El profesor de lengua del instituto Nikolái Gógol de San Petersburgo, del distrito Primorsky, buscaba siempre alguna excusa para saludar a la orientadora, que solía dejar entreabierta la puerta de su despacho:
-Buenos días, Natalia Goncharova.
-Buenos días, Vladímir Lenski, ¿cómo va?
No sabía por qué le atraía tanto esa mujer. Tenía la boca ligeramente torcida, su cabeza también solía estar algo combada hacia ese lado y solía menearla con un tic interminable cuando asentía. Sin embargo, tenía cierto atractivo y era muy agradable, siempre con una sonrisa cálida.
El recreo, sin embargo, lo pasaba con sus amigos Serguéi Mechtálov y Víktor Igrákov, profesores de biología y de educación física respectivamente. Serguéi, rollizo pelirrojo de risa fácil, tomaba el café con doble de azúcar y Víktor, fortachón de anchas espaldas con los ojos penetrantes, lo tomaba sin nada, pero tenían en común su afán por dar consejos a su querido Lenski en materia amorosa.
-Tírate a la piscina, Volodia, llévale un ramo de flores a su despacho y dile todo lo que piensas. No como en tus poemas filosóficos. Tienes que decírselo desde dentro, explota, díselo con todo tu sentimiento- decía Víktor.
-Ya te lo he dicho: aún si no sé si me gusta. Luego está además el hecho de que nos vean, y verme yo con ella. El juicio al que nos sometan los demás y el mío propio…
-Pero, ¿sabes realmente qué es eso? Otra capa más de la cebolla que debes quitarte- y reía Serguéi, como cada vez que usaba esa metáfora, como un duendecillo tintineante.
Tenía Lenski otra cuestión que le preocupaba. Hacía poco su editor le había regalado unos cuantos ejemplares de su libro de crítica literaria, los cuales donó orgullosamente a la biblioteca del instituto. De vez en cuando iba al estante a ver si alguien había sacado alguno, o si en la ficha constaba el sello de haber sido prestado, pero seguían inmaculados. Ni siquiera el director del centro, Chadáiev, le había felicitado. Jamás había sido tan ignorada su obra. “Es normal”, se decía, “éste no es el sitio”. Pero tras tantos años de trabajo solitario en casa necesitaba algún reconocimiento. Meditaba la procedencia o no de ceder al pueril impulso de mostrar su obra noche tras noche, bebiendo té con brandy, rascándose unos bultitos que notaba que le estaban saliendo en el cuero cabelludo.
El día en que el instituto realizó la excursión al Palacio de Invierno, Natalia estaba espléndida. Vestía un traje negro. Ocurrió algo inaudito: en cierto momento Natalia y Vladímir se quedaron solos, fuera de la vista del grupo. Hubo una mirada infinita y que motivaba algo como vértigo, y Vladímir la cogió del talle, con la audacia brutal de introducir una mano bajo su vestido. Ella no se alteró, pero ninguno de los dos pudo acercarse a los labios del otro ni un ápice, y la mirada acabó por derrumbarse. La sensación era de una inmensa inquietud e incertidumbre.
No se atrevió a contárselo a sus amigos. El mundo, además, seguía en movimiento y Víktor hablaba, entre la modestia y la alegría de contarlo, de su última nueva conquista amorosa.
Con esa incertidumbre de la impotencia de la conexión en el amor, más aún tratándose de un alma conocida (debía ser eso: a Natalia la “conocía”), y con la no menos grave impotencia de haber sido su obra científica ignorada, llamó a su viejo maestro Iván Kreslin, catedrático de Literatura Rusa de la Edad de Oro en la Universidad Estatal de San Petersburgo, ya jubilado.
Fue la primera vez que iba a la casa del gran profesor. Lo curioso es que se parecía muchísimo a la casa de sus padres, en donde Vladímir había vivido hasta los veintitantos años. Sabía cómo era exactamente la distribución de la casa, y Kreslin parecía darlo por supuesto.
-Cuando leas el libro verás que te cito muchas veces y que repito casi todas tus ideas, demostrando tus teorías con nuevos ejemplos de literatura contemporánea. Hay aportaciones mías propias, como verás, que se distancian un poco de tu tesis…- explicaba Vladímir.
Pero Kreslin no le hacía el menor caso. Le había hablado de sus asuntos, igual que él, de manera que el diálogo era de besugos. En cierto momento se metió en el baño y Vladímir se vio sentado esperándole en la cama del dormitorio, equivalente al de la casa de sus padres. De pronto, a sus anchas, el catedrático salió del baño desnudo diciendo algo del aseo personal, y abriendo las cortinas para que entrase luz en la habitación. En el aire volaban nubes de pequeños mosquitos que se metían molestamente en la boca y en los ojos.
-Lo más importante, Vladímir, es que te quites las plantas de la cabeza.
Se hurgó el escaso pelo lacio en la parte superior del cráneo y tiró de las briznas de hierba verde que le asomaban entre los pelos. Vladímir, entonces, atónito, se palpó su propia coronilla con incipiente calvicie, y sintió anchas hojas verdes por todas partes, que llegaban a cubrirle las sienes. Por un momento se alegró de que le taparan la calvicie, esas frescas láminas que se notaba en sus vergonzosas entradas, pero también percibía que era patológico. Se acordó de Serguéi y de las capas de la cebolla: hay que quitarlas. Agarró las plantas fuertemente con los dedos y dio un tirón seco. Dolió. Miró lo que había sacado: una planta en cuya base, una especie de ventosa blanquecina, había un poco de sangre. Se tocó y notó el agujero descubierto, entonces muy sensible.
Se fue arrancando todas las plantas, una tras otra, quedando su cabello cada vez más ralo y escaso. Lo preocupante fue que encontró una planta más fuerte que las demás, la última. Agarró todas sus hojas y tiró, pero esa planta, a diferencia de las demás, tenía raíces: soportando el dolor oyó crujidos de pequeñas raíces que se partían, carne que se levantaba como tierra, piel que se despegaba del hueso del cráneo. Bajo la piel notó deslizarse los prolongados flagelos. Dolía, escocía, pero se alegró de que la raíz estuviese saliendo entera, que saliera ese parásito, esa cosa que no era suya y que se había extendido por toda su cabeza. Por fin la arrancó completamente, rosada de sangre. Se aplastó con los dedos el cráter gelatinoso para retener la hemorragia. Respiró con alivio, con una plena sensación de salud recobrada.
Al día siguiente entró en el Departamento de Orientación con un ramo de flores. Sus libros los llevó a la Universidad Estatal.
-A partir de ahora escribiré poesía –les dijo a Víktor y a Serguéi. Y brindaron con vodka.