sábado, 16 de septiembre de 2017

Sobre discotecas y ermitaños

Son las 6:53 de la mañana. El Ermitaño vuelve a su cueva después de una expedición nocturna en busca de amor, o más bien de un paliativo para compensar la carencia de éste. Parece de risa. Aun así, tras no sé cuántas ni qué copas y un sueño monstruoso, ocurre el milagro de que se ponga a escribir a las siete de la mañana, tras una noche sin dormir, con una sobredosis de melancolía que le estrangula el pecho.
No hay nada más cruel que ponerle ante los ojos, a él y a otros muchos hombres solitarios, tanta y tamaña belleza. Siempre hay más hombres que mujeres en todas partes, pero en aquel caso la proporción era casi equitativa. ¡Cuánta, cuánta belleza! ¡Qué rostros, qué cuerpos divinos! Y las sonrisas, más para ellas mismas que para nosotros, mientras se hacen fotos unas a otras o a ellas mismas. Les gusta gustarse. Qué desperdicio que no quieran pasar de ahí.
Decía la Ilíada que Afrodita es “la que ama las sonrisas”. Después de liberarse y expandirse en diversos talleres de meditación tántrica, nuestro ermitaño deja aflorar su mejor sonrisa, bailando como una hoja al viento. Hasta ahí iba bien.
Ahora, a las 7:07 de la mañana, acude un recuerdo: mes y medio atrás, con la mujer que amaba, después de un arroz con marisco y dos botellas enteras de vino verde, sonaba música con el móvil de ella en la cocina. La mesa estaba sin recoger. Ella sabía bailar, sabía mucho de discotecas y de disfrutar de la noche, y ante la novedosa manera de bailar de quien fue su amado, nuestro ermitaño de mes y medio atrás, se quedaba entre sorprendida y asustada:
- No mires así a ninguna mujer cuando bailes. Con esa mirada y esa sonrisa no… Qué peligro tienes, cuánto peligro tienes.
Y aquel hombre, aquel hombre de hace mes y medio, cuyo sueño ya murió, movía las caderas, flexionaba las rodillas, acercaba su pubis al de ella, y el baile se convertía en un abrazo al son de la música con fogosos besos.
Pero aquello fue un espejismo, una ilusión, como la de Segismundo en La vida es sueño. La brecha de aquella pérdida nunca se cerraría. Los traumas del pasado no afloraron en la misma discoteca esta vez, pero sí estaban latentes. El individuo del que hablo escribió, en el año 2002, quince años atrás:
Abrí los ojos. Estaba sentado en la escalera de la Notte, en Moncloa. Eran las tres y pico de la mañana, y sostenía en mi trémula mano mi segunda o tercera copa de vodka, casi vacía. Seguía escuchando la canción que había quedado impresa en mi cabeza al despuntar el día: De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría por ti la vida entera, por ti la vida entera. Y sin embargo, un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera... Era la canción favorita de una chica con la que salí tres meses sin quererla, más bien por complacer, por ayudar, por intentar hacerla feliz de una manera que yo creía saber hacer. Al final le hice un daño que descompensó todo lo bueno que le di durante aquellos tres meses, que fue prácticamente nada. Y ahora, dos años después, esa misma canción me corroe el corazón y me inspira para escribir a una lejana Natalia.

Me bebí el vodka de un trago y arrojé el vaso con fuerza a la base de una columna.
Siempre hubo lamentado romper ese vaso. Pero no fue el único, porque siempre había pisado cristales rotos en las discotecas. Esta noche, por ejemplo, los había alrededor de una taza del váter.
Algo está roto por dentro. La mejor sonrisa, la mejor manera de bailar con la técnica Tantra-Zen liberadora no sirvió ni para hacer puñetas. Después de cuatro, o cinco, o seis grupos de mujeres con las que pretendió entablar conversación, se fue quedando sin energía. Ya no podía moverse como una hoja movida por el viento, ya no afloraba su sonrisa como una rosa en primavera. Del mismo modo, la sonrisa de Afrodita, la de las bellísimas mujeres, se iba empobreciendo, y cada grupo cerrado de mujeres iba centrándose en bailar tontamente sin hablar con nadie. Los grupos de hombres alrededor de cada grupo de mujeres se iban moviendo cada vez más rápidamente: las entraban, se iban, venían otros, las entraban, se iban… 
Las bailarinas de pago lucían sus increíbles curvas moviéndose como ninfas de la Arcadia. Sus torneados muslos y glúteos brillantes, cuyo pudor iba únicamente cubierto por un estrecho hilo, subían y bajaban, temblaban, se entregaban a los ojos de todos los hombres solitarios, y quizá también algunas mujeres. Se veía besarse a una pareja de mujeres, jóvenes y guapas. Los hombres suspiraban.
El hombre que fue joven recordó un pasaje del Persiles de Cervantes (cap. 19, libro 2):
Entré yo confiado y animoso, por saber indubitablemente que llevaba la razón conmigo y la verdad de mi parte. De mi contrario, bien sé yo que entró animoso, y más soberbio y arrogante que seguro de su conciencia. ¡Oh soberanos cielos! ¡Oh juicios de Dios inescrutables! Yo hice lo que pude; yo puse mis esperanzas en Dios y en la limpieza de mis no ejecutados deseos; sobre mí no tuvo poder el miedo, ni la debilidad de los brazos, ni la puntualidad de los movimientos; y, con todo eso y no saber decir el cómo, me hallé tendido en el suelo, y la punta de la espada de mi enemigo puesta sobre mis ojos […]
Así fue como se disolvieron los temores de su antigua amada, porque aquella manera de bailar sólo atraía a quien le amase de verdad. No había manera de saber ya si ella se alegraría o se entristecería, pero probablemente lo primero, desde que su amor se tornó en odio. La ilusión de divertirse y de jugar a la seducción, para calmar la bilis negra que aún encharcaba su corazón, se tornó en la derrota de Renato en el Persiles: “Yo hice lo que pude…”.
Una chica con quien habían hablado sus amigos, y junto a la cual había bailado un tiempo considerable, vino a ser la última oportunidad de entablar conversación. 
- Disculpa, creo que no nos hemos presentado… -dijo él.
Pero antes de que acabara la frase, la mujer hizo un gesto de negación con la mano, sin mirarle.
Son las 7:41 de la mañana. Hace dos horas nuestro homúnculo iba al guardarropa a por su chaqueta. Por el camino se encontró a las dos altas y guapas jugadoras de voleibol, con las que había hablado antes, sin éxito. Se le ocurrió decir:
- ¿Qué tal, cómo ha ido?
- No muy bien. Estamos cansadas ya. Nos vamos a ir.
- Yo también. Se me han quitado las ganas ya. Me parece que nos pasa lo mismo tanto a las altas y guapas como vosotras como a los bajitos y feos como yo –dijo él, con una sonrisa.
Una de ellas, en lugar de decir que no era tan bajito ni tan feo, o agradecer el cumplido, dijo:
- Ya, no hay término medio.
El hombre que nunca volvería a ser joven preguntó entonces:
- ¿Qué esperabais encontrar aquí? ¿Qué es lo que no os ha gustado del ambiente, de la gente?
- No nos ha gustado mucho el sitio… La música no nos gusta.
La música era la misma mierda que en todas partes. Lo que no les gustaba era el público masculino. Sin darse él cuenta muy bien cómo lo hicieron, las dos mujeres fueron hacia la salida, sin acabar la conversación ni despedirse.
La gente seguía mezclándose y revolviéndose como si las moviese una batidora. Cada vez más hombres, cada vez más pesados y las mujeres cada vez más hurañas. Apenas había besos ni bailes sensuales, excepto los de las bailarinas de pago. El Ermitaño se despidió de uno de sus amigos y salió, finalmente.
Son las 7:54 de la mañana. Ha salido el sol. La melancolía hace estragos. No debió causar la ruptura con aquella mujer. Podría haber bailado más veces con ella en la cocina en vez de en absurdas discotecas. O podría haber cortado el tumor, haber avanzado de otra manera. No hay peor desamor que saber que tanta felicidad se ha vuelto odio y desprecio.
Una vez le dijo ella: “Tienes que salir, cambiar, aprender a divertirte. Pero cuidado, si no lo haces bien, cada fallo te reforzará lo que eres ahora, tu rechazo a la vida de la noche”.
Así que había fallado, era el mismo de siempre. La tristeza de haber perdido lo alcanzado, en el pasado, y la desesperación de no alcanzar nada, en el futuro, son las dos vertientes de un presente miserable. 
No volvería a pisar una discoteca en mucho tiempo, burla obscena de la enfermedad de la soledad, concentración de estupidez y de barreras. 
Son las 8:14 de la mañana.


viernes, 1 de septiembre de 2017

Hipótesis del origen de los nombres de los colores

He recuperado este escrito del año 2010. Se quedó en el olvido porque nunca pude terminarlo, ya que la investigación que requería era bastante trabajosa, sin beneficio ninguno. Quizá algún día pueda ampliarlo o mejorarlo, porque es poco preciso y seguramente contenga errores. Hay investigaciones muy profundas que se pueden encontrar en Google. Aun así, lo cuelgo aquí para disposición de quien lo necesite, aunque era un joven de veintitantos años cuando me interesé por el tema.


Hipótesis del origen lingüístico de los colores


A Rafael Panadero, quien me proporcionó la idea y el ánimo para realizar este trabajo.
A Aneta, por su constante apoyo y entusiasmo en mis ocurrencias inútiles.


Nota previa


El presente ensayo, de contenido sobre todo filológico, pero también con cierta mezcolanza de historia y antropología, pretende despertar en los lectores la curiosidad sobre temas mundanos en los cuales nadie se detiene a pensar. Para ilustrar debidamente dichas intenciones, propongo que se imaginen lo siguiente:
Están en plena naturaleza, caminando, de un punto a otro. Pueden limitarse a caminar, pensando simplemente en el tiempo o distancia que queda hasta llegar al destino. O bien pueden entretenerse mirando a su alrededor, estudiando el paisaje, las plantas, animales y rocas. Se puede ir más allá, y hacerse preguntas como: ¿qué árbol es ése?, ¿dónde he visto crecer antes estas flores?, o ¿cuánto tiempo tiene esta roca?
Desde luego, hacerse esas preguntas frisa la locura, resulta agotador y, en muchos casos, un esfuerzo infructuoso. Es uno de los extremos. El otro, es el de quien no presenta interés por nada que no sea el mero uso, la utilidad de las cosas, quien se limita a un conciso aspecto práctico y rechaza casi todo su potencial cognitivo porque en su entorno social ese exceso más allá de la línea práctica no tiene ningún valor. Así nos hacen ahora, así es el actual sistema educativo, y de este modo, se ha detenido el progreso con el que soñaban nuestros ancestros. 
El trabajo a continuación no es más que un breve intento de ir en dirección contraria para la satisfacción de unos pocos y el desprecio de muchos, muchos que no se dan cuenta de que, si bien es cierto que hay estudiosos lunáticos que no aportan nada, tampoco el sometimiento a la dinámica salvaje del trabajo y del consumo mejorará el mundo de sus hijos. Pero en cuanto al eterno debate entre lo práctico y lo inútil, el conocimiento y la ignorancia, o el trabajo y el estudio, baste con lo dicho.
Las palabras son herramientas que usamos constantemente y, en la mayoría de los casos, no sabemos su origen. Por supuesto que es imposible saberlas todas, pero aquí se ofrecen a quienes tengan interés unas pocas que he podido recopilar con mis escasos conocimientos, recursos y posibilidades.


Sobre el indoeuropeo y la lingüística comparada


William Jones, juez británico de Bengala, escribía en 1788 sobre la afinidad entre el sánscrito, lengua sagrada antiquísima del brahamanismo, y las lenguas de Europa, que “ningún filólogo puede considerar estas lenguas sin estar convencido de que han surgido de una fuente común, que quizá ya no existe”. Comenzó así la lingüística comparada, es decir, la reconstrucción de estadios anteriores de las lenguas mediante la comparación entre unas y otras, y la elaboración de leyes generales que explicasen esos cambios.
Las lenguas pueden estar atestiguadas cuando existan testimonios directos o indirectos, es decir, documentos escritos por hablantes de dicha lengua (Biblia de Ulfila en gótico), o por hablantes de otra que citaran topónimos, nombres propios, etc., como sería el caso de Tácito, S. I, historiador latino de cuyas obras nos quedan vocablos galos o germánicos. Cuando no existen testimonios de ningún tipo y la lengua extinta es reconstruida por lingüistas recibe el nombre de protolengua, y se llama phylum al término más antiguo al que se puede llegar. El indoeuropeo es un phylum, es la protolengua más antigua conocida de la que parten la mayoría de las familias lingüísticas de Europa y Asia occidental, y esta fuente común a la que se refería acertadamente William Jones.


Sobre la migración indoeuropea


Los pueblos indoeuropeos comenzaron su expansión hacia el año 3000 a. de C. desde el N. de la India hacia occidente. A medida que las tribus avanzaban, se iban fundiendo con otros pueblos ya existentes no indoeuropeos, adquiriendo sustanciales cambios y avances técnicos, sociales, religiosos, y por supuesto, lingüísticos, de manera que la lengua original indoeuropea se iba dialectalizando. Tomaron, por ejemplo, la escritura de las civilizaciones mesopotámicas, lo que permitió la elaboración de los primeros manuscritos de nuestra cultura (escritura micénica), no tan antiguos como los no indoeuropeos hebreos, egipcios, sumerios, fenicios, etc.
Entre las distintas oleadas migratorias y las direcciones que tomaron, se cuentan, a grandes rasgos, las siguientes: la gran rama aria penetró en la India y en Irán (II milenio a. de C.), las griegas se establecieron en los Balcanes y península helénica (II milenio a. de C.), los latinos entraron en Italia (I milenio a. de C.); los celtas avanzaron hasta el occidente europeo y los escitas hacia el sur de la actual Rusia; los germanos, que llegaron en distintas oleadas, realizaron grandes migraciones en los primeros siglos de nuestra era; los eslavos, que en el siglo VI de nuestra era ocupaban la actual Eslovaquia y S. de Polonia, comenzaban su Gran Expansión que no concluiría hasta el S. XIX con la anexión a Rusia del extremo oriental de Asia y Alaska.
El pueblo indoeuropeo más extraño, por su lengua de rasgos occidentales y su ubicación oriental, es el tocario, cuya lengua está extinguida pero posee testimonios directos mediante manuscritos de los siglos VI-VII. Los tocarios se establecieron en la cuenca del Tarim, hoy provincia de Sinkiang, en China, desde el I milenio a. de C. hasta el siglo VII d. C., momento en que fueron definitivamente exterminados.


Sobre los colores


Los colores son deícticos, es decir, elementos que apuntan o señalan algo en concreto. No se puede expresar un color solamente con palabras. Por ejemplo, la definición de la RAE de la entrada “azul” es: “Del color del cielo sin nubes. Es el quinto color del espectro solar”. Es decir, para la definición de un color es necesario aludir a algo conocido, como el cielo o uno de los colores del arcoiris. Si le preguntamos a un niño qué es azul, igualmente buscaría con la mirada y señalaría con el dedo algo de dicho color.
El objetivo de lo que viene a continuación es encontrar lo primero que señalaron los antiguos pobladores indoeuropeos para definir colores. En la naturaleza, en el ámbito que les rodeaba, existirían sin duda materias de cualidades significativas a las que se referirían para calificar colores, primero como sustantivos (del color del cielo), luego como adjetivos.


El amarillo


Ing – yellow; Fr – jaune; Esp – amarillo; Lat – amarus; Pl – żołty; R – жëлтый; P – amarelo; Al – gelb; Isl – gulur; It – giallo. 

Se encuentran similitudes en bastantes casos, con lo que se puede obtener una raíz común. Tenemos dos grandes grupos, a) lenguas eslavas, germánicas, inglés y quizá francés, y b) descendientes del latín. Veamos el primer grupo: en inglés y francés comienza con el fonema /j/, a continuación vocal media o baja, /a/ o /e/, y luego ya no hay más correspondencias. Pero entre inglés, italiano y alemán hay una más: la consonante lateral /l/ después de la vocal media anterior /e/. La gutural /g/ inicial alemana proviene de la tendencia general germánica de adaptar /j/ a /g/. La misma correspondencia existe en lenguas eslavas: la /ż/ polaca y la ж rusa se pronuncian /ž/, consonante fricativa palatal como la “ll” española, y por tanto próxima a la semivocal o semiconsonante palatal /j/. Las vocales, en cambio, difieren de la rama germánica: en polaco la “o” suena /u/, y en ruso, la ë es palatalizada, /jo/, pero se sigue mantiendo la consonante /l/.
El segundo grupo, del latín “amarus”, nos da una pista. Amarus significa amargo en latín, es un adjetivo que describe un sabor, pero curiosamente, también un color. En español y portugués se ha mantenido este origen, como si dijéramos “amarguillo”. ¿Qué es de color amarillo y de sabor amargo?
La respuesta la encontramos, sin ir más lejos, en español: hiel. La hiel, la bilis del hígado, debió sorprender a los antiguos por su llamativo color y desagradable sabor, caracterizando con su nombre indoeuropeo las demás cosas de similares características. “Hiel” se corresponde fonéticamente con el primer grupo, jod /j/ + vocal media /e, o/ (exc. italiano) + cons. lateral /l/ + desinencia: yellow, giallo, żołty, жëлтый… Además, "hiel" se traduce de forma parecida en algunas lenguas: P – żółć; Al – galle. 


El rojo


Ing – red; Al – rot; Isl – rauður; Esp – rojo; Fr – rouge; It – rosso; P – vermelho; Pl – czerwony; R – красный; Dan – rød; Frisón – rad; Gótico – rauþs; Lat – ruber. 

Es probablemente el color que mejor ha mantenido su origen indoeuropeo en mayor variedad de lenguas. Comienza por la vibrante lateral /r/ en la mayoría de los casos, luego hay una vocal que suele ser media posterior, /o/, y luego una oclusiva dental, /d/ o /t/, o bien el resultado de ablandar ésta a fricativa alveolar /š/ que pasaría a silbante simple de cantidad larga /s/ en italiano, que en español se retrasa a fricativa velar /x/, y en francés a una variante sonora, /z/. 
Es en las lenguas más arcaizantes en donde encontramos pistas: en polaco, pelirrojo se dice “rumiany”, en ruso, рыжеболодый. Aunque en ambas lenguas “rojo” tiene otro origen, se conserva la raíz /ru-/ o /ry-/ para derivados del color de pelo rojo. Se sabe que el famoso explorador Erik el Rojo (Eirik Raude, en noruego), debía su alias al color de su pelo. También se les daba un sobrenombre del mismo origen a notables personajes de estirpe celta, como irlandeses (ruad) o galeses (rhudd). Los apellidos Read o Reid en inglés o escocés provienen de tal color de pelo, y también encontramos una serie de entradas interesantes en el léxico latino: russus - rojo, rojizo; rubor - rubor; rūdus - cobre nativo; rūfus – pelirrojo. 
La constante del significado de pelirrojo en alguna de las variantes de /ru-/ en todas las lenguas parece indicar que dicho rasgo físico fue el origen del color rojo.
La raíz indoeuropea, según lingüistas, es *reudh-.


El negro


Ing – black; Isl – svartur; Nor – svart; Al – schwartz; Danés – sort; Esp – negro; Fr – noir; It – nero; Pl – czarny; R – чëрный; Lat – niger; Gr – μαύρο /mavro/.

Nos encontramos ante un problema difícil debido a su dialectalización temprana. Se pueden clasificar en tres grupos: a) rama alemana y eslava; b) grecolatina; y c) inglés.
En el primer grupo, parece no haber dudas en cuanto a los caracteres fijos: #s, en comienzo absoluto, o bien variante alta /š/ en alemán moderno. En inglés existe la palabra en desuso swart < sweart (ing. ant.), raíz del adj. swarthy, “de piel oscura”. Los eslavos debieron adaptar la fonética a sus tendencias generales con la africada alveolar sorda /č/: sw > č. Se conserva la posición de la vocal, en su mayoría abierta, y la vibrante lateral /r/.
El griego, forzosamente con sucesivos pasos intermedios y una evolución compleja, da origen al término en latín. La nasal bilabial inicial #m- pierde la labialidad para convertirse en nasal dental, #n-. La vocal cambia su timbre, y la fricativa labio-dental /v/, el cambio más misterioso, produce la gutural /g/. Del latín a sus dialectos no hay obstáculos: negro, noir, nero. En cuanto a la influencia del griego al latín, y quizá en relación con el negro o la oscuridad, existe el sustantivo mæror, tristeza profunda.
Pero hay algo mucho mejor, más revelador, en el resto de griego dejado en el latín, y quizá relacionado con el origen auténtico. Nótese en los nombres o apellidos españoles “Mauro” o “Maura”, o incluso en el nombre “Mauricio”. ¿No es sospechosamente parecido al griego μαύρο? Efectivamente, del griego a lenguas latinas, la fricativa /v/ se vocaliza en /u/; por ejemplo, /Evropa/ > Europa; /avtobus/ > autobús, luego las palabras que empiecen por maur- deben provenir del color negro. Además, en español, el diptongo latino –au- se monoptonga en –o-, así aurum > oro, y por tanto maurus > moro, siendo en ambas lenguas lo mismo, “habitante de Mauritania”, es decir, Marruecos. Por supuesto, los países Níger y Nigeria vienen directamente del latín niger, pero son más modernos.
Luego es posible que el color negro provenga, en lenguas grecolatinas, del color de la piel de los africanos. Lo curioso es por qué no tomaron este nombre de los etíopes, más antiguos para los griegos, conocidos ya en el mito de Perseo y Andrómeda, y de Faetón y el carro de fuego de Apolo.
Indudablemente, en el resto de lenguas con raíz svar-, más septentrionales, debe tener otro origen. 
Del inglés, black se cree que viene del protogermánico *blakaz, “quemado”, o del sueco bläck, “tinta”.


El verde


Ing – green; Esp – verde; Gr – πράσινος; Lat – viridis/ virens, virescons; It – verde; P – verde; Fr – vert; Al – grün; Isl – grænn; Sueco – grön; Pl – zielony; R – зелëный.

Hay tres grupos: a) provenientes del latín; b) germánicas; y c) eslavas, sin incluir en ninguna clasificación el griego /prásinos/, de difícil determinación.
El segundo grupo, la rama germánica, tiene la explicación más sencilla: parte de la base indoeuropea *gro-, “crecer”, en el sentido del crecimiento vegetal. En inglés, crecer es “grow”, lo que comparte similitud con “green”, e igualmente ocurre en otras lenguas con dicho color: frisón antiguo – grene, noruego antiguo - grænn,  danés - grøn,  holandés - groen,  alemán – grün. 



(Inconcluso.)