lunes, 24 de diciembre de 2018

Simbolismo y literatura en los árboles de Pradolongo

Simbolismo y literatura en los árboles del parque de Pradolongo (Madrid, Usera)

Nota previa: el siguiente trabajo comenzó en 2018 con la intención de llegar a libro o a un artículo publicable. Sin embargo, no pasó de una introducción de tono lírico y nostalgia académica, pues no hacía mucho tiempo de mi época de estudiante universitario. Siete años después, doy por frustrado el ambicioso proyecto y me decanto por algo más modesto: un borrador para una actividad con alumnos, si es que llega a realizarse.
A continuación, expongo aquella introducción del año 2018, que escribí en los primeros meses de trabajo en aquel instituto de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero recuerdo que se la mostré a mi tutora de prácticas, a quien ni le iba ni le venía todo esto.

Una introducción personal: el lenguaje de los árboles


Mientras buscaba un título para esta obra, se me iban sucediendo unos y otros sintagmas más o menos precisos, hasta que me vino a la cabeza un fragmento de uno de mis intentos de poesía:

Porque a las cuerdas orquestales son las manos
lo que el infinito a la vida.
Y no son las cuerdas vocales lo que habla,
sino el aire que se mueve.
Ver lo eterno es muerte y transformarse
en alto chopo blanco.
No, no se entenderá el Lenguaje
si no se piensa

que no es el viento lo que suena,
sino las hojas de los árboles.

En la línea de algún insigne filósofo, quiero aquí concebir la realidad como lenguaje, ese Lenguaje con mayúscula. Sé que debería leer más sobre filosofía del lenguaje antes de ponerme a escribir esto, pero no hay tiempo. Ya lo editaré más adelante. En cualquier caso, el primer paso a seguir es analizar una de las partes de ese lenguaje. Como Champollion y los primeros que intentaron traducir los jeroglíficos, que se fijaron en los "cartuchos", los símbolos que rodeaban grafías indicando nombres de faraones, me dedicaré a observar un fragmento de la realidad que nos rodea, el mundo de los árboles.

¿Por qué los árboles? Me han fascinado desde siempre. Desde muy joven los dibujaba y guardaba en otoño sus hojas en libros o cuadernos. Nos abastecían para todo, nos proporcionaban herramientas y juguetes, ya fuera a través de una rama o un trozo de corteza caída. 
Pero hay algo muy sencillo de lo que nos damos cuenta con los árboles, sin necesidad de leer libros sobre ellos: son más altos que un hombre. Una mente antigua tenía que admirarse ante esa estatura y verticalidad. Los antiguos, además, vivían en comunión con la naturaleza mucho más que nosotros, los supuestos sabihondos de la "sociedad de la información". Para muchas cosas, justo a través de esa conexión, la gente de la antigüedad era más sabia, gracias a la observación meticulosa y profunda, con una enorme capacidad de abstracción. Las cosas no eran, en muchos casos, mera decoración arbitraria, sino que tenían un sentido y significaban algo.

Estamos ya muy lejos de los orígenes del lenguaje o, mejor dicho, de nuestras lenguas históricas, para poder apreciar el largo camino que lleva recorrido cada unidad del código, cada palabra. Nuestras palabras son ya meras herramientas y se han quedado vacías. Pero hace tres, cuatro o cinco mil años no era así, porque la capacidad de comunicarse acababa de forjarse a base de la interacción con el medio, con lo que cada palabra tenía vivas y latentes connotaciones. Por ejemplo, decimos ahora la palabra "amarillo" y solamente pensamos en un color. Como mucho, podemos notar que en muchos casos alude a la 'precaución', por las señales de las obras, o algo que tenga que llamar atención, por los marcadores fluorescentes con los que resaltamos palabras en documentos escritos. Pero un indoeuropeo de hace cinco mil años, que carecía de una sociedad compleja con una cultura anterior en la que basarse, nombraba las cosas con lo que iba encontrando en la naturaleza, con las sensaciones que le transmitían. Así, aunque hubiera flores amarillas, aunque el sol fuera amarillo, lo que le hizo designar este color fue algo sinestésico, la hiel. Al comerse un animal, vería ese tono amarillo junto al hígado, de amargo sabor, en contraste con el resto de sabores de la carne. De ahí esa manera de 'resaltar', la 'advertencia' o 'precaución'. Muy pocos se dan cuenta de que está presente la palabra "hiel" en todas las lenguas para nombrar este color: ing – yellow; pl – żołty; r – жëлтый; al – gelb; it – giallo; y si no es esta sustancia, la bilis, es su sabor amargo:  esp – amarillo; lat – amarus; p – amarelo. El amarillo es, por tanto, el color 'amargo', una sinestesia, una simultaneidad de percepciones sensoriales.

Recordemos, pues, que todo el conocimiento inicial de un ser humano tenía que estar construido con lo que veía y experimentaba en la naturaleza. Descartando por ahora el tema del alma y el espíritu, con lo que vivimos y con lo que aprendemos es con el cuerpo. El cuerpo es el instrumento de conocimiento del mundo que, además, es parte de la naturaleza. El ser humano fabrica, hace lo artificial, es un homo faber, pero es un ser natural, procede de la naturaleza. Esto lo tenían muy claro cuando tenían que afrontar la muerte: se enterraban los cadáveres como semillas, para que dieran lugar a una nueva vida, o se llevaban a una alta peña para que las aves carroñeras tomasen sus restos y los llevasen al cielo. Se devolvía lo dado. Como decía J. Manrique en sus Coplas, aunque nos estemos refiriendo al cuerpo, "dio su alma a quien se la dio".

De aquí que todas las palabras con las que se comunicaban los seres humanos, con las que comprendían el mundo, tuvieran que proceder de la naturaleza, en mayor o menor medida. Y no sólo había que nombrar realidades concretas, sino abstractas; no sólo había que nombrar y comprender lo de fuera, sino lo de dentro. Así, el cuerpo, el instrumento de conocimiento del mundo, con lo que se conoce todo lo que está afuera, sirve también para conocer lo que hay dentro, a través de lo que se ve y lo que se siente. Lo que está afuera está adentro. El decorado exterior, el orden natural, servía de plantilla de traducción, de piedra Rosetta, para entender lo que les pasaba a las personas por dentro y así entenderse a sí mismas.

La naturaleza es el espejo de nuestra psique. No entenderemos nunca quiénes somos ni quiénes son los demás si no entendemos el lenguaje primigenio, sus símbolos universales. Es lo que quise decir en el poema, anunciando, además, la manera de intentar comprenderlo: a través de las hojas de los árboles, no fijándonos en el viento. A través de lo tangible y lo visible, no a través de lo inasible. Estos símbolos estarían primero en la jerarquía del código del inconsciente colectivo de C. G. Jung, quien considero que se aproximó a una interpretación de este lenguaje a través de los sueños, los mitos y el arte. Jung (1984: 91-92) habla de “símbolos naturales” (contenidos inconscientes de la psique) y “símbolos culturales” (“verdades eternas”, religiones, imágenes colectivas). Como es natural, tantos siglos o milenios de cultura han dejado su huella en el llamado "inconsciente", sobre todo las religiones, pero, recordemos, lo primero era la naturaleza. Dejo para más adelante la explicación de lo que entiendo por "inconsciente".

De este modo, podemos ver a ese hombre o mujer de la más remota antigüedad mirar la magnífica altura, la majestuosidad y la perfección de un árbol, de fuerte tronco y profundamente amarrado al suelo. Vería algo así:



En ese momento, esa persona se daría cuenta de su inferioridad, de lo minúscula que es y de la grandeza de la naturaleza. Pero, además, estar ahí suponía algo: un vínculo a ese majestuoso abeto, al ser tanto éste como el ser humano hijos de la "madre tierra", mater tellus, y, al estar debajo, estaría sometida a su influjo y protección, el poder de ese árbol. Estar ahí nos revela lo que tenemos nosotros de ese alto y verde árbol. Es un encuentro con esa parte de nosotros, o quizá con algo que deseamos o añoramos, como veremos más adelante.

Un término conocido en antropología es el de la “identidad psíquica” o “participación mística” de los primitivos, que ha sido eliminada en nuestra cultura actual, y es lo que venimos exponiendo. La cultura de los antiguos vehiculaba estos mensajes del "código natural": así, una muchacha, en nombre de todas las mujeres, se sentía “florida”, o “verde” como un pino, o mecida por el viento como un álamo. 

Conviene matizar por qué tanta admiración e identificación o búsqueda en los árboles como símbolos. Dice Isabel Uría (1989:103):

Así, desde los tiempos más remotos, el árbol, por su propia forma y sustancia (porque es vertical, crece, pierde las hojas y las recupera una y otra vez), representa -ya sea de manera ritual y concreta, o mítica y cosmológica, o puramente simbólica- al cosmos vivo que se regenera incesantemente, y, como vida inagotable equivale a inmortalidad, [...]
No solamente se trata de su grandeza en el espacio, sino en el tiempo. Los árboles parecían inmortales, sumidos en los eternos ciclos de la naturaleza: tan milagroso podía parecer que muriesen cada otoño y revivieran en primavera, como que estuvieran siempre verdes fuera cual fuera la estación del año. Y a esto, hecho formidable que superaba la limitación humana de su mortalidad, hay que añadir la mencionada verticalidad que señala Uría (1989:104):

[...] el árbol, como símbolo del cosmos, de la vida inagotable, de la realidad absoluta, es también un símbolo del "centro", y por su verticalidad se convierte en el eje del universo, punto de intersección de los niveles cósmicos y, por tanto, capaz de unir el cielo, la tierra y el infierno. 
Son un nexo, una interconexión entre lo que está arriba y lo que está abajo, entre la oscuridad de las raíces y la luminosidad del cielo, entre la oscura base de un pozo iniciático y su salida a la luz, entre la oscura cripta de una catedral y sus altas torres que tratan de tocar el cielo. Representa todo un sistema de vida muy en común con la nuestra: la oscuridad de donde nacemos, de la que crecemos, de la que obtenemos alimento, nos ha hecho alzarnos; de ella extendemos la belleza de las ramas y las hojas, incluso los frutos que aportamos al mundo.

No lo he visto en ningún libro, pero me gusta fijarme en las finas ramificaciones de sus copas, que tan bien se ven en invierno en los árboles de hoja caduca. Son como terminales nerviosas, son dendritas que se multiplican para ser lo más sensibles posibles. Como los capilares sanguíneos en los alvéolos pulmonares, como cables que tuvieran que descargar de electricidad estática. Las ramas, ramitas, con todas sus yemas y hojas, son un medio de contacto, son sutiles instrumentos para tocar el cielo. Un cielo unido con la tierra a través de un eje, el tronco, por eso el árbol es el axis mundi.

Espero que estos breves y desordenados apuntes hayan sido suficientes para abarcar la magnitud de la importancia de los árboles, tanto por su valor físico como simbólico. Ahora, como si cada uno fuera una palabra, un jeroglífico lleno de connotaciones y profundidades, iremos viendo uno por uno lo que significan, rastreando su pista en la literatura y en el arte.


JUNG, CARL GUSTAV (1984). El hombre y sus símbolos. Barcelona: Luis de Caralt.
URÍA MAQUA, ISABEL (1989), "El árbol y su significación en las visiones medievales del otro mundo", Revista de literatura medieval, ISSN 1130-3611, Nº 1, 1989, págs. 103-122.


***

Ruta guiada por el parque de Pradolongo (en proceso de redacción)

Debido a mi situación laboral presente, en el momento en que redacto este texto, en el CEPA Orcasitas, la ruta a seguir debería empezar en el lado occidental del parque, aproximadamente donde he puesto la X roja:



Comenzaremos junto a esta columna toscana (que no es dórica porque tiene basa):


Cerca de esa columna hay un ejemplar de un árbol muy frecuente en el parque y en todo Madrid, que no tiene referentes literarios. El almez, Celtis australis.

Almez




Celtis australis. Es bello, resistente y sus frutos se comen cuando están maduros (se ponen de color marrón oscuro o negro). Tardan mucho en madurar y la parte comestible para nosotros es una capa muy fina sobre el hueso o parte dura. A los pájaros no les importa, se los comen enteros.

Eleagnus angustifolia

Espero no equivocarme. Quería buscar un sauce, pero no lo vi.


Y es que las hojas me parecen de sauce, aunque no sea llorón...






En fin, pasemos a otro.

Arce real o arce noruego



Su nombre científico es Acer platanoides. Lo de "platanoides" quiere decir 'parecido al plátano', al género de árboles Platanus que ya conocían los antiguos griegos, en donde entraría nuestro plátano de sombra o Platanus hispanica, que echa bolas que se convierten en pelos marrones cuando son aplastadas. Este otro no, el Acer platanoides echa semillas aladas.





Tilo

Tilia tormentosa.

Otros tilos junto al huerto Halcones:


Pensar qué poemas. Mencionar que en polaco el mes de julio se llama "lipiec" por ser allí la época cuando florece. 
Famosa infusión, calma y lentitud en dar flores y frutos.
Famosa calle de Berlín, "Unter der Linden", 'bajo los tilos'.

Olmo

Ulmus.
Buscar poema de Machado, A un olmo seco.




Ahí hay una buena olmeda. Recordar a los alumnos los sustantivos colectivos y El caballero de Olmedo, de Lope de Vega.

Otro buen ejemplar está cerca del huerto Halcones:




No sé si este otro, muy bello, que está junto al fresno de la orilla del lago es otro olmo. Tengo que confirmarlo:




Arce negundo

Acer negundo. Paseo junto al huerto Halcones.



Este otro, de la foto a continuación, no sé si es un arce negundo o es otra cosa.



Dentro del jardín botánico tenemos los siguientes:

Castaño de Indias





Olivo



También se puede ir a la plazuela de los tres olivos, junto a la calle Doctor Tolosa Latour.

Hay bastantes poemas y menciones de este árbol en literatura.


Melia










Boj


Buxus



Eucalipto azul





Abeto rojo




El cartel está bastante desmejorado:


Abeto del Cáucaso

Con nidos de cotorra argentina.






Ciprés


Cuprus, hablar de que su nombre viene de la isla de Chipre, donde nació Afrodita.


Hay otros dos grandes ejemplares junto al huerto Halcones:





Poner el poema del ciprés de Silos y otros que encuentre.

Roble

Hablar del robledal de Corpes del Cantar de Mio Cid y de otros poemas o relatos donde aparezca el roble.
Hablar de los distintivos militares y recordar cómo es la graduación de oficiales en el ejército español.
Mencionar que tal vez el adjetivo "robusto", que ya era igual en latín (robustus), venga de "roble".






Encina


Quecus ilex


Hablar de lo importante que es esta especie en España, de las dehesas de Extremadura, de Córdoba... 
Poemas de lírica tradicional. So el enzina. 
¿Árbol consagrado a Júpiter, o es el roble?

Sombra de la encina, siempre agradable.

Otras encinas junto a las pistas deportivas:


Las hojas a veces son bastante largas y sin formas puntiagudas. Las bellotas también pueden ser muy diferentes. Recordar a los alumnos de dónde viene la palabra "glande", glandis en latín.




Almendro

Prunus ... algo.


Duraznillo


Cercis canadensis



Fresno


Fraxinus, en la orilla del lago. Era antes uno de mis lugares favoritos, pero lo han podado mucho.



No sé si este otro es otro tipo de fresno. Según el móvil, puede ser un Fraxinus velutina:



Pino

Espléndido paseo bajo los pinos, junto al lago:


Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
El muerto, José Hierro.

Esta foto a continuación no es de Pradolongo, sino del Parque Lineal Palomeras, también en Madrid. Foto de hace años con un móvil antiguo. No la borro por nostalgia de esa época.



Álamo


Populus alba




La forma de las hojas varía bastante entre las partes altas y bajas del árbol.


De los álamos vengo, madre.
De ver cómo los menea el aire.





viernes, 7 de diciembre de 2018

Similitudes entre romances líricos y fronterizos


Una cuestión ya de antaño polémica ha sido la lectura de los romances fronterizos como épicos, es decir, inspirados en episodios históricos reales. Este tema ha dado lugar a eternos debates en los que unas posturas y otras suelen mostrarse intransigentes o excluyentes. En este breve artículo vamos a intentar demostrar que, si bien los romances fronterizos se respaldan siempre en episodios históricos reales, su atractivo y el motivo de su perduración son su lectura en clave lírica, con especial atención al ingrediente simbólico. El símbolo ha presentado considerables dificultades para ser descubierto para la exégesis actual, pero probablemente no para el receptor de la época.

Los motivos folclóricos permearon tempranamente los romances. Estos motivos, de larga tradición lírica, son en gran medida símbolos muy bien conocidos: elementos o rasgos de la naturaleza. Así, como decía Álvarez Pellitero, un poema que empiece “bajo un árbol”, como So el enzina, ya predispone al oyente para un tema erótico, crea un “horizonte de expectativas”. Aquí propondremos que otros elementos de la misma clase, como “la mañana”, “San Juan” o un “río” automáticamente también encorsetarán al poema bajo un tema amoroso, por muy encubierto que esté. Esta sutileza debía ser muy valorada estéticamente. Si los referidos elementos naturales están presentes, tiene que ser con algún fin; si no, no tendrían razón de ser, y en poesía nada, ni una palabra, es arbitraria.

Los romances fronterizos, de acuerdo con M. Peláez (2010: 388), que se nutre de las investigaciones de Galmés de Fuentes, Menéndez Pidal y Manuel Alvar, “nacen al calor de hechos históricos, sin relación alguna con el poema de gesta, protagonizados entre moros y cristianos” y acontecidos entre límites territoriales de ambos. Tuvieron, según Peláez, la misma función que los “cantos noticieros” que dieron lugar a la épica, informar al pueblo sobre acontecimientos bélicos. El subgrupo de los “romances moriscos” han extrañado notablemente a la crítica por la “visión simpática y atractiva de todo cuanto rodea al mundo musulmán, aunque fueron compuestos en tierras de cristianos, […] actitud no fácilmente explicable” (M. Peláez, ibídem). Según Pidal, cuando los moros ya están reducidos a Granada y no presentan ningún peligro, son idealizados por los cristianos y se pone de moda la “maurofilia”. Esta propuesta parece algo arriesgada, por cuanto de peligroso tiene siempre cualquier enemigo militar.

Sin negar que tales romances se respalden lejanamente en hechos históricos reales, lo que aquí se propone es una intención poética y un tema totalmente distintos del dato histórico. El lenguaje coloquial, para el pueblo en general, se adorna habitualmente de hechos históricos sólo con valor referencial, con la intención de ejemplificar, como quien tiene un gran desorden en su casa y dice “esto es la Batalla del Ebro”. Los romances, por su gran popularidad y oralidad, debían tener, en ciertos casos, una función similar: lo particular es un pretexto para ejemplificar lo general, que es, como veremos, el sentimiento amoroso.

Juan Victorio analizó el caso con gran acierto en su artículo La ciudad-mujer en los romances fronterizos (1985). La idea de relacionar la empresa militar del deseo de tomar una ciudad con el simbolismo amoroso no era nueva para Victorio, porque ya la propuso Paul Bénichou en 1968 y, a su vez, el propio Menéndez Pidal ya se percató de tal matiz, sin desarrollarlo, en 1928, con la primera edición de Flor nueva de romances viejos: “Los poetas árabes llaman frecuentemente “esposo” de una región al señor de ella, y de aquí el romance tomó su imagen de la ciudad vista como una novia a cuya mano aspira el sitiador”, dice don Ramón, acerca del mismo romance que trató Bénichou, Abenámar. Sin embargo, Victorio va mucho más allá al tratar no sólo Abenámar, sino bastantes más. En efecto, hace constar esa “actitud no fácilmente explicable” que dice Peláez sobre la simpatía hacia el enemigo moro, las imprecisiones cronológicas y geográficas, la vaguedad en nombres propios moros (a excepción de Abenámar) y otros datos que incitan fuertemente a pensar que lo que se cuenta no es lo que parece. Desde luego, con tantas imprecisiones, poco tendrían de “noticieros”.

Dicho esto, se resaltarán aquí únicamente dos factores determinantes para adscribir los romances fronterizos al género lírico. El primero es la casualidad de que todas las ciudades sobre las que se cuenta el asedio sean de nombre femenino: “Baeza, Baza, Álora, Antequera, Alhama y Granada, ciudades cuya importancia estratégica no era más relevante, en algunos casos, que otras de nombre masculino (Setenil, Castellar, por ejemplo). Pero estas últimas no son objeto de asedio” (Victorio, 1985: 554). El segundo factor, no menos importante, es la insoslayable presencia de elementos de la naturaleza propios de la lírica tradicional, que trasladan sistemáticamente el texto al tema erótico. De ahí que Victorio haya denominado esta innovación literaria como ciudad-mujer.

El ejemplo quizá más significativo sea el de Álora la bien cercada, del que, por cierto, Menéndez Pidal obtuvo, mediante fuentes externas, precisos datos históricos, sin advertir su lirismo.

Álora, la bien cercada, - tú que estás en par del río,
cercóte el adelantado - una mañana en domingo,
de peones y de armas - el campo bien guarnecido;
con la gran artillería - hecho te había un portillo.
Viérades moros y moras - todos huir al castillo:
Las moras llevaban ropa, - los moros harina y trigo,
y las moricas de quince años - llevaban el oro fino,
y los moricos pequeños - llevaban la pasa y el higo.
Por cima de la muralla - su pendón llevan tendido.
Entre almena y almena - quedado se había un morico
con una ballesta armada - y en ella puesto un cuadrillo.
En altas voces decía, - que la gente lo había oído:
¡Tregua, tregua, adelantado, -por tuyo se da el castillo!
Alza la visera arriba, - por ver el que tal le dijo,
asestárale a la frente, - salido le ha al colodrillo.


Dice Menéndez Pidal (1981: 224-225):

Yendo en mayo de 1434 el rey Juan II de Aguilafuente a Castilnovo, le llegaron dos mensajes sucesivos anunciándole la alevosa herida en el rostro recibida por el adelantado Diego de Ribera al combatir el castillo de Álora y noticiándole después la muerte consiguiente. Estas nuevas de la frontera circulaban por todo el país en forma de romances como el presente, el cual, gracias a una alusión de Juan de Mena (1444), sabemos que fue escrito a raíz del suceso que relata.
Entre los modelos de poesía épico-lírica debe figurar siempre esta composición, insuperable en su sencillez imaginativa y emocional: la rapidísima narración logra actualizar delante de nuestros ojos el movido episodio de combate y traición. 
Sin negar que, efectivamente, el romance fuera escrito a raíz del suceso, lo que se pretende probar aquí es que el valor literario del poema viene más bien de su parte lírica que de su parte histórica, y la lírica, como se sabe, es ajena al tiempo y al espacio. ¿Y cómo encontrar ese valor literario, artístico, que nos muestra la intención verdadera del poema, sin máscaras? Como decía Juan Victorio en sus clases, hay que leer detenidamente el poema sin contaminarnos de interpretaciones ajenas, sin información añadida. Hay que extraer información del poema, no buscarla fuera. Como mucho, tener presente la tradición y otros poemas de la época.

Por tanto, leyendo de este modo, vemos que el primer octasílabo es ya significativo: “bien cercada” significa que está “acorralada” por tropas, que está a punto de “caer”. Recuérdese que la ciudad tiene nombre femenino. Otra forma de ver el verbo "cercar" es con el sentido de 'amurallada', difícil de tomar, pero posible. Esta visión aparece recogida en La Celestina:

CALISTO: ¡Oh desdichado, que las cibdades están con piedras cercadas, y a piedras, piedras las vencen! (Auto VI, escena II.)

A continuación, hablando a la ciudad, como si se tratase de una persona, dice “tú que estás en par del río”. No dice qué río, como tampoco se decía en la poesía lírica. Pero otro indicativo más es la mención de la mañana, que además es en domingo, día de recreo y disfrute, lo que refuerza nuestra tesis.

El río y la mañana son una combinación muy frecuente en las canciones populares medievales. Así, el río, y estar en sus orillas, aparecen con valor simbólico en poemas líricos: “Orillicas del río / mis amoresé…”, “Ribera del río vi moza virgo…” El “río” es el símbolo de la ‘satisfacción amorosa’, por el placer de su agua limpia y refrescante. Esto parece indicar que la ciudad-mujer “Álora” está dispuesta para esa satisfacción, ya que, en lírica tradicional, la muchacha que se presenta junto a un río o fuente se identifica con tales: se refresca placenteramente a la vez que está dispuesta a refrescar del “calor” amoroso. Jung llamaba a esto de identificarse con un elemento de la naturaleza participación mística. Pero, además, en la mañana esas aguas son aún más refrescantes, porque la ‘mañana’ es el símbolo de la ‘juventud’, el momento propicio para tener amores. De modo que Álora puede considerarse una metáfora de una mujer sensual y tentadora.

Este comienzo, con la presencia de un río, pone ya sobre alerta al receptor de que se está tratando un tema amoroso, amenizado por el tópico guerrero de la conquista, de la hazaña bélica en sentido figurado, también de larga tradición (Jorge Manrique sería un significativo ejemplo del uso de este léxico: Escala de amor, Castillo de amor). Al público, por tanto, debía llamarle mucho la atención la alusión a la conquista amorosa.

Dejando lo guerrero aparte, para seguir demostrando nuestra teoría, proponemos ahora la lectura de otro famoso romance, esta vez plenamente lírico, el Conde Arnaldos.

¡Quién hubiese tal ventura – sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos – la mañana de San Juan!
Con un falcón en la mano – la caza iba a cazar,
vio venir una galera – que en tierra quiere llegar.
Las velas traía de seda, - la jarcia de un cendal,
marinero que la manda – diciendo viene un cantar
que la mar hacía en calma, - los vientos hace amainar,
los peces que andan ‘nel hondo – arriba los hace andar,
las aves que andan volando – en el mástil las hace posar.
Allí fabló el conde Arnaldos, - bien oiréis lo que dirá:
-Por Dios te ruego, marinero, - dígasme ora ese cantar.
Respondióle el marinero, - tal respuesta le fue a dar:
-Yo no digo esta canción – sino a quien conmigo va.

Álora, la bien cercada coincide estructural y temáticamente con este romance lírico “puro” de El conde Arnaldos: primero, un escenario simbólico espacio temporal, donde figuran el agua (mar o río) y la mañana (que puede ser incluso la “mañanica de San Juan”, como el romance Yo me levantara, madre…); la presentación del conquistador o cazador bien pertrechado: en uno va con su halcón, en otro “con gran artillería había hecho un portillo”; a continuación se describen poéticamente las delicias que guarda la mujer (ciudad o galera), a las que aspira el pretendiente: “velas de seda y oro” y el maravilloso cantar en el caso de la galera; “moricas de quince años”, “pasa e higo” y “oro fino” en el caso de la ciudad; se necesita en ambos caso la sinécdoque para hacer hablar a galera o ciudad: en una es un marinero, y en la otra un “morico”; y por último el rechazo de la dama y consiguiente fracaso amoroso del pretendiente: en la ciudad un certero disparo de un “cuadrillo”, y en la galera la negativa del marinero a cantar su canción al conde. El paralelismo entre ambos romances es asombroso.


Álora
Conde Arnaldos
Lugar con presencia del agua (simbólico)
en par del río

sobre las aguas del mar

Pretendiente; el que intenta la conquista
el adelantado
el conde Arnaldos
Momento simbólico de la juventud, apto para amores
una mañana en domingo
la mañana de San Juan
Buena dotación para la conquista
de peones y de armas - el campo bien guarnecido
con un falcón en la mano la caza iba cazar
Tesoros que “encierra” ella, virtudes, atractivos
Las moras llevaban ropa, - los moros harina y trigo, / y las moricas de quince años - llevaban el oro fino, / y los moricos pequeños - llevaban la pasa y el higo.
Las velas traía de seda, […] que la mar facía en calma, los vientos hace amainar, / los peces que andan ‘nel hondo,  arriba los hace andar, / las aves que andan volando   en el mástil las face posar.
Sinécdoque: necesaria para hacerle hablar o actuar a “ella”
morico
marinero
Fracaso del pretendiente, rechazo amoroso
asestárale a la frente, - salido le ha al colodrillo.
-Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va.



Por tanto, pese a que el episodio histórico de Álora fuera, como documentó Pidal, un hecho real, la interpretación simbólica de un fracaso amoroso tuvo mayor peso a la hora de la composición y de la transmisión oral, que debía divertir más al público que una mera noticia militar.

Se insiste con esto en poner especial atención, siempre que aparezcan elementos de la naturaleza, a la hora de analizar e interpretar un texto lírico o sospechoso de lirismo; porque puede que se esté tratando un sentimiento y los recursos utilizados -símbolos y metáforas- trasladen el escenario a términos simbólicos. Pese a la gran visualización que presenta el romance de Álora, estas razones nos inclinan a proponer que se trata de otro escenario simbólico, igual que El conde Arnaldos.

Por otra parte, es conveniente señalar que una ciudad con nombre femenino no va a garantizar sistemáticamente un poema lírico. En los romances del “ciclo del Cid” la ciudad de Zamora es puesta bajo asedio. Sin embargo, no se menciona la mañana, el río tiene un nombre concreto (el Duero), no se describen las delicias que guarda, y tampoco precisa de sinécdoque con un personaje que hable por la ciudad, porque la voz la tiene propiamente doña Urraca.

Dicho esto, y como conclusión, se sugiere una mayor atención a los romances como composiciones poéticas simbólicas, donde la naturaleza, al igual que en la lírica de tipo popular, traslada siempre la realidad descrita al territorio de los sentimientos amorosos y del erotismo. 

Bibliografía


DÍAZ ROIG, MERCEDES (1989), El Romancero viejo. Madrid, Cátedra.
MENÉNDEZ PELÁEZ, JESÚS y otros autores (2010), Historia de la literatura española. Volumen I – Edad Media. León, Everest.
MENÉNDEZ PIDAL, RAMÓN (1981), Flor nueva de romances viejos. Madrid, Austral.
VICTORIO, JUAN (1985), La ciudad-mujer en los romances fronterizos. Anuario de Estudios Medievales, nº 15, enero de 1985, pp. 553-560.