domingo, 1 de marzo de 2020

Cuaderno de excursiones



Domingo 1 de marzo de 2020. 
Refugio de Carriata, 10:50 de la mañana.

Está nevando y el silencio es absoluto, salvo por el susurro de las gotas de agua cayendo del alero de la caseta sobre las hojas del suelo. Me he tenido que parar aquí a tomar estas notas porque me bullen ideas y sé que se me olvidarán, porque me conozco.


Ya había reflexionado sobre la nieve en otras ocasiones. No solamente tengo asimilado el inmejorable ensayo de Pedro Salinas, en las Cartas, donde describe cómo la nieve es el mejor dibujante del mundo, al perfilarlo todo y resaltar los contornos, sintetizándolo todo en esencias. En algún momento escribí (creo que lo puse hace años en Facebook, aunque tal vez lo tenga también en el Mamotreto o en el Diario del Grial) algo sobre la magia ante nuestros ojos al ver caer los copos, como si moldeasen el tiempo, como el efecto óptico de los radios de una rueda. Se puede mirar a todos a la vez o intentar fijarse en uno, siguiéndolo con la mirada hasta el suelo. Esa doble visión es enigmática. Además, he notado una cosa con los primeros copos: primero bendicen con una capa de agua que todo lo limpia y lo purifica, dejando toda superficie -las piedras, las hojas caídas, los troncos- brillantes y bruñidos como metales nobles, aptos para recibir la fresca ofrenda del cielo, blanca como la pureza, como las estrellas, como la leche de Hera.

La belleza de la lentitud de la caída parece tener también algo de tristeza. Días antes estaban en el pueblo quemando zarzas y rastrojos de las terrazas de los pastizales. Mientras pasaba junto a la iglesia, me caían copos de ceniza, como en La lista de Schindler. Pero no quiero pensar en eso. Es un parecido grotesco, donde lo más triste se llega a asemejar a lo más bello, como si los extremos se tocasen.

Quería pensar también en por qué es tan sumamente maravillosa la nieve en los pinos. También lo es en otros árboles, pero la manera de agarrarse a los recovecos del pino, a sus retorcidas ramas, a su cuarteada corteza, es única. Como si fuera una simiente que lo busca. No sé qué tendrá que ver la juventud con la bendición de la nieve. Tal vez su carácter efímero. La eterna juventud y la pureza efímera… El pintor de nieve de Pedro Salinas y la añoranza de esa juventud que puede vivir internamente en cada uno, aunque por fuera ya no seamos jóvenes.



Esto de las relaciones simbióticas entre pares afines también lo he notado en que el boj es amigo del musgo, el más amigo. El musgo se asienta en las piedras, en los troncos de las hayas y de los abetos, pero en ninguno con tanta frondosidad como en los estilizados y largos troncos de boj, revistiéndolos de espesas y largas barbas fantásticamente verdes. El verde del musgo no es cualquier verde. Este verde te penetra en el alma. Es, además, una creación por definición sinestésica, porque es imposible no pensar en tocarlo cada vez que se presenta a los ojos. La naturaleza nos da con el musgo una visión del tacto. Tengo que pensar detenidamente en ello, en qué simboliza el musgo.

Está parando de nevar. Voy a seguir andando.

Refugio de Cotatuero, 13:10.

Tengo la mano fría, perdón por la letra. Estaba pensando en otro sinfín de cosas sobre las que escribir, Una es la libertad, porque tengo que desarrollar la idea de la raíz de necesidad que tiene y relacionarla con el “Haz lo que quieras” del Áuryn de La historia interminable. La libertad no puede ser un impulso irreflexivo para imponerse a los demás, para autoafirmarse haciendo daño, sino que en ese trasfondo de necesidad ha de haber unos valores elevados que le harán a uno mejor y, así, a la sociedad en la que está inmerso. Lo difícil es tener la madurez para saber distinguir cuándo esos deseos que chocan con la sensibilidad o los deseos de los demás son con fines constructivos o si, por lo contrario, son destructivos.

Como decía Caballero Bonald (no recuerdo la cita, pero retengo la idea), la libertad es la plenitud del ser humano, es el fin último, lo que le hace a uno “caminar plena y dignamente por la vida”, por lo tanto, es un hito que cada uno aporta al lento aprendizaje de la humanidad. Alcanzar la libertad no es sólo, en parte, necesidad, sino también compromiso y destino.


Otra nota que quería dejar aquí era la sensación de “instante eterno” al encontrarme con la mirada directa de un rebeco a pocos metros, quieto, observándome, mientras el silencio se alarga eternamente, acompasado por el leve repique de los copos de nieve en mi capucha. La mirada de un rebeco que mira de frente, con atención, mostrando sus dos rayas verticales, negras, de su rostro, que suelen inclinar levemente, es lo más increíble y delicado. Es como la mirada de otro mundo a través de sus ojos negros. Es un momento para agavillar en las manos, porque, mientras está uno en suspenso mirando y siendo mirado, se sabe en cualquier momento se acaba: ya sea por intentar sacar el móvil para hacer la foto o porque se mueven sus compañeros de la manada, el rebeco se aleja. Como he mencionado antes, los extremos se tocan: en este caso, lo efímero con lo eterno.



Tengo que escribir sobre árboles y naturaleza como sea. Veo las hayas, con sus troncos rectos de plata y musgo, y no solamente su verticalidad, sino también su ramaje son puras obras de arte. Sus ramas son sinusoides, nunca rectas. La rama es el crecimiento, la manera en que se aprende y se evoluciona, que, en este caso, admite noblemente correcciones y rectificaciones, a la vez que se extiende mansamente, frágilmente, hacia la luz en delicados capilares labrados como damasquinados o filigranas, que en primavera darán finas y más delicadas hojas, agrupadas en plataformas horizontales como minúsculas bandejas, como una dama oferente que acoge a la vez que se ofrece a la divina luz del sol.

Voy a seguir andando.

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Martes 21 de julio de 2020. Sobre las 13 h.

Estoy junto a un pequeño río cerca de Torla. He descubierto este lugar por casualidad. Había un desvío por el camino a la ermita de Santa Ana, en el barranco de Diazas (será también el nombre del río) y me he metido a explorar. Este lugar es un pequeño paraíso. Espero que no se haga conocido.
Tengo tiempo para estar aquí un buen rato, antes de bajar a comer al pueblo.


Qué relajante es estar aquí, a la sombra, mirando todo este escenario de vida. Los ríos deberían ser sagrados, incluso dioses, como en la antigua Grecia, como en aquel diálogo de Platón (creo que el Crátilo). A sus riberas hay tanta belleza y diversidad que parece que no hay obra natural que la supere. Sobre las grandes rocas que forman las márgenes, y parte del lecho, se yerguen pinos, abedules, álamos, robles, arces, sargas, bojes, rosales silvestres, avellanos y otras muchas plantas y arbustos que no conozco. Sobre la superficie del agua, tanto en sus remansos como en sus rápidos (todo en pequeña escala), vuelan pequeños insectos y ocasionalmente aparece alguna espléndida libélula. Bajo el agua, pegados al fondo, reposan negros renacuajos, estáticos, hasta que por el motivo que sea deciden nadar ondeando sus colas hasta un lugar más cómodo. Alguna que otra pequeña ranita me vigila medio sumergida en la orilla, asomada su cabeza del agua. Creo que es la misma que hace poco cogí fácilmente con la palma de la mano. Las ranas parecen menos asustadizas que los renacuajos.


El río purifica y vivifica a través de todos los sentidos: su cristal a los ojos, su frígido contacto curativo a la piel, que estimula carne, venas y hasta huesos; la humedad del cercano aire deleita olfato y pulmones; pero a la boca y la garganta un buen trago de su agua fresca es un auténtico deleite. Ahora me concentro en el oído, con su rumor constante, que se aprecia mejor con los ojos cerrados. Es una sinfonía. Es la suma de muchos ríos, de muchas músicas, de muchas alegres noticias de que hay agua de sobra, agua fresca y pura. Es el sonido de cientos de ninfas vertiendo a la vez ánforas bien llenas desde distintos puntos de la orilla. Suena la pequeña chorrera a mi derecha, suena el ondulado caudal, suena el vértice entre las piedras por donde discurre de nuevo rápida el agua, suena la rizada superficie sobre el lecho de pensativos renacuajos.


¡Qué sensatos deben ser, descansando sus vientres contra la segura lancha de piedra, mientras el agua corre agitada un poco más arriba! Esa corriente podría llevárselos inexorablemente, sin que sus colas de buenos nadadores pudieran salvarlos. Se asientan en el fondo, en la piedra, en las profundidades, como Pedro Salinas en sus versos. La piedra es segura, el fondo, por donde fluye blanda y suave la corriente. "La frente es más segura", decía también el poeta, contra lo tierno de los labios. Los renacuajos asientan su ternura contra lo más duro y seguro, seguros de que no pueden enfrentarse a la corriente que todo se lleva.



Pero la corriente es necesaria, porque tampoco se vivir en el agua estancada. Qué bello es lo que siempre cambia sin dejar de ser lo mismo, pues eso es un río. Nunca se baña uno dos veces en él, como decía Heráclito. El río es la imagen global de momentos y detalles que se suman y combinan. Es el proceso, el fin que no tiene fin, lo eterno, lo que cambia siempre y, sin embargo, permanece.
"Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar", decía Jorge Manrique. Todo lo que está cambiando y en movimiento puede verse como río, y un río puede verse como todo lo cambiante. Como individuos, como generaciones, como ideas, como sociedades o civilizaciones, como cualquier cosa; en todo caso la naturaleza lo refleja en su verdad eterna.

Si uno no sabe qué hacer o cómo conducirse, que contemple en solitario un río: el agua siempre encuentra su camino.

***
Martes 27 de diciembre de 2022.
Ordesa, camino de Carriata, subiendo a la Faja Racón.

Da igual las veces que venga, no me canso. Darin McNabb dice que el sentido de la vida es "admirar", maravillarse. Esto me puede valer para las conclusiones del trabajo de Teoría del Arte que no sé si voy a hacer. Puedo mencionar mi viejo poema de las pompas de jabón:

Admiración de niño ante gran pompa de jabón (noviembre de 2015)

Ser hombre es haber sido niño
y recordarlo.
Era entonces todo inmenso,
fantástico,
misterioso,
emociones puras, sorprendentes,
por ser sus almas inocentes.

No toda infancia es feliz
(algunos lo sabemos)
pero en toda infancia hay inocencia,
razón
indispensable
para el armazón
del fin humano irrenunciable:
la admiración.

La admiración es mi bandera.
¿Acaso no desborda de emoción
una pompa de jabón?
La admiración es la bandera
del estudio del artista,
y no hay más que darse cuenta
de que la inocencia
es el principio y final de la consciencia,
que cada pequeña cosa
puede verse como nunca vista.
Porque ser hombre es ser,
haber sido y
ser
niño
y recordarlo.

También puedo hablar de "mirar" (sin ad-) en el prólogo, y los distintos tipos de visión de Ordesa: de cerca, apreciando los detalles; a distancia o desde lo alto; parado y en la quietud; en movimiento pero despiertos los sentidos. Ahora, en la Faja Racón, veo caer gotas de agua por las formidables paredes. He oído las gotas antes de verlas. Me he parado a buscarlas. Casi no se ven en las grandes manchas negras de la pared. No es el único sonido: a lo lejos, muy lejos, se oye el agua del río, confundida con el viento.
También tengo que hablar de la forma, que decía Darin McNabb al hablar de la metafísica. La materia se reemplaza, pero perdura la forma, como en una orquesta cuyos músicos van cambiando con el tiempo. En estos bosques puedo ver los bosques de hace miles de años, que serían casi los mismos. Son realidades eternas.




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¿Es esto realidad o ficción? Cuando veo un árbol maltratado con marcas humanas, con repugnantes letras que no dicen nada o putrefactos corazones con nombres o iniciales, sufro un impacto con la realidad. De modo que lo que vivo cuando contemplo la perfección de la naturaleza no es la realidad. Es real pero no es real, quizá sea ficción. ¿La evasión es ficción?
¿Y la libertad de poder evadirse es libertad? Supongo que sí. Hay que darle una vuelta al concepto de libertad del "Chus" (Jesús G. Maestro), con lo de la pastora Marcela. Yo puedo orinar donde quiera aquí y quitarme la camiseta si hace calor, en este lugar donde no hay nadie, luego soy libre, se mire como se mire.
La libertad no siempre es quitarle la libertad u ofender a otros. Sí que se mantiene cierto que es "lo que a uno le dejan hacer", porque si me dejan estar solo, puedo así hacer lo que quiera. Podrían no dejarme solo y haberme seguido familiares, amigos, enemigos o quien sea, sin encontrar paz en ningún lugar. Sin embargo, no me han dejado solo intencionadamente, creo. O sí. No sé, pero estando solo se es más libre que en sociedad, según creo ahora. 

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Sábado 31 de diciembre de 2022.
Turieto Alto.

Voy a Ordesa por el Turieto Alto porque el bajo está cortado por un desprendimiento. Seguro que se puede pasar, pero se curan en salud de la torpeza de los turistas.
Silencio total. Respiro al andar por la boca y por la nariz a la vez, siendo uno con el aire. Se oye el lejano bramido del río Arazas abajo.

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Estoy ahora sentado junto al río en este lugar al que vuelvo muchas veces, bajando desde el punto donde hay dos bancos y un cartel, con la vista hacia el Pico Otal y el Tozal del Mallo. A mi derecha se abre el gigantesco "libro" del Gallinero, sobre la Faja Racón, que recorrí hace unos días. Más atrás está la mole por cuya ladera transita la Faja Canarellos.
Hay poca luz y no salen bien las fotos. Frente al Pico Otal, por lo bajo, una neblina vela levemente (bonita aliteración) los árboles y las laderas. Se produce un sfumato pardo y verde que dibuja los diferentes planos superpuestos de conos de abetos y de terciopelo ocre de las hayas desnudas, cuyas finas ramas tan lejanas parecen pelusa, y más aún con la neblina que parece surgir de ellas.
El Otal siempre es fascinante por su formidable cresta sinuosa que conforma la ladera (no recuerdo su nombre), que en otros sitios he mencionado ya que se me asemeja a una cola de dragón. La fulgente nieve ennoblece su figura, su perfecto triángulo con sus cinceladas estrías y su redondo hombro en el que culmina la cola del dragón. Es monárquico, es altivo. Algún día debería subirlo, o tal vez sea una de esas cimas que se disfrutan más divisándolas siempre desde lejos, como ocurre con muchos castillos. Decía Juan Victorio: "Los castillos hay que mirarlos por fuera", enmarcados en su paisaje. Así creo que ocurre también con muchas montañas y, quizá, con muchas cosas en la vida que no alcanzaremos y mejor no intentar alcanzar.





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Domingo 23 de julio de 2023

Estoy sentado en unas piedras al borde del pequeño cañón excavado por el agua del río Arazas, sobre las hermosas pozas que se forman justo antes de su desembocadura en el río Ara. Dan ganas de tirarse al agua desde esta altura, que no entrañaría mucho peligro, pues la poza es bastante profunda. Seguro que muchos lo han hecho y por eso en el puente hay un cartel de prohibido bañarse.
Éste es un lugar para contemplar. Se puede estudiar cada detalle sin dejar de admirarse, sin notar pasar el tiempo, a la luz del amable sol que hay aquí, en esta garganta, refrescado por la suave brisa fresca de la humedad del agua, cubiertas las apagadas voces de la gente que pasa por el sonido del agua. Ese sonido que envuelve todo suavemente con su rumor, su moderado bramido, pues no llega a ser una cascada, sino una chorrera, proviene del estrechamiento de la garganta, donde el agua cae trotando un corto espacio. Ese constante bullir del agua, como millones de aplausos, como voces de ondinas, es tan amable como el silencio.
No sé por qué se parecen tanto el brotar del agua y el silencio. Se puede pensar igual, se puede dormir igual, tanto con uno como con otro. Son perfectos ambos.
El sol se tapa a veces por las nubes y todo cambia de color. Todo se vuelve más fresco súbitamente, recordando la inestabilidad de las cosas. Y vuelve a salir el sol al instante siguiente, y se levanta aire, refrescando la piel y meciendo las ramitas de las hierbas y arbustos anclados a esta pared, bajo mis pies.
Mi vista viaja del agua mansa y profunda debajo de mí a la vigorosa y juvenil de la chorrera del estrecho. Es una obra de arte. Los salientes de roca del canal, de esta enorme grieta, encajan unos con otros como gigantescos engranajes o piezas de un puzle. Y por ahí baja el agua, abundante, fresca y pura, limpia, alegre y, a la vez, impasible, impertérrita, ajena a los problemas humanos, inexorable en su avance. Es ella quien ha horadado en gran medida este pasillo sigmoideo, arbitrario pero lógico, con redondas oquedades a cada lado, como las cámaras de las pacientes hormigas en sus pasadizos.
Y el agua sigue laboriosa, horadando, agrandando su paso a los pies de la pequeña cascada, en su afán de cumplir con su misión de bajar, de unirse a otras aguas, de abrirse camino. La blanca espuma borbotea constante en la rizada superficie junto a la pared de roca, donde bulle como en una de esas bañeras lujosas. Luego, el agua se riza cada vez más mansa, en el fantástico color que tiene aquí el agua del río, verde azulado. Se agota el término "turquesa". Esto es algo más, que no tiene nombre. Es color río de Ordesa, color río Arazas.
Y cada una de sus pequeñas olas, curiosamente lentas, queriéndose demorar, que delatan la lograda profundidad del agua, reflejan la luz del sol en múltiples destellos. Destellos que se multiplican aun más al pasar otra estrechura y ensancharse en la gran poza que tengo debajo, donde la superficie se vuelve temblorosa, mansa pero inquieta, causando un mágico efecto inimitable por ninguna creación humana, que es la distorsión azul verdosa de las redondeadas y pulidas rocas verdes, pardas y grisáceas del fondo. Todo oscila y todo tiembla, en un estímulo irreprimible de atracción a la visión, como si quisiera hacernos llevar dentro esa temblorosa mansedumbre y ver el mundo desde ahí, desde ahí dentro, como si ésa fuera la forma finalmente correcta, la pureza arcaica, el velo de lágrimas de una desembocadura vital, de aceptación, de olvido, de compasión, de una ataraxia no de resignación, sino de humilde perfección invisible. 
Vibran y circulan por el fondo, sobre esas piedras, filigranas o retículas de líneas curvadas de luz amarillenta, la luz que proyecta la temblorosa superficie, en algo más que un fenómeno óptico, como si algo inmaterial simbolizado con la luz hubiese sido atrapado en la tierra a través del agua, como aves en una prodigiosa jaula de cristal azulado, inmensamente bella. Pero, además, a veces, cuando el sol se abre paso y todo se baña de intensa luz de mediodía, una parte de este fondo marino brilla como una joya inmensa, azul verdosa, verde azulada, que conmueve sólo con mirarla, que llena de un regocijo inexplicable que parece desembocar en un placer por estar vivo y en gratitud, en un agradecimiento de tener consciencia de la suerte que es que exista todo esto en el mundo, y poder verlo.



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Jueves 27 de julio de 2023

Estoy en el alto cerca de casa desde el que se ve Torla, bajo el enebro, adonde se llega en diez minutos, saliéndose a la derecha por el camino de Laor. He puesto una piedra para sentarme, rectangular, un estupendo ortoedro, probablemente una pieza de mampostería o sillarejo. El enebro proporciona la única sombra y se puede estar aquí sentado mirando al pueblo. Me he traído los prismáticos, con los que he visto detalles de las casas, incluso mi terraza, pero no he llegado a ver a mi gata asomada. Como hoy es jueves, hay mercadillo y se ven los tenderetes blancos en la plaza, junto con los camiones con los paneles abiertos exponiendo el género. Creo que el más grande es el del pescadero, con el que hay que estar atento con los precios. Pero no tengo nada urgente que comprar y puedo seguir aquí.
Había subido a este lugar a pensar, pero no pienso. Tampoco era hoy día de excursión porque me he levantado tarde y, además, tengo una ampolla en un talón, que escuece.
Me he puesto al sol, en otra piedra no tan buena, a pesar de la mía a la sombra. Es un sol agradable. A la sombra, con el aire, refresca un poco. Y en esta amable y sana luz solar, rodeado de verde y de flores, ha venido una mariposa y se me ha posado en una pierna, tanteando curiosa el sabor de mi piel con su larga trompa. Es color hueso, con líneas y recuadritos marrones.
Tenía que pensar, pero no pienso. Hace unos días me levanté recordando escenas de un sueño en el volvía a Iberia. Había un sobre alargado de polvos que se hacían vino y un puro pequeño en un teclado de ordenador. Se los daban a los empleados para que los consumiesen en la comida. Y había que quedarse a comer, porque nada más entrar ya había que quedarse a hacer horas. Me sobró mucha comida de un plato de una especie de carne estofada un poco seca. No tenía cómo llevármela. No sé por qué me hizo pensar tanto, con esas vivas sensaciones de estar de nuevo en el trabajo, con gente que me quiere y con un uniforme azul. El caso es que todo eso está muy lejos ya, y que esté convertido en sueño hace que sea todavía más irónico. La manera de pensar en ello no es la acostumbrada tribulación sobre si tenía que haber intentado volver, sobre la equivocación de haberme ido y sobre la pérdida de la última oportunidad de solicitar la reincorporación, que está siendo ahora, sino acusar el tremendo golpe que supone el paso del tiempo. Todo eso lo viví hace mucho. Todos esos recuerdos que inspiran sueños de nostalgia vienen de hace cinco años, pero realmente de hace quince, o incluso veinte, de cuando entré en la compañía. 
Lo que me quieren decir esos sueños no es que tenga nostalgia de Iberia, ni que quiera volver, sino que tengo nostalgia de la juventud. Que echo de menos ser joven, estar en un punto de la vida lleno de esperanza, proyectada hacia el futuro, visto por los demás como una promesa, alguien que tiene frutos que dar, como alguien que está aprendiendo y a quien hay que querer y ayudar. Echo de menos esa sensación de tener toda la vida por delante, de tanto por conocer, por experimentar, por disfrutar.
Ala Rota, pues así he llamado a la mariposa, ha estado aquí conmigo todo este rato, caminando por mis piernas y mis manos. Ha habido un momento en que ha venido otra de su especie y se han ido las dos revoloteando, en rápidos círculos por el aire hacia unos matorrales. Pero, al cabo de un rato, Ala Rota ha vuelto conmigo, renunciando a la diversión con su congénere, y a las flores blancas, amarillas y moradas. ¿Por qué, por qué quiere estar conmigo?
Y debe de ser mayor, por esa ala rota, o quizá es la señal de haber estado en grave peligro, si es que algún ave o insecto le ha mordido un ala. En todo caso, tiene que saber lo breve y lo voluble que es la vida. Y, sin embargo, en lugar de apremiarse a perseguir su fin en la vida propio de lepidóptero, de libar néctar, aparearse, poner huevos en alguna corteza de árbol o en el envés de las hojas... está aquí, perdiendo el precioso tiempo de su breve vida, palpando la piel de un ser de la especie más mortífera y depredadora que hay, el ser humano. Está haciendo algo contranatura, sofisticado, original, inútil. Está haciendo arte con su vida.
¿Seráque sabe que esta experiencia tan original, extraña y arriesgada vale más que estar chupando néctar? Como la gaviota de Juan Salvador Gaviota, que prefería perfeccionarse en la técnica del vuelo antes que comer y reproducirse como el resto de la bandada.
Me habla así de dedicar tiempo a algo que atrae, que gusta y que estimula. Eso parece ser la mejor manera de aprovechar la breve vida que tenemos. Va a ser breve de todas formas. ¿Será que una mariposa (o esta mariposa) sabe más que yo? ¿Quién eres tú, Ala Rota?
Gracias, Ala Rota. Ojalá te vuelva a ver.










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