Estoy
escuchando Tubular Bells II, de Mike Oldfield. “Es terapéutico”, decía Sergio
aquella vez en su coche, llevándome al trabajo (aquel trabajo), una de las
pocas veces que puso música en vez de podcasts en inglés. “Es terapéutico”, me
intento decir yo mientras lo escucho ahora, más de dos años después, en mi
ordenador portátil, a través de Spotify, en la soledad de mi casa.
Algo me suena
de lo que quiere significar ese disco del año 1992, un buen año, una buena
época. Pero no llega a tocar las profundas fibras que tengo dormidas o
enfermas. No llega por mi melancólica inercia que me bloquea el recuerdo o bien
por reproducir música con el ridículo altavoz del portátil. Antes era un disco
de vinilo en casa de mis padres, con un equipo de música con bafles de madera,
en ese piso de Moratalaz, de ladrillo de verdad, con vistas al atardecer y a la
sierra desde mi habitación. O bien era una cinta TDK en un radiocasete en el
coche, en el Opel Kadett de mi padre, de viaje a los Pirineos, o a Asturias, o
a algún otro lugar mágico. Nos turnábamos mi hermano y yo para sostener el
radiocasete en las rodillas. Había algo especial y muy importante en las
cintas: dejaban constancia del paso del tiempo, hacían de la música una prueba
física de que algo había estado pasando. Eso era porque se veían girar los rollos
de cinta magnética, que se iba pasando de un lado a otro poco a poco. Y el
tiempo era cíclico, en eternos ciclos de destrucción y regeneración, como en el
hinduismo: lo que había sido el final se convertía en el principio al darle la
vuelta a la cinta.
Las cintas,
como relojes de arena que se vaciaban y se llenaban, eran testigos de los viajes
de nuestras vidas. Phil Collins, Dire Straits, The Police, REM, Joe Cocker,
Tina Turner, Enya, Joaquín Sabina, Miguel Ríos, Víctor Manuel y Ana Belén,
entre otros, eran las unidades de medida. Eran siempre nueve cintas: las ocho
que entraban en un estuche que era realmente un botiquín vacío (debía ser un
obsequio de compra, porque por fuera ponía “Domestos”, una marca de
productos de limpieza) más la cinta que iba en el radiocasete.
Ya no existe
nada de todo eso. Parecía que no se iba a acabar nunca. Desde que tenía uso de
razón, había cintas y discos de vinilo. Había viajes sentados mi hermano y yo
en los asientos de atrás. Pero un día acabó todo eso, no sé cómo. Me suena un
capítulo de la serie “Aquellos maravillosos años” donde la familia va por
última vez a pescar. Lo enfatizaba el narrador: "Aquella fue la última vez que fuimos a pescar juntos". Aquel capítulo me conmovió, como otros muchos, porque
parecía real y a nosotros nos pasaría algo parecido.
Todo esto
viene al caso por la intención de este texto, que es hacer recordar el paso del
tiempo. Como cada día, me ha costado horrores levantarme de la siesta, sin
voluntad para nada, sin ningún aliciente realmente digno de consideración para
no quedarme en la cama hasta el día siguiente. Suele ser el hambre lo que me
empuja a levantarme, o las obligaciones de mi actual trabajo, que no me motivan
para nada. Los días pasan como garbanzos que se van echando a un bote. Dan
igual, no valen mucho. Seguramente uno se muere cuando se llena el bote. Pero
si así fuera, al menos habría un instrumento de medida, como las cintas del
radiocasete. Con los días de personas como yo, no existe ni eso. Sólo esperar,
sin más constancia que la lenta degradación de mi cuerpo. Como decía un viejo
amigo, Pablo Ramos, “esperamos al final de la jornada, al fin de semana, a las vacaciones, a
jubilarnos… ¡Esperamos a morirnos!”
Pero hoy me he
levantado por otra cosa. Me he acordado de algo. No he encontrado lo que busco,
que es alguna clave que me haga reencontrar el camino que perdí hace mucho.
Pero me he acordado del misterio que rodea al paso del tiempo. Resulta que lo
que ocurre en el tiempo suele tener sentido precisamente cuando sabemos que el
tiempo se acaba, salvo en la juventud, porque no sabíamos que se acababa. La
juventud es como esa aura azul brillante de los personajes de los videojuegos
cuando comienzan una vida, que los hace invulnerables unos segundos. Pero, en
los demás momentos, hay que ser conscientes del tiempo.
Recordé que
con una exnovia iban las cosas mal, pero teníamos reservado un viaje. Como
suele pasar, surge la necesidad de anular las reservas de todo, tal vez perdiendo
dinero. Pero ella propuso algo muy inteligente: “Vamos a darnos un homenaje. Lo
dejamos después del viaje”. El pacto era concentrarnos en disfrutar de todo lo
que viésemos y comiésemos sin hablar del futuro ni de las causas de la ruptura.
Así lo hicimos, porque efectivamente, tras el viaje, los problemas rebrotaron y
tuvimos que romper de mala manera. Pero el viaje fue excelente. Fue bien porque
tenía un final marcado.
También creí
entender en mis lecturas de Pedro Salinas que el amor, cuando sale de uno de
manera intensa, se vincula con el tiempo en una relación de dependencia: ese
amor siempre se está acabando, porque es muy difícil o imposible, así que su
milagrosa existencia no puede durar mucho. La certeza de que se va a acabar es
lo que lo hace intenso, como la leña cuando arde en un hogar. Arde porque se
consume. Alumbra porque se acaba.
Así que se
está consumiendo mi vida, sin finalidad alguna, sin utilidad para nada ni para
nadie. Pero saber que se acaba, que inexorablemente se acaba, que va quedando
cada vez menos tiempo, menos leña, menos rollo de cinta, menos arena en el reloj,
me ha hecho ser consciente de mi propia combustión. Si no veo luz ante mis ojos,
tendré que mirar la mía propia. Si el tiempo que se me ofrece por delante no ilumina
nada, tendré que mirar el iluminado por detrás. Si no queda nada interesante
por vivir, que al menos no se pierda lo vivido, mientras pueda verlo.
Tengo que
esforzarme en reproducir para mi alma vacía todo lo que viví cuando estaba llena.
Si no me llena nada de lo que hay fuera, tendré que buscar dentro.
Porque el
tiempo se acaba.
Ya queda menos.