miércoles, 7 de abril de 2021

Qué significa ver níscalos

Hay algo mágico en el acto de coger níscalos. Para quien no los conozca por ese nombre, en muchas regiones se llaman robellones. Para que no quepa duda, se trata del hongo o seta lactarius deliciosus, una maravilla para el paladar, tradicional en nuestra cocina española en otoño, donde la forma favorita en mi familia suele ser a la plancha con un poco de sal, nada más. Pero, para mí y para muchos, el disfrute no está sólo en comerlos, sino en cogerlos. 

Es una tradición en mi familia ir todos los años a los dos o tres sitios que conocemos. El año del confinamiento autonómico fue un poco más difícil, por la limitación de lugares, pero algo se pudo hacer dentro de Madrid. Me estoy refiriendo al mes de noviembre de 2020, porque siempre es en noviembre, como menciona la canción de Sabina Más de cien mentiras: "setas en noviembre, fiebre en primavera...". El estribillo de esa canción es brutal:  

Más de cien palabras, más de cien motivos

para no cortarse de un tajo las venas.

Más de cien pupilas donde vernos vivos,

más de cien mentiras

que valen la pena.

Esa bella tradición de ir a por setas es una de esas cien mentiras para vivir, una de esas mentiras que valen la pena. Es una tradición con todo el peso de la palabra, porque no es solamente nuestra, sino popular, milenaria, mandada por la naturaleza, como la siembra, la labranza, la siega, la matanza y todo lo que iba ordenado por el perfecto reloj cósmico de los trabajos y los días, que ya decía Hesíodo. Mientras no cambie muy radicalmente el clima, habrá setas en noviembre o diciembre.

Sin embargo, estoy escribiendo esto en noviembre de 2021, un año después, porque no llegué a consolidar en su día la reflexión que tenía en mente. Este mes de octubre que ha pasado, tan caluroso que parecía una primavera, viene al caso un poema de Pedro Salinas que anoté para hablar de níscalos y quizá algo más. Menciona el mes de mayo, el mes resplandeciente de vida y juventud, primaveral por antonomasia, el que quizá tenga más de visual, por su luz y colorido, para entrar por los ojos. Tanto la primavera como el otoño son etapas de belleza en las que se ofrecen colores extraordinarios.

El tema que vengo a citar aquí es el de las imágenes que se nos quedan grabadas, lo que se ve con los ojos cerrados. Son dos mundos, el interior y el exterior, diferentes pero complementarios. He aquí el poema:

    "Vocación", Pedro Salinas (1929).

Abrir los ojos. Y ver

sin falta ni sobra, a colmo

en la luz clara del día

perfecto el mundo, completo.

Secretas medidas rigen

gracias sueltas, abandonos

fingidos, la nube aquella,

el pájaro volador,

la fuente, el tiemblo del chopo.

Está bien, mayo, sazón.

Todo en el fiel. Pero yo...

Tú, de sobra. A mirar,

y nada más que a mirar

la belleza rematada

que ya no te necesita.


Cerrar los ojos. Y ver

incompleto, tembloroso,

de será o de no será,

—masas torpes, planos sordos—

sin luz, sin gracia, sin orden

un mundo sin acabar,

necesitado, llamándome

a mí, o a ti, o a cualquiera

que ponga lo que le falta,

que le dé la perfección.

En aquella tarde clara,

en aquel mundo sin tacha,

escogí:

            el otro.

Cerré los ojos.


***

En la segunda mitad del poema está la clave: cerrar los ojos y completar lo que se ha visto con algo más.

***

En el mundo real, hace un año, mi padre, mi hermano y yo bajábamos del coche una fría mañana. Habíamos madrugado. Nos calzábamos las botas sentados en el maletero abierto del coche. Provistos de cestas de mimbre, partíamos en busca de nuestro apreciado botín, mirando ya entre las jaras cerca de donde habíamos aparcado por si acaso hubiera. 

A mí me gusta vestirme con un viejo pantalón de pana marrón que tengo desde tiempo inmemorial. Creo, incluso, que no es mío, sino que me lo dieron, por lo que debe ser de una generación anterior. La camisa que me ponga debe ser a cuadros y, encima, una sudadera o un jersey que no esté nuevo, sino un poco gastado. La cesta en una mano y la navaja en el bolsillo. Una pequeña mochila con el termo con café y unos bocadillos tampoco puede faltar.

El aire fresco y purísimo del pinar por la mañana es ya de por sí un objetivo cumplido de la excursión. Siempre es triste volverse sin encontrar ni un níscalo, pero estar en un entorno con tan espléndida manifestación de la naturaleza, aunque no sea ningún reconocido lugar turístico, ya vale la pena.


Nos vamos separando para ir peinando el terreno, sin perdernos de vista, pero siempre ocurre que nos dejamos de ver y hay que llamarse a voces. Suele ocurrir que no hay cobertura con el móvil, cosa que tiene su belleza, porque así pasaba hace treinta años cuando no había móviles y había que recurrir a gritos o silbatos.

Alguien suelta una exclamación de júbilo. Esa vez fue mi hermano:

-¡He encontrado uno!

Y suele darse el caso de que no es uno solo, porque en los alrededores hay algunos más. La imagen del primer o los primeros níscalos, semiocultos entre la hojarasca o las pardas acículas de los pinos, semienterrados, es providencial. Es la manifestación de lo divino escondido, el Deus absconditus, lo divino de difícil acceso para los seres humanos. Por eso es tan increíblemente valioso verlo, al menos para quienes sabemos valorar el grato hallazgo de este obsequio de la naturaleza, que surge solo, sin intervención humana (o a pesar de ésta), de formas, textura, olor y sabor maravillosos y que, insisto, no hay manera de cultivar en invernaderos. Todo lo bueno y bello que surge por sí solo tiene infinito valor, es un superviviente a la plaga humana y a las luchas de la propia naturaleza. Es un don, es un tesoro, es un regalo que debería colmarnos de felicidad.


En estos tiempos, con los móviles, es difícil contenerse de hacerles fotos. Parece que en cierto modo se los desvirtúa al fotografiarlos, como si se les robase el alma. Pero no, porque también es una manera de conservar el recuerdo, aunque se sepa que una foto no tiene nada que ver con el instante vivido en un bosque por la mañana.

A continuación, enumeraré una serie de fotografías que hice el año pasado de algunos bellos ejemplares de lactarius deliciosus que fuimos encontrando. Son de distintos días y de dos lugares diferentes. Se nota por las hojas secas de roble que hay en algunos, frente a otros donde hay más hojas de pino, musgo y briznas de hierba.










Este que ha nacido junto a un retoño de acebo es una preciosidad. Era, además, un níscalo perfecto.


En cada foto hay un mundo por observar, un infinito microcosmos: las hierbas variadas, el liquen, el musgo, las hojas de pino, trocitos de corteza, una o más piedras, palitos, etc.



Este está abrigado de tierno y mullido musgo, en su propio paraíso. En otro lugar ya debí decir que el musgo es la sinestesia de la vegetación. El musgo es el verde que se toca con verlo, porque su verde tan vivo, piloso, fresco y húmedo está tan bien conservado en nuestros recuerdos que la sensación nace inconscientemente al mirarlo.




En la foto sobre estas líneas, se aprecia la grata constelación de níscalos que tanto alegra encontrar. Ahí había por lo menos cuatro. Cuando eso ocurre, se acuclilla uno y los va cortando cuidadosamente con la navaja, con plena felicidad, acomodándolos en la cesta, con las láminas hacia abajo. La navaja queda manchada de jugo naranja. A continuación, se tapan los agujeros que han quedado en la hojarasca para proteger el micelio, los finos hilillos blancos en la tierra, que son realmente el hongo, pues la seta es lo que forma para reproducirse.




A veces, uno encuentra setas que no son níscalos ni nada que estemos buscando, pero que también son espléndidamente bellas. En la imagen superior puede verse una lepiota, que también es comestible, aunque, como es bien sabido, con las setas hay que ser prudente. Está bien dejarlas, si no se está completamente seguro, para que pueda reproducirse o para que las coja el que sepa.



Ahora es cuando procede explicar lo mágico de esta experiencia. No solamente me ocurre a mí, sino también a mi hermano. Se trata de que, tras la estupenda mañana de recolecta, al cerrar los ojos a uno se le aparecen automáticamente níscalos. No debe ser para tanto, es sin duda algo natural, pues al haber estado atentos para verlos y además haber incitado alguna emoción con ello, se nos graban y se nos aparecen en la memoria más inmediata.

O quizá sí que hay algo más y lo que significa ver níscalos es todo un regalo de los procesos inconscientes de la psique, nacidos sin cultivar, como lo que brota por sí solo en la naturaleza. Ver níscalos con los ojos cerrados, cada vez uno diferente, sin ni siquiera pretender recordarlos, es una imagen de conexión con una especie de vivacidad que hay en todo, manifestada a través de un bien comestible tan misterioso como ancestral. Los mismos humanos de edades remotísimas, o incluso no humanos, nómadas guarecidos en oquedades de la roca o profundas grutas, o también los ganaderos ya asentados en rústicas chozas, transitarían por los bosques en otoño buscando las mismas setas u otras parecidas, igual de sorprendidos de que ese extraño producto de la tierra no sea ni una planta ni un animal, ni haya manera de criarlos por la mano del hombre. Estos hombres y mujeres irían con sus hijos, igual que miles de años después, llamándose ilusionados con el primer níscalo que encontrasen o al encontrar una constelación de ellos. E, igualmente, cerrarían los ojos y seguirían viéndolos, como lo hicieron todas las personas de las generaciones anteriores y lo harán las de las venideras, si sobrevive Gaia a los excesos humanos, si no mueren los fantásticos hongos que habitan el oscuro humus de los bosques.

Ver níscalos es ver lo imperecedero como si estuviéramos en un nódulo de espacio, tiempo y mente del tiempo, de todo lo consciente a lo largo del tiempo, de lo que vieron todos aquellos que hicieron lo mismo, un mito o rito del eterno retorno. Por eso aparecen con tanta viveza. Por eso se dibujan en la imaginación níscalos que ni siquiera hemos visto: son los que vieron otros. Lo que queda de todos aquellos que vieron lo auténtico es precisamente eso: lo que vieron. Eso queda por ver y hacer aquello para lo que estamos hechos, que es convivir con la naturaleza y aprovecharla con comedimiento. Es posible que incluso esas imágenes sean tan vivas porque de algún modo la naturaleza participa en ellas, como si nos viese también en esos momentos.

Espero revivir todo esto este mes de noviembre, una vez más.

***

Notas para mí: 

- Volver a tener presente el Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore hominem habitat veritas

- Meditación por visualización.

- Contraste entre el mundo interior, a través de la idealización, y el exterior, pudiendo apreciar los dos.

- Relacionar la viveza de la idealización con una posible vivacidad de actitud ante las cosas: ¿qué es más importante para vivir, lo de fuera o lo de dentro? Pedro Salinas vivía a través de la idealización de la amada.




lunes, 5 de abril de 2021

Recuerdos de Moratalaz

 


Me preguntaba si a este pequeño texto de nostálgica distracción iba a llamarlo "memorias" o "recuerdos". Me decanté por lo segundo. Las memorias son algo más extenso y sistemático, con gran voluntad y empeño para hacerlas, mientras que los recuerdos parecen algo más difuso. Además, las memorias, como el nombre indica, deben ser una muestra de memoria, cuando a mí lo que me caracteriza es el olvido.

Tengo un símil en mi mundo interior que se me pone de manifiesto cuando las cosas no me van muy bien. Comparo el control que tengo sobre ciertas cosas con la extensión de un gran reino o imperio, que en cierto momento sufre una invasión o se está desmoronando. Cuando era más joven, ese gran territorio por el que campaban mis tropas se componía de otros reinos bajo mi control: Iberia, la universidad, los amigos... Cuando me iba mal en la universidad, me refugiaba en Iberia; cuando me iba mal en Iberia, me salvaba la universidad, hasta que reuniera fuerzas para retomar el trabajo en Iberia, y así, en una lucha constante. También estaban los grandes amigos, también alguna buena pareja. A veces, llevaba el símil al mar y lo que tenía era una flota, cuyas potentes naves eran esas mismas cosas.

Tanto en el reino como en la flota había una capital del reino y un buque insignia: mi origen, Moratalaz, donde siempre ha estado mi casa y mi familia. Era el último bastión siempre. La cuna de mi civilización, como Göttland para los godos, como Jerusalén para la Cristiandad, como Roma para Occidente, como la Rus de Kíev para Imperio Ruso o como Burgos para Castilla y para todo el mundo hispánico. Esa capital de mi vida es y ha sido siempre el lugar donde me he recuperado de los males, donde he encontrado paz o, al menos, donde los problemas quedan por un momento alejados, al darme cuenta de dónde estoy, en mi auténtica casa, acompañado y atendido inmejorablemente por mis padres -y mi hermano cuando está-. Las plantas siempre están sanas, gracias a mi madre. El canario, que afortunadamente sigue vivo a día de hoy, pía contento y come cuando nos ve comer. El aire está más limpio allí, con la mayor altura que tiene Moratalaz respecto a otros barrios, aumentada por la altura del piso en la soberbia torre, situada entre otras casas más bajas y antiguas, bellas, testimonio de otra época muy diferente...

La vista desde mi habitación (primera foto), desde donde veía el atardecer de joven, la sierra a lo lejos y, de noche, Venus y la luna (nunca bajaba la persiana), era un auténtico privilegio que no sabía valorar. Creía que vivir allí, los veintitantos años que viví, no era gran cosa. Pero sí que lo era. No es fácil tener una vista despejada desde la ventana. Rara vez se ve la sierra en otras casas; de hecho no la he visto desde ningún otro piso de Madrid que he visitado. Eso, me parece, me ha hecho de cierta manera, con esta insaciable búsqueda de expansión o espacio que nunca logro complacer, por una parte; mientras que, por otra, mis pensamientos han volado sin obstáculos como las golondrinas de la tarde. No es fácil pensar con claridad con un muro de hormigón gris delante, como el que tengo ahora en mi casa.

No puedo dejar de mirar ese paisaje, que mi padre desprecia, pero que a mí me parece tan viejo y tan noble como una ciudad medieval. Llevo la vista por los tejados, por las ventanas de las que cuelgan sábanas y ropa tendida, por los portales, por los pequeños espacios de tierra con hierba silvestre y cruzados de caminos, caminos que yo cruzaba y que siguen ahí. En una torre justo enfrente, más lejos, junto a la "plaza del 20" (el autobús), donde estuvo mi primer colegio, el Menéndez Pidal, vivía un profesor particular que tuve y que fue además un amigo. Una vez jugamos a enviarnos señales de luz, ya que desde su habitación se veía la mía. En otra torre, a la derecha, blanca, vivió un breve espacio de tiempo una chica del instituto que me gustaba. A la derecha, cruzando más allá, pasando ante el mercado (hoy casi no se presta atención a las galerías comerciales de los barrios), estaba la casa de Álex, mi amigo guitarrista, donde de jóvenes grabábamos música con medios precarios pero por eso mismo épicos. Mucho más abajo, más allá de Pavones, del "Champion" (hoy es un Carrefour Express, en la Plaza del Encuentro), bajando Vinateros, ya cerca del instituto al que fui, el Mariana Pineda, estaba la casa de Pepe, mi amigo de aventuras, viajes y muchas peripecias. 

Todo eso no lo pienso cuando estoy allí, pero parece que hubiera unas vibraciones invisibles que me hacen sentirme vivo por el hecho de estar allí. Mis padres están, y están juntos, y sanos, que es un lujo que menos gente de lo que parece tiene, y ponen gambas al ajillo de aperitivo los domingos, y sigue ahí mi cama, mi vieja cama con el colchón duro que me encanta, desde donde veo el cielo allí tumbado. Ver el cielo desde un piso de Madrid es un lujo, pero debería ser un derecho, porque da la vida. Toda persona debería poder ver el cielo desde su casa.

Por todo ello, tiene razón Álex cuando identifica Moratalaz con Rivendel, la antigua y segura ciudad de El Señor de los Anillos donde moran grandes reyes elfos y humanos, que guardan el orden y la historia de tiempos mejores, y donde los viajeros pueden descansar y recuperarse. 

Hoy, lunes 5 de abril de 2021, he dedicado un momento a visitar un lugar muy importante para mí. La idea ha surgido de improviso, mientras caminaba hacia el metro y veía, con suma tristeza, que muchas de esas casas bajas de ladrillo de cuatro o cinco pisos, con sus característicos portales avanzados o salientes, como vi hace poco estudiando los templos fenicios, están cambiando radicalmente de aspecto con la construcción de ascensores. El portal desaparece y se adosa a toda la fachada un horrible torreón que contiene el ascensor, que desentona con todo, aunque sea muy práctico. Además, no hay homogeneidad y cada casa lo pone de un estilo y materiales, con lo que el barrio queda feo y caótico.

Por eso, he ido, tras muchos años sin verla, a la antigua casa de mi bisabuela. Aunque han cerrado la terraza con barrotes blancos, he resoplado de alivio al ver que todavía no han construido el ascensor. La fachada está casi como estaba hace casi cuarenta años.



Era el bajo B. Allí tuve mi primer accidente, un infortunio del que no hay que culpar a nadie. Había un tramo de escaleras y el rellano de las dos puertas, el A y el B. Allí estaba yo en un carrito de bebé. La abuela Lola estaba abriendo la puerta mientras que el carro se movía ligeramente... y cayó y rodó por las escaleras. Creo que me pegué un golpe con el suelo en la boca y desde entonces tengo mucho morro.

La casa de la abuela era estupenda. Había siempre galletas y bizcochos, que era a lo que se limitaba el mundo de la repostería industrial de entonces, al igual que sólo había dos canales de televisión. En unos muebles del salón, alguna vez, había algo delicioso, unas pastas con almendras o con piñones que la abuela llamaba "perrunillas", que tal vez no se llamen así. La vajilla era de Duralex, de un vidrio marrón anaranjado, mientras que la de la casa de mis padres era verde. En esas tazas de cristal tomábamos siempre leche o infusiones con galletas. Así, a muy temprana edad, descubrí una infusión que tomaba la abuela, que no era poleo ni manzanilla, sino algo que olía bien y tenía un fabuloso color rojo, que redescubrí muchos años después en un viaje a Irlanda: el té.

Las tazas había que ponerlas en el borde de madera de la mesa de cristal. Era de contornos muy sinuosos, muy clásica, quizá poco práctica, pero me encantaba. Todo lo que había en el salón era de gruesa madera con caprichosas formas de curvas y volutas. Hasta la mesita del teléfono, clásico teléfono con dial, de baquelita verde o amarillenta, que era un lugar muy importante, creo recordar que también tenía esas formas. La tele también era esencial, porque allí veíamos, aparte de Barrio Sésamo, dibujos y otras cosas para mí, los toros (la abuela era una experta), El Precio Justo y Falcon Crest. A mí la serie no me llamaba demasiado la atención, pero El Precio Justo me gustaba, con su presentador Joaquín Prats citando a algún concursante con su característico "¡Aaaa jugaaaar!".

Todo ello se acompañaba con el juego predilecto que teníamos la abuela Lola y yo: el tute. Tenía una baraja de cartas cuyo reverso era de finas líneas grises, creo que de una caja de ahorros, con la particularidad de que media baraja debió mojarse y por eso muchas cartas estaban amarillentas. Algunas cartas las conocía por eso. Tiempo después, siendo yo adolescente, cuando murió la abuela y familiares no muy cercanos estaban vaciando la casa, fue eso lo que cogí, lo único, del cajón del mueble de la entrada: la baraja de cartas. Muchos más años después la tiraron mis padres sin ser conscientes del valor que tenía para mí.

Me entusiasmaba jugar al tute con la abuela, tal vez porque se dejaba ganar casi siempre. Cuando echaba una carta que yo me iba a llevar, solía decir: "ese as va a pasar mala noche". Pero a veces ganaba ella, y a mí no me molestaba, pues era lo justo y yo debía aprender a jugar con un buen contrincante.

Lo que se veía a un lado y a otro de la casa, en esa pequeña callejuela sin salida, era lo siguiente:


Ese edificio redondo del fondo era un colegio, una construcción gemela del colegio al que fui y que estaba un poco más lejos, el Colegio Público Menéndez Pidal, hoy una guardería. El de la foto creo que también lo es ahora. En otro momento debo hablar de ese primer colegio mío.




En la otra dirección, aunque no se vea, hay un parque grande y conocido. Es donde me paseaban en el carro. Recuerdo, aunque parezca increíble, el ruido de la tierra bajo las ruedas, ese cr-cr-crrrr de las chinas de tierra siendo desplazadas por las ruedas de goma o plástico. Allí también aprendí a montar en bici, tiempo después. Primero con "ruedines", luego sin ellos. Los ruedines creo que nos los había prestado Pepi, la madre de Pedro, un amigo del colegio de mi hermano.




Esta otra foto con la zona infantil es actualmente el parque que hay detrás de la casa. Nada que ver con cómo era antes. No había nada verde, sino que era de tierra, completamente despejado. Allí se erguían los clásicos columpios de hierro pintados de amarillo, cuya pintura siempre estaba bastante desconchada. Había un balancín, un tobogán, una torre cuadrada cuya cumbre era más estrecha, con dos asas, una media luna y lo principal: el típico columpio con dos neumáticos colgados de cadenas. Allí pasábamos muchas horas mi primo Mario y yo.

Mi primo Mario, a esa prehistórica edad de los cinco, seis o siete años, era uno de mis mejores amigos. Era un año y medio, más o menos, más joven que yo, pero estábamos muy a la par en todo porque yo me desarrollaba más despacio. Era él quien me enseñaba muchas cosas. Además, yo estaba muy flaco y flojucho, mientras que él solía estar más fuerte y vigoroso. Pero éramos dos niños, en general, bastante vulnerables, típicos de barrio de los ochenta, morenos, seguramente no muy bien vestidos (en aquella época no importaba) con chándal, bermudas, etc. Daba igual la imagen pública porque no nos teníamos que vender a nadie. Lo que importaba era jugar, jugar nosotros, con nuestra infatigable imaginación, ya que imaginábamos historias heroicas que recreábamos de alguna manera. En su casa, en Fuenlabrada, con los Playmobil (que entonces llamábamos "los clics") hacíamos historias dignas de películas de Hollywood. Pero en casa de la abuela, aparte del tute (también podíamos jugar, o él con ella cuando no estaba yo), teníamos el parque.

Cuántas horas pasábamos allí sin aburrirnos, con esos pocos aparatos de pesado hierro amarillo. El tobogán valía para un rato. A mí me daba respeto y no sabía si sujetarme a los pasamanos laterales o no, y cómo poner las piernas para no hacerme quemaduras con el rozamiento llevando pantalones cortos. Mi primo siempre era más atrevido. Creo que alguna vez se tiraba de cabeza o alguna audacia similar.

En la torre y la media luna no estábamos mucho. Aparte de trepar, no había mucho que hacer ahí. Además, no sé si nos prohibían lo de la torre, porque sí que era una altura considerable para romperse la crisma si nos caíamos. En la media luna, lo interesante era intentar recorrerla por debajo colgado como un mono o una araña (o mono araña) hasta llegar venciendo las fuerzas de la gravedad, boca abajo, al otro extremo. Como había que arquearse mucho y demostrar gracilidad, creo recordar que eso le gustaba a alguna chica.

Donde más estábamos era en el columpio propiamente dicho y en el balancín. Primero hablaré del balancín. Era, como todo lo demás, de hierro, pero con los dos asientos de madera, también vieja y pintada de amarillo, desgastada y rota, de la que a veces se podían arrancar astillas. El maneral del que había que agarrarse era una sencilla T. Siempre había un lado mejor que el otro porque uno estaba más hundido que otro. Bajo el pisón o hierro torcido que hacía de pata de cada lado, se formaba un agujero por las sucesivas veces que aterrizaba con fuerza el balancín. Nosotros aprovechábamos a explorar la dinámica de fuerzas y la resistencia de materiales colocando alguna lata debajo de la pata, para bascular y caer con fuerza aporreándola y chafándola. Todo ello nos hacía aprender también sobre la ley de la palanca porque uno pesaba más que otro. Yo siempre pesaba menos, así que había que tener cuidado. Una vez estaba el hermano de Mario, mayor y más grande entonces, el "Pedrito", que era siempre muy atento y muy gracioso con nosotros. A mí me atraía jugar con Pedrito (años después perdió el diminutivo) porque era más travieso o transgresor. Pero esa vez fui víctima de una travesura suya, porque, no sé por qué, se ofreció con mucho entusiasmo a montar conmigo en el balancín, cuando la diferencia de peso entre él y yo era abrumadora. Y, claro, de eso se trataba: bajó su lado con un gran empellón y yo habría volado de no ser porque me agarré fuerte a la T del manillar. Se me soltó una mano pero no la otra, de manera que di una voltereta en el aire sin soltarme, o casi, porque sí que di un trastazo contra el suelo. No sabía si enfadarme, porque no tenía tanta confianza con Pedrito, ni si llorar, porque le oía reír tan fuerte y tan alegre que no procedía. Así que ahí se quedó la cosa.

En el columpio, y ya no me extiendo mucho más con esto, el primo Mario y yo solíamos tener un problema. Siempre había mayores que hacían actos vandálicos para fastidiar a los niños (por cierto, entre los peligros de los mayores, estaban las célebres jeringuillas de los drogadictos tiradas por el suelo, de las que nos habían enseñado a mantener la distancia) y uno de esos problemas era que colgaban las ruedas de asiento del columpio de los vértices del puente. Si encuentro un momento, hago un dibujo para aclarar esto. El caso era que no nos podíamos columpiar cuando colgaban ahí arriba las ruedas. Pero Mario era intrépido y aprendió a trepar por las gruesas barras amarillas y dar un empujón al pesado neumático para que cayese.

Nuestro juego favorito, y peligroso, era competir a saltar desde el columpio. Basculábamos a ver quién llegaba más alto, pero eso no era suficiente, y jugábamos a tirarnos del columpio en el punto más alto de la oscilación. Era como volar por un momento. El suelo estaba duro, las chinas de la arena se clavaban en la carne, pero valía la pena. Tal era nuestra afición a ese tipo de saltos, que recordaba al del salto de esquí, que dibujábamos en la tierra una serie de arcos concéntricos con numeración, para ver quién llegaba más lejos. Para lograr mayores logros, el salto se hacía individual, no al unísono, siendo uno el que empuja el columpio desde detrás y el otro el que va a ser lanzado por los aires. Recuerdo la técnica: con las piernas se acompañaba el movimiento, el aire corría cada vez más fuerte por la cara, y llegaba el momento de sacar los codos de los brazos por delante de las cadenas, para que no estorbaran al salto... El primo llegaba más lejos, pero porque saltaba antes de llegar al culmen, para tener más fuerza y velocidad hacia adelante. Yo subía mucho, pataleando en el aire, logrando mayor altura, pero ese tiro parabólico del cual el proyectil era yo debía tener mucho ángulo.

A veces ocurría que interactuábamos con alguien. Una vez pasó algo bonito, y fue que mi primo se dio cuenta de que nos estaba mirando una chica desde una ventana. Yo miraba y no veía a nadie. Se escondía. Pero en cierto momento salió otra vez. Él y yo cuchicheábamos medio de espaldas, imaginándonos cualquier posibilidad de aquello. Cuán fue nuestra sorpresa cuando, un rato después, la niña, que tenía nuestra edad, bajó al parque y vino hacia nosotros. Yo me moría de vergüenza y no me seducía la idea de tratar con una desconocida. Creo que por eso fue a hablar con mi primo. Se saludaron y le dijo algo al oído, ella a él, generando en mí una impaciente curiosidad. Le pregunté a Mario qué le había dicho, mientras ella aguardaba a prudente distancia.
-Dice que si queremos ser sus amigos -me transmitió mi primo.
Así que deliberamos unos instantes y le dijimos que sí. Y ya fueron sonrisas y no sé qué más. Creo que no la volvimos a ver después de ese rato de charla y juego.

En otro momento, pasó algo malo. Estábamos el primo y yo en el balancín y vi un ratón, un ratón chiquitito, corriendo por el zócalo de la casa de la abuela pegado a la pared. En la siguiente foto puede verse ese zócalo. El ratoncillo estaría corriendo a la altura de la moto, que es justo donde estaba el balancín. Yo salté inmediatamente a cogerlo, con éxito, pues lo pillé con los dedos del rabo. El ratón chilló, un chillido bajito y agudo, mientras forcejeaba por liberarse. Yo sólo quería curiosear. El caso es que allí cerca estaban tres jóvenes mayores, de esos terribles, tres o cuatro veces más altos que nosotros, impetuosos y que daban espantosas voces. Gritaron "¡una rata!" y vinieron corriendo a quitármela. Yo no pude resistir ese acoso y se la di. Se la llevaron a la parte baja del tobogán y allí la mataron aplastándola a pedradas.
Después del llanto, cuando ya se habían ido, mi primo decía:
- No era una rata. Era un ratoncito.




Ya que está esta foto, aprovecho a contar otro recuerdo, uno bueno. Era que en esa tercera ventana contando desde la izquierda, la que tiene unas flores rojas, aparecía a veces la mano de la abuela Lola y su voz llamándonos. En su mano había cinco duros: ¡era para que nos comprásemos chucherías! A veces, eso sí, nos encargaba comprar también una barra de pan. Entonces, emprendíamos la breve excursión alejándonos un poco de la casa para ir a la panadería, cuyo nombre quizá no fuese panadería, sino algún término genérico como "alimentación" o el típico ochentero "frutos secos". Entonces no había chinos y esas pequeñas tiendas las llevaba algún sencillo compatriota.

En esta otra foto se ve el local, que todavía sigue, aunque seguramente ya sea chino, al pie de esa torre. Allí, con el presupuesto que teníamos, echábamos cuentas de qué nos podíamos comprar, deliberando en qué era mejor gastarse el dinero: chicles Cheiw o Boomer, palotes, lenguas de pica-pica, regaliz rojo (el negro entonces no me gustaba), Chupa-chups, etc. En verano, lo mejor era comprar un "flash". Mi favorito era el del lima-limón. Los de 5 pesetas eran cortos pero muy anchos y cundían; lo malo era que me cortaba con el plástico las comisuras de la boca. Mejor los de 10 pesetas, claro, más largos y estrechos.



Por último, hablando de veranos, siempre venían los tíos de Francia. Era el tío Ángel, uno de los hijos de la abuela Lola, hermano de mi abuela Isabel, que venía con la "tía Mari". Vivían en Lyon, desde aquella época en que los españoles éramos los que emigrábamos a Europa en busca de trabajo y mejores condiciones de vida. Los tíos de Francia siempre traían chocolates nunca vistos, regalos de buena calidad para mi hermano, para mí y para los primos, y alimentos y vinos buenos para nuestros padres. Se pasaban todo agosto en casa de la abuela, así que era costumbre ir a verlos y pasar las tardes con ellos. El tío Ángel era muy divertido con sus expresivos gestos, impresiones de ciertas cosas, sus sinceros y joviales desprecios de otras cosas, etc. Eso sí, había que aguantar de él que todo en Francia era mejor que aquí, que seguramente lo era, pero no sentaba bien.

A veces íbamos a por helado de corte al quiosco que había en la acera ante el parque donde aprendí a montar en bici. Aparte de los típicos helados de Camy, Frigo, etc., había en esas pequeñas heladerías el típico bloque de helado de tres gustos, que te cortaban y te servían con las adecuadas placas de barquillo. Poco tiempo después lo prohibieron por no ser higiénico, pero seguramente sería por no ser buen negocio, porque era muy barato. Era un helado estupendo.

Y lo que se solía hacer por las tardes era algo que hoy sorprendería porque no es propio del común de la gente: bajar un montón de sillas plegables al parque, incluso a veces alguna silla normal, colonizando un cuarto creciente de hierba a la sombra, y estar ahí al fresco charlando, los tíos, la abuela, los padres, los niños... Hoy en día eso suelen hacerlo más bien los gitanos, pero entonces era normal en muchas familias, cuando el mundo no estaba tan masificado y en los parques había sitio para todos.

Aquí nos poníamos, justo delante de la casa de la abuela. Supongo que ese bar con terraza lo construyeron para que la gente no se bajara sus sillas y aprovecharan a tomarse algo. Creo que alguna vez hicimos uso de él.



Ese círculo o semicírculo de sillas, abuelas, padres y niños desparece, se esfuma. La bisabuela se fue hace mucho ya. La casa se vendió, siendo la última aquella vez cuando entré a coger la baraja. Los tíos de Francia fallecieron también. Todos somos ya mayores, adultos, con nuestras vidas, muy lejos de todo aquello. 

Intentaré rescatar más recuerdos cuando tenga tiempo.