miércoles, 7 de abril de 2021

Qué significa ver níscalos

Hay algo mágico en el acto de coger níscalos. Para quien no los conozca por ese nombre, en muchas regiones se llaman robellones. Para que no quepa duda, se trata del hongo o seta lactarius deliciosus, una maravilla para el paladar, tradicional en nuestra cocina española en otoño, donde la forma favorita en mi familia suele ser a la plancha con un poco de sal, nada más. Pero, para mí y para muchos, el disfrute no está sólo en comerlos, sino en cogerlos. 

Es una tradición en mi familia ir todos los años a los dos o tres sitios que conocemos. El año del confinamiento autonómico fue un poco más difícil, por la limitación de lugares, pero algo se pudo hacer dentro de Madrid. Me estoy refiriendo al mes de noviembre de 2020, porque siempre es en noviembre, como menciona la canción de Sabina Más de cien mentiras: "setas en noviembre, fiebre en primavera...". El estribillo de esa canción es brutal:  

Más de cien palabras, más de cien motivos

para no cortarse de un tajo las venas.

Más de cien pupilas donde vernos vivos,

más de cien mentiras

que valen la pena.

Esa bella tradición de ir a por setas es una de esas cien mentiras para vivir, una de esas mentiras que valen la pena. Es una tradición con todo el peso de la palabra, porque no es solamente nuestra, sino popular, milenaria, mandada por la naturaleza, como la siembra, la labranza, la siega, la matanza y todo lo que iba ordenado por el perfecto reloj cósmico de los trabajos y los días, que ya decía Hesíodo. Mientras no cambie muy radicalmente el clima, habrá setas en noviembre o diciembre.

Sin embargo, estoy escribiendo esto en noviembre de 2021, un año después, porque no llegué a consolidar en su día la reflexión que tenía en mente. Este mes de octubre que ha pasado, tan caluroso que parecía una primavera, viene al caso un poema de Pedro Salinas que anoté para hablar de níscalos y quizá algo más. Menciona el mes de mayo, el mes resplandeciente de vida y juventud, primaveral por antonomasia, el que quizá tenga más de visual, por su luz y colorido, para entrar por los ojos. Tanto la primavera como el otoño son etapas de belleza en las que se ofrecen colores extraordinarios.

El tema que vengo a citar aquí es el de las imágenes que se nos quedan grabadas, lo que se ve con los ojos cerrados. Son dos mundos, el interior y el exterior, diferentes pero complementarios. He aquí el poema:

    "Vocación", Pedro Salinas (1929).

Abrir los ojos. Y ver

sin falta ni sobra, a colmo

en la luz clara del día

perfecto el mundo, completo.

Secretas medidas rigen

gracias sueltas, abandonos

fingidos, la nube aquella,

el pájaro volador,

la fuente, el tiemblo del chopo.

Está bien, mayo, sazón.

Todo en el fiel. Pero yo...

Tú, de sobra. A mirar,

y nada más que a mirar

la belleza rematada

que ya no te necesita.


Cerrar los ojos. Y ver

incompleto, tembloroso,

de será o de no será,

—masas torpes, planos sordos—

sin luz, sin gracia, sin orden

un mundo sin acabar,

necesitado, llamándome

a mí, o a ti, o a cualquiera

que ponga lo que le falta,

que le dé la perfección.

En aquella tarde clara,

en aquel mundo sin tacha,

escogí:

            el otro.

Cerré los ojos.


***

En la segunda mitad del poema está la clave: cerrar los ojos y completar lo que se ha visto con algo más.

***

En el mundo real, hace un año, mi padre, mi hermano y yo bajábamos del coche una fría mañana. Habíamos madrugado. Nos calzábamos las botas sentados en el maletero abierto del coche. Provistos de cestas de mimbre, partíamos en busca de nuestro apreciado botín, mirando ya entre las jaras cerca de donde habíamos aparcado por si acaso hubiera. 

A mí me gusta vestirme con un viejo pantalón de pana marrón que tengo desde tiempo inmemorial. Creo, incluso, que no es mío, sino que me lo dieron, por lo que debe ser de una generación anterior. La camisa que me ponga debe ser a cuadros y, encima, una sudadera o un jersey que no esté nuevo, sino un poco gastado. La cesta en una mano y la navaja en el bolsillo. Una pequeña mochila con el termo con café y unos bocadillos tampoco puede faltar.

El aire fresco y purísimo del pinar por la mañana es ya de por sí un objetivo cumplido de la excursión. Siempre es triste volverse sin encontrar ni un níscalo, pero estar en un entorno con tan espléndida manifestación de la naturaleza, aunque no sea ningún reconocido lugar turístico, ya vale la pena.


Nos vamos separando para ir peinando el terreno, sin perdernos de vista, pero siempre ocurre que nos dejamos de ver y hay que llamarse a voces. Suele ocurrir que no hay cobertura con el móvil, cosa que tiene su belleza, porque así pasaba hace treinta años cuando no había móviles y había que recurrir a gritos o silbatos.

Alguien suelta una exclamación de júbilo. Esa vez fue mi hermano:

-¡He encontrado uno!

Y suele darse el caso de que no es uno solo, porque en los alrededores hay algunos más. La imagen del primer o los primeros níscalos, semiocultos entre la hojarasca o las pardas acículas de los pinos, semienterrados, es providencial. Es la manifestación de lo divino escondido, el Deus absconditus, lo divino de difícil acceso para los seres humanos. Por eso es tan increíblemente valioso verlo, al menos para quienes sabemos valorar el grato hallazgo de este obsequio de la naturaleza, que surge solo, sin intervención humana (o a pesar de ésta), de formas, textura, olor y sabor maravillosos y que, insisto, no hay manera de cultivar en invernaderos. Todo lo bueno y bello que surge por sí solo tiene infinito valor, es un superviviente a la plaga humana y a las luchas de la propia naturaleza. Es un don, es un tesoro, es un regalo que debería colmarnos de felicidad.


En estos tiempos, con los móviles, es difícil contenerse de hacerles fotos. Parece que en cierto modo se los desvirtúa al fotografiarlos, como si se les robase el alma. Pero no, porque también es una manera de conservar el recuerdo, aunque se sepa que una foto no tiene nada que ver con el instante vivido en un bosque por la mañana.

A continuación, enumeraré una serie de fotografías que hice el año pasado de algunos bellos ejemplares de lactarius deliciosus que fuimos encontrando. Son de distintos días y de dos lugares diferentes. Se nota por las hojas secas de roble que hay en algunos, frente a otros donde hay más hojas de pino, musgo y briznas de hierba.










Este que ha nacido junto a un retoño de acebo es una preciosidad. Era, además, un níscalo perfecto.


En cada foto hay un mundo por observar, un infinito microcosmos: las hierbas variadas, el liquen, el musgo, las hojas de pino, trocitos de corteza, una o más piedras, palitos, etc.



Este está abrigado de tierno y mullido musgo, en su propio paraíso. En otro lugar ya debí decir que el musgo es la sinestesia de la vegetación. El musgo es el verde que se toca con verlo, porque su verde tan vivo, piloso, fresco y húmedo está tan bien conservado en nuestros recuerdos que la sensación nace inconscientemente al mirarlo.




En la foto sobre estas líneas, se aprecia la grata constelación de níscalos que tanto alegra encontrar. Ahí había por lo menos cuatro. Cuando eso ocurre, se acuclilla uno y los va cortando cuidadosamente con la navaja, con plena felicidad, acomodándolos en la cesta, con las láminas hacia abajo. La navaja queda manchada de jugo naranja. A continuación, se tapan los agujeros que han quedado en la hojarasca para proteger el micelio, los finos hilillos blancos en la tierra, que son realmente el hongo, pues la seta es lo que forma para reproducirse.




A veces, uno encuentra setas que no son níscalos ni nada que estemos buscando, pero que también son espléndidamente bellas. En la imagen superior puede verse una lepiota, que también es comestible, aunque, como es bien sabido, con las setas hay que ser prudente. Está bien dejarlas, si no se está completamente seguro, para que pueda reproducirse o para que las coja el que sepa.



Ahora es cuando procede explicar lo mágico de esta experiencia. No solamente me ocurre a mí, sino también a mi hermano. Se trata de que, tras la estupenda mañana de recolecta, al cerrar los ojos a uno se le aparecen automáticamente níscalos. No debe ser para tanto, es sin duda algo natural, pues al haber estado atentos para verlos y además haber incitado alguna emoción con ello, se nos graban y se nos aparecen en la memoria más inmediata.

O quizá sí que hay algo más y lo que significa ver níscalos es todo un regalo de los procesos inconscientes de la psique, nacidos sin cultivar, como lo que brota por sí solo en la naturaleza. Ver níscalos con los ojos cerrados, cada vez uno diferente, sin ni siquiera pretender recordarlos, es una imagen de conexión con una especie de vivacidad que hay en todo, manifestada a través de un bien comestible tan misterioso como ancestral. Los mismos humanos de edades remotísimas, o incluso no humanos, nómadas guarecidos en oquedades de la roca o profundas grutas, o también los ganaderos ya asentados en rústicas chozas, transitarían por los bosques en otoño buscando las mismas setas u otras parecidas, igual de sorprendidos de que ese extraño producto de la tierra no sea ni una planta ni un animal, ni haya manera de criarlos por la mano del hombre. Estos hombres y mujeres irían con sus hijos, igual que miles de años después, llamándose ilusionados con el primer níscalo que encontrasen o al encontrar una constelación de ellos. E, igualmente, cerrarían los ojos y seguirían viéndolos, como lo hicieron todas las personas de las generaciones anteriores y lo harán las de las venideras, si sobrevive Gaia a los excesos humanos, si no mueren los fantásticos hongos que habitan el oscuro humus de los bosques.

Ver níscalos es ver lo imperecedero como si estuviéramos en un nódulo de espacio, tiempo y mente del tiempo, de todo lo consciente a lo largo del tiempo, de lo que vieron todos aquellos que hicieron lo mismo, un mito o rito del eterno retorno. Por eso aparecen con tanta viveza. Por eso se dibujan en la imaginación níscalos que ni siquiera hemos visto: son los que vieron otros. Lo que queda de todos aquellos que vieron lo auténtico es precisamente eso: lo que vieron. Eso queda por ver y hacer aquello para lo que estamos hechos, que es convivir con la naturaleza y aprovecharla con comedimiento. Es posible que incluso esas imágenes sean tan vivas porque de algún modo la naturaleza participa en ellas, como si nos viese también en esos momentos.

Espero revivir todo esto este mes de noviembre, una vez más.

***

Notas para mí: 

- Volver a tener presente el Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore hominem habitat veritas

- Meditación por visualización.

- Contraste entre el mundo interior, a través de la idealización, y el exterior, pudiendo apreciar los dos.

- Relacionar la viveza de la idealización con una posible vivacidad de actitud ante las cosas: ¿qué es más importante para vivir, lo de fuera o lo de dentro? Pedro Salinas vivía a través de la idealización de la amada.




No hay comentarios:

Publicar un comentario