sábado, 22 de octubre de 2016

La fuga

Campo de concentración de Sachsenhausen (Oranienburg). Foto: E. M. C.


Como cada noche, el recluso sacrificaba varias horas de sueño en cavar el túnel. Había costado muchísimo llegar hasta donde había llegado: años y años de trabajo, de ganarse y de perder amistades, de servir a indeseables, de comenzar algo para luego desecharlo y volverlo a comenzar… y todo por un solo propósito: llegar algún día a escapar.
Lo primero fueron los preparativos, todas las precauciones en cuyo diseño todo el tiempo invertido estaba justificado. Un plan no podía arruinarse por confiar en la suerte. La suerte equivale a la Fortuna en otras épocas: tan pronto te sitúa en lo más alto como en lo más bajo. Así, para evitar cualquier imprevisto, tuvo que dedicar mucho esfuerzo a garantizar la seguridad de su plan: unos trozos de cuero para atenuar el roce de las patas de la cama, un muñeco para dejar tapado con las sábanas, una linterna, pilas y, sobre todo, útiles para excavar: una azada sin palo, un mono de trabajo, una cuerda, un escoplo, un martillo, una lezna… Haber llegado a conseguir todo eso le había supuesto muchísimo esfuerzo.
Cada noche se quedaba leyendo libros de Historia, su afición y su profesión, hasta entrada la madrugada. Los guardias tenían que verle leyendo con la linterna, y con ello obtenía la excusa de tener suministro de pilas. Pero no le importaba leer: al fin y al cabo, estudiar siempre le había sido útil. Luego, en los minutos del cambio de guardia, venía la operación más arriesgada: mover la cama, sacar del agujero el muñeco, colocarlo en una postura idónea, meterse él por el agujero tirando de la cama contra la pared, y descender por una cuerda, sigiloso como un ratón. Nadie, absolutamente nadie, conocía su plan. Ni sus más íntimos compañeros de la cárcel.
Los primeros años habían sido los más duros. Como en todas las recreaciones ficticias del género carcelario, había sufrido burlas y vejaciones. Desde aquellos primeros tiempos, el jefe de los funcionarios, un hombre de rostro enjuto, inexpresivo, con escaso pelo gris, había visto y oído las injusticias que había pasado el historiador. Por eso a éste le resultaba odioso: casi nunca hablaba, le daba más trabajo que a los demás presos, y si alguna vez, en la hora de la comida o en el patio, surgía alguna cuestión de historia donde podía hablar, y se acercaban a escuchar curiosos, el funcionario también se acercaba, cosa que le molestaba enormemente.
–Con lo bien que analizas todo lo ocurrido, y la buena memoria que tienes, deberías escribir la historia de este lugar –le decía su mejor amigo, un preso que ingresó a la vez que él, hacía once años–. Tú podrías hacer que se conservase la memoria de este sitio: que los siguientes que vengan sepan quiénes fuimos los que consumimos nuestras vidas aquí.
–Puede ser, una especie de intrahistoria –contestaba él–. Tienes razón: nadie sabe ya qué representan esos nombres marcados en la pared, ni quiénes han muerto aquí. Déjame un poco de tiempo, pronto empezaré a escribir.
Pero seguía cavando por la noche, con paciencia infinita. No podía desaprovechar lo que le había otorgado la Providencia divina: una noche, después de que los de siempre le hicieran tragar un canto rodado y le rompiesen un dedo, rompió a llorar en su celda, y se golpeó con la cabeza en la pared, maldiciendo su vida. Pero entonces notó que sonaba a hueco: era una falsa pared entre una columna y otra del edificio. Cuando reunió los materiales, mediante ingenio, hurto y contrabando, pudo practicar un orificio por el que cabía entero, y podía ocultarse con la cama. Descendía por una cuerda hasta los sótanos, y allí, ataviado con un mono de mecánico, iba cavando hacia la libertad. Dormía menos de tres horas cada noche; por eso renqueaba soñoliento por el día, motivo por el cual era objeto de burlas y novatadas, y recibía el mote de “el Marmota”. No le disgustaba: las marmotas cavaban túneles.
Pero a veces estaba a punto de desfallecer. Con esa alarmante falta de sueño, mala comida y pesadas burlas la falta de salud y de ánimo le iban pesando. Sabía que le quedaban por lo menos otros diez años de cavar al ritmo que llevaba. Pero de no hacer nada, para salir de la cárcel, tendría que esperar cuarenta. Y cuando saliera, ya sería un anciano, sin fuerza, sin salud, sin nada. Tenía que salir de allí, tenía que intentarlo. Le dolían los ojos con la escasa luz de la linterna; le dolían las articulaciones, la espalda, el cuello; respiraba polvo, se le marcaba la cara de arrugas y los ojos con profundas ojeras. Pero tenía que salir de allí.
Sin embargo, podría descansar y no salir. Alguna que otra noche decidió no cavar. Su voluntad oscilaba en profundos vaivenes entre la depresión y el entusiasmo. Podía seguir granjeándose amistades, confiar en la benevolencia del alcaide por su reputación intachable y buen comportamiento. A lo mejor le concedían la libertad antes. Mientras tanto, escribiría la historia de la cárcel y de sus compañeros. Pero cuando soñaba con su pueblo, con paisajes olvidados, y se veía obligado a comer fatal y aguantar a indeseables, se llenaba de rabia contra el mundo:
–No. No me conformaré. Tengo que salir de aquí.
Y esperaba a la noche para volver a bajar por la cuerda y continuar el túnel. Era admirable la cantidad de metros que llevaba. La mayor obra de su vida. Había trabajado sin descanso: sería absurdo abandonarlo.
Una noche, sorprendentemente, una noche fatídica, decayó hasta un punto que ni él imaginaba. Había topado con un muro de hormigón, quizá de los cimientos de la cárcel. Romperlo suponía muchísimos golpes de cincel para solamente sacar pequeñas esquirlas; o bien desviar el túnel hasta a saber dónde. De nuevo, como once años atrás, lloró amargamente, pero esta vez con plena impotencia, vencido para siempre. Tiró las herramientas y se dejó caer al suelo.
–Levántate. Deja de llorar.
La sorpresa fue tan grande que casi se le salta el corazón del pecho. Y más todavía cuando abrió los ojos y vio allí, junto a él, al jefe de los guardias, el hombre imperturbable.
–Es un antiguo búnker. Ya estás fuera. Rodéalo, y sigue cavando en dirección norte. Vamos, “Marmota”, vas bien.
El historiador seguía perplejo, pero el guardia se había dado la vuelta y se alejaba despacio por el túnel, encorvado. Se detuvo un momento y dijo:
–Llevo observándote desde el primer día. Pero no se te ocurra hablarme. Eres el preso más trabajador que jamás ha pasado por aquí, por eso tienes que salir. Pronto me jubilo y aún no habrás terminado: procura no volver a caer. Estás solo, y lo que no hagas tú, no lo va a hacer nadie por ti.

No volvió a aparecer, y efectivamente aquel hombre terminó su vida laboral en la cárcel. Pero después de otros tantos años, el historiador al fin logró escapar. Y por fin comenzó su Historia. 

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