, que así se
llamaba ella, con mujeres diabólicas y cientos de enfermedades venéreas. Había
leído en Twitter una frase algo así como que hay mujeres que, sin quererte, te
hacen ver que hay más mujeres en el mundo, mientras que otras que te quieren te
hacen creer que no hay más. No podía creer que detrás de toda hermosura de una
mirada, un rostro o un cuerpo hubiese una mente manipuladora, una máquina de
tormentos lentos o rápidos, una “lozana andaluza” que se dijera “y en tanto
veía un hombre, ya sabía cuánto valía”.
(Nuestro autor estaba leyendo Niebla
de Unamuno, como demuestra más adelante. El protagonista se enamora de una
mujer que lo trata con indiferencia y, como resultado, éste se enamora de
muchas. A esta reflexión me gustaría añadir si es de suponer que igualmente puede
suceder a la inversa, que una mujer se enamore de muchos hombres. ¿O no todo es
simétrico en estos desvíos amorosos?)
La facultad
amorosa de su alma era como una ciudad devastada por una guerra inacabable,
apresada por un bando, reconquistada por otro, vuelta a saquear por el primero,
y así eternamente. Dejaba de amar, dejaba de dar frutos como debe hacer la
naturaleza humana, y esto se dejaba ver en su apariencia externa. En otro
tiempo habría sido todo un doncel de buen porte y talante, mientras que ahora
era un cuarentón con la cara llena de pelos, permanentes ojeras, incipiente
-más que incipiente- calvicie, un abdomen que había pasado de un digno
entarimado a un triste promontorio, sin volver a mencionar la indumentaria.
Gozaba de un roto en el encastre de la manga izquierda del pijama por el cual
accedía a rascarse o hurgarse la respectiva axila, lo cual no sería del gusto,
pensaba, de cualquier compañía femenina. Ni mucho menos de su madre, si se
enterase.
¿En qué empleaba
el tiempo este infeliz gandul, entonces? Pues en lo mismo que muchos otros
gandules infelices del mundo: redes sociales. Es una forma de evasión de toda
implicación responsable en el presente. Uno podría limpiar, ordenar, estudiar,
cocinar, cualquier cosa manual y útil, pero todo perezoso cae en este mal vicio
con el que se justifica no hacer nada. Como todo, quizá en pequeñas dosis
contribuye a difundir conocimiento (si se usa bien), pero es fácil volverse
adicto, como le sucedía a nuestro protagonista. No era capaz de alejarse del
teléfono móvil más de una habitación. A veces lo transportaba en un bolsillo de
la bata -el izquierdo, el derecho se había roto de un enganchón y estaba medio
colgando- mientras deambulaba por la casa. Esperaba no sé qué advenimiento
milagroso en forma de noticia de alguien que le diera un entretenimiento
momentáneo, por si ocurría que, a saber, se acordase de él alguna vieja
conocida, aunque sólo fuese para saludar. O un amigo que le entretuviese con
algo provechoso. Abría Twitter, Facebook e Instagram una y otra vez, como si
fueran los cubiletes de un trilero, a ver si en alguna aparecía algo
interesante. Pero la realidad era que nunca, nunca, aparecía ese esperado ángel
salvador.
Así que, preso
ya prácticamente de la locura, en una leve manifestación que podríamos llamar
ansiedad, decidió que tenía que hacer algo. Recordó una cita de Unamuno
en San Manuel Bueno, mártir:
Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los
vicios, contestaba: “Y del peor de todos, que es el pensar ocioso.” Y como yo
le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: “Pensar
ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y
no en lo que hay que hacer […]” ¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí yo ya desde
entonces que don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento
le perseguía.
No podía salir
de su cueva ni de su laberinto de ermitaño, pues tal suele ser la condena de
los que se creen filósofos. Si no encontraba la solución afuera, tendría que ir
adentro: Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat
veritas, et si tuam naturam mutabilem inveneris, trascende et te ipsum, decía
San Agustín de Hipona. Quizá, enfrentándose así a su “mutable naturaleza”
encontrara algo. Sabía también que todo ese misticismo era palabrería, pero no
le quedaba otra.
Pasaron más
días y más aplausos a las ocho. La muchacha de enfrente se mostró con otra
ropa, por fin. Nuestro filósofo en bata lo tomó como una señal a tener en
cuenta: el tiempo pasaba demasiado deprisa y el lujo de la vida hogareña se
acercaba a su final. Se iba cerrando el círculo. Unos días antes, había tenido
otra revelación: estaba intentando leer un libro que se le estaba haciendo
pesado. Sin embargo, debía leerlo y persistía en el intento. De pronto, se
preguntó: “¿para qué?”, y casi al mismo tiempo le vino a la mente otro que sí
quería leer, desde hacía tiempo. Se levantó, fue a la pizarra que tenía en su
cocina y escribió en azul (para contrastar con otras cosas escritas en negro):
¿Por qué no haces lo que verdaderamente quieres?
Subrayó “lo
que verdaderamente quieres”. Pensó en el reverso del Áuryn de La historia
interminable, ese célebre “Haz lo que quieras” tan motivador y tan difícil,
porque la cuestión era saber qué era exactamente lo que uno quería en cada
momento. Dejar un libro y coger otro era fácil, pero dirigir el rumbo de la
nave a lo largo del viaje de la vida era otra cosa.
Su cita tenía
algo que le pareció superior a la de Michael Ende. El escritor alemán usaba un
imperativo, mientras que él había hecho una pregunta. Una exhortación le hace a
uno pasivo, le hace dar un paso porque se lo piden. Viene de afuera. Por el
contrario, una interrogación le hace participar a uno, le hace moverse con
iniciativa, la participación sale de dentro. La misma o mayor fuerza habría
tenido la inscripción en Delfos gnosce te ipsum si hubiera sido “¿Quién
eres?”.
Salió a la
ventana un rato después. Era ya de noche y el cielo estaba nublado, pero tras
las rizadas y grises nubes de la noche brillaba alta la luna, casi llena,
amplia y luminosa como un faro. Y entonces relacionó con el fantástico astro de
la luz falsa otra frase que palpitaba en su laberíntica cabeza: in hoc signo
vinces. No había dejado de pensar en el emperador Constantino en todo el
día. También había anotado la frase en la pizarra y, junto al nombre del
emperador convertido al cristianismo, la nota: “símbolo de tomar la decisión
correcta. Intuición”. El espejo de plata tenía que decirle al sol quién era. La
decisión correcta tenía que venir a través de la luna.
Enamorarse de
la luna, enamorarse de lo imposible. Pero enamorarse, al fin y al cabo. Quizá
ésa era la manera de que volviesen a existir más mujeres en el mundo. Romper el
oscuro maleficio con magia blanca, luz de luna, luz de su propio reflejo en
plata virgen. En ese signo, vencerá.
***
Tenía un
referente abstracto, pero no uno concreto. Había que crearla a fuerza de pensar
en ella. Cogió el Libro rojo de Jung, que era el que desechó porque le resultó
espeso, y buscó una marca a lápiz que había puesto al principio de leer: et
verbum caro factum est (Juan, I, 14). El verbo se hizo carne. La palabra,
había que dotar de poder a las palabras. Decía un académico que la realidad no
estaba hecha de palabras, pero había un sendero oculto en las palabras que
podía llevar a la realidad, pues no en vano la religión y la magia se sostienen
en las palabras y, si no hacen ellas mismas la realidad, al menos pueden
cambiarla a través de quienes las creen.
Iba a dar vida
a un mundo más intenso e interesante que el que conocía. Era el reflejo de la
luz, el camino escondido para cambiarlo todo. Las palabras traerían el cuerpo,
la carne, trabajando en ellas como Pigmalión la piedra blanca que se
convertiría en Galatea. Pero a las palabras tendría que insuflarles alma. Tenía
que creer en lo que decía. La luz de la luna tenía que ser tan intensa
como la del sol, y para ello había que contemplarla como si no hubiera ninguna
otra.
Sabía que la
visualización entrañaba riesgos. El primero era ese inquietante dicho: “ten
cuidado con lo que deseas, porque se puede cumplir”. Se fijaba en la palabra
“verdaderamente” en su pregunta “¿por qué no haces lo que verdaderamente
quieres?”. Si no era sincero en tener un deseo, ¿de qué servía? Sólo atarse más
y más. Tenía que saber qué quería, quién era, qué rumbo poner. El segundo
riesgo era que, si se cumplía, no iba a ser como lo deseaba. La Providencia no
es una marioneta que movamos tirando desde abajo, sino que los movidos somos nosotros,
desde arriba. A veces hasta se burla de nuestra estupidez. Y sólo cabe admitir
como indudablemente cierto lo siguiente: nada ocurre como uno espera. De ahí
que fuera consciente de que lo que estaba haciendo produciría una reacción
peligrosa.
El referente
que necesitaba tenía que ser perfecto. Una mujer llevada a la máxima expresión,
pero también con alguna posibilidad de contacto real. No iba a conocer el amor
mirando otra vez las fotos de Scarlett Johansson o de Mónica Bellucci en sus
tiempos mozos. Tenía que ser una mujer real, de una edad similar a la suya,
hermosa pero con una mente más hermosa aún y, lo que era más difícil,
abiertamente sensual, que estimulase sin tapujos a todos los hombres con una
sexualidad manifiesta. Y había una mujer en el vago mundo real de Heliodoro que
cumplía con todos esos requisitos: una tuitera, la “señorita Kundera”.
Había un
importante personaje de ficción para él en el que se veía identificado y que
recuperaba del recuerdo en ese instante: J. F. Sebastian, el solitario creador de replicantes en la película Blade
Runner, que fabricaba graciosos muñecos vivos para que le hiciesen compañía
en casa. Heliodoro Peces se disponía a hacer una entidad con vida propia en su
imaginación, con suficiente fuerza en la visualización para que le aportase una
nueva experiencia, que es lo que buscamos fuera. ¿No ocurre algo así en los
sueños? Cuando algunos hombres soñamos con mujeres, las sentimos vivas,
hablamos con ellas, vivimos juntos unos instantes, las tocamos. ¿Por qué no
tener un sueño “consciente”? ¿Era eso posible? ¿No caería en una esquizofrenia?
Precisamente era lo que buscaba. No caer en ella significaba una insulsa
pérdida de tiempo, otro “pensar ocioso” de San Manuel Bueno, mártir.
Miró nuevamente el perfil y los tuits de la señorita Kundera, que en sus
fotos ponía una marca de agua con el nombre “Miss Kundera”. Nunca mostraba la
cara, sólo su pelo largo, liso y castaño rojizo. Como mucho, enseñaba hasta la
barbilla y la boca, una boca siempre cerrada con labios gruesos, ni bonitos ni
feos, pero que se le antojaban morbosos. Claro, que para semejante
autosugestión había importantes ingredientes que predisponían a cualquiera:
siempre en penumbra, en el íntimo escenario de su casa (o quizá la casa de
alguno de sus amantes), mostraba su formidable, sensual, incluso voluptuoso
cuerpo semidesnudo, nunca obsceno, sino intensamente erótico. El erotismo se
basa en la sugestión, no en la exhibición explícita, según dicen. Así salía
ella, en lencería, semicubierta o semidescubierta, según se mire, con prendas
transparentes, o bien certeramente ubicada entre luces y sombras para que sólo
se viesen las formas esenciales. Otras veces, como en los libros de Historia
del Arte, la foto mostraba un “detalle”: sus muslos, su abdomen, su espalda,
sus dulces brazos cubriendo pudorosamente sus pechos.
Aunque el pudor no era algo que fuera con ella. Más bien se podría hablar
de decoro o prudencia, consciente del salvaje mundo masculino. No era nada
pudorosa. Heliodoro tenía asumido un símbolo amoroso de la poesía tradicional
en cuestión de mujeres: la granada. Es una fruta que por fuera no
aparenta, ni de lejos, lo fantástico y delicioso que esconde. Por eso es una
sorpresa abrirla y descubrir y degustar sus encarnados y jugosos granos, que
además es un disfrute lento y laborioso. Una mujer tenía que tener dentro, en su
esfera íntima, esa roja y sabrosa pasión, aunque por fuera se oculte bajo una
dura carcasa de tono pardo. Pero, además, hay granadas tan sabrosas, tan
maduras, tan oferentes de ser comidas que se rajan y exhiben su tesoro a la
voracidad de los animales sedientos. Ese rojo de raja es todo arrojo
(endecasílabo, paronomasia y aliteración) de la más viva esencia humana, amor,
deseo y sexo todo junto, confianza, placer, generosidad, belleza, elevación.
Ese rojo, el que asoma e invita a degustar, es incluso más intenso que el
que veríamos si abriésemos toda la granada, por el contraste con el mundo
exterior. En un mundo sin apenas belleza, como el de Heliodoro, o mejor aún, en
el ingrato salpicadero de deturpación política que es Twitter, destaca como una
diosa, con su rosada foto de perfil de sus muslos con ligueros, la señorita
Kundera.
No solamente publicaba fotos. De hecho, lo hacía pocas veces. Por eso las
valoraban tanto sus seguidores. En la mayoría de los casos, divulgaba
fotografías y pinturas de arte erótico, incluso de un erotismo mínimo, pudiendo
catalogarse la temática en un amor refinado y delicado, por un lado, y en la
belleza y sensualidad del cuerpo, por otro. En el primero, esa delicadeza podía
verse en la escena de un beso o un abrazo, que en bastantes ocasiones se subía
de tono y se mostraban cuerpos desnudos, sin mostrar rudezas, en apasionados
encuentros, posturas y actos. En el segundo bloque temático de imágenes, se
rendía culto a la belleza corporal, lo cual podía llegar a ser igualmente erótico.
La señorita Kundera tenía clara consciencia de que la mayor estimulación
erótica obedecía al augurio de un cuerpo de mujer. La dirección del movimiento
del mundo iba del polo masculino al femenino, aunque la vida, a su vez, viniese
de lo femenino. No en vano se reconoce mayormente como divinidad del amor a una
diosa, no a un dios.
¿Cómo sería una mujer bella y sexualmente activa que se dedicase a publicar
fotos de hombres guapos y semidesnudos? Probablemente no sería muy bien
recibida ni por hombres ni por mujeres. Curiosamente, tendría un cierto aire de
“bajeza”, casi igual que un hombre que se dedicase a divulgar fotos de mujeres
atractivas (lo cual tendría un público limitado). Sin embargo, que una mujer
bella promueva la belleza de su sexo ¿no es una magnífica muestra de ingenio y
de libertad?
Y es que la señorita Kundera, plenamente consciente de su belleza y de la de su sexo, tenía también seguidoras y seguía a otras bellezas, incluso profesionales
de su cuerpo, libertinas y prostitutas, todas ellas inteligentes y conscientes
de lo que hacían. Nuestra señorita, con su genial apertura de cuerpo y mente,
las admiraba y se dejaba admirar por ellas, conversaba con ellas, dejando
entender que no tendría impedimento en llegar a más con alguna. Con esto, una
vez más, incrementaba formidablemente su erotismo. No faltaban en sus
publicaciones de arte erótico escenas lésbicas, con toda la sensualidad que tal
acto implica.
Para finalizar esta semblanza de lo poco que se podía saber de ella por
medio de Twitter, acompañaba sus publicaciones visuales con otras solamente
verbales, que despertaban tanta o más libido como las imágenes. Decía cosas que
mejor no reproducir aquí por decoro, por la sexualidad explícita de sus gustos
y necesidades, las cuales eran puramente lógicas para todo aquel que pretende
disfrutar del coito en todas sus variantes, pero que nadie se suele atrever a
decir, mucho menos una mujer. Al mismo tiempo, escribía breves reflexiones
sobre las relaciones humanas, sobre todo las amorosas y, alguna vez, de matiz
feminista, pero muy comedido y racional, como debe ser, pues jamás hacía
propaganda ni provocaciones de -ni hacia- ninguna ideología. Y como mayor
prueba de su fineza cultural, también ofrecía enlaces a grabaciones de música
clásica, e incluso de ella misma tocando hermosas piezas de guitarra también clásica
(sin mostrar la cara), pues, según parecía, era profesora de música. Era una
figura apasionante, tanto en la vertiente apolínea como dionisíaca.
De modo que esa mujer existía. Cientos de hombres la adoraban, a través de
la red y quizá también en la realidad física. Esto al mismo tiempo desalentaba
y motivaba a Heliodoro Peces: eran muchos hombres inteligentes, ingeniosos,
artistas, atractivos, “sapiosexuales”, con una sagacidad inalcanzable en
materia de relaciones humanas, los que se ganaban la atención de ella. Era
inútil intentar competir con tales ingenios verbales o verboicónicos en los
comentarios de los tuits de la bella mujer. De vez en cuando algún infeliz
mamarracho, que no debía conocer bien a nuestra señorita, decía algún
infortunio más o menos grosero, por ejemplo:
‒¿Cuántos mensajes directos has recibido después de poner eso?
Que ella despachaba con madurez y estilo:
‒¿Por qué? ¿Tendría que haber recibido alguno, según tú?
Seguramente, la pobre también se veía forzada a lidiar con imbéciles de
todos los niveles, contestando con acerados correctivos y bloqueando a cientos.
No estaba valorada la labor que esa mujer hacía por educar a la sociedad en
libertad y erotismo. Era un estandarte que debería esgrimirse en pro de ambas
cosas, porque era ejemplar: sabía lo que tenía que mostrar, hacer y decir en
cada momento. Como decía un viejo sabio, amigo de Heliodoro, dando libertad a
la mujer, se daba libertad al hombre. Y lo mismo limitándola.
En estas disquisiciones andaba nuestro Heliodoro cuando le vino el impulso
de llamar a uno de sus mejores confidentes y amigos, Yago Feliz.
Me permito hacer aquí otro inciso,
porque el autor de este texto, como dije al principio, es un cercano amigo mío,
y jamás me ha hablado de ese tal Yago Feliz. Tuve un profesor en la UNED, en el
Máster en Profesorado de secundaria, apellidado Feliz. ¿Será algún pariente
suyo? Tampoco, dicho sea de paso, he visto que exista ninguna Señorita Kundera
en Twitter, aunque sí muchos torpes émulos del manido escritor checo. ¿Serán ya
ambos, a estas alturas del relato, creaciones de ficción de mi ingenioso amigo,
no ya de su relato, sino de su diálogo interno?
‒Hermano, tengo que contarte algo: me he enamorado ‒dijo Heliodoro.
‒¿Otra vez? ‒contestó el bueno de Yago.
‒Sí, pero esta vez va en serio. No dejo de admirarme por esa mujer.
‒¿Pero existe?
‒Sí, es de carne y hueso. La veo en Twitter.
Yago estalló en carcajadas.
‒¿Y a eso lo llamas una mujer real? ¿A una personalidad artificial, a un
disfraz, a una máscara para exhibir en las redes sociales? Anda ya… ‒le
reprochó su amigo.
‒Bueno, la cuestión es precisamente ésa. Necesito construirla en mí y eso
me vale. Tengo que despertar mi atrofiada capacidad de amar. Encontrar algo que
me guste ya es un comienzo.
No iba a explicarle al poco letrado Yago lo bien que lo expresaba Unamuno
en Niebla: “El amor precede al conocimiento, y éste mata a aquél […] Y
para amar algo ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo!”
‒Pero eso, amigo mío, no sirve para nada. No debes salirte ni un ápice de
la realidad. La realidad es lo que te pone en tu sitio, y debes adaptarte o
luchar.
‒Militia est vita hominis super terram… Efectivamente ‒convino
Heliodoro‒, me pone en mi sitio, que es la impotencia. Tengo casi cuarenta años
y toda mi vida ha sido una decepción continua. Nunca he alcanzado una mujer que
realmente me gustase, salvo por breves instantes que se volvían a diluir en la
niebla de la que surgieron. Quiero cerrar los ojos y buscar dentro de mí, como
el poeta Pedro Salinas.
‒Tú no eres impotente en la realidad, amigo. Hay mujeres que te aman y a lo
mejor es a ésas a las que tienes que amar. ¿Qué has hecho con Teresa?
Teresa, si recuerdan los lectores, era la última mujer de Heliodoro,
truncada la relación por desgaste y por guerras de sospechas e infidelidades.
‒La he mandado a la isla de Capri, lejos de Roma, como hacían los
emperadores romanos con las mujeres o parientes que se habían vuelto incómodos
‒con esto quería decir que la había bloqueado en Whatsapp, pero Yago era buen
entendedor y lo había captado.
‒A lo mejor el que está en Capri eres tú. Yo la veo como Proserpina, a la
pobre: la vas a arrastrar eternamente a tu inframundo un periodo de tiempo al
año, aunque precisamente para ella la luz seas tú. La soltarás y la atraparás,
como un dios impío. Suéltala o tómala.
‒Todavía no estoy preparado. En realidad, ya la he soltado, como bien
sabes. Hay algo que tengo que aprender viéndome ante una mujer como la señorita
Kundera.
‒¿La señorita Kundera? ¿La famosa tuitera? ¿Tú también? ‒preguntó riendo
Feliz.
‒¿Cómo que yo también?
‒Conozco al menos media docena de hombres que se han enamorado de ella.
Escríbele, a ver qué te cuenta.
‒¿Que le escriba? ¿Y qué le escribo?
‒Tú verás… Pero no lamentes el fracaso. Tú te has metido en eso solo.
Pregúntate lo que me contaste el otro día: ¿estás haciendo lo que verdaderamente
quieres?
Estaba lloviendo en la calle. Llegó la hora de los aplausos en las ventanas
y no apareció la mujer de los otros días. En lugar de ella, en otra ventana, al
poco de terminar los aplausos, una joven pareja puso un bafle en el alféizar
con el himno de España. Nadie aplaudió esa patriótica audacia y el fornido
joven recogió el bafle con una sonrisa triste.
Él también cerró la ventana. Si volviera a llover, la abriría de nuevo. Por
la mañana estuvo un rato viendo la fina lluvia purificar su vieja ciudad, en
ese momento tranquila y callada, más embellecida aún con el lejano canto de un
mirlo que no se amedrentaba con la lluvia. Las palomas, que siempre rondaban
por allí ya que Heliodoro las daba de comer, sobre las farolas esperaban
pacientemente sin buscar cómo protegerse (acaso no les importaba), hinchando y
agitando el húmedo plumaje.
Cerró los ojos.
Hola, no te diré todavía mi nombre, pues es indigno de ti
y lo será de mí también cuando este mensaje no reciba respuesta alguna. Quiero
decirte, aunque no dejen de decírtelo unos y otros, que me muero por conocerte.
No puedo explicártelo sin saber que me lees, pero baste ahora con decirte que el
amor y el deseo se me reinventan contigo. Existir para ti
…será el retorno a esta
corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su infinito.
El autor ha olvidado decir de
quién son estos famosos versos: Pedro Salinas, del último poema de La voz a
ti debida.
Ya estaba hecho. Intentó retornar a sus quehaceres diarios, o más bien
nocturnos, si es que le dejaban los fastidiosos vecinos que ponían la tele alta
hasta las cuatro de la madrugada, día tras día. Si no fuera por eso, sería
perfecto no salir de casa.
Otro día perdido.
***
Al día siguiente, con la cuenta atrás acelerándose del final del
confinamiento, del retorno al trabajo y de la definitiva escasez de tiempo,
nuestro Heliodoro limpió la casa, puso la lavadora y se dio una carrera a la
frutería para comprar otros dos kilos de fresón de Huelva, alimento que no se
cansaba nunca de comer. Lamentablemente, la tienda estaba cerrada. Lo único
útil del trayecto fue que encontró un carro del Mercadona junto a unos cubos de
basura y, al llevarlo de vuelta al supermercado, como compensación al cívico
acto, recibió con sorpresa el euro del cerrojo al engancharlo a los demás
carros.
Llegó la noche. De nuevo encendió el ordenador y cerró los ojos. Respiró
hondo.
‒Encantada de conocerte, Heliodoro ‒había escrito ella.
El corazón se le puso al galope.
‒¿Cómo sabes mi nombre?
‒Lo pone en tu perfil, tonto ‒no tardó en contestar.
Estaba conectada.
‒No me llames así, "Heliodoro". No quiero llamarme así contigo. No
quiero ser el de siempre.
‒Me parece bien. Yo tampoco soy quien soy aquí en las redes. No me
llamo Kundera. ¿Cómo quieres que te llame?
Heliodoro pensó unos segundos.
‒Heliodante.
‒¿Vas a bajar a los infiernos como en la Divina
comedia? ‒sugirió ella.
‒Sí, ésa es la idea. Pero también le he dado la vuelta a
mi nombre. “Doro” es ‘regalo’, algo dado. Yo quiero aprender a dar. Me gustan
mucho los participios de presente, como “oferente”, “amante”, “Rocinante”, así
que me acabo de inventar el de “dar”, “dante”. Mejor y más corto que “donante”.
‒Interesante.
‒Vivan las rimas ‒se atrevió a decir él.
‒Y el ritmo ‒añadió ella.
‒“Ama tu ritmo…” ‒enlazó él.
‒“Y ritma tus acciones”, me encanta ese poema de Darío.
‒Es justo lo que estamos haciendo. No me imaginaba que
también sabías de literatura.
‒Hay muchas cosas de mí que no conoces. Pero no las debes
saber todas.
‒¿Es cierto que el conocimiento mata el amor?
Esta vez fue ella la que se quedó pensando.
‒Primero habría que saber qué entiendes tú por amor.
Sin saber por qué, Heliodoro sentía que se ahogaba con esa mención directa
de la cuestión del amor que, dicha por esa persona, le removía el alma. Tuvo
que asomarse a la ventana y contemplar la espléndida luna llena de aquella
noche de abril, más blanca y más pura, si cabe, que la nieve sobre los pinos o
el brillo de la plata. Le pareció que contemplar la luna sugería algo de verdad
eterna; que, pese a todo, ella seguía ahí, que aunque todo cambiase seguiría
brillando la luna en el cielo, inmutable, testimonio de todas nuestras dudas,
miedos, necedades, deseos.
La luna le devolvió la calma. La pureza y el esplendor de su luz debían
estar también en su propia alma. No podía estar mal lo que estaba haciendo. “In
hoc signo vinces”, recordó.
‒Miss Kundera, me atrevo a decir que tú tampoco lo sabes.
‒Vaya con el tímido. Tienes razón, lo estoy buscando
igual que tú. Por eso estamos vivos. Pero que no lo sepa del todo no quiere
decir que no haya avanzado bastante con todo lo que he vivido.
‒Pero tú eres una maestra de erotismo, no de amor.
Enciendes el deseo.
‒Eso es todo un cumplido, gracias. ¿No te parece
suficiente?
‒Es verdad. Sí, bueno, no. A mí me tienes aquí deseándote
por el erotismo que irradias. Sin embargo, aunque no creo que sea así contigo,
suele ser una llama que se consume muy rápido.
El sistema notificaba, durante un largo intervalo,
“escribiendo… escribiendo…”.
‒Se consume si quieres que se consuma, y si no quieres
explorar más allá. Se consume si has elegido mal. A lo mejor tú te piensas que
voy consumiendo un hombre tras otro, pero no es así, no soy la ligera que
muchos se piensan, aunque sea parte de mi máscara. Ya he aprendido. Vale más la
pena un amigo que un amante efímero, aunque no me acueste con el amigo, o no
mucho. Si eres lo que creo que eres, búscate una amiga, no una novia.
‒Gracias por ayudarme, aunque quería evitar esta
inferioridad respecto a ti, que sin duda tengo. ¿Qué crees que soy? Con perdón,
no es que quiera hacerme el interesante, sino que necesito verme a través de
tus ojos.
‒“Eres un universo de universos / y tu alma una fuente de
canciones”, como decía el poema de antes. Este trato no se lo doy a cualquiera,
ni, por si no lo sabes, suelo contestar cuando me escriben. Esta noche estoy
generosa por el confinamiento. Pero estás atado y, mientras sigas así, no
puedes hacer nada. Conmigo menos.
‒¿Cómo sabes que estoy atado?
‒He visto tu blog ‒y añadió‒: Teresa.
Al llegar aquí, según transcribía
este texto, me preguntaba a qué estaba jugando mi amigo. El del blog soy yo.
Pero no soy Bastian, ni este relato pretende ser “el libro de todos los
libros”, que es La historia interminable. Iba a tratar de escribir un
ensayo sobre eso en otro momento. Valga este cambio de niveles de ficción para
recordarme que tengo que escribirlo.
‒Lo dejé con ella hace varios meses. No quiero volver a
tocar su cuerpo ni comprometerme con ella. Es una furia.
‒A ninguna mujer nos gusta que nos hablen de otra mujer.
Ni siquiera que pienses en otra. Lo sabes, ¿no? Hasta que no te
desembaraces de ella no tendrás ninguna posibilidad no ya conmigo, sino con
cualquier otra. Pero, como me imagino, buscas una solución milagrosa para
seguir hablando con ella, conmigo, con otras chicas y que todo sea felicidad y
júbilo.
‒Es una ecuación que resolver, sí.
‒Heliodante, Heliodante, vaya laberinto que tienes por
delante…
‒Me has hecho reír, Kundera, Kundera, mi amor y mi
bandera.
‒Eras tú el que tenía que hacerme reír a mí, capullo. No
soporto los tíos aburridos ni dramáticos. Pero, como te dije, esta noche estoy
generosa. Coge un maldito papel y apunta: página 148 de La insoportable levedad
del ser, editorial Tusquets.
Había amanecido un nuevo día para Heliodoro Peces. Desayunó y buscó ese
libro que hacía muchos años que leyó. No lo tenía en mucha estima. Lo englobaba
junto a las demás lecturas de postadolescente, en sus primeros años de
universitario, cuando leía libros “de moda”: lecturas obligadas porque los
leían todos. La típica trilogía de Hermann Hesse: Demian, El lobo
estepario y Siddharta, el susodicho de Milan Kundera y el otro
inseparable, El libro de los amores ridículos; Crimen y castigo
de Dostoyevski, cuentos de Borges, Schopenhauer y todo lo que a uno le hacía
parecer interesante en esos tiempos.
Localizó el libro y la página. Se sobrecogió al ver que el personaje del
que trataba el pasaje se llamaba Teresa. Tuvo que molestar a Yago Feliz para
preguntarle algo:
‒Amigo, ¿qué son las casualidades? Las coincidencias increíbles, ya sabes.
¿Señales?
‒Nada. ¿Señales de qué? No hay augurios de nada. Son
ondas de vibración.
‒¿Ondas?
‒Sí. Cuando pasa algo importante en tu vida, como parte
que eres de una unidad total que es el mundo, éste se agita, como cuando tiras
una piedra en un estanque. Se repiten escenas, motivos, nombres, números.
Significa que el mundo siente a través de ti. Estás sintonizado con él.
Acuérdate de cuando murió tu amigo Carlos Céspedes López y se te repetía el 23
y la ciudad de Berlín.
‒Gracias, Yago. No te quería molestar. Sólo era eso.
Colgó el teléfono. El libro del autor checo decía así, en la dicha página
148:
¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un
comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un
acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca
nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito
sin garantía.
A Heliodoro le parecieron términos indisolubles, como en un oxímoron, “promesa”
y “sin garantía”. No podían ser más semánticamente opuestas. Pero, en cierto
modo, entendía lo que quería decir.
Siguió leyendo y comprendió, aunque tendría que releer el libro, que la tal
Teresa tenía algún tipo de bloqueo para el amor físico y que otro personaje,
Tomás, era un “sapiosexual” aventajado. Se supone que estas cosas nos llamaban
la atención hace treinta años, cuando este tema era novedoso. En la misma
página, decía:
[…] No pretende tomarse la revancha con Tomás. Lo
que quiere es encontrar una salida al laberinto. Sabe que se ha convertido en
una carga para él: se toma las cosas demasiado en serio, por cualquier cosa
hace una tragedia, no es capaz de comprender la levedad y la divertida
intrascendencia del amor físico. ¡Quisiera aprender a ser leve! ¡Desea que
alguien le enseñe a dejar de ser anacrónica!
Heliodoro subrayó “por cualquier cosa hace una tragedia” y “ser leve”.
Siguió leyendo un poco más, hasta entrar en la página 149:
Pero precisamente por ser para ella algo tan
importante y serio, su coquetería carece de levedad, es forzada, voluntaria,
exagerada. El equilibrio entre la promesa y su falta de garantías (¡en el que
reside precisamente el virtuosismo de la coquetería!) queda roto. Promete con
demasiado fervor […]. En otras palabras, le parece a todo el mundo
excepcionalmente accesible.
Pensó en ello hasta que llegó la noche.
‒¿Me quieres decir que hay que aprender a ser leve?
‒No es tanto eso. Se trata del equilibrio. Teresa y tú,
sobre todo tú, estáis desequilibrados. A mí me gustaría ayudarte, pero ese
trabajo lo tienes que hacer tú. Además, tengo bastante con lo mío ‒dijo ella.
‒Es verdad que ella ‒empezó a desear no nombrarla‒ no
entiende nada de coquetería. No ha nacido para eso. Es… sincera. Precisamente
encaja lo que acaba diciendo tu libro: si quisiera coquetear, parecería
totalmente accesible, y cabrearía a los hombres si luego los rechazase. ¿Cómo
lo haces tú? ¿Cuál es tu máscara?
Heliodoro se agitó un instante, volviendo en sí. Eso de la “insoportable
levedad” le trajo a la mente un poema que había sido imprescindible en su vida
pasada. Le dieron ganas de enseñárselo a la señorita Kundera, pero sintió que
desentonaría con el tema que estaban hablando, pudiendo hasta cabrearla. El
poema era de Pedro Salinas, los versos del 1364 al 1384 de La voz a ti
debida, y expresaba a la perfección el sentimiento más diametralmente
opuesto a la levedad del ser:
¡Qué entera cae la piedra!
Nada disiente en ella
de su destino, de su ley; el
suelo.
No te expliques tu amor, ni me
lo expliques;
obedecerlo basta. Cierra
los ojos, las preguntas, húndete
en tu querer, la ley
anticipando
por voluntad, llenándolo de
síes,
de banderas, de gozos,
ese otro hundirse que detrás
aguarda,
de la muerte fatal. Mejor no amarse
mirándose en espejos
complacidos,
deshaciendo
esa gran unidad en juegos
vanos;
mejor no amarse
con alas, por el aire,
como las mariposas o las
nubes,
flotantes. Busca pesos
los más hondos, en ti, que
ellos te arrastren
a ese gran centro donde yo te
espero.
Amor total, quererse como
masas.
Subrayó “mejor no amarse con alas”. Pero ¿quién tenía razón? ¿Qué dialéctica
existía entre amar con levedad y amar con gravedad? ¿Habría un término medio?
‒Mi máscara es mi sombra. Acepto la parte de mí que niega
lo impuesto, que me exhorta que deseo disfrutar con muchos hombres, sin atarme
a ninguno; que deseo experimentar el erotismo al máximo, y el erotismo es arte
y es belleza, porque es mi vocación; que deseo gozar del cuerpo con el que he
sido dotada antes que de la seguridad de un marido o una familia. Con todo eso
me fraguo esta máscara que ves.
‒Es un juego muy atrevido, señorita.
‒No es un juego.
‒Lo digo por anteponer esas aventuras a la seguridad.
Para mí, todo lo que no sea seguridad son apuestas arriesgadas. Es un juego,
pero en la vida el juego tiene consecuencias.
‒Tomo mis precauciones. No me suelo equivocar, soy muy
selectiva con quien hablo.
‒¿No te pasa alguna vez como a la mujer del libro de
Kundera, que te muestras muy accesible y luego provocas enfado cuando, en el
momento clave, decides no seguir el juego?
‒Ha habido casos. Pero te diré que uno de los placeres de
llevar la máscara es no reconocerme. Me sorprendo a mí misma, y eso me encanta.
Yo no sé qué va a hacer o qué va a decir un hombre que me pretende, pero yo
tampoco sé hasta dónde lo pretendo, si me puede dejar de gustar, o si en un
principio no me gusta, pero luego sí. No sé si voy a besar a un hombre hasta el
último segundo antes de besarlo. Mientras tanto, me dejo llevar por el azar y
por la intuición.
‒Me conozco y no me creo capaz de eso. Sin embargo, algo estoy
haciendo mal, porque me ahogo tanto con amor pesado como con los intentos
fracasados de liviandad ‒arguyó Heliodante.
‒Eso se llama ansiedad, amigo. Pero ten en cuenta que, si
deseas verdaderamente algo, ocurrirá. Ten tu deseo a la vista, pero no lo
exhibas en tu mundo, ni exterior ni interior. Si quieres que se te acerque un
ave, no la asustes. Olvida que está ahí, incluso. Engáñalos a todos, hasta a ti
mismo: que no sepas ni que querías ese pajarillo. En esa incertidumbre consiste
la levedad. Tú no dejas de ser Teresa, como te digo: no sabes coquetear. Eres
demasiado accesible, demasiado fácil. Valórate más, no te arrodilles ante mí ni
ante ninguna otra belleza. Respétate y te respetarán. Y una cosa más.
‒¿Cuál?
‒También hace falta la coquetería con uno mismo para
disfrutar. Te estarás seduciendo a ti a la vez que seduces a otro. Yo lo hago,
me pone muchísimo. Si miras unas páginas más adelante en el libro de Kundera,
verás a lo que me refiero: mi cuerpo reluce cuando está superpuesto con otro. No
deseo tanto el cuerpo del extraño como el mío propio cuando está con ese
extraño. Parece, incluso, que no soy yo. Parece que me veo desde el otro. Hay
un juego de distancias conmigo misma y con el otro que excita más desmesuradamente
cuanto más al límite se pone al cuerpo. ¿Hace falta saber de amor? ¿Hace falta anteponer
lo metafísico a lo físico?
‒A mí me cuesta ver que tu cuerpo perfecto no sea todo
alma, todo vida, todo idea ‒hizo una pausa y añadió‒: ¿Cómo puedo agradecerte
todo esto?
‒Escríbeme un poema tuyo. Si me gusta, te invito a que me
invites a un café ‒dijo ella, con su sonrisa de Afrodita, desde el otro lado
del mundo‒. Pero antes, sé libre y haz lo que tengas que hacer con Teresa. A
las tías libertinas no nos pone nada un tío con ataduras. Ataduras de ese tipo,
no de las de sentido literal, que sí me ponen.
‒¿Cómo es posible que con toda esa liviandad, máscaras,
poliamor y esas… cosas liberales una mujer como tú no
acepte a alguien con pareja?
‒Te lo explicaré, ya que pareces nuevo. Es la paradoja de
la poligamia. Igual a los hombres que sólo buscan el vil acto físico les da
igual, pero a las mujeres no nos gusta que nos tomen el pelo. No puede haber
otra, aunque haya otra. Si estuvieras casado, yo me acostaría contigo
gustosamente si me haces ver que la que te importa soy yo, al menos en el
momento de estar juntos. ¿No te gusta Pedro Salinas? ¿Crees que a Katherine
Whitmore, su amante, la mareaba con lo que sentía por su mujer?
‒¿De modo que hay que mentir? ‒dijo él.
‒No es mentir. Es dar a cada cual lo suyo. Búscate
amantes, si te apetece. Deja o no dejes del todo a Teresa, si crees que te aporta
algo. Pero valora a cada una y valórate a ti. Incluso si no estás con nadie. No
hagas sufrir a nadie con tus propias inseguridades. Aprende a volar y vuela.
Haz la música del mundo para la cual has nacido. Ama tu ritmo.
‒…y ritma tus acciones ‒Heliodante empezaba a repetir el
soneto de Rubén Darío como un mantra. ‒Eso es un nuevo comienzo contigo. Así
empezamos a hablar, ¿recuerdas?
Con mucha atención debió mi amigo leer
Niebla de Unamuno, porque ahí dice, en el capítulo 5: “Toda ley es una
ley de ritmo, y el ritmo es el amor. […] la expresión sensible del amor es la
música”.
‒Sí, cuando iba bien la cosa ‒ironizó ella.
‒Te miro como miro a la luna. No sé si te amo; da igual. Te
deseo, como puedo desear a otras, pero esta noche es para ti. Esta noche y
todas las noches que quieras venir a mi sueño, Selene.
‒Vendré a verte siempre que sueñes, Endimión.
Heliodoro Peces contemplaba una vez más las bellas, excelsas imágenes de la
señorita Kundera en Twitter, con las suaves curvas de su cuerpo, ya fuera entre
las sábanas de su cama, tras las cortinas de su ventana o en la penumbra. Leía
las últimas sensuales obscenidades que escribía, siempre con humor y con
estilo. Al llegar a otra foto donde se la veía vagamente reflejada en el espejo
de su dormitorio, Heliodoro recordó otro poema de Pedro Salinas, titulado “Las
ninfas”, donde se describía una ninfa sumergiéndose desnuda en las aguas de un
río, contrastando su cuerpo real con su reflejo y, relativo a tal, unos versos
decían:
¿Qué ninfa va a elegir, la de
la orilla,
o la otra, eterna?
***
Aquí concluye el documento que me
ha enviado mi anónimo amigo, a quien pasaré factura por varias osadías que me
han resultado embarazosas, como atribuirse la capacidad de escribir y entender
de poemas, leer y citar mis propios libros y hasta atribuir a su personaje
rasgos psicológicos míos, no suyos. Me guardo explicar a los lectores las
osadas coincidencias, pues, sin duda, todo esto es una broma de un amigo mío
jugando a ser escritor.
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"Selene y Endimión", Ubaldo Gandolfi, hacia 1770. |