Cuando mi amigo cuyo nombre
oculta con el pseudónimo de Helidoro me envió este escrito, en una nota previa
advertía que no debería publicarse, sino escribirse en un cuaderno, a pluma o
bolígrafo, como un valioso objeto artesanal, pero, sobre todo, personal. Se
publica porque ha intentado darle valor literario y yo mismo le he empujado a
sacarlo a la luz. Este tipo de cosas se tienen que dar a conocer un tiempo
después, porque en este formato —unas
memorias— el texto parece
que necesita cierta maceración, como el vino en barrica de roble, como las
fotos en diapositivas guardadas en cajas, como cualquier cosa en un formato
obsoleto. Los recuerdos son recuerdos porque han tenido un tiempo de
fermentación, un proceso alquímico que los convierte en valiosos, donde ese
valor es irremplazable por ser vistos por una especie de cristal único en la
inmensidad de todo: esa figura cristalina de múltiples aristas que, al
contrario del que descompone la luz, hace converger todos los rayos en uno que nos
penetra el alma, y con el que a la vez irradiamos el mundo.
Así empieza a reflexionar
Heliodoro, cuya voz de narrador antepondré a la mía, de manera que todo el
narrador en tercera persona responde a lo que se llama “narrador referido”,
pues seguirá casi permanentemente a este personaje. Solamente me permitiré
glosar su voz cuando lo estime necesario, pues me ha dado licencia para ello.
El ejercicio personal de
reflexión y memoria de Heliodoro trata de la mujer que más le amaba (o que más
decididamente quería compartir su vida con él), a la que en este capítulo vamos
a llamar Beth, segunda letra del alfabeto hebreo, que quiere decir ‘casa’,
porque se le ofreció como algo o alguien a quien habitar. En ese momento lo que
se proponía era saber qué les pasaba, buscando a través de la distancia -en su
interior- qué había de sano y de enfermo en su imagen de ella, y reconstruirla
si era verdad que la había ido destruyendo. Sin duda, el planteamiento de
escribir sobre ella estaba motivado por ella, no siendo descartable que lo
leyera Beth, aunque realmente esta disertación era para él y para el mundo. Trataba
de buscar, mientras escribía, el maravilloso efecto de la recreación de ella en
su interior. Los detractores de este proceso lo llaman “idealización de la
amada”, con intención peyorativa. Pero estaba seguro de que Pedro Salinas, al
hacer eso mismo con Katherine Whitmore, sabía lo que hacía. No quería perder esa
idea a medida que avanzaba, porque era ahí adonde quería que confluyeran sus
pensamientos sobre el significado de Beth.
Hacía algo más de dos años que se
conocieron. Fue a través de una de esas aplicaciones del móvil, lo cual era ya
bastante habitual. Pudo ser el año 2017, en octubre o noviembre. Ojalá el
comienzo hubiera sido algo más memorable, aunque no había que restar belleza a
las cervezas en el Económico, al primer beso, al paseo y a los demás besos en
el metro. No había nada de malo en cómo empezó.
Pero Heliodoro o, mejor dicho, tanto
él como ella eran dos ermitaños. Es posible que el parecido en su naturaleza
fueran la causa y la razón de que no fuera todo bien, porque dicen que nos hace
falta en el otro lo que no tengamos (Platón decía que el amor era hijo de
Pecunia, la necesidad), pero también es inevitable que dos personas parecidas
se encuentren, como insectos de la misma especie (tal vez Gregorio Samsa en La
metamorfosis habría tenido una vida más llevadera así). Lo malo era que
Heliodoro estaba aún en reparación; lo que venía a ser un estado de duelo por
la ruptura de la relación anterior, unos meses antes.
La mujer anterior, una portuguesa
con un largo contacto con la cultura brasileña, recién venida a Madrid, había
supuesto para Heliodoro una de las más intensas experiencias emocionales,
culturales y eróticas de su vida afectiva, en los tres años que duró. Ella, sin
querer hacerle mal, se lo había hecho al tornarse muy independiente durante el
último año juntos, y disfrutando en gran medida su tiempo sin él, rodeándose de
amigos y haciendo planes en los que él no entraba. En realidad, no había nada
malo en ello; era él quien debía haber buscado sus propias actividades con sus
amigos, pero prefirió culparla de excluirlo de su vida, haciéndose la víctima.
Ella no lo necesitaba, pero ¿hay que necesitarse? Quizá en cierto grado. ¿Hasta
qué punto? En aquel momento no se hacía estas preguntas, sino que se llenaba de
rabia y desprecio a su estilo de vida, lo cual era síntoma de una patología.
Hacía tiempo que había dejado de juzgar a otros, o lo hacía cada vez menos. Eso
de creer saber lo que estaba bien y lo que estaba mal, y decirlo tratando de
convencer o convencerse, era una enfermedad de impotentes que miran por su
propio interés en un momento dado. Con igual virulencia podían defender otra
idea en otro momento. Tal es el caso de mi amigo Heliodoro, que apenas sabe
defender sus ideas porque creo que no tiene ideas propias.
El caso es que le había dejado
otra mujer. A cada uno le afectaría de una manera ese condicionante de haber
salido de una relación intensa. A él le hizo insensible, al ser la tercera
separación de importancia en su cuenta, cosa que sufriría Beth permanentemente.
Además, al quedarse escaldado por vivencias anteriores, Heliodoro se hacía
práctico, lo cual se contraponía a algo muy importante en el amor, que es el
impulso. El amor, o el deseo, que es lo que debe guiar y conducir al amor, no
podía ser frío, ni algo apagado, ni nada práctico. Aquel golpe instintivo de
atracción debería ser, si no gigantesco, sí considerable: que se le acelere a
uno el corazón, que le tiemblen las piernas, que se detenga el tiempo. Pero eso
ya no pasaba.
(Me permito hacer otra glosa a la
narración de mi amigo: “Beth” me recuerda también a la palabra en latín betula,
que significa ‘abedul’. Ese árbol, según un antiguo profesor mío, era sagrado
en la cultura rusa y se asociaba con la mujer, por su corteza blanca y suave,
su flexibilidad y su belleza. Además, crece junto a los ríos, que simbolizan la
satisfacción amorosa… Ese árbol debió temblar, mecerse con el viento y gozar
con la cercanía del agua, temblar de alegría, como “El muerto” de José
Hierro.)
Nada de eso le pasó. En aquel momento,
no supo si alegrarse o caer en el nihilismo una vez más. Se alegraba de la
ausencia de inseguridad, del relativo control de la situación. Pero le
entristecía la ausencia de una emoción mayor. Echaba de menos volar. Lo que
pasaba era bueno, era sensato, era lo que quería en cierto modo, pero la parte
de sí que debía ilusionarse al máximo estaba adormecida, incluso aburrida, de
tanta historia repetida. Sabía que iba a acabar desde el momento en que empezó.
Tal vez fueran meses, o dos, tres o cuatro años, daba igual. El caso es que
acabaría.
No obstante, otra parte de él le
dijo a ella, a Beth, en algún momento de aquellos inicios:
Era su compañera en todo lo que
quería, en todo lo que era consciente racionalmente. Lo acompañaría en el
estudio de las oposiciones, no le iba a generar inquietud (como le causaron los
celos con la anterior), le daría seguridad con su constancia. Iba a dejar que
se convirtiera en heliotropo, en girasol, como Clitia. No sabía si eso era
bueno para él, pero siempre había querido emular a Apolo, intentando distinguirse,
vanamente, por la cultura y las artes. De hecho, ella lo llamaba, y quizá lo seguía
llamando en el momento en que estaba escribiendo esto, “Sol”. Más tarde se
daría cuenta de su error al haber elegido esa máscara, que no era él.
Beth siempre estaba. Siempre
respondía. Habían pasado más de dos años de rutina de verse los fines de
semana, en vacaciones y cuando se podía, grabándose en el cuerpo y en la mente
su costumbre, su ya más que conocida presencia. Nunca había temblado de alegría
con ella, como en el poema de José Hierro, o no más que con otras; por eso, a
pesar de lo seguro, de la firmeza de ella, todo estuvo colgado de un hilo.
Pero era por él, colgaba de un
hilo por él. Ella era un cable de acero. Era el Castillo de amor de
Jorge Manrique: “El muro tiene de amor, / las almenas de lealtad…”, ella era
como Tatiana en Eugenio Oneguin, como la Pobre Liza de Karamzín,
como doña Inés en Don Juan Tenorio, como toda representación de la
firmeza y la constancia, mientras que Heliodoro era todo lo contrario, aunque
hubiera interesadamente aprovechado su compañía para realizar viajes y su
memoria para depositar en ella sus recuerdos. ¿Quién parasitaba a quién? ¿La
que ofrecía su servicio y lealtad para todo, como un caballero medieval, pero angustiosamente
temerosa de que su señor feudal la abandonase? ¿El que se servía de su compañía
para no estar solo porque no encontraba nada mejor?
Un buen amigo, al que
graciosamente Heliodoro llamaba “Luminoso”, poco tiempo antes, cuando le contó
que alguien lo sentenciaba como “mala persona”, éste lo corroboró con toda
sinceridad, pero, como amigo que era, no hizo mella en ello, sino que, con
buena intención didáctica y gran ironía, le dijo algo así:
‒…y yo te voy a apreciar igual,
pero sí que eres mala persona en eso, como lo eres buena en muchas otras cosas.
Ahora bien, lo que tienes que hacer, si no quieres cambiar, es afrontarlo y
admitirlo, poder decir que te ríes de ella, poder decir “soy un sinvergüenza” ‒escenificaba
sonriendo, dándose un golpe en el pecho‒, que no la quieres y te da lo mismo.
Hay gente así y no pasa nada…
Y Heliodoro pensaba: “Esto es
algo que solemos pedir muchos ante la corrupción ajena: que se dejen de
falacias, de tanta desvergonzada hipocresía. Pero es mucho más complicado pedírnoslo
a nosotros mismos”.
Los dos amigos estaban de acuerdo
en que vivimos, unos más que otros, enfangados en nuestras propias
contradicciones. Pero nuestro protagonista no llegaba a tener la seguridad de
Luminoso. Siempre había dudado de todo, al mismo tiempo que había defendido
ideas (o ideales) a capa y espada. Había criticado a otros sin criticarse lo
suficiente a sí mismo. Había buscado siempre lo perfecto, deseándolo con ansia,
sin hacer nada útil para conseguirlo mientras se refugiaba en la cómoda
mediocridad o, peor aún, en lo que Jesús G. Maestro, un famoso profesor,
llamaba “el narcisismo del fracaso”. Y esa raíz se hundía hasta el infinito. El
resultado era quejarse y apoyarse en los demás, succionando energía mediante la
atención de otros, con su consuelo y los consejos que nunca seguía, siendo
estos últimos, los consejos desestimados, causa de la decepción de esos amigos,
lo que generaba distancia entre él y ellos.
Así, mientras pasaba el tiempo en
una relación enferma, debía recurrir frecuentemente a los amigos que le hacían
el favor de escucharlo y consolarlo a cambio de la superioridad de dar
consejos, de gozar de la posición paternal, de expresar con más o menos
falsedad lo bien que estaban ellos con sus parejas. Esto ocurría normalmente a través
de conversaciones de Whatsapp, de llamadas de teléfono y de alguna quedada en
persona, como la de Luminoso, que fue la última vez que se vieron. Triste era
la escasa capacidad de Helidoro de tratar con amigos: al notarse que no tenía
nada que ofrecer, sino desahogarse hablando de su mierda de relación, Luminoso
se apagó y no se volvieron a ver.
Tanta exposición autocrítica,
cuando la contaba y la reconocía nuestro personaje, rozaba el ridículo, cosa
que no gustaba que hiciera a sus verdaderos amigos o su familia. Pero,
curiosamente, aquella distancia causada por el rechazo a un personaje demasiado
intimista y autolesivo lo acercaba a ser algo que en el fondo quería para
distanciarse de sí, como un actor, al ser toda aquella absurdez limítrofe con
la ficción o reprobable si fuera real, con lo que también quedaba desterrada de
la realidad. Y es que era eso, cínicamente, lo que pretendía hacer al final con
su vida: hacer literatura, ser un personaje literario. Sus propias
experiencias, aquí exhibidas, tan subjetivamente expuestas y
probablemente teñidas de drama, se diluirían entre la realidad y la ficción. Y
esto, anoto yo, el editor, es lo que se llama metaficción, porque da igual lo
que se finja más real o más ficticio aquí, ya que todo lo que se lee en estas
páginas es lo que se conoce como diégesis, es un despliegue de acontecimientos,
de personajes, de pensamientos, de enunciados todos ellos ficticios.
***
El personaje de ficción que
quedará acuñado aquí, el que en vano intentarán psicoanalizar como en vano lo
hacen con don Quijote ‒porque un personaje de una novela no puede asistir a
psicoterapia ni hay manera de certificar todo lo que dice‒ había permanecido
dos años y cuatro meses con una mujer que no amaba. Entonces, ante tan
sorprendente hecho real, cabe preguntarse: ¿por qué hace eso? ¿Qué alma
retorcida tiene para hacer sufrir así a alguien y sufrir él mismo? ¿Qué demonio
le posee, si queremos expresarlo así?
Quizá no fuera uno, sino unos
cuantos. Uno de ellos era la seguridad, que construía muros a su alrededor para
evitar peligros, pero limitando la visión y la experiencia; otro, relacionado,
era la comodidad, quizá también revestida de pereza, porque se construía un
catre donde yacer ‒en todos los sentidos, incluso el del sueño eterno‒,
pero que catre era, a fin de cuentas; otro demonio quizá fuera una especie de
lujuria, el apetito ciego (no sólo carnal, a veces también codicia de cualquier
cosa apetecible) que se anteponía a otros valores racionales (gozar es
racional, pero hacerlo sin afrontar las consecuencias se aleja de la razón) que
corrompía todo lo que pisaba, que dejaba tierra quemada a sus espaldas, minando
amistades, terminando la comunicación con conocidos o amigos, imposibilitando
la amistad con el sexo opuesto, como ya le habían dicho varias personas: “Tú no
puedes tener amigas”. Bastantes años después pudo dejar esta actitud atrás y
conservar valiosas amistades femeninas, pero, por entonces, por esos años 2017
y 2018, todavía tendía a una infausta libidinosidad, desde el punto de vista
más severo, o a un lúdico coqueteo, desde el más benévolo.
Lo trágico, porque “trágico” es
lo irremediable, era que Beth lo sabía todo y aun así quiso seguir con él, con
la esperanza de que cambiase. Heliodoro se decía siempre que ella era buena, que
le abrigaba su constancia en su forma de amar, en su devoción por él, en que lo
animase a mejorar estudiando, escribiendo, dibujando, haciendo ejercicio,
teniendo amistades sanas, pero, en toda su bondad, como persona insegura que
era (igual que él, pero en otro sentido), escondía también su propio demonio,
que era su ansia de poseerlo y no dejarlo ir. Como le quería explicar a
Luminoso:
‒En la última casa rural a la que
fuimos ‒le contaba a su colega‒ ocurrió algo que ya había pasado muchas otras
veces y que vas a entender enseguida. El día anterior, en una excursión, nos
adelantó por el camino una pareja y la chica estaba muy buena, y la miré pasar.
Iba con su novio, claro está, con quien reía animosamente.
‒Claro, que tenga novio no quita
para que esté buena, ni que tengas ojos para verla ‒comentó el amigo.
‒Al día siguiente, coincidimos
con ellos en el desayuno mientras yo les contaba a los dueños de la casa que
hubo un momento en que perdimos el camino, cosa que también le pasó a la otra
pareja. En esto, la chica intervino en la conversación, hablando conmigo, muy
sonriente y amable, lo que a mí me agradó mucho. El novio estaba ahí, sin
molestarse y desayunando tranquilo… Sin embargo, cuando acabamos de hablar y
seguí desayunando con mi novia, ésta tenía una terrible cara de pocos amigos,
como siempre para hacerme sentir culpable, o arrastrarme hacia ella mostrando
su malestar…
‒No es una mosquita muerta ella
tampoco. Eso se llama manipular. Ella lo que quiere es poseerte. Así que tanto
que dices que es muy buena, cuando no es tan buena… ‒razonó Luminoso, que
siempre había sido rápido de pensamiento y de juicio.
Sus celos siempre le ponían
furioso. Él a veces quería justificar que no había ningún peligro en mirar a
otra mujer o en hablar con ella, que incluso le venía bien porque le hacía más
feliz y de ese modo también lo era con ella, pero Beth sabía que sus
intenciones nunca eran inocentes porque siempre pretendía intentar algo o, en
un hipotético universo paralelo no se negaría a ese algo si se le ofreciese. Era
cierto. Sus amigos o conocidos más severos se echaban las manos a la cabeza
cuando él admitía esto y que aun así no dejaría a su novia. Muchos, muchas, lo
quemarían en la hoguera por eso. El lector o lectora puede ya haber dejado de
leer o se estará resarciendo en el asco hacia nuestro personaje.
Pero, como decía otra mujer de su
vida, la justicia nunca la administramos igual con los demás que con nosotros
mismos. Tendemos a ser indulgentes con nosotros, porque lo vemos con motivos
mucho más evidentes, que nos afectan mucho más y, en definitiva, porque vemos
desde dentro lo que pasa. No hay que remitirlo tanto al egoísmo, sobre todo en
esta cuestión moral, no ética. Ojalá la justicia se hiciera así de a medida,
donde el castigo fuera igual de aceptable desde fuera que desde dentro, porque
no hay castigo mejor que el que admitimos convencidos de que es consecuente a
nuestro acto. Y ya no es un castigo, sino un precio a pagar que habíamos
olvidado o querido evitar. Una obligación subsecuente, la consecuencia
inevitable del mundo real.
Largamente había disertado
Heliodoro sobre esto, sin llegar a nada. El mundo era predominantemente
monógamo, pues debía serlo para que hubiera parejas estables que dieran hijos,
con una familia que les diese sustento y educación y así formar una sociedad
organizada y un Estado. La gente bígama o polígama no puede competir en la
crianza de hijos con la familia tradicional, mucho más productiva. A ello se
sumaba la naturaleza, pues la hembra siempre tiende a atraer y retener el macho
que la haya ganado o que ella haya elegido, para garantizar su supervivencia y
la de su prole. Conservan en su instinto el riesgo de preñarse y quedarse solas
con las crías, pudiendo fallecer ellas y los cachorros. También que el macho
sea débil y sea expulsado de la manada, con el que ellas también quedarían
vulnerables. Pero la fuerza de la monogamia tiene otra raíz que no es ninguno
de estos principios fisiológicos, sino de milenios de ética y de moral en el
desarrollo de la sociedad, en un uso de la razón que ha tratado de gestionar
las emociones mediante normas morales o leyes dictadas y aplicadas por la
justicia. Se basa en la ilusión que uno alienta al estar enamorado de alguien,
sea mucho o poco tiempo. La ilusión puede romperse con el desengaño; un
desengaño que es siempre doloroso, al descubrir, valga la derivación, el
engaño. Cuando una persona vive en la felicidad de su ilusión y se la
arrebatan, choca con la realidad, que es una realidad distinta a la que creía.
La moral y la justicia han querido sancionar ese doloroso choque con lo que uno
no desea comprobar, imponiendo que no se debe hacer eso a los demás, de igual
modo que a alguien no le gustaría que se lo hicieran. No solamente se trata de
arruinársele las emociones más valiosas, sino también del tiempo, pensamientos,
palabras y acciones invertidos en esa persona que ha resultado ser un fraude,
al no ser seguro o estar compartido con más personas. No digamos si además ese
fraude es la causa de pérdidas materiales, si el infractor o infractora ha
hecho uso individual de bienes de su pareja.
Todo eso es reprobable, triste y
lamentable. Todavía quedaría la cuestión de que alguien, queriendo hacer un
bien para sí y no dañar a su pareja, tomara todas las precauciones para que no
se supiera, obedeciendo al refrán de “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Se puede obrar así toda la vida, si los amantes están conformes, sin aspirar a
más, y la persona engañada vive felizmente en la ignorancia. Eso es tan antiguo
como el empleo más antiguo del mundo. La indulgencia ante tal caso está en
preservar así un matrimonio, tal vez con niños, de cara a la sociedad, a la vez
que existe la emoción de una vida secreta. Pero esto, para otras muchas
personas, es una ofensa y una humillación inconcebibles por el hecho de hacerlo
“a las espaldas” de alguien (Heliodoro recordaba las palabras concretas de una),
cosa que no puede ser de otra forma, porque “de cara” no sería posible o no
sería un engaño. Aluden a la falta de respeto por hacer tal cosa.
Pero a Heliodoro esta motivación
le parecía ególatra y victimista. ¿Por qué mezclar el respeto, término arisco y
belicoso, con la rotura de la ilusión y de las esperanzas? Esto conducía a lo
más rancio del Antiguo Régimen: el concepto de honra, la imagen pública, la
reputación, ser un cornudo o una cornuda y que la gente lo supiera. “Es una
falta de respeto” era equivalente a “es una deshonra”, lo cual tenía más que
ver con la apariencia ante la sociedad que con los sentimientos verdaderos e
íntimos. Algo similar era Vito Corleone diciéndole a uno de sus empleados, al
principio de la primera película, con su voz susurrante desde la garganta,
aquello de “No me tienes ningún respeto”, por haberle desobedecido o tenido
tratos con otras familias. Y lo manda ejecutar. El respeto suele tener bastante
que ver con desobedecer o comportarse de manera que disgusta a alguien que
tiene autoridad sobre el otro, cosa que suele ocurrir en las relaciones de
pareja. O eso era lo que pensaba nuestro personaje, más o menos desviado de la
moral establecida.
La cuestión que nos atañe es por
qué el personaje narrador de estas reflexiones permaneció tanto tiempo con
alguien que no amaba realmente, porque lo saludable en una relación amorosa es
que, si no siempre, que al menos haya etapas en las que no exista otra mujer que
la que se tiene, sin ojos para más. Y si destellara por ahí otra, en una
balanza se contrapusiera a la propia y el resultado fuera que la tentación sale
desfavorecida, por entrar también en juego la máquina de trabajos y mentiras
que habría que realizar, con lo que se diría uno: “no merece la pena”.
En esa balanza que se plantean
los potenciales infieles, como nuestro infausto personaje, a veces se da el
caso de que sí, que vale la pena intentarlo. En varias ocasiones en que se lo
planteó, el concepto que tenía Heliodoro de Beth había salido ligeramente
desfavorecido. Era un hecho. Como también lo era el hecho de no poder o no
saber dejarla. ¿Cómo era posible? ¿Qué clase de cobarde o de inútil era? ¿Tanto
le afectó aquella vez en que quiso dejarla y ella no le dejó dejarla? Cabe
preguntárselo una y otra vez, debe preguntárselo el fiscal, el acusado, el
testigo, el jurado entero, como interrogaron a Raskólnikov y a Dimitri
Karamázov.
Como se verá, un factor
determinante quizá se encuentre en la mejor muñeca del universo.
***
De todas las atracciones que le
generaban pasión por lo inútil, una de ellas, propia de la juventud, fueron
ciertos muñecos y peluches. También los jarrones, que nunca supo utilizar para
nada; los juegos de cartas o de mesa, con los que no podía jugar con nadie,
etc. Pero los peluches significativos tenían un gran atractivo para él, porque,
en su desgracia, a todo le daba valor simbólico. Una vez, estando con Beth en
la fabulosa exposición de tapices en La Granja de San Ildefonso, tras ver las
escenas con tantas y tan variadas alegorías, se admiró con la de la Fama
cabalgando un elefante. Poco tiempo después, no pudo evitar comprarse en Ikea
un pequeño peluche de un elefante. Aunque también podría acumular figuras o
muñecos, que también le encantaban, los peluches se ofrecen al tacto, se pueden
tocar, suelen ser suaves y así se vinculan con uno a través de más sentidos,
donde ese contacto que radica en la infancia o lo materno estrecha el lazo y
fortalece el símbolo.
Recordaba que una vez, tal vez
con once años, al tener que pasar el día en casa de su bisabuela, se llevó
entre otras cosas un peluche de una marmota, oculto en una bolsa de plástico,
que tenía como recuerdo muy querido de un viaje a los Alpes poco antes, el año
1991. Ese muñeco también le era muy apreciado por la fascinación que le
producían las marmotas de verdad cuando las veía en las montañas. Pero allí con
su bisabuela, como todos los veranos, estaban sus tíos de Francia, que lo
querían bien, y fue su tío Ángel el que le reprochó la compañía de tan infantil
juguete:
‒¿Vienes con tu “nunús”? ¿Tan
mayor y con “nunús”? ‒dijo, con gesto de desaprobación. La palabra, por cierto,
es nounours.
Muchos años después pensaría en
qué parecidos somos a cómo éramos de niños o de adolescentes. La manera de
decidir las cosas, de sentir la duda, el miedo, la ilusión, la responsabilidad
o la culpa es la misma. El “sistema operativo” de nuestra psique es el mismo
toda la vida. Por eso las mujeres que nos rechazaron en la juventud nos
seguirán rechazando en la madurez, porque saben lo que somos. Así, al
prepararse aquel Heliodoro de trece o catorce años para pasar varias horas en
casa de su bisabuela, eligió los objetos que más le atraían, como la marmota,
aunque luego no supiese qué hacer con ella. Muchos años después, en sus viajes,
llevaría en su equipaje otros objetos igual de inútiles, de valor emocional,
pero propios de su vida adulta.
De modo que el excéntrico
personaje del que estamos hablando, entre sus muchas rarezas, tenía una que
consistía en conservar objetos infantiles. No era tan raro si entendemos el
valor de la nostalgia de la niñez. Y lo que nos atañe ahora es que,
casualmente, a Beth también le gustaban, y conservaría alguno de no ser por su
tormentosa infancia, triste y lamentable, con un padre que abandonó a su mujer e
hijos y una madre paranoica que se negaba a trabajar. Lo que más habría deseado
ella habría sido un hogar y unos padres estables, con regalos, juguetes,
amigos, viajes en familia. Pero no tenía nada de todo aquello, sólo algunos
libros y adornos en su pequeño piso alquilado de Vallecas. Lo más valioso que
tenía era un peluche de verdad: una gata inteligente y curiosa, de marcada
personalidad y ocasionalmente cariñosa. Cuando llegaba casa, la gata ya
maullaba antes de que abriera la puerta. Su manera de mostrar cariño al
recibirla era tumbarse de espaldas en el suelo y frotarse el lomo en él,
invitando a que le tocase la tripa, y era también el único momento en que se
dejaba coger y abrazar sin dificultad, mientras la peluda ronroneaba y
entornaba los ojos. Siempre había sido de las imágenes más tiernas que tenía
Heliodoro de ella. De ellas dos.
En otro orden de cosas, pero
también como dato previo necesario para lo que va a venir después, a ella y a
él les fascinaban las viejas iglesias y los monasterios, como amantes del arte
que eran. La monumental arquitectura de una iglesia románica o gótica, que
respira siglos de existencia, ennoblecida por su antigüedad y por albergar lo
sagrado, aunque fueran los dos ateos, los sumían en una deleitosa contemplación
donde, además, absorbían información estudiando los detalles de su
construcción, sus bóvedas, nervios, capiteles, relieves, incluso adquiriendo
las entradas con guía, ya fuera humano o con el aparato de escuchar audios.
Tenían demasiado en común, salvo
lo más importante para mantener viva una relación amorosa.
La misma devoción compartida
experimentaban con los monasterios, magníficos edificios organizados en torno a
ese ancho corazón que es el claustro, donde uno parece transportarse a una
época remota conversando apaciblemente con algún sabio monje en ese amplio
cuadrilátero que tanta paz produce. Pensaba Heliodoro cuánto se deleita uno con
obras de arte, como en El Paular, en Rascafría, con tantas y tan magníficas
pinturas de Carducho, o las escenas de San Millán en el Monasterio de Yuso, o
las esculturas (por desgracia, muchas semidestruidas) en Nájera, y todo tipo de
maravillas en muchos otros, pero ninguna como la perfección de Santo Domingo de
Silos, cumbre del arte románico. Ella, su entonces compañera, fue testigo de la
emoción que le produjo ver y entender aquello gracias a las certeras
explicaciones del guía, a quien fue a dar tan efusivamente las gracias, al
finalizar el recorrido, que se hizo amigo suyo y estableció contacto con él
hasta el día de hoy.
Pero, además, lo que tienen
algunos monasterios es que siguen vivos, porque en ellos “oran y laboran”
todavía, tras largos siglos, hombres o mujeres que cumplen una noble misión:
velar por un recinto sagrado cumpliendo unas normas, guardándolo y guardándose
a sí mismos. Los monjes y las monjas le conmovían por esas dos cosas: habitaban
en lo sagrado y se acogían a una disciplina. En un tono
nostálgico de algunas tradiciones, como el marqués de Bradomín, pensaba
Heliodoro que entonces ya no se valoraba lo suficiente lo pasado, la cultura de
nuestros ancestros, el arte religioso, el catolicismo (que nada más se entendía
como rancio conservadurismo o arma ideológica de la derecha), razón por la cual
que hubiera todavía monjes que madrugasen, rezasen, estudiasen, se privasen de
lujos y de vicios (los monjes de verdad), que explicaran obras de arte y que
cantaran cantos gregorianos le parecía no sólo maravilloso, sino una verdadera
forma de rebeldía ante un mundo sin obediencia a nada salvo al comercio,
individualista, egoísta y soberbio en su ignorancia y su extravío. Eran
reliquias, fósiles vivos. Había que protegerlos, apoyarlos y evitar que
cambiasen.
En Silos compró un librito para
turistas de la Regla de los monjes benedictinos. En Yuso se identificó
graciosamente con San Millán representado en su cama, bajo la cual salían
llamas y demonios, que el santo supo expulsar. En el salón de su casa colgaba
una copia de Fray Hortensio Paravicino del Greco, monje poeta amigo del
pintor, que además pertenecía a la Orden de los Trinitarios, la misma que se
ocupó de rescatar a Cervantes del cautiverio de Argel y que por ello significaba
mucho para Heliodoro, por su vocación por las letras, la historia y por sentirse
él como un cautivo esperando la liberación.
En todo esto le acompañaba Beth y
le seguía en sus cavilaciones. Entendía que era a lo que aspiraba, no a ser
monje real, sino a lograr un sesgo de nobleza de espíritu, habitando en lo
sagrado para sí, y guiándose en la vida mediante una disciplina personal sólida,
sabia, como lo era para los de Silos la Regla de San Benito, “ora et
labora”.
Pero ella, realmente, no
necesitaba desear eso, porque ya lo había conseguido. Ella era, en el fondo de
su ser, una monja. O estaba mucho más cerca de serlo que él un monje.
Velaba por lo sagrado y se
imponía una disciplina. Lo sagrado era el amor a él, a Heliodoro, quien era el
templo donde mostraba su absoluta devoción, con una fuerza y una fe infatigables.
¡Quién pudiera querer así! La disciplina era la de regular su actividad diaria
con la precisión de un reloj: anotaba en su pizarra de la cocina y en post-its
todo lo que tenía que hacer que, a diferencia de él, cumplía. Esa disciplina era
una respuesta a la eficacia de la sagrada divinidad que se le había mostrado a
ella. La obediencia a unas normas, para ella, garantizaba el fulgor de un amor
que no se apagaría, siendo este amor su dios. Como decía la Regla de San
Benito, en el apartado “Obedecer sin murmurar”: “[…] pues la obediencia que se
tributa a los superiores se tributa a Dios, como dijo Él: Quien a vosotros
os escucha, a mí me escucha”. Y ahí estaba lo tenebroso: “si yo te escucho,
tú me escuchas”, “si yo hago todo esto, tú también”.
Era como si una virgen vestal
cumpliese religiosamente (nunca mejor dicho) con la obligación de alimentar el
fuego sagrado del templo, cuidando las brasas y echando leña. No se podía
apagar. Si se apagase… ¡Qué haría si se apagase! Es más, el fuego tenía que ser
poderoso, como el que ardía en el pecho de la fanática de Apolo. No en vano al
principio le llamaba “Sol”. Pero ese fuego no quería arder y se iba apagando,
porque quizá el dios no quería mostrarse, o tal vez no era el verdadero Apolo
el espíritu que allí moraba.
Así debía ser la novicia de Don
Juan Tenorio, inquebrantable, capaz de amarle hasta la muerte y más allá de la
muerte, comprometida ante Dios en estar con él cuando expirase, y llevarlo, si
se arrepentía de sus tropelías, al reino de los cielos. Pero también la
mismísima Santa Teresa de Jesús vivía en ella, como quien ama tanto que se
olvida de sí misma (Vivo sin vivir en mí…), reformando conventos con el
austero estilo castellano y entrando en éxtasis al entrar en contacto con su
Dios. Sor Juana Inés de la Cruz también estaba ahí, enfrentada a algunos
hombres de su época y también a mujeres envidiosas o de ideas contrarias, en un
entorno difícil, pero de su elección, por parapetarse en el grupo, en el
intocable gremio clerical. Desde ahí, sor Juana esgrimía una moral y una
disciplina notables a través de sus obras: en su célebre poema Hombres
necios que acusáis… atacaba a los donjuanes y a todo desviado amoroso
defendiendo un amor igual de comprometido, íntegro y exigente por ambas partes.
Ella oponía su irrompible amor a las tentaciones y devaneos de los hombres volubles:
¿Pues cómo ha de estar
templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata ofende
y la que es fácil enfada?
“La que es fácil enfada” por la
exigencia de lo mismo que da, su entrega, su perseverancia, constancia y
disciplina. Si ella no mira a hombres guapos, su hombre no debe mirar a mujeres
guapas. Si ella está siempre pendiente de él, él debe estarlo también de ella.
No deja de resonar otra Juana, la Loca, Juana de Castilla, sufriendo el
tormento de aquel Felipe el Hermoso. ¡Qué puro y elevado amor, qué elogiable y
qué detestable le había llegado a parecer a Heliodoro, aunque comprendiera que era
lo correcto! La Regla de los monjes, otra vez. Decía el epígrafe “Dios
te vigila”: “En cuanto a los deseos de la carne, creamos que Dios siempre está
presente, como dice el profeta al Señor: Todas mis ansias están en tu
presencia”. Y así, a semejanza de Dios, los monjes se vigilaban los unos a
los otros y a sí mismos. Todas estas normas las rechazaba, claro está, pero, en
el fondo de su ser, las deseaba acoger vergonzosamente, con manos temblorosas,
como si fuera un bien que no merecía.
Este otro poema de sor Juana Inés,
la monja de Nueva España se muestra como una maestra en la ciencia del amor y
de los celos:
Esta tarde, mi bien, cuando te
hablaba,
como en tu rostro y en tus
acciones vía
que con palabras no te
persuadía,
que el corazón me vieses
deseaba;
y Amor, que mis intentos
ayudaba,
venció lo que imposible
parecía,
pues entre el llanto que el
dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien,
baste,
no te atormenten más celos
tiranos,
ni el vil recelo tu quietud
contraste
con sombras necias, con
indicios vanos:
pues ya en líquido humor viste
y tocaste
mi corazón deshecho entre tus
manos.
Era entonces Helidoro el que se
identificaba con la voz de la autora, pero sin saber disuadir a la inquisición
de los “celos tiranos” de ella, cuando sospechaba de él cualquier cosa. No tenía
un corazón que mostrar, aparte de no saber tampoco persuadir con palabras. Ni
tampoco el corazón deshecho de Beth iba a lograr disipar la sombra de posesión
y amenaza de ella, cada vez más alargada.
***
Ha llegado el momento de hablar
de la muñeca. Con todo esto tan interiorizado, con la compartida pasión por los
conventos, con la cómplice ternura que a ambos les inspiraba ver monjas en
oración, o la elevación de los cantos gregorianos de los monjes de Silos, para
intentar atenuar la crisis de pareja, se fueron de viaje a Ávila. La intención de
Heliodoro era, absurdamente, realizar con ella planes agradables por si pudieran
pasarlo bien y así revitalizar la relación, o bien que quedara algún buen
recuerdo para cuando finalizase. En su fuero interno pensaba: “Éste puede ser
el último viaje”. Aunque luego habría otro, otro, y bastantes más.
Allí en Ávila quiso repetir
algunas amables experiencias que había tenido diez años antes, cuando era muy
joven, con su primera novia: pasear por la ciudad, por las murallas y, sobre
todo, entrar en la catedral y ver la escultura del Tostado, el célebre clérigo
que se quedó ciego de tanto escribir.
En todo ese tiempo la vieja
ciudad castellana había cambiado mucho ‒notó gran cantidad de gente, coches y
una sensación de ajeno en todo‒, pero permanecía en lo esencial. Su
principal sentimiento era la pena, motivada por sus dudas hacia Beth, que
siempre lo reconcomían. Quizá por eso, tanto en esa ciudad como en otros
momentos de su relación con ella, se le habían quedado grabadas las miradas de
otras mujeres que parecían decirle “existimos, hay más mundo” que cruzó
inmoralmente estando ella a su lado. Eran miradas enigmáticas, que hacían galopar
el corazón, como aquella que se cruzaron subiendo el Peñalara y que decía, con
los ojos clavados en los de él, sin mover los labios:
‒Soy otro mundo posible. Otra
posibilidad de vida.
Pero allí, recorriendo las calles
de Ávila, visitando la catedral, la iglesia de San Vicente y todas sus vetustas
maravillas, no se daba ese desarraigo ni señales de tener que separarse, salvo
en el desliz que cometió Heliodoro al cometer el conocido error de confundir a su
pareja, a Beth, con un amigo al que poder contar todo lo que recordaba y sentía:
‒Qué bien lo pasé aquel día con
ella… Vinimos en tren para no tener que conducir y poder beber, nos comimos
unos chuletones y nos pillamos una buena tajada con vino tinto… Y por esa
pradera, al pie de la muralla, la cogí en brazos y la llevé en volandas hasta
que nos tiramos en la hierba, rodando juntos…
Enseguida notó que el semblante
de Beth se había endurecido, con la boca firmemente cerrada y un halo irritante
que despedía sin decir palabra. Esa forma de ataque de ella le encolerizaba a
él, pero supo aquella vez digerirlo y más o menos disculparse por hablar de
aquella chica de la que no había vuelto a saber desde hacía diez años.
Hubo algo increíble que supuso un
destello para los dos. Fue que después de cenar en un restaurante medio barato,
en una de esas terrazas cerradas con plástico y caldeadas con modernas estufas
de butano, de bellos fuegos azulados, quisieron de postre unas yemas de Santa
Teresa. Como era de esperar, en ese bar no tenían, así que exploraron a esas
horas de la noche por si otro bar más selecto las tuviera. Pero no fue un bar
lo que los colmó de ilusión, sino una tienda especializada en yemas, iluminada
y abierta, ¡a más de las once de la noche!
Entraron y cogieron ansiosamente
una típica cajita de doce unidades de un montón que había. Pero, mirando un poco,
mientras esperaban a otra pareja que estaba terminando de pagar, Heliodoro vio
algo que le atrajo con un deseo si cabe más irrefrenable aún que al coger las
yemas: una preciosa muñeca de tela de una monjita, supuestamente Santa Teresa.
Sólo había una, pero la cogió con cuidado y preguntó ilusionado por ella a las
dependientas. Notó que habrían querido decirme que no, que era la de muestra,
pero la alegría que tenían Beth y él debió conmover a las señoritas tras el
mostrador, y le confirmaron el precio, que era asequible para ser una muñeca
artesana.
Se la dio a Beth con la mayor
inocencia y pureza de espíritu que hubo tenido nunca y, de hecho, fue el mejor
regalo que jamás le había hecho a alguien. Ella misma, iluminada con sonrisas,
exclamaba repetidamente:
‒¡Es la mejor muñeca del universo!
La criaturita vestía un hábito
marrón, de bien cortados paños, que reflejaba la austeridad y sencillez que
debía mostrar esa vestimenta. “Hábito” es además una palabra que tiene
muchísimo que ver con monjes, por significar, además, ‘costumbre’, la
mencionada disciplina que Heliodoro envidiaba y que no podía cumplir. Además,
la monjita tenía las manos juntas, en acción de rezar, su cabecita cubierta con
la cofia blanca y el escapulario negro, de amplias alas tan anchas como sus
hombros, que le daba un aire muy simpático. Pero lo mejor de la cabeza era que
tenía los ojos cerrados, la boquita roja y pequeña y la habían hecho de tal
modo que no se sostenía, sino que caía blandamente hacia delante y hacia un
lado, según la moviese uno, en actitud de humildad, mansedumbre y paz interior.
Nunca le había hecho un regalo
tan adecuado a nadie. Esa muñeca sólo podía ser para una persona en el mundo:
ella. Era una exageración, pero ella estaba realmente feliz y él, por tanto,
también. Se le olvidaron temporalmente las dudas, el miedo a los severos
juicios de su infidelidad y de su amor templado. Ella estaba con ella,
su verdadera representación, su propio exvoto en otro mundo, que hacía que se
hubiese comunicado con éste en un nexo fabuloso.
Era como si se hubiesen encontrado
los tres. Ella, él y la mejor muñeca del universo.
Era la mejor porque resplandecía
paz, una auténtica paz interior, paz profunda, con su cabecita ladeada y sus
ojos cerrados. Él había visto monjas así, concentradas, en su morada interior,
momentos antes de realizar sus oficios. También a los monjes de Silos cantando
sus conmovedores cantos gregorianos, concentrados, muchos con los ojos
cerrados, ajenos al molesto murmullo de la gente, los flashes de las fotos y
los ruidos de teléfonos móviles. Son personas, quizá seres sobrenaturales, que
han logrado esa valiosa paz interior que les permite concentrarse y habitar en lo
sagrado.
Se comieron varias yemas de Santa
Teresa en la cama del hostal, poco confortable y ruidoso, pero amable con la lograda
calma entre los dos. Se sirvieron también un licor con dos vasitos que habían
traído preparados para la ocasión, contemplando la prodigiosa muñeca de tela,
con sus ojos cerrados y su tiernamente ladeada cabeza, sus manos juntas en
plegaria, que parecía decir aquello de:
Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa…
***
Por el tiempo en que mi amigo Heliodoro
Peces me envió el texto que acabo de transcribir, estuvo ilocalizable, al menos
para mí, durante varias semanas. Me dijo escuetamente en un mensaje que había
conocido a alguien. No me quiso explicar quién, pero me dijo que era “una
verdadera centaura”, y que fue el motivo por el que tuvo que apartar de sí, por
un tiempo quizá, a Beth, a la que me pidió que, en los próximos escritos, la
llamase Teresa.
Me encontré también en el buzón
una cuartilla de folio manuscrita con su letra por una cara. En la otra cara se
veía lo que era: un formulario para que padres de alumnos de su instituto
-Heliodoro era profesor- los autorizasen a una excursión. Decía, por el lado de
la fotocopia: “Haz que acabe así”. Y su texto era:
Ya no está Beth. La rechacé
junto con su muñeca. Yo no he conseguido nunca esa paz ni la conseguiré. He
andado con otra mujer que me ha rechazado con un severo ajusticiamiento: “no
juegues conmigo”, “eres mala persona”, “no puedes tener amigas”. Dejo tierra
quemada tras de mí.
Pienso qué hacer de ahora en
adelante. Me dicen que me quite las máscaras. Debo ser otro para no cometer los
mismos errores. Ni la fácil ni la ingrata. No debo engañar ni engañarme. Dicen
que todos tenemos una “sombra”, de acuerdo con C. G. Jung, que no se puede
reprimir ni rechazar. Si soy mala persona en esto, debo asumirlo y avanzar.
Dicen que los que avanzan y no sufren tienen la sombra integrada.
Ahora hay que cerrar el
cuaderno. Que el público decida si hay utilidad, valor artístico, didáctico o
de algún tipo en este ensayo.
Monasterio de Suso, San Millán de la Cogolla. Foto del autor. |
Monje en el Monasterio de Silos. Foto prestada del diario La Razón. |