domingo, 8 de marzo de 2020

La mejor muñeca del universo

Cuando mi amigo cuyo nombre oculta con el pseudónimo de Helidoro me envió este escrito, en una nota previa advertía que no debería publicarse, sino escribirse en un cuaderno, a pluma o bolígrafo, como un valioso objeto artesanal, pero, sobre todo, personal. Se publica porque ha intentado darle valor literario y yo mismo le he empujado a sacarlo a la luz. Este tipo de cosas se tienen que dar a conocer un tiempo después, porque en este formato —unas memorias— el texto parece que necesita cierta maceración, como el vino en barrica de roble, como las fotos en diapositivas guardadas en cajas, como cualquier cosa en un formato obsoleto. Los recuerdos son recuerdos porque han tenido un tiempo de fermentación, un proceso alquímico que los convierte en valiosos, donde ese valor es irremplazable por ser vistos por una especie de cristal único en la inmensidad de todo: esa figura cristalina de múltiples aristas que, al contrario del que descompone la luz, hace converger todos los rayos en uno que nos penetra el alma, y con el que a la vez irradiamos el mundo.

Así empieza a reflexionar Heliodoro, cuya voz de narrador antepondré a la mía, de manera que todo el narrador en tercera persona responde a lo que se llama “narrador referido”, pues seguirá casi permanentemente a este personaje. Solamente me permitiré glosar su voz cuando lo estime necesario, pues me ha dado licencia para ello.

El ejercicio personal de reflexión y memoria de Heliodoro trata de la mujer que más le amaba (o que más decididamente quería compartir su vida con él), a la que en este capítulo vamos a llamar Beth, segunda letra del alfabeto hebreo, que quiere decir ‘casa’, porque se le ofreció como algo o alguien a quien habitar. En ese momento lo que se proponía era saber qué les pasaba, buscando a través de la distancia -en su interior- qué había de sano y de enfermo en su imagen de ella, y reconstruirla si era verdad que la había ido destruyendo. Sin duda, el planteamiento de escribir sobre ella estaba motivado por ella, no siendo descartable que lo leyera Beth, aunque realmente esta disertación era para él y para el mundo. Trataba de buscar, mientras escribía, el maravilloso efecto de la recreación de ella en su interior. Los detractores de este proceso lo llaman “idealización de la amada”, con intención peyorativa. Pero estaba seguro de que Pedro Salinas, al hacer eso mismo con Katherine Whitmore, sabía lo que hacía. No quería perder esa idea a medida que avanzaba, porque era ahí adonde quería que confluyeran sus pensamientos sobre el significado de Beth.

Hacía algo más de dos años que se conocieron. Fue a través de una de esas aplicaciones del móvil, lo cual era ya bastante habitual. Pudo ser el año 2017, en octubre o noviembre. Ojalá el comienzo hubiera sido algo más memorable, aunque no había que restar belleza a las cervezas en el Económico, al primer beso, al paseo y a los demás besos en el metro. No había nada de malo en cómo empezó.

Pero Heliodoro o, mejor dicho, tanto él como ella eran dos ermitaños. Es posible que el parecido en su naturaleza fueran la causa y la razón de que no fuera todo bien, porque dicen que nos hace falta en el otro lo que no tengamos (Platón decía que el amor era hijo de Pecunia, la necesidad), pero también es inevitable que dos personas parecidas se encuentren, como insectos de la misma especie (tal vez Gregorio Samsa en La metamorfosis habría tenido una vida más llevadera así). Lo malo era que Heliodoro estaba aún en reparación; lo que venía a ser un estado de duelo por la ruptura de la relación anterior, unos meses antes.

La mujer anterior, una portuguesa con un largo contacto con la cultura brasileña, recién venida a Madrid, había supuesto para Heliodoro una de las más intensas experiencias emocionales, culturales y eróticas de su vida afectiva, en los tres años que duró. Ella, sin querer hacerle mal, se lo había hecho al tornarse muy independiente durante el último año juntos, y disfrutando en gran medida su tiempo sin él, rodeándose de amigos y haciendo planes en los que él no entraba. En realidad, no había nada malo en ello; era él quien debía haber buscado sus propias actividades con sus amigos, pero prefirió culparla de excluirlo de su vida, haciéndose la víctima. Ella no lo necesitaba, pero ¿hay que necesitarse? Quizá en cierto grado. ¿Hasta qué punto? En aquel momento no se hacía estas preguntas, sino que se llenaba de rabia y desprecio a su estilo de vida, lo cual era síntoma de una patología. Hacía tiempo que había dejado de juzgar a otros, o lo hacía cada vez menos. Eso de creer saber lo que estaba bien y lo que estaba mal, y decirlo tratando de convencer o convencerse, era una enfermedad de impotentes que miran por su propio interés en un momento dado. Con igual virulencia podían defender otra idea en otro momento. Tal es el caso de mi amigo Heliodoro, que apenas sabe defender sus ideas porque creo que no tiene ideas propias.

El caso es que le había dejado otra mujer. A cada uno le afectaría de una manera ese condicionante de haber salido de una relación intensa. A él le hizo insensible, al ser la tercera separación de importancia en su cuenta, cosa que sufriría Beth permanentemente. Además, al quedarse escaldado por vivencias anteriores, Heliodoro se hacía práctico, lo cual se contraponía a algo muy importante en el amor, que es el impulso. El amor, o el deseo, que es lo que debe guiar y conducir al amor, no podía ser frío, ni algo apagado, ni nada práctico. Aquel golpe instintivo de atracción debería ser, si no gigantesco, sí considerable: que se le acelere a uno el corazón, que le tiemblen las piernas, que se detenga el tiempo. Pero eso ya no pasaba.

(Me permito hacer otra glosa a la narración de mi amigo: “Beth” me recuerda también a la palabra en latín betula, que significa ‘abedul’. Ese árbol, según un antiguo profesor mío, era sagrado en la cultura rusa y se asociaba con la mujer, por su corteza blanca y suave, su flexibilidad y su belleza. Además, crece junto a los ríos, que simbolizan la satisfacción amorosa… Ese árbol debió temblar, mecerse con el viento y gozar con la cercanía del agua, temblar de alegría, como “El muerto” de José Hierro.)

Nada de eso le pasó. En aquel momento, no supo si alegrarse o caer en el nihilismo una vez más. Se alegraba de la ausencia de inseguridad, del relativo control de la situación. Pero le entristecía la ausencia de una emoción mayor. Echaba de menos volar. Lo que pasaba era bueno, era sensato, era lo que quería en cierto modo, pero la parte de sí que debía ilusionarse al máximo estaba adormecida, incluso aburrida, de tanta historia repetida. Sabía que iba a acabar desde el momento en que empezó. Tal vez fueran meses, o dos, tres o cuatro años, daba igual. El caso es que acabaría.

No obstante, otra parte de él le dijo a ella, a Beth, en algún momento de aquellos inicios:

‒ Eres la mujer perfecta para mí.

Era su compañera en todo lo que quería, en todo lo que era consciente racionalmente. Lo acompañaría en el estudio de las oposiciones, no le iba a generar inquietud (como le causaron los celos con la anterior), le daría seguridad con su constancia. Iba a dejar que se convirtiera en heliotropo, en girasol, como Clitia. No sabía si eso era bueno para él, pero siempre había querido emular a Apolo, intentando distinguirse, vanamente, por la cultura y las artes. De hecho, ella lo llamaba, y quizá lo seguía llamando en el momento en que estaba escribiendo esto, “Sol”. Más tarde se daría cuenta de su error al haber elegido esa máscara, que no era él.

Beth siempre estaba. Siempre respondía. Habían pasado más de dos años de rutina de verse los fines de semana, en vacaciones y cuando se podía, grabándose en el cuerpo y en la mente su costumbre, su ya más que conocida presencia. Nunca había temblado de alegría con ella, como en el poema de José Hierro, o no más que con otras; por eso, a pesar de lo seguro, de la firmeza de ella, todo estuvo colgado de un hilo.

Pero era por él, colgaba de un hilo por él. Ella era un cable de acero. Era el Castillo de amor de Jorge Manrique: “El muro tiene de amor, / las almenas de lealtad…”, ella era como Tatiana en Eugenio Oneguin, como la Pobre Liza de Karamzín, como doña Inés en Don Juan Tenorio, como toda representación de la firmeza y la constancia, mientras que Heliodoro era todo lo contrario, aunque hubiera interesadamente aprovechado su compañía para realizar viajes y su memoria para depositar en ella sus recuerdos. ¿Quién parasitaba a quién? ¿La que ofrecía su servicio y lealtad para todo, como un caballero medieval, pero angustiosamente temerosa de que su señor feudal la abandonase? ¿El que se servía de su compañía para no estar solo porque no encontraba nada mejor?

Un buen amigo, al que graciosamente Heliodoro llamaba “Luminoso”, poco tiempo antes, cuando le contó que alguien lo sentenciaba como “mala persona”, éste lo corroboró con toda sinceridad, pero, como amigo que era, no hizo mella en ello, sino que, con buena intención didáctica y gran ironía, le dijo algo así:

‒…y yo te voy a apreciar igual, pero sí que eres mala persona en eso, como lo eres buena en muchas otras cosas. Ahora bien, lo que tienes que hacer, si no quieres cambiar, es afrontarlo y admitirlo, poder decir que te ríes de ella, poder decir “soy un sinvergüenza” ‒escenificaba sonriendo, dándose un golpe en el pecho‒, que no la quieres y te da lo mismo. Hay gente así y no pasa nada…

Y Heliodoro pensaba: “Esto es algo que solemos pedir muchos ante la corrupción ajena: que se dejen de falacias, de tanta desvergonzada hipocresía. Pero es mucho más complicado pedírnoslo a nosotros mismos”.

Los dos amigos estaban de acuerdo en que vivimos, unos más que otros, enfangados en nuestras propias contradicciones. Pero nuestro protagonista no llegaba a tener la seguridad de Luminoso. Siempre había dudado de todo, al mismo tiempo que había defendido ideas (o ideales) a capa y espada. Había criticado a otros sin criticarse lo suficiente a sí mismo. Había buscado siempre lo perfecto, deseándolo con ansia, sin hacer nada útil para conseguirlo mientras se refugiaba en la cómoda mediocridad o, peor aún, en lo que Jesús G. Maestro, un famoso profesor, llamaba “el narcisismo del fracaso”. Y esa raíz se hundía hasta el infinito. El resultado era quejarse y apoyarse en los demás, succionando energía mediante la atención de otros, con su consuelo y los consejos que nunca seguía, siendo estos últimos, los consejos desestimados, causa de la decepción de esos amigos, lo que generaba distancia entre él y ellos.

Así, mientras pasaba el tiempo en una relación enferma, debía recurrir frecuentemente a los amigos que le hacían el favor de escucharlo y consolarlo a cambio de la superioridad de dar consejos, de gozar de la posición paternal, de expresar con más o menos falsedad lo bien que estaban ellos con sus parejas. Esto ocurría normalmente a través de conversaciones de Whatsapp, de llamadas de teléfono y de alguna quedada en persona, como la de Luminoso, que fue la última vez que se vieron. Triste era la escasa capacidad de Helidoro de tratar con amigos: al notarse que no tenía nada que ofrecer, sino desahogarse hablando de su mierda de relación, Luminoso se apagó y no se volvieron a ver.

Tanta exposición autocrítica, cuando la contaba y la reconocía nuestro personaje, rozaba el ridículo, cosa que no gustaba que hiciera a sus verdaderos amigos o su familia. Pero, curiosamente, aquella distancia causada por el rechazo a un personaje demasiado intimista y autolesivo lo acercaba a ser algo que en el fondo quería para distanciarse de sí, como un actor, al ser toda aquella absurdez limítrofe con la ficción o reprobable si fuera real, con lo que también quedaba desterrada de la realidad. Y es que era eso, cínicamente, lo que pretendía hacer al final con su vida: hacer literatura, ser un personaje literario. Sus propias experiencias, aquí exhibidas, tan subjetivamente expuestas y probablemente teñidas de drama, se diluirían entre la realidad y la ficción. Y esto, anoto yo, el editor, es lo que se llama metaficción, porque da igual lo que se finja más real o más ficticio aquí, ya que todo lo que se lee en estas páginas es lo que se conoce como diégesis, es un despliegue de acontecimientos, de personajes, de pensamientos, de enunciados todos ellos ficticios.

***

El personaje de ficción que quedará acuñado aquí, el que en vano intentarán psicoanalizar como en vano lo hacen con don Quijote ‒porque un personaje de una novela no puede asistir a psicoterapia ni hay manera de certificar todo lo que dice‒ había permanecido dos años y cuatro meses con una mujer que no amaba. Entonces, ante tan sorprendente hecho real, cabe preguntarse: ¿por qué hace eso? ¿Qué alma retorcida tiene para hacer sufrir así a alguien y sufrir él mismo? ¿Qué demonio le posee, si queremos expresarlo así?

Quizá no fuera uno, sino unos cuantos. Uno de ellos era la seguridad, que construía muros a su alrededor para evitar peligros, pero limitando la visión y la experiencia; otro, relacionado, era la comodidad, quizá también revestida de pereza, porque se construía un catre donde yacer ‒en todos los sentidos, incluso el del sueño eterno‒, pero que catre era, a fin de cuentas; otro demonio quizá fuera una especie de lujuria, el apetito ciego (no sólo carnal, a veces también codicia de cualquier cosa apetecible) que se anteponía a otros valores racionales (gozar es racional, pero hacerlo sin afrontar las consecuencias se aleja de la razón) que corrompía todo lo que pisaba, que dejaba tierra quemada a sus espaldas, minando amistades, terminando la comunicación con conocidos o amigos, imposibilitando la amistad con el sexo opuesto, como ya le habían dicho varias personas: “Tú no puedes tener amigas”. Bastantes años después pudo dejar esta actitud atrás y conservar valiosas amistades femeninas, pero, por entonces, por esos años 2017 y 2018, todavía tendía a una infausta libidinosidad, desde el punto de vista más severo, o a un lúdico coqueteo, desde el más benévolo.

Lo trágico, porque “trágico” es lo irremediable, era que Beth lo sabía todo y aun así quiso seguir con él, con la esperanza de que cambiase. Heliodoro se decía siempre que ella era buena, que le abrigaba su constancia en su forma de amar, en su devoción por él, en que lo animase a mejorar estudiando, escribiendo, dibujando, haciendo ejercicio, teniendo amistades sanas, pero, en toda su bondad, como persona insegura que era (igual que él, pero en otro sentido), escondía también su propio demonio, que era su ansia de poseerlo y no dejarlo ir. Como le quería explicar a Luminoso:

‒En la última casa rural a la que fuimos ‒le contaba a su colega‒ ocurrió algo que ya había pasado muchas otras veces y que vas a entender enseguida. El día anterior, en una excursión, nos adelantó por el camino una pareja y la chica estaba muy buena, y la miré pasar. Iba con su novio, claro está, con quien reía animosamente.

‒Claro, que tenga novio no quita para que esté buena, ni que tengas ojos para verla ‒comentó el amigo.

‒Al día siguiente, coincidimos con ellos en el desayuno mientras yo les contaba a los dueños de la casa que hubo un momento en que perdimos el camino, cosa que también le pasó a la otra pareja. En esto, la chica intervino en la conversación, hablando conmigo, muy sonriente y amable, lo que a mí me agradó mucho. El novio estaba ahí, sin molestarse y desayunando tranquilo… Sin embargo, cuando acabamos de hablar y seguí desayunando con mi novia, ésta tenía una terrible cara de pocos amigos, como siempre para hacerme sentir culpable, o arrastrarme hacia ella mostrando su malestar…

‒No es una mosquita muerta ella tampoco. Eso se llama manipular. Ella lo que quiere es poseerte. Así que tanto que dices que es muy buena, cuando no es tan buena… ‒razonó Luminoso, que siempre había sido rápido de pensamiento y de juicio.

Sus celos siempre le ponían furioso. Él a veces quería justificar que no había ningún peligro en mirar a otra mujer o en hablar con ella, que incluso le venía bien porque le hacía más feliz y de ese modo también lo era con ella, pero Beth sabía que sus intenciones nunca eran inocentes porque siempre pretendía intentar algo o, en un hipotético universo paralelo no se negaría a ese algo si se le ofreciese. Era cierto. Sus amigos o conocidos más severos se echaban las manos a la cabeza cuando él admitía esto y que aun así no dejaría a su novia. Muchos, muchas, lo quemarían en la hoguera por eso. El lector o lectora puede ya haber dejado de leer o se estará resarciendo en el asco hacia nuestro personaje.

Pero, como decía otra mujer de su vida, la justicia nunca la administramos igual con los demás que con nosotros mismos. Tendemos a ser indulgentes con nosotros, porque lo vemos con motivos mucho más evidentes, que nos afectan mucho más y, en definitiva, porque vemos desde dentro lo que pasa. No hay que remitirlo tanto al egoísmo, sobre todo en esta cuestión moral, no ética. Ojalá la justicia se hiciera así de a medida, donde el castigo fuera igual de aceptable desde fuera que desde dentro, porque no hay castigo mejor que el que admitimos convencidos de que es consecuente a nuestro acto. Y ya no es un castigo, sino un precio a pagar que habíamos olvidado o querido evitar. Una obligación subsecuente, la consecuencia inevitable del mundo real.

Largamente había disertado Heliodoro sobre esto, sin llegar a nada. El mundo era predominantemente monógamo, pues debía serlo para que hubiera parejas estables que dieran hijos, con una familia que les diese sustento y educación y así formar una sociedad organizada y un Estado. La gente bígama o polígama no puede competir en la crianza de hijos con la familia tradicional, mucho más productiva. A ello se sumaba la naturaleza, pues la hembra siempre tiende a atraer y retener el macho que la haya ganado o que ella haya elegido, para garantizar su supervivencia y la de su prole. Conservan en su instinto el riesgo de preñarse y quedarse solas con las crías, pudiendo fallecer ellas y los cachorros. También que el macho sea débil y sea expulsado de la manada, con el que ellas también quedarían vulnerables. Pero la fuerza de la monogamia tiene otra raíz que no es ninguno de estos principios fisiológicos, sino de milenios de ética y de moral en el desarrollo de la sociedad, en un uso de la razón que ha tratado de gestionar las emociones mediante normas morales o leyes dictadas y aplicadas por la justicia. Se basa en la ilusión que uno alienta al estar enamorado de alguien, sea mucho o poco tiempo. La ilusión puede romperse con el desengaño; un desengaño que es siempre doloroso, al descubrir, valga la derivación, el engaño. Cuando una persona vive en la felicidad de su ilusión y se la arrebatan, choca con la realidad, que es una realidad distinta a la que creía. La moral y la justicia han querido sancionar ese doloroso choque con lo que uno no desea comprobar, imponiendo que no se debe hacer eso a los demás, de igual modo que a alguien no le gustaría que se lo hicieran. No solamente se trata de arruinársele las emociones más valiosas, sino también del tiempo, pensamientos, palabras y acciones invertidos en esa persona que ha resultado ser un fraude, al no ser seguro o estar compartido con más personas. No digamos si además ese fraude es la causa de pérdidas materiales, si el infractor o infractora ha hecho uso individual de bienes de su pareja.

Todo eso es reprobable, triste y lamentable. Todavía quedaría la cuestión de que alguien, queriendo hacer un bien para sí y no dañar a su pareja, tomara todas las precauciones para que no se supiera, obedeciendo al refrán de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Se puede obrar así toda la vida, si los amantes están conformes, sin aspirar a más, y la persona engañada vive felizmente en la ignorancia. Eso es tan antiguo como el empleo más antiguo del mundo. La indulgencia ante tal caso está en preservar así un matrimonio, tal vez con niños, de cara a la sociedad, a la vez que existe la emoción de una vida secreta. Pero esto, para otras muchas personas, es una ofensa y una humillación inconcebibles por el hecho de hacerlo “a las espaldas” de alguien (Heliodoro recordaba las palabras concretas de una), cosa que no puede ser de otra forma, porque “de cara” no sería posible o no sería un engaño. Aluden a la falta de respeto por hacer tal cosa.

Pero a Heliodoro esta motivación le parecía ególatra y victimista. ¿Por qué mezclar el respeto, término arisco y belicoso, con la rotura de la ilusión y de las esperanzas? Esto conducía a lo más rancio del Antiguo Régimen: el concepto de honra, la imagen pública, la reputación, ser un cornudo o una cornuda y que la gente lo supiera. “Es una falta de respeto” era equivalente a “es una deshonra”, lo cual tenía más que ver con la apariencia ante la sociedad que con los sentimientos verdaderos e íntimos. Algo similar era Vito Corleone diciéndole a uno de sus empleados, al principio de la primera película, con su voz susurrante desde la garganta, aquello de “No me tienes ningún respeto”, por haberle desobedecido o tenido tratos con otras familias. Y lo manda ejecutar. El respeto suele tener bastante que ver con desobedecer o comportarse de manera que disgusta a alguien que tiene autoridad sobre el otro, cosa que suele ocurrir en las relaciones de pareja. O eso era lo que pensaba nuestro personaje, más o menos desviado de la moral establecida.

La cuestión que nos atañe es por qué el personaje narrador de estas reflexiones permaneció tanto tiempo con alguien que no amaba realmente, porque lo saludable en una relación amorosa es que, si no siempre, que al menos haya etapas en las que no exista otra mujer que la que se tiene, sin ojos para más. Y si destellara por ahí otra, en una balanza se contrapusiera a la propia y el resultado fuera que la tentación sale desfavorecida, por entrar también en juego la máquina de trabajos y mentiras que habría que realizar, con lo que se diría uno: “no merece la pena”.

En esa balanza que se plantean los potenciales infieles, como nuestro infausto personaje, a veces se da el caso de que sí, que vale la pena intentarlo. En varias ocasiones en que se lo planteó, el concepto que tenía Heliodoro de Beth había salido ligeramente desfavorecido. Era un hecho. Como también lo era el hecho de no poder o no saber dejarla. ¿Cómo era posible? ¿Qué clase de cobarde o de inútil era? ¿Tanto le afectó aquella vez en que quiso dejarla y ella no le dejó dejarla? Cabe preguntárselo una y otra vez, debe preguntárselo el fiscal, el acusado, el testigo, el jurado entero, como interrogaron a Raskólnikov y a Dimitri Karamázov.

Como se verá, un factor determinante quizá se encuentre en la mejor muñeca del universo.

***

De todas las atracciones que le generaban pasión por lo inútil, una de ellas, propia de la juventud, fueron ciertos muñecos y peluches. También los jarrones, que nunca supo utilizar para nada; los juegos de cartas o de mesa, con los que no podía jugar con nadie, etc. Pero los peluches significativos tenían un gran atractivo para él, porque, en su desgracia, a todo le daba valor simbólico. Una vez, estando con Beth en la fabulosa exposición de tapices en La Granja de San Ildefonso, tras ver las escenas con tantas y tan variadas alegorías, se admiró con la de la Fama cabalgando un elefante. Poco tiempo después, no pudo evitar comprarse en Ikea un pequeño peluche de un elefante. Aunque también podría acumular figuras o muñecos, que también le encantaban, los peluches se ofrecen al tacto, se pueden tocar, suelen ser suaves y así se vinculan con uno a través de más sentidos, donde ese contacto que radica en la infancia o lo materno estrecha el lazo y fortalece el símbolo.

Recordaba que una vez, tal vez con once años, al tener que pasar el día en casa de su bisabuela, se llevó entre otras cosas un peluche de una marmota, oculto en una bolsa de plástico, que tenía como recuerdo muy querido de un viaje a los Alpes poco antes, el año 1991. Ese muñeco también le era muy apreciado por la fascinación que le producían las marmotas de verdad cuando las veía en las montañas. Pero allí con su bisabuela, como todos los veranos, estaban sus tíos de Francia, que lo querían bien, y fue su tío Ángel el que le reprochó la compañía de tan infantil juguete:

‒¿Vienes con tu “nunús”? ¿Tan mayor y con “nunús”? ‒dijo, con gesto de desaprobación. La palabra, por cierto, es nounours.

Muchos años después pensaría en qué parecidos somos a cómo éramos de niños o de adolescentes. La manera de decidir las cosas, de sentir la duda, el miedo, la ilusión, la responsabilidad o la culpa es la misma. El “sistema operativo” de nuestra psique es el mismo toda la vida. Por eso las mujeres que nos rechazaron en la juventud nos seguirán rechazando en la madurez, porque saben lo que somos. Así, al prepararse aquel Heliodoro de trece o catorce años para pasar varias horas en casa de su bisabuela, eligió los objetos que más le atraían, como la marmota, aunque luego no supiese qué hacer con ella. Muchos años después, en sus viajes, llevaría en su equipaje otros objetos igual de inútiles, de valor emocional, pero propios de su vida adulta.

De modo que el excéntrico personaje del que estamos hablando, entre sus muchas rarezas, tenía una que consistía en conservar objetos infantiles. No era tan raro si entendemos el valor de la nostalgia de la niñez. Y lo que nos atañe ahora es que, casualmente, a Beth también le gustaban, y conservaría alguno de no ser por su tormentosa infancia, triste y lamentable, con un padre que abandonó a su mujer e hijos y una madre paranoica que se negaba a trabajar. Lo que más habría deseado ella habría sido un hogar y unos padres estables, con regalos, juguetes, amigos, viajes en familia. Pero no tenía nada de todo aquello, sólo algunos libros y adornos en su pequeño piso alquilado de Vallecas. Lo más valioso que tenía era un peluche de verdad: una gata inteligente y curiosa, de marcada personalidad y ocasionalmente cariñosa. Cuando llegaba casa, la gata ya maullaba antes de que abriera la puerta. Su manera de mostrar cariño al recibirla era tumbarse de espaldas en el suelo y frotarse el lomo en él, invitando a que le tocase la tripa, y era también el único momento en que se dejaba coger y abrazar sin dificultad, mientras la peluda ronroneaba y entornaba los ojos. Siempre había sido de las imágenes más tiernas que tenía Heliodoro de ella. De ellas dos.

En otro orden de cosas, pero también como dato previo necesario para lo que va a venir después, a ella y a él les fascinaban las viejas iglesias y los monasterios, como amantes del arte que eran. La monumental arquitectura de una iglesia románica o gótica, que respira siglos de existencia, ennoblecida por su antigüedad y por albergar lo sagrado, aunque fueran los dos ateos, los sumían en una deleitosa contemplación donde, además, absorbían información estudiando los detalles de su construcción, sus bóvedas, nervios, capiteles, relieves, incluso adquiriendo las entradas con guía, ya fuera humano o con el aparato de escuchar audios.

Tenían demasiado en común, salvo lo más importante para mantener viva una relación amorosa.

La misma devoción compartida experimentaban con los monasterios, magníficos edificios organizados en torno a ese ancho corazón que es el claustro, donde uno parece transportarse a una época remota conversando apaciblemente con algún sabio monje en ese amplio cuadrilátero que tanta paz produce. Pensaba Heliodoro cuánto se deleita uno con obras de arte, como en El Paular, en Rascafría, con tantas y tan magníficas pinturas de Carducho, o las escenas de San Millán en el Monasterio de Yuso, o las esculturas (por desgracia, muchas semidestruidas) en Nájera, y todo tipo de maravillas en muchos otros, pero ninguna como la perfección de Santo Domingo de Silos, cumbre del arte románico. Ella, su entonces compañera, fue testigo de la emoción que le produjo ver y entender aquello gracias a las certeras explicaciones del guía, a quien fue a dar tan efusivamente las gracias, al finalizar el recorrido, que se hizo amigo suyo y estableció contacto con él hasta el día de hoy.

Pero, además, lo que tienen algunos monasterios es que siguen vivos, porque en ellos “oran y laboran” todavía, tras largos siglos, hombres o mujeres que cumplen una noble misión: velar por un recinto sagrado cumpliendo unas normas, guardándolo y guardándose a sí mismos. Los monjes y las monjas le conmovían por esas dos cosas: habitaban en lo sagrado y se acogían a una disciplina. En un tono nostálgico de algunas tradiciones, como el marqués de Bradomín, pensaba Heliodoro que entonces ya no se valoraba lo suficiente lo pasado, la cultura de nuestros ancestros, el arte religioso, el catolicismo (que nada más se entendía como rancio conservadurismo o arma ideológica de la derecha), razón por la cual que hubiera todavía monjes que madrugasen, rezasen, estudiasen, se privasen de lujos y de vicios (los monjes de verdad), que explicaran obras de arte y que cantaran cantos gregorianos le parecía no sólo maravilloso, sino una verdadera forma de rebeldía ante un mundo sin obediencia a nada salvo al comercio, individualista, egoísta y soberbio en su ignorancia y su extravío. Eran reliquias, fósiles vivos. Había que protegerlos, apoyarlos y evitar que cambiasen.

En Silos compró un librito para turistas de la Regla de los monjes benedictinos. En Yuso se identificó graciosamente con San Millán representado en su cama, bajo la cual salían llamas y demonios, que el santo supo expulsar. En el salón de su casa colgaba una copia de Fray Hortensio Paravicino del Greco, monje poeta amigo del pintor, que además pertenecía a la Orden de los Trinitarios, la misma que se ocupó de rescatar a Cervantes del cautiverio de Argel y que por ello significaba mucho para Heliodoro, por su vocación por las letras, la historia y por sentirse él como un cautivo esperando la liberación.

En todo esto le acompañaba Beth y le seguía en sus cavilaciones. Entendía que era a lo que aspiraba, no a ser monje real, sino a lograr un sesgo de nobleza de espíritu, habitando en lo sagrado para sí, y guiándose en la vida mediante una disciplina personal sólida, sabia, como lo era para los de Silos la Regla de San Benito, “ora et labora”.

Pero ella, realmente, no necesitaba desear eso, porque ya lo había conseguido. Ella era, en el fondo de su ser, una monja. O estaba mucho más cerca de serlo que él un monje.

Velaba por lo sagrado y se imponía una disciplina. Lo sagrado era el amor a él, a Heliodoro, quien era el templo donde mostraba su absoluta devoción, con una fuerza y una fe infatigables. ¡Quién pudiera querer así! La disciplina era la de regular su actividad diaria con la precisión de un reloj: anotaba en su pizarra de la cocina y en post-its todo lo que tenía que hacer que, a diferencia de él, cumplía. Esa disciplina era una respuesta a la eficacia de la sagrada divinidad que se le había mostrado a ella. La obediencia a unas normas, para ella, garantizaba el fulgor de un amor que no se apagaría, siendo este amor su dios. Como decía la Regla de San Benito, en el apartado “Obedecer sin murmurar”: “[…] pues la obediencia que se tributa a los superiores se tributa a Dios, como dijo Él: Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha”. Y ahí estaba lo tenebroso: “si yo te escucho, tú me escuchas”, “si yo hago todo esto, tú también”.

Era como si una virgen vestal cumpliese religiosamente (nunca mejor dicho) con la obligación de alimentar el fuego sagrado del templo, cuidando las brasas y echando leña. No se podía apagar. Si se apagase… ¡Qué haría si se apagase! Es más, el fuego tenía que ser poderoso, como el que ardía en el pecho de la fanática de Apolo. No en vano al principio le llamaba “Sol”. Pero ese fuego no quería arder y se iba apagando, porque quizá el dios no quería mostrarse, o tal vez no era el verdadero Apolo el espíritu que allí moraba.

Así debía ser la novicia de Don Juan Tenorio, inquebrantable, capaz de amarle hasta la muerte y más allá de la muerte, comprometida ante Dios en estar con él cuando expirase, y llevarlo, si se arrepentía de sus tropelías, al reino de los cielos. Pero también la mismísima Santa Teresa de Jesús vivía en ella, como quien ama tanto que se olvida de sí misma (Vivo sin vivir en mí…), reformando conventos con el austero estilo castellano y entrando en éxtasis al entrar en contacto con su Dios. Sor Juana Inés de la Cruz también estaba ahí, enfrentada a algunos hombres de su época y también a mujeres envidiosas o de ideas contrarias, en un entorno difícil, pero de su elección, por parapetarse en el grupo, en el intocable gremio clerical. Desde ahí, sor Juana esgrimía una moral y una disciplina notables a través de sus obras: en su célebre poema Hombres necios que acusáis… atacaba a los donjuanes y a todo desviado amoroso defendiendo un amor igual de comprometido, íntegro y exigente por ambas partes. Ella oponía su irrompible amor a las tentaciones y devaneos de los hombres volubles:

¿Pues cómo ha de estar templada

la que vuestro amor pretende,

si la que es ingrata ofende

y la que es fácil enfada?

 

“La que es fácil enfada” por la exigencia de lo mismo que da, su entrega, su perseverancia, constancia y disciplina. Si ella no mira a hombres guapos, su hombre no debe mirar a mujeres guapas. Si ella está siempre pendiente de él, él debe estarlo también de ella. No deja de resonar otra Juana, la Loca, Juana de Castilla, sufriendo el tormento de aquel Felipe el Hermoso. ¡Qué puro y elevado amor, qué elogiable y qué detestable le había llegado a parecer a Heliodoro, aunque comprendiera que era lo correcto! La Regla de los monjes, otra vez. Decía el epígrafe “Dios te vigila”: “En cuanto a los deseos de la carne, creamos que Dios siempre está presente, como dice el profeta al Señor: Todas mis ansias están en tu presencia”. Y así, a semejanza de Dios, los monjes se vigilaban los unos a los otros y a sí mismos. Todas estas normas las rechazaba, claro está, pero, en el fondo de su ser, las deseaba acoger vergonzosamente, con manos temblorosas, como si fuera un bien que no merecía.

Este otro poema de sor Juana Inés, la monja de Nueva España se muestra como una maestra en la ciencia del amor y de los celos:

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,

como en tu rostro y en tus acciones vía

que con palabras no te persuadía,

que el corazón me vieses deseaba;

 

y Amor, que mis intentos ayudaba,

venció lo que imposible parecía,

pues entre el llanto que el dolor vertía,

el corazón deshecho destilaba.

 

Baste ya de rigores, mi bien, baste,

no te atormenten más celos tiranos,

ni el vil recelo tu quietud contraste

 

con sombras necias, con indicios vanos:

pues ya en líquido humor viste y tocaste

mi corazón deshecho entre tus manos.

 

Era entonces Helidoro el que se identificaba con la voz de la autora, pero sin saber disuadir a la inquisición de los “celos tiranos” de ella, cuando sospechaba de él cualquier cosa. No tenía un corazón que mostrar, aparte de no saber tampoco persuadir con palabras. Ni tampoco el corazón deshecho de Beth iba a lograr disipar la sombra de posesión y amenaza de ella, cada vez más alargada.

***

Ha llegado el momento de hablar de la muñeca. Con todo esto tan interiorizado, con la compartida pasión por los conventos, con la cómplice ternura que a ambos les inspiraba ver monjas en oración, o la elevación de los cantos gregorianos de los monjes de Silos, para intentar atenuar la crisis de pareja, se fueron de viaje a Ávila. La intención de Heliodoro era, absurdamente, realizar con ella planes agradables por si pudieran pasarlo bien y así revitalizar la relación, o bien que quedara algún buen recuerdo para cuando finalizase. En su fuero interno pensaba: “Éste puede ser el último viaje”. Aunque luego habría otro, otro, y bastantes más.

Allí en Ávila quiso repetir algunas amables experiencias que había tenido diez años antes, cuando era muy joven, con su primera novia: pasear por la ciudad, por las murallas y, sobre todo, entrar en la catedral y ver la escultura del Tostado, el célebre clérigo que se quedó ciego de tanto escribir.

En todo ese tiempo la vieja ciudad castellana había cambiado mucho ‒notó gran cantidad de gente, coches y una sensación de ajeno en todo‒, pero permanecía en lo esencial. Su principal sentimiento era la pena, motivada por sus dudas hacia Beth, que siempre lo reconcomían. Quizá por eso, tanto en esa ciudad como en otros momentos de su relación con ella, se le habían quedado grabadas las miradas de otras mujeres que parecían decirle “existimos, hay más mundo” que cruzó inmoralmente estando ella a su lado. Eran miradas enigmáticas, que hacían galopar el corazón, como aquella que se cruzaron subiendo el Peñalara y que decía, con los ojos clavados en los de él, sin mover los labios:

‒Soy otro mundo posible. Otra posibilidad de vida.

Pero allí, recorriendo las calles de Ávila, visitando la catedral, la iglesia de San Vicente y todas sus vetustas maravillas, no se daba ese desarraigo ni señales de tener que separarse, salvo en el desliz que cometió Heliodoro al cometer el conocido error de confundir a su pareja, a Beth, con un amigo al que poder contar todo lo que recordaba y sentía:

‒Qué bien lo pasé aquel día con ella… Vinimos en tren para no tener que conducir y poder beber, nos comimos unos chuletones y nos pillamos una buena tajada con vino tinto… Y por esa pradera, al pie de la muralla, la cogí en brazos y la llevé en volandas hasta que nos tiramos en la hierba, rodando juntos…

Enseguida notó que el semblante de Beth se había endurecido, con la boca firmemente cerrada y un halo irritante que despedía sin decir palabra. Esa forma de ataque de ella le encolerizaba a él, pero supo aquella vez digerirlo y más o menos disculparse por hablar de aquella chica de la que no había vuelto a saber desde hacía diez años.

Hubo algo increíble que supuso un destello para los dos. Fue que después de cenar en un restaurante medio barato, en una de esas terrazas cerradas con plástico y caldeadas con modernas estufas de butano, de bellos fuegos azulados, quisieron de postre unas yemas de Santa Teresa. Como era de esperar, en ese bar no tenían, así que exploraron a esas horas de la noche por si otro bar más selecto las tuviera. Pero no fue un bar lo que los colmó de ilusión, sino una tienda especializada en yemas, iluminada y abierta, ¡a más de las once de la noche!

Entraron y cogieron ansiosamente una típica cajita de doce unidades de un montón que había. Pero, mirando un poco, mientras esperaban a otra pareja que estaba terminando de pagar, Heliodoro vio algo que le atrajo con un deseo si cabe más irrefrenable aún que al coger las yemas: una preciosa muñeca de tela de una monjita, supuestamente Santa Teresa. Sólo había una, pero la cogió con cuidado y preguntó ilusionado por ella a las dependientas. Notó que habrían querido decirme que no, que era la de muestra, pero la alegría que tenían Beth y él debió conmover a las señoritas tras el mostrador, y le confirmaron el precio, que era asequible para ser una muñeca artesana.

Se la dio a Beth con la mayor inocencia y pureza de espíritu que hubo tenido nunca y, de hecho, fue el mejor regalo que jamás le había hecho a alguien. Ella misma, iluminada con sonrisas, exclamaba repetidamente:

‒¡Es la mejor muñeca del universo!

La criaturita vestía un hábito marrón, de bien cortados paños, que reflejaba la austeridad y sencillez que debía mostrar esa vestimenta. “Hábito” es además una palabra que tiene muchísimo que ver con monjes, por significar, además, ‘costumbre’, la mencionada disciplina que Heliodoro envidiaba y que no podía cumplir. Además, la monjita tenía las manos juntas, en acción de rezar, su cabecita cubierta con la cofia blanca y el escapulario negro, de amplias alas tan anchas como sus hombros, que le daba un aire muy simpático. Pero lo mejor de la cabeza era que tenía los ojos cerrados, la boquita roja y pequeña y la habían hecho de tal modo que no se sostenía, sino que caía blandamente hacia delante y hacia un lado, según la moviese uno, en actitud de humildad, mansedumbre y paz interior.

Nunca le había hecho un regalo tan adecuado a nadie. Esa muñeca sólo podía ser para una persona en el mundo: ella. Era una exageración, pero ella estaba realmente feliz y él, por tanto, también. Se le olvidaron temporalmente las dudas, el miedo a los severos juicios de su infidelidad y de su amor templado. Ella estaba con ella, su verdadera representación, su propio exvoto en otro mundo, que hacía que se hubiese comunicado con éste en un nexo fabuloso.

Era como si se hubiesen encontrado los tres. Ella, él y la mejor muñeca del universo.

Era la mejor porque resplandecía paz, una auténtica paz interior, paz profunda, con su cabecita ladeada y sus ojos cerrados. Él había visto monjas así, concentradas, en su morada interior, momentos antes de realizar sus oficios. También a los monjes de Silos cantando sus conmovedores cantos gregorianos, concentrados, muchos con los ojos cerrados, ajenos al molesto murmullo de la gente, los flashes de las fotos y los ruidos de teléfonos móviles. Son personas, quizá seres sobrenaturales, que han logrado esa valiosa paz interior que les permite concentrarse y habitar en lo sagrado.

Se comieron varias yemas de Santa Teresa en la cama del hostal, poco confortable y ruidoso, pero amable con la lograda calma entre los dos. Se sirvieron también un licor con dos vasitos que habían traído preparados para la ocasión, contemplando la prodigiosa muñeca de tela, con sus ojos cerrados y su tiernamente ladeada cabeza, sus manos juntas en plegaria, que parecía decir aquello de:

Nada te turbe,

nada te espante,

todo se pasa…

 

***

Por el tiempo en que mi amigo Heliodoro Peces me envió el texto que acabo de transcribir, estuvo ilocalizable, al menos para mí, durante varias semanas. Me dijo escuetamente en un mensaje que había conocido a alguien. No me quiso explicar quién, pero me dijo que era “una verdadera centaura”, y que fue el motivo por el que tuvo que apartar de sí, por un tiempo quizá, a Beth, a la que me pidió que, en los próximos escritos, la llamase Teresa.

Me encontré también en el buzón una cuartilla de folio manuscrita con su letra por una cara. En la otra cara se veía lo que era: un formulario para que padres de alumnos de su instituto -Heliodoro era profesor- los autorizasen a una excursión. Decía, por el lado de la fotocopia: “Haz que acabe así”. Y su texto era:

Ya no está Beth. La rechacé junto con su muñeca. Yo no he conseguido nunca esa paz ni la conseguiré. He andado con otra mujer que me ha rechazado con un severo ajusticiamiento: “no juegues conmigo”, “eres mala persona”, “no puedes tener amigas”. Dejo tierra quemada tras de mí.

Pienso qué hacer de ahora en adelante. Me dicen que me quite las máscaras. Debo ser otro para no cometer los mismos errores. Ni la fácil ni la ingrata. No debo engañar ni engañarme. Dicen que todos tenemos una “sombra”, de acuerdo con C. G. Jung, que no se puede reprimir ni rechazar. Si soy mala persona en esto, debo asumirlo y avanzar. Dicen que los que avanzan y no sufren tienen la sombra integrada.

Ahora hay que cerrar el cuaderno. Que el público decida si hay utilidad, valor artístico, didáctico o de algún tipo en este ensayo.

Monasterio de Suso, San Millán de la Cogolla. Foto del autor.




Monje en el Monasterio de Silos. Foto prestada del diario La Razón.






2 comentarios:

  1. Un saludo desde Emociones Básicas, Eduardo.

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    1. Muchas gracias, siento el larguísimo retraso en contestar. Fuiste un referente para mí cuando me preparaba las oposiciones en 2018 y más adelante, cuando preparaba clases y hacía alguno de mis propios vídeos. También como persona polifacética, ya que abarcas varios ámbitos en tu divulgación de materiales. Un saludo y espero que todo te vaya bien, es un placer poder comunicarme contigo.

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