Comentario y anotaciones del relato San Manuel Bueno, mártir (1933), de Miguel de Unamuno, y comparación con el relato El Gran Inquisidor insertado en Los hermanos Karamázov (1880), de Fiódor Dostoyevski.
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Lágrimas de San Pedro (1587-1596), el Greco |
San Manuel Bueno, mártir, escrito en 1933, es un relato relativamente largo o una novela breve (75 páginas en la edición trabajada), narrado a través de un narrador homodiegético, que cuenta la historia en primera persona, pero no tanto la suya propia como la del personaje que da título a la novela. Lo importante del relato es la doble personalidad del personaje y el contraste que se revela en cuanto a su personalidad privada, de dolor y conflicto interno, y la pública, que se alinea con la mentalidad popular y tradicional. Los personajes en torno a los cuales gira la historia son, por tanto, la narradora, Ángela Carballino, su hermano Lázaro y, sobre todo, el párroco del pueblo, Manuel Bueno.
El argumento sería aproximadamente el siguiente: la narradora se dispone a contarnos la historia del párroco don Manuel, figura que le influyó profundamente durante gran parte de su vida, junto con la influencia y relación de éste en su hermano Lázaro. Se trata, pues, de la evolución de una familia sumida en un entorno rural, el pueblo de Valverde de Lucerna, situado junto a un lago y bajo unas montañas. Ángela vivirá siempre bien arraigada y adaptada al pueblo, con sus tradiciones y su religión, mientras que Lázaro, que ha estado en América y ha frecuentado la ciudad, trae ideas progresistas. La madre de ambos, viuda, será una mujer tradicional como Ángela, más que ella incluso.
En el pueblo todos aman a don Manuel Bueno, un cura totalmente entregado a sus feligreses, a quienes ayuda siempre en todo lo que puede. Sus oficios son conmovedores, hasta el punto de hacer llorar a la gente. El tonto del pueblo, Blasillo el Bobo, imitará su desgarradora expresión de "¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" constantemente, frase muy significativa para la personalidad privada de don Manuel.
A medida que Ángela crece, en conversaciones que tiene con don Manuel, irá entreviendo que oculta algo respecto a su fe. Él la convence de que siga creyendo en Dios, en la vida ultraterrena, sin albergar dudas ni objeciones. Sin embargo, quien trae más dudas al respecto y está más inadaptado a la forma de vida tradicional del pueblo es Lázaro, que irá poco a poco, aparentemente, aprendiendo a respetar y a admirar a don Manuel. Con él tendrá largas conversaciones privadas en una abadía en ruinas junto al lago.
En cierto momento ocurre algo determinante para ambos jóvenes, que es la muerte de su madre. Ella, en su lecho de muerte, le pide a su hijo Lázaro que se convierta al cristianismo, que abrace la fe de don Manuel. Así lo hace, pero tiempo después le confesará a su hermana que fue fingido, al igual que don Manuel es un fingidor: no es creyente. No tratan de engañar, sino de consolar y de tranquilizar al pueblo. El fingimiento del credo de Manuel y de Lázaro es un tema complejo, porque tiene mucho de amor y de entrega al pueblo, no para obtener nada de él.
Ángela, la narradora del relato, se entera de la realidad respecto a su querido don Manuel a través de su hermano. Don Manuel deducirá que Ángela lo sabe por su actitud cambiada; sin embargo, ella no se mostrará hostil hacia él, sino dolorida y compadeciente, porque cada vez aparece el párroco con mayor tristeza. Ella misma dice sentirse "endemoniada" por ciertas dudas y preguntas que se le vienen respecto a su fe.
Llega el momento de la muerte de don Manuel, que muere en público, rezando en la iglesia. Traerán otro párroco para el pueblo y se tramitará la beatificación de don Manuel. Lázaro mantendrá la actitud de incrédulo en la intimidad y de creyente entregado al pueblo, hasta que muere también. Ángela, ya adentrada en su vejez, se preguntará qué es creer, se cuestionará qué es sueño y qué realidad, a modo calderoniano, mientras informa al obispo sobre don Manuel para su beatificación, ocultando la comprometedora verdad.
El último capítulo es un juego de narradores: el narrador en primera persona es ahora el propio Unamuno, que afirma ser el transductor y editor de las memorias de Ángela Carballino y, como se suele dar en este recurso de la novela, afirma su veracidad. Comenta, finalmente, que Manuel y Lázaro no habrían sido comprendidos si hubiesen confesado al pueblo su estado de creencia.
Uno de los rasgos más notorios de este relato es la intertextualidad: es bastante recurrente el tema de la imagen fingida en beneficio del mantenimiento del orden público, mientras interiormente el personaje se guarda sus propias creencias o su actitud privada. Es hasta popular el dicho de "no hagas lo que yo haga, sino lo lo que yo diga". El artero arcipreste del Lazarillo de Tormes, figura del poderoso que se yergue en su cargo con la seguridad de no ser tocado, de manera más o menos privada se acuesta con la esposa de Lázaro (curiosa coincidencia de nombres: tanto uno como otro, salen de la ignorancia para ver y comprender la realidad, al igual que el personaje bíblico sale de la cueva hacia la luz). Pero aquí no se trata de una actitud altruista ni de beneficio para los demás.
Donde sí hay una actitud en beneficio de la mayoría, aunque con una moralidad cuestionable, es en
La leyenda del Gran Inquisidor, el célebre relato insertado en
Los hermanos Karamázov (1880) de Fiódor Dostoyevski, narración cuyo contenido guarda ciertas similitudes temáticas con
San Manuel Bueno, mártir.
Tanto en el relato del ruso como en el del vasco consta el tema del "necesario engaño del pueblo por parte de autoridades eclesiásticas por el beneficio de la mayoría", si bien secundariamente cada escritor toca otros temas distintos. En El Gran Inquisidor, Dostoyevski recrea una España del siglo XV en la que, tras un auto de fe donde se quema a cien herejes (influido por la exagerada y falsa leyenda negra de la Inquisición española), Jesucristo baja de nuevo a la tierra, para fortalecer la fe de los hombres, que andaba algo quebrada, así como para alejarlos del pecado. Él, Jesús, es reconocido inmediatamente por la multitud, que le pide algunos milagros y éste realiza ante el entusiasmo de todos. Sin embargo, aparece el Gran Inquisidor, curtido nonagenario que también lo reconoce, y lo arresta.
Lo más significativo del relato es el monólogo que le dirige el inquisidor a Jesucristo, en la celda, donde anuncia que lo va a ejecutar en la hoguera al día siguiente (no llegará a hacerlo). Justifica tal propósito con la supremacía de la Iglesia sobre él, sobre Cristo, porque ha fallado en las
tres tentaciones que le propuso, supuestamente, el Diablo ("el espíritu terrible e inteligente"), aunque, por tan acertadas, considera el inquisidor que proceden de Dios ("el Espíritu Eterno, Absoluto").
La primera fue que, teniendo hambre, pudiendo haber convertido las piedras en panes -pues podía obrar milagros-, no lo hizo y dijo "No sólo de pan vive el hombre" (Mt 4: 4). Eso implica que considera que el hombre puede alimentarse de algo celestial, no terrenal, el "pan del cielo" o el "fuego del cielo", que dice el inquisidor. El "no sólo" del famoso versículo conlleva la elección, atribuir al hombre la capacidad de elegir (pan de la tierra o pan del cielo) y, por tanto, la libertad. Como bien explica el inquisidor, la libertad es una tortura para el ser humano. La libertad conduce a enfrentamientos, confusión, a la Torre de Babel, según el anciano. Se atribuye el mérito, en nombre del clero, de haber dado pan al pueblo (aunque previamente se lo haya quitado), el único pan que le importa al vulgo. "Y se lo daremos en Tu nombre. Sabemos mentir." Nótese la mención del acto de mentir, porque tendrá cabida en el personaje de Unamuno.
El inquisidor no niega que haya seres humanos preparados para lograr la elevación espiritual que hay más allá de los bienes de la tierra, pero son pocos, muy pocos, comparado con el número de espíritus débiles. Así, justifica el rol de la Iglesia por estar beneficiando a la inmensa mayoría:
Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca —¡nunca!— sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes?
Cristo había renunciado a la autoridad, a despojar a la Humanidad del peso de la libertad siendo su amo. Él pretendía que le amasen con libre amor, al saber distinguir y elegir el hombre entre el bien y el mal, cuando la libre elección es una terrible carga para el ser humano.
La siguiente tentación de Cristo fue la de arrojarse desde unas almenas (Mt 4: 5-7), de modo que el pueblo viera que salía ileso. Nuevamente, les negó el milagro:
El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos.” Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar.
Jesús, en Mt 4: 7, contesta "No tentarás al Señor tu Dios". Recordemos que "tentar", del latín tentare, significa casi lo mismo que 'tantear', como 'ejercitar el sentido del tacto' (luego no se debe tocar a Dios) y 'probar a alguien, haciendo examen de su constancia o fortaleza'. No deja de parecer acertada la hipótesis del inquisidor de que las "tentaciones" no provenían del diablo, sino de Dios, actuando Cristo prácticamente como hombre, al no obrar milagros ni probar si existen, lo cual es, como dirá el inquisidor, una muestra de orgullo. Pero el hombre común no puede prescindir de las creencias:
Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.
El mismo orgullo podría inferirse de la tercera tentación, Mt 4: 8-10, "[...] le muestra todos los reinos del mundo, y su gloria, / y dícele: Todo esto te daré, si postrado me adorares. / Entonces Jesús le dice: Vete, Satanás, que escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás". De nuevo, el acto de no arrodillarse puede entenderse como una muestra de orgullo y de libertad, la libertad de elegir no tener amo.
Ahora bien, pueden comentarme que se trata de "no elegir otro amo que Dios", rechazando el diablo. Entonces, en este caso, estamos hablando de politeísmo, lo cual es incongruente en una religión monoteísta, o bien se trata de un dios y otro, que puede instar a pertenecer a otra comunidad creyente. Este matiz de comunidad es de vital importancia para comprender el sentido de lo que nos quieren transmitir tanto Dostoyevski como Unamuno. Dice el inquisidor:
El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: “¡Adora a mi dios o te mato!” Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses.
El hombre "quiere una religión común" porque estar atado a ella ("religión" viene del lt. religare, 'estar atado') conlleva pertenecer al gremio, al grupo de seres humanos, cuya fuerza es mayor. Por tanto, también será mayor su seña de identidad más notoria, su religión, que es uno de los rasgos más característicos de una cultura.
Por tercera vez, puede imaginarse que el Cristo bíblico actúa como hombre. Primero, demuestra o decide no hacer milagros, no altera las leyes de la naturaleza; segundo, no cree en milagros; tercero, es prudente y se alía con el dios del grupo más numeroso, que garantiza esa "fuerza incontestable". Se contempla el orgullo de la libertad de elección y de la razón, al prescindir de milagros, mas ese orgullo, que le impide arrodillarse ante un dios que se lo pide (y, por tanto, no se somete ante un amo autoritario) se combina con la prudencia de no comprometerse con el enemigo de un pueblo numeroso. Por tanto, busca su propia supervivencia (lo que cuadra con no tirarse desde unas almenas).
A este respecto dice el inquisidor:
Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. [...] Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándolo, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los [...] tormentos de la Humanidad.
Seguiremos resaltando términos como la "unión universal", "hormiguero" porque mantendrán relación con San Manuel Bueno, mártir. Como nota adicional, cabe preguntarse si, paradójicamente, ya que hoy se prima la identidad de los pueblos y, por tanto, las diferencias, subliminalmente aquellos que tienen "la espada de César" nos conducen (y nosotros nos dejamos conducir) a ese inmenso hormiguero con "religiones" como el capitalismo o la globalización.
Según el inquisidor, el rechazo de Jesús a las tres tentaciones significa el rechazo al poder que otorgan el milagro, el misterio y la autoridad. Afirmar que el milagro existe implica aterrorizarse, porque la naturaleza no funciona igual para todos; el misterio supone poner límites a la razón, cerrarle puertas, mientras un contubernio inaccesible (la Iglesia) contiene o dice contener en su seno todos los secretos; la autoridad consiste en declararse amos, quitar el pan al pueblo y luego dárselo, con lo cual el pueblo se alegra, porque hay un poder que se lo da, aunque antes se lo haya quitado. Todo ello garantiza la felicidad de esa mayoría que llamamos "el pueblo".
Cervantes, en Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) señalaba la diferencia y la relación existente entre "milagro" y "misterio" (2004: 285): “[...] no se ha de tener a milagro, sino a misterio, que los milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras veces.” El misterio tiene que ver con el conocimiento, un conocimiento explicable con la razón. El milagro no puede ser real porque escapa a la razón.
El inquisidor cita otro no-milagro de Jesús, el de "¡Baja de la cruz y creeremos en ti!", que no realiza por no violentar la creencia del ser humano "por el prestigio de lo maravilloso", lo que lo empujaría como "esclavo aterrorizado". Aquí está la gran tesis que sostiene el inquisidor, a la vez que Iván Karamázov y, a su vez, el Dostoyevski más joven que lindaba el ateísmo:
En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste?
Puede hacer lo que Él hizo una pequeña fracción de la Humanidad, tal vez, a la que pertenecerían los "superhombres". El
Übermensch está claramente presente en el ideario tanto de Dostoyevski como de Unamuno. El inquisidor considera esclavos a los seres humanos; Nietzsche defiende la posibilidad de alzarse sobre tal estado mediante la voluntad de poder (es decir, hacer uso de la terrible
libertad; se puede elegir hacer o no hacer algo porque
se puede) y afirma que el cristianismo y las tradiciones subyugan al hombre a un "espíritu gregario" junto con una "moralidad esclava".
Pero el personaje de Unamuno, don Manuel, junto con su discípulo Lázaro, van a ser superhombres fallidos. He ahí el punto más profundo e intrigante de la obra, porque sugiere, al mismo tiempo del engaño del vulgo, que la empresa individual de incredulidad no es una solución. Don Manuel no es un orgulloso, sino alguien que sufre y que merece compasión. Ángela, la narradora, nos mostrará la necesaria visión objetiva, donde su pertenencia al mundo de las tradiciones, al abrigo de la aldea, a la tutela de la educación religiosa, no condicionará lo que verá en don Manuel y en su hermano.
En primer lugar, para afianzar la tesis de la pureza de don Manuel, no bajo el sesgo del narrador ni ningún personaje, se muestran rasgos de él que ni siquiera su posterior anagnórisis como ateo podrán enturbiar. Unamuno dedica unas palabras a su voz (1980: 14):
Y era tal la acción de su presencia, de sus miradas, y tal, sobre todo, la dulcísima autoridad de sus palabras y, sobre todo, de su voz -¡qué milagro de voz!-, que consiguió curaciones sorprendentes.
La voz, en la tradición literaria, garantiza autenticidad. Sobre todo en el Barroco, época en la que se inculcaba el desprecio a la vida terrena en favor de la postrera, se decía que la realidad es engañosa, que la realidad es un engaño a los ojos. Por ello se confía más en lo que se oye de una persona, en la voz, que proviene directamente del alma. En el
Persiles de Cervantes la voz causa hasta encantamiento, a través de diversos personajes (Rull, 2005), y de igual manera ocurre en los oficios del párroco (1980: 16):
Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo […].
El efecto surtido de aquellas palabras era auténtico porque su sentir era auténtico, porque hablaba realmente con el alma. En efecto, en su íntima incredulidad, se sentía abandonado por Dios. Llama la atención que repita esa ecfonesis varias veces a lo largo del libro, pero, sobre todo, que sea un tonto -Blasillo el Bobo- el que repita sus palabras con la misma expresión, consiguiendo igualmente conmover a los parroquianos. El papel de este bobo, que tiñe el solemne martirio personal de don Manuel de ironía, es más importante de lo que parece.
La voz individual, cuando proviene de alguien de profunda personalidad y conciencia, produce encantamiento, pero la voz colectiva, cuando se unen todas las almas en una única expresión, también. Don Manuel, conocedor de la verdadera naturaleza del pueblo, necesitado de estar unido y de ser conducido, los reúne a todos y les hace decir el Credo a todos a la vez (1980: 17-18):
[...] reuniendo en el templo a todo el pueblo, hombres y mujeres, viejos y niños, unas mil personas, recitábamos al unísono, en una sola voz, el Credo: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Criador del Cielo y de la Tierra…”, y lo que sigue. Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las veces en nubes, era don Manuel.
Don Manuel, quizá Unamuno, sabía lo que el inquisidor de Dostoyevski: "Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano". El párroco del Valverde de Lucerna estaba consolando a la gente de la mejor forma posible, haciéndolos estar juntos, rezar juntos, siendo todos uno. No hay fuerza ni razón posible que pueda derogar esta ley humana. El ser humano es gregario; cuanto más gregario, más unido se sienta a su comunidad, mejor se sentirá. Dice
El Gran Inquisidor (1996: 409):
Pues la tribulación de estas lamentables criaturas no estriba sólo en buscar aquello ante lo cual yo u otro podamos inclinarnos, sino en buscar una cosa en la que crean todos y a la que todos reverencien, todos juntos, sin falta.
El propio párroco también es vulnerable a esa querencia. Sufre solo y alivia su sufrimiento en su contacto y entrega con los demás. Ese sufrimiento se lo guarda para sí, mostrando alegría: "[…] la alegría imperturbable de don Manuel era la forma temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y a los oídos de los demás" (1980: 25). Don Manuel le tiene pánico a la soledad ("Le temo a la soledad", 1980: 26), aunque de vez en cuando se fuese solo a las ruinas de la abadía cisterciense junto al lago.
Confiesa este miedo así a Ángela (1980: 27):
[…] yo no nací para ermitaño, para anacoreta; la soledad me mataría el alma, y en cuanto a un monasterio, mi monasterio es Valverde de Lucerna. Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?
Aquí procede señalar lo común y lo diferente entre don Manuel y el inquisidor de Dostoyevski. Ambos conocen o intuyen los límites de la religión cristiana, sus incongruencias, sus fallos, su incapacidad de consolar a todos. El inquisidor sabía en qué falló Jesucristo, lo que le condujo a tomar las riendas de la vida de los débiles hombres. Don Manuel es prácticamente ese Jesús, es hombre-dios, hombre divino, pero al fin y al cabo hombre. Necesita salvarse, como todo ser humano, y para ello tiene que sacrificarse por los demás. Lo que sacrifica Manuel es su vida, su dura condición de conciencia de ser único, de haberse dado cuenta de su capacidad de dudar, entregándose todo lo posible a la colectividad. El apercibimiento de su unicidad, de su razonamiento individual, le produce un sufrimiento incontestable y que debe guardar en secreto.
Ambos, el inquisidor y el párroco, guardan el secreto de su ausencia de fe. Conocen la incapacidad de la Humanidad de vivir sin amos, sin que la tutelen, sin que la hagan agruparse. Sin embargo, el inquisidor se yergue como amo, tomando las riendas del pueblo, sometiéndolo con "la espada del César", lo cual no deja de ser en beneficio del pueblo, mientras que el párroco, más débil, más humano, beneficia al pueblo sin usar la autoridad; simplemente, conservando y fortaleciendo la estructura ya hecha. A don Manuel le interesa que el pueblo perpetúe su tradición y su comunidad. "¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?"
Un ermitaño se parece a Jesucristo en cuanto a que puede enfrentarse solo a tormentos como las tentaciones o la soledad. Don Manuel no es un ermitaño, aunque quisiera serlo; por eso da esos paseos por la abadía en ruinas. "Yo no podría soportar las tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento" (1980: 27). El escenario es simbólico del propio don Manuel y del pueblo, aunque, como todo símbolo, pueda ser polisémico: el lago es agua estancada, en calma, no corriente, para representar el conservadurismo del pueblo, a la vez que su estado de paz; bajo el agua se dice que hay una iglesia sumergida, que alude a la religiosidad interna, más que interna, del pueblo, que lleva consigo a través de sus ancestros; la montaña del fondo, que se refleja en el lago, sugiere el elevado pensamiento de don Manuel, y la abadía en ruinas, su quebrada fe, su incapacidad para una reglada vida monástica.
Si uno no cree mucho en Dios, menos aún creería en el Demonio. Así, para la sorpresa de Ángela, tan educada en el cristianismo, "[…] nuestro don Manuel, tan afamado curandero de endemoniados, no creía en el Demonio" (1980: 31), ni en el infierno. Es curioso que en esto haya otra coincidencia con el inquisidor de Dostoyevski, que negara la autoría de las "tentaciones" al Diablo y se la atribuyese al "Espíritu Eterno". Parecen ambos, más que ateos, agnósticos. Creen en un espíritu divino más allá del ser humano, más allá de Cristo, sin llegarlo a comprender del todo. El inquisidor no se inmiscuye en qué es ese Espíritu Eterno, sino que le impreca a Cristo, como Hijo de tal espíritu, su fracaso.
Otro gran punto en común entre el inquisidor y el párroco, ya aludido, es el engaño. El inquisidor desvela una actitud fría y casi hasta patológica en su crudeza al esgrimir la autoridad sobre el pueblo mediante el engaño. La sociedad medieval se dividía en
bellatores,
oratores y
laboratores; mientras que los primeros,
los que hacen la guerra, dominaban al pueblo (los que trabajan) con las armas, según el inquisidor
los que oran lo hacen mediante el engaño. No niega que también sufran: "En esta impostura radicará nuestro sufrimiento, pues nos veremos obligados a mentir" (1996: 409). Pero la forma de mentir de don Manuel no es para sostener una institución como la Iglesia, sino para apaciguar conciencias, para darle felicidad al pueblo. Si no fuera párroco, seguramente se entregaría al pueblo para ayudarlo de otra manera. Le decía Lázaro a Ángela (1980: 46):
[…] es un santo, hermana, todo un santo. […] lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están encomendados; comprendí que si los engaña así -si es que esto es engaño- no es por medrar.
Era necesario fingir, ocultar la verdad. Decía don Manuel (1980: 46): "La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella". El inquisidor comparte esta idea, respaldada en la debilidad del ser humano: "Te lo juro, ¡el hombre ha sido creado más débil y bajo de lo que tú imaginas!" (1996: 412).
En toda esa "bajeza" podría hallarse que ni siquiera el ser humano cree, que no es capaz ni de creer ni de alzarse para no creer. El inquisidor sugiere que la masa, la colectividad, anula la capacidad de elección, por lo que el pueblo creerá por fuerza de la mayoría. Así lo considera también Lázaro, habiendo aprendido de don Manuel Bueno (1980: 47):
-Y el pueblo -dije-, ¿cree de veras?
-¡Qué sé yo…! Cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
Creer por tradición es un tipo de creencia paradójica. Es como no creer, pero compartir hasta tal punto los ritos y la cultura de un pueblo, hasta hacerlos propios e ineludibles, hasta no poder prescindir de ellos y formar el pensamiento en torno a ellos, es prácticamente creer. Decía anteriormente el párroco "toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo" (1980: 45). Esa creencia pasiva, de rebaño, mantiene al pueblo sumido en el sueño y conviene no despertarlo. Si se despierta, pasa de esa llaneza de sentimientos a "torturas de lujo" innecesario. Sentencia Lázaro su afirmación con el argumento de mayor autoridad, la cita bíblica de Mt 5: 3, "Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos". Es el mismo patrón de ser humano que se describe en
El Gran Inquisidor, el hombre incapaz de vivir del "pan del cielo".
Las "torturas de lujo" las conoce bien don Manuel. Se trata de la certeza de la muerte, la ausencia de vida ultraterrena, de Dios, de consuelo ante la muerte inminente. El pensamiento, que tanto eleva, también hace estragos. El padre de Manuel, que veía el suicidio como solución, luchó toda la vida contra tal tentación, sin hacerlo, pero, al igual que Manuel, siguiendo esta misma idea de su padre, luchar contra el suicidio es como suicidarse continuamente (1980: 52-53). La vida de don Manuel es un suicidio continuo. La negrura de la sima del tedio de vivir es mil veces peor que el hambre (1980: 53). ¿Cuántas veces se ha dicho que una persona sola se pierde en sus propios laberintos?
El hombre solitario o que quiere elevarse sobre su condición rueda en la insatisfacción perpetua. Hoy en día nos venden las técnicas orientales: intentar concentrarnos en el aire que suavemente entra y sale de nuestros pulmones,
mindfulness, meditación vipassana, etc., ejercicio en el que no somos capaces de concentrarnos más que escasos minutos; a partir de entonces nuestro cerebro vuelve a divagar, volviendo a la rueda de la insatisfacción. Don Manuel Bueno habla del "pensar ocioso" (1980: 19), que se corresponde con esa rueda (la
noria de los poemas de Machado):
Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: “Y del peor de todos, que es el pensar ocioso.” Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: “Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer […]” ¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía.
Esos pensamientos son los que a uno le pueden llevar a plantearse el suicidio. Las ocupaciones, ya sean sencillas, mecánicas, improductivas para el intelecto, alejan estos pensamientos ociosos. El ocio procede de un estatus social que permite tener ocio (en este caso, la profesión de sacerdote, "vivir como un cura"), porque es algo que no se pueden permitir muchos. En esta línea afirma también Unamuno/don Manuel, con relación a las promesas del socialismo pugnante en la época (1980: 58): "¿Y no crees que del bienestar social surgirá más fuerte el tedio de la vida?"
Según Lázaro, discípulo de don Miguel, existen dos tipos de hombres "superiores", en el sentido de que se escinden de la multitud y pretenden controlarla, en el que precisamente uno de ellos es el inquisidor (1980: 70):
Él [don Manuel] me curó de mi progresismo. Porque hay, Ángela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se ganen la otra; y los que no creyendo […] más que en este mundo esperan no sé qué sociedad futura y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro […] De modo que hay que hacer que vivan de la ilusión.
Aunque en cierto modo, como se ha dicho, la actitud del inquisidor beneficie al pueblo, con su mentalidad medieval o barroca despreciaba la vida terrena como transitoria, mientras que don Manuel insiste en que hay que vivir, porque viviendo se hace comunidad, de modo que la gente es feliz. El otro tipo de hombre nocivo era el propio Lázaro antes de conocer a don Manuel: un progresista dispuesto a acabar con las tradiciones para "despertar" al pueblo, cuando al pueblo hay que dejarle dormir.
Unamuno llega muy lejos, llega al límite de la ambigüedad al hacernos ver que la fusión con una comunidad nos hace sentir como ella, creer como todos los que la forman. En esa fusión con la comunidad hay una fusión con la propia naturaleza, que es, prácticamente, Dios. En uno de los diálogos entre Lázaro y don Manuel junto al lago, ven, allí, cantando, a una muchacha que representa todo lo tradicional. No hace falta que diga qué canción canta, porque se sabe que es una canción popular. Juan Victorio, al profundizar en este tipo de lírica, habla de "todo aquello que permitía al individuo reconocerse positivamente en su colectividad" (2001: 9), precisamente para exponer la naturaleza como símbolo. Así, la moza que canta es parte de la naturaleza y es, por tanto, eterna (1980: 54):
Mira, parece como si se hubiera acabado el tiempo, como si esa zagala hubiese estado ahí siempre, y como está, y cantando como está, y como si hubiera de seguir estando así siempre, como estuvo cuando empezó mi conciencia, como estará cuando se me acabe. Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la Naturaleza y no de la Historia.
Unamuno no marca un camino, sólo sugiere. Tampoco ahonda en pasadizos teológicos. Nos plantea una posible solución a un problema eterno: abrazar la comunidad y la tradición. La tradición garantiza la repetición, con lo que se apaciguaría la unicidad absoluta, la pérdida de algo que no volverá y la consiguiente melancolía: no tendría lugar el
Nevermore! de Poe, la "irreversibilidad del curso de la existencia" (Ferry, 2007: 25). En la vida que nos propone la naturaleza, bajo sus leyes, no hay final. Todo se regenerará, porque todo es eterno.
Hay cierta elección y, por tanto, libertad en el ser humano que nos sugiere Unamuno como más sabio y más feliz: la narradora, Ángela. Ella, a pesar del contacto con su hermano y don Manuel y conocedora de sus intimidades,
elige la tradición. Experimenta esta sensación de eternidad de la naturaleza: "No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí" (1980: 76). Con esa vida tan sencilla, se ha librado del sufrimiento, ha conseguido la salvación al estar acogida en el seno
materno de la comunidad. Ella sabe reconocer y abrazar esa fuerza, mientras que Lázaro y Manuel no supieron del todo, aunque en el fondo creían también. Dice Ángela al respecto (1980: 76-77):
[…] creo que don Manuel Bueno […] y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada. [...]
Y es que creía y creo que Dios Nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no escudriñados designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el acabamiento de su tránsito se les cayó la venda. Y yo, ¿creo?
Creían no creer, cuando en verdad creían, como todos. Nótese la proposición
creer lo que más nos interesa. Se trata de pros y contras, se trata de la elección ante las tentaciones, como las de Cristo. Con esto cabe preguntarse: ¿qué ganamos con creer? ¿Qué ganamos con creernos incrédulos? ¿Queremos ser superhombres, renunciando al consuelo de Dios, o aceptar y abrazar nuestra vulnerabilidad, poniéndonos en brazos de la comunidad o la autoridad? ¿Nos querremos así a nosotros mismos tanto como al prójimo? Pero, al defraudarnos, al renunciar a todo logro superior, al vernos como mentes débiles, ¿nos podremos querer?
Unamuno, muy sutilmente, enarbola la fusión con la naturaleza; ser naturaleza mejor que historia. La naturaleza es femenina, es el principio generador, la
mater tellus,
mater, materia. Cuando don Manuel tiene su "despertar" que le hará perder el vínculo con la comunidad, se secará su árbol, su nogal, al que ya le atribuía la idea de maternidad (1980: 20):
Cuando se secó aquel magnífico nogal –“un nogal matriarcal” le llamaba-, a cuya sombra había jugado de niño y con cuyas nueces se había durante tantos años regalado, pidió el tronco, se lo llevó a su casa y, después de labrar en él seis tablas, que guardaba al pie de su lecho, hizo del resto leña para calentar a los pobres.
Del mismo modo, Ángela, representante de la tradición, siente un amor protector, consolador, maternal hacia don Manuel: "Empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual; quería aliviarle del peso de su cruz del nacimiento".
La naturaleza, el seno materno representado por lo popular, el lugar de donde se procede y a donde se regresa, los orígenes, la tradición, es el alivio del pecado de nacer, de la cruz, según Unamuno.
No hay reto más difícil hoy en día, donde ya no hay ninguna burbuja de verdadera tradición rural, ni un lago en calma, ni hay manera de que se unan múltiples voces en una al querer siempre vocear unos más que otros. Nos quieren consolar el inútil tránsito por la vida con hedonismo de consumo. Es difícil, aunque no imposible, hallar resquicios por donde algunos, unos pocos, intentaremos mantener vivo ese nogal.
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Nogal bajo el cual estuvo el autor de este trabajo, cerca de Torla (Huesca). |
Bibliografía
CERVANTES, Miguel de (2004). Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Ed. de Carlos Romero Muñoz. Madrid: Cátedra.
DOSTOYEVSKI, Fiódor Mijáilovich (1996). Los hermanos Karamázov. Ed. de Natalia Ujánova. Madrid: Cátedra.
FERRY, Luc (2007). Aprender a vivir. Filosofía para mentes jóvenes. Madrid: Taurus.
RULL, ENRIQUE. El encanto de la voz en el Persiles, 2005. Con los pies en la tierra. Don Quijote en su marco geográfico e histórico: XII Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas (XII-CIAC), Argamasilla de Alba, 6-8 mayo de 2005 / coord. por Felipe B. Pedraza Jiménez, Rafael González Cañal, 2008, ISBN 978-84-8427-571-8 , págs. 553-565.
UNAMUNO, Miguel de (1980), San Manuel Bueno, mártir. Cómo se hace una novela. Madrid: Alianza.
VICTORIO, JUAN (2001), El amor y su expresión poética en la lírica tradicional. Madrid, Ediciones de la Discreta.